El poeta que es plural habrá de contar
los ciclos, cantar sus vueltas, sonar la veta de un árbol memorioso, vinil de otro
siglo que ahora se vive clásico, y nos ayuda a entender y presenciar el motor ontológico
de sus personajes: personas que han circulado en ese caracol que también es laberinto
y nación elegida.
Más que el exilio, el viaje. Ostraco de sí mismo, el también editor, nacido
en Argentina en 1944, pero mexicano por convicción, hace del erotismo un cuerpo
que explora el valor comunal. Es decir, la caricia como un medio para construir,
la mirada un riesgo para exponer. Observa cómo crece su ser cual letra de molde
que tiende a cursar el blanco a través del telar del poema, que ejerce cual tinta
roja, si vida o protesta; tinta negra, si reflexión o melancolía.
Para Mosches la notación es parte de
la crónica de la propia voluntad del deseo en la piel. El creador para él se presenta
cual revelador que deshila un cauce, y el
río sin orillas es aquel humano que nada al centro del río (…o es arrastrado
o flota o trata de atravesar, transversar)
volcarse horizontal al cruce: puente o túnel ejerce un modo singular de hundirse
y repuntar, atravesar las corrientes.
En esta antología que reúne fragmentos
de su poética desde 1979 a 2014, es una diagonal constante, remolino que vuelve
a un centro que no le permite ver la orilla; río inmenso que dejó hace tiempo la
“playa” ´primigenia de la que partió, donde Doris Lessing le miraría a través de
las grietas junto a los hijos e hijas
que parten a buscar el otro lado, la otra parte del principio, el fin de ese mar
que comienza: río desde el que no se mira la otra orilla, hasta que de pronto la
tierra a lo lejos es un espejismo, porque no se llega sino a la muerte. El río sin orillas es una metáfora caudalosa
de la vida, una noticia total de lo que no deja de moverse.
“Ahora podemos escuchar el corazón (p.33)”,
escribe Mosches, “los nuevos soplos que coagulan y enlazan / la creación del propio
espacio. / El aliento es sonido. / El sonido es palabra. / La palabra es razón.
/ Todo es futuro”. Hay un momento cuando desde el centro del ser, un jardín es la
serenidad que experimenta la transfiguración de la tragedia humana. Algo así como
la sal que nos da plasticidad, cristales para mirar las vidas, algo así “como el
mar que nos habita” (1999), y que no deja de golpear en nuestras orillas, de traer
sus tempestades, que reconocemos, pero con huracanes de lenguajes nuevos.
A veces Mosches toma la forma del infinito
con un antifaz, cual si estuviese dicho ya todo, o todo ya hecho bajo el sol, y
con un sin fin de etcéteras le da sabor a quitarse cada día lo acumulado en las
uñas. Lagañas que riman con pestañas, algún trozo de atún entre los dientes. O un
jardín en la cavidad de la muela donde se arraigó una palabra que termina por sangrar.
La realidad, de colores inigualables,
pareciera para Mosches, un tránsito que culmina en una experiencia estética y revela
constante la duda cual misterio. Viajero que es una botella en el mar, es inherente
el naufragio suscito del encuentro en sí. Lente u ojo, historia o materialismo,
el poeta es el que flota: un nadador a mar abierto. Porque en este río todo es mar,
principio y fin.
Es gratificante cómo desde lo más puro
del ahora, el yo puede ir mirándose desde el síndrome de Lacan y conformar una biografía
en poemas para entregar la mezcla especial de un lenguaje que semeja a un cronos
con su licuadora extendiéndonos el vértigo de sus entrañas. Este dolor que son los
músculos y la quijada, los dientes que se escuchan chirriar. Música poco complaciente.
Mosches es una especie de John Cage,
con las trisuras del día dando un concierto
de ventanas que rechinan mientras la luna se escapa por los ojos, en una gota marina.
Sal de diamantes para atestiguar los cuatro abismos, cardinales orillas que sin
verso, podemos saber están.
La cosmovisión del poeta clarifica que
mirar la luna no es llegar a ella, sino cruzarla. Rozarla al menos. Orilla distante,
río oscuro es el cosmos, y fluye a través de nuestro embudo de figuraciones. Eduardo
Mosches es heraldo de su propia furia. Y se decapita en el acto para poner el poema
en bandeja cual cabeza. Sin ornamento, simple, ahí, palpitando todavía, quizá viendo
aún, en esos veinte segundos extras que dicen pude todavía percibir el decapitado.
Y viene a la mente “La casa del ahorcado”, de Paul Cézanne. Arcilla verde, terracota
tras el árbol al fondo.
En 1979 Eduardo tenía treinta y cinco
años. Una juventud previa a la fundación de la revista Blanco Móvil, que está por
cumplir treinta y cuatro años. Una vida, después de una vida. La madurez de un joven
que ya había dejado por ahí la piel en el capullo en alguna rama. Y el fruto de
alas, el ánima que es carne, es un libro de grecas naturales para narrar fragmento
de una historia al viento.
Erótica es la visión que urde al tacto
el poeta, así como “los ojos cerrados veían más allá del lugar, la piel canta en
la piel” escribe Mosches. Este antiguo hábito de comunicarse en el silencio de lo
que se dice con un guiño, una cadera que pendula con la cadera que acompaña, es
natural en el versar, y de ahí, que Los enemigos
del silencio sean un reloj que camina al ritmo de su danza. El poeta, en este
éter, es quien nace en el balance de su propia canción de cuna y moldea el arte
de renacer y conocer la historia como se reconoce al tacto el rostro al enjugar
el sudor de una jornada de esfuerzo ante el límite propio.
Mosches canta al oído para tolerar el
peso de los cuerpos que aún le palpitan entre las uñas, ahí en la punta de los dedos,
que no pueden ya tocar el núbil velamen de ese tiempo, y sin embargo pueden sentirlo
y trasmitir esa palpitación. Tal vez, hay ahí un extraño sentir común en una generación
del cuarenta, digamos Max Rojas, con Cuerpos,
o David Huerta, con Incurable. Y el cauce
del río, ese infinito horizontal, con Eduardo, que hace gran poema de una vida de
lucha y resistencia. Porque en la poesía no basta con decir, sino que el abismo
es apenas el velero para surcar el vasto océano por atravesar.
Habitantes de un sueño, para Eduardo
son los personajes, diálogos o efigies, tal vez santos de cabeza, o evocaciones
de un holograma que ha perdido el detalle en los párpados. Una melancolía constante,
un estar ahí sintiéndolo todo sin querer abrazarlo, abrasarlo, sin barca de por
medio. Tal vez con un catalejo a la mano. O un puño de cristales para leer las runas
al vuelo. Oráculo de pasados que vendrán dentro de siglos. Oleajes que levantaron
su mano hace lustros y van cerrando su boca lentamente y sus colmillos apenas dibujan
un mapa que empieza a desparecer cuando el cortinaje de los ojos anuncia ya la noche.
El río sin orillas
pregunta
qué clase de ateo es este dios creyente de
lo humano. El viviente raso, el peón de cada día que se alegra con el sol y
la existencia de sus congéneres compartiendo el pan, la carne, el vino y el agua.
La música como una isla en la que puede escucharse a las sirenas poéticas de las
generaciones. Poeta coloidal, porque busca en la belleza de todas las lenguas y
todas las artes.
Hay en la práctica de Eduardo Mosches
una “llama que se convierte en aquello que la domina” (p.112). El susurro del fuego es la “escritura que
parece lumbre oscura”. La noche en la tinta, la masa que sostiene las estrellas,
lumbrecillas en el más allá de este espacio sidéreo. Y ahí se permite ser crítico
de las sectas que dirigen a través de sus poemas a las congregaciones inasibles
de su cerco. O las que con altar convocan a enaltecer un predio con todo y sus torres
inmensas. “Vida y muerte a través de lun embalsamador mítico” (p. 116); la claridad
con que expone el oficio de poeta no como algo total, sino cual ser que cuida: guardián
de los saberes y transfigurador: conductor de almas.
En esa tabla de surf, el poeta, al centro
del libro, el libro del cuerpo, cual memoria acariciada, el escriba es un libro
sin lomo, el perro o el caballo de los sueños, ese pájaro sólo entre sus plumas
de fuego. La guerra imposible de concluir que cargan las palabras que revolotean
en los cestos. Hondura del alma, un túnel donde al fondo se desgrana un ladrillo.
Porque Eduardo Mosches sabe que al otro día vendrá el sol y que cada noche es un
episodio aciago.
“El viento encuentra su laberinto en
una flauta” (p. 110). “Los niños son aventados por las ventanas de las guerras”.
“Suspiro largo en ese túnel”. “El tiempo crea más cuevas en la cueva”. Molinos de fuego es un libro de girasoles,
una sección del compendio en la que uno goza de un Van Gogh abstracto que obsequia
su caracol sin mar, su ya mudo grito eterno
guardado en un frasco de nada.
La memoria como máxima consecuencia es
sedimento de la existencia, y el creador transparenta que apenas susurra quién soy. Esta es otra perspectiva que genera del río sin orillas, la escritura de Mosches,
y no permite evaporarse a la duda de saber qué se recuerda y qué se recrea. La joya
más preciosa de la memoria es el olvido, y el olvido es el engrane del cosmos, este
cuerpo que se mueve en automático. Por eso Eduardo Mosches nos recuerda que “los
fantasmas son excelente compañía / para los momentos de tormenta”, y que pase lo
que pase, siempre “el camino continúa quedando atrás”.
Para Mosches la idea de composición de
los elementos es la constante mezcla, donde los elementos hablan desde el interior
de otro elemento. Y el lector puede observar cómo la tierra mira al agua y se vuelve
lodo, o el aire al lodo y lo vuelve polvo, ningún elemento es puro en sí, sino en
su estado abstracto, una vez en el cuerpo obedece a su alquimia de volver el agua
en sangre, la tierra en minerales, el viento en gases. Y lo maleable, lo que está
todo el tiempo trasmutado, se hace evidente.
La alquimia que se percibe en una síntesis
sintáctica. Y el río sin orillas evoca a un cuadro impresionista con tildes de expresionismo
bélico. El maná del guiso es ansia crucial, un suspiro al fondo de la hoguera que
chispa un sol. El río sin orillas, de
Eduardo Mosches es un libro que camina a la velocidad a la que se mueven las cosas,
donde el movimiento o el tiempo son lo mismo, respecto al eje de lo que es una forma
en sí. Tiempo de agua, fruto de agua, agua anegada de agua, así el conducto de la
forma humana es más allá del cuerpo, lenguaje. Energía en renovación que gira sobre
su propia rueca, y su lectura de los astros, una constelación poética que rima en
los cuerpos. El sorprendente imán de una poesía de carne y hueso que hace su brecha
cual estela de un barco que cursa el universo.
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§ Conexão Hispânica §
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