terça-feira, 9 de agosto de 2022

BERTA LUCÍA ESTRADA, FLORIANO MARTINS | El día en que Robert Wadlow se encuentra con el hombre-orquesta François Rabelais



El matrimonio es como el restaurante; cuando nos sirven ya estamos contemplando lo que hay en el plato del vecino.

 

SACHA GUITRY

 

El apetito viene con la comida.

 

FRANÇOIS RABELAIS

 

El tiempo parecía estar liquidado por completo, pero eso no era del todo cierto. Tal vez lisiado y sintiéndose desesperanzado. Un tiempo deprimido que ya no sabe qué esperar de sí mismo. El momento en que las cosas suceden por agotamiento del vacío. De alguna manera, queda constancia de un hecho en el que la historia nace en el lecho entre el deseo y la memoria, el sudor entretenido con las hazañas de las sombras danzantes y el semen rociado en una vertiginosa ondulación de la carne. Este es el hecho y no hay duda de que ha tenido lugar.

Hubiera jurado, por la luz que brota de mi farol, que lo pensé mil veces antes de preguntar lo que pronto sabrán, porque los caminos pueden trastornarse y llevar consigo la verdad de un mercado a otro, o incluso de un puerto hasta otra forma de transferencia, así como el lenguaje llegó a dar cien vueltas sobre sí mismo a fines del siglo XIX y apenas comenzó el XXI ya nadie se guiaba por la moral y fue precisamente cuando asumimos que podíamos encontrar y terminar el cuadro de un tiempo inclinado sobre otro, como si fuera una mujer sobre su hombre, un cuadro con sus símbolos aun corriendo por la pintura fresca y la proeza de sus imágenes representando los lugares que recorreremos en el transcurso de nuestra conversación.

Ciertamente Gargantúa, al escribirle a su hijo diciéndole que el escudero Malincorne sería portador de algunos libros que podrían encontrar buena lectura en el horizonte de sus viajes, se adelantó a los siglos venideros puesto que entre ellos trató de incluir algunos volúmenes que ni siquiera habían sido escritos, como los relatos de las jornadas del aventurero Gulliver o las contingencias del invisible Garabombo, porque cuando, en el transcurso de los siglos, tales relatos ganaron recursos estaban llenos de líneas y accidentes que evocaban una transfusión de las pinturas de Pantagruel. Tampoco era de extrañar que muchas mujeres que tomaron para sí el oro de las narraciones –llámense Melusina, Scherezade o Nadja– no se convirtieran en gigantes cobijadas por las profecías de ese hijo extraviado, transeúnte, viajero.

Quizá hubo un tiempo en que Pantagruel, al ser preguntado por el círculo de amigos de su padre Gargantúa, recuerda que uno de esos personajes que gozaban de buena presencia en casa, entre comida y bebida y risas estruendosas, era el doctor François Rabelais, al que le gustaba inventar escritores y deleitarse con el amiguismo de recursos que un día encontrarían en sus confidencias epistolares. Todos esos nombres parecieron a los oídos de Pantagruel como una sagaz y tal vez maliciosa profecía del visitante, quien se empeñaba en decir que un día los dos gigantes serían los transgresores más evitados, malditos, negados por la fuerza de su lenguaje y la farsa de las nuevas realidades que no aceptarían los goces excepcionales de sus matrices y troqueles.

En cualquier caso, tendríamos que crear un ambiente propicio para nuestra conversación, que podría tener como trasfondo una de las fantasías de Gargantúa en la que su hijo convertiría la cúpula de la basílica de San Pedro en un urinario y lo llenaría con su orina anárquica hasta que desbordase inundando a toda la infinidad de creyentes. Sí, ese sería el escenario perfecto, mientras sentados a lomos de un monstruo alado, una arpía mítica, un águila-real, en su vuelo circular lleno de almas atormentadas y las perversidades más incesantes, nos erguiríamos, tú y yo, inspirados por ese olor repulsivo, por la multitud desfigurada y la risa lúgubre de ese gigante-niño, intercambiaríamos íconos de posición, vomitando incestos, insectos, sueños y tréboles con las puntas deshilachadas, además de otras virtudes imprecisas que versan sobre las frágiles certezas de este mundo.

Todavía había algunas dudas sobre la inevitabilidad de una segunda guerra mundial cuando me invitaron –incluso escuché en voz baja que el Sr. Wadlow sería la mejor opción– hacer un viaje a Europa, donde conocería y entrevistaría a François Rabelais, a quien me presentarían como “El gigante de Illinois”, dada mi condición de hombre más alto del planeta. Se eligió el año 1939 por su conexión directa con el número 3, siendo este el número-idea del cielo o la percepción y realización de la unidad.

Sin embargo, me interesa preguntar lo que ya se ha prometido, en nombre de una curiosidad que durante siglos ha atormentado mi karma en la más completa ignorancia de su conciencia. Si nos remontamos a la antigua comuna francesa de Chinon, en el año 1484 –o sería un año antes, o, dicen, incluso nueve años después–, ¿dónde ubicar el origen de los excesos –alcohólicos, gastronómicos, sexuales– de Gargantúa y Pantagruel? Pero debo confesar que, incluso ante tu innegable presencia física, aún me arriesgo a dudar de una existencia real. ¿Con quién hablo de todos modos, Rabelais o Gargantúa?

 

GARGANTÚA | Gargantua c’est moi! Rabelais sólo me prestó su pluma y fue escribiendo lo que yo le dicté. Y lo escogí por ser un monje irreverente que enfrentó a su propia comunidad y a los sabios de La Sorbona. Aunque yo sabía muy bien que sus escritos podrían acarrearle la furia de sus superiores, como finalmente pasó, y que esa furia –en el sentido de Las Furias griegas que él conocía muy bien– podía llevarlo a la hoguera donde dos siglos antes sus antepasados habían quemado a los Caballeros Templarios en cabeza de Jacques de Molay. Rabelais recibió mi antorcha con alegría, jugaba con fuego y ese juego se convirtió en su pasión. Sabía que tanto la búsqueda del conocimiento, como retar a una comunidad religiosa que combatía la risa y los excesos del alcohol, podían significar su ruina. No obstante, su compromiso consigo mismo y con sus ansias de salir de una época de oscurantismo –léase de luchar contra la idea que imperaba en su momento de la necesidad de tener un pueblo iletrado, como lo fui yo mismo durante muchos años– pudo más que el miedo que a veces le impedía dormir tranquilo; no en vano tuvo que huir de Lyon en más de una ocasión. En esas noches, en que esperaba que vinieran por él para tirarlo en una oubliette, yo me sentaba a su lado y hablaba, hablaba, y hablaba; aunque lo mejor sería decir, reíamos, bebíamos y reíamos nuevamente. Hablar con él era un delirio porque, aunque era médico, usaba el lenguaje de las tabernas y de los pillos que yo utilizo bastante a menudo y que hacía las delicias de mi padre. François, tal vez por esa vida austera de los monjes, en su fuero interno se regodeaba en lo que tú llamas exceso, y aunque no tuviera a una mujer que compartiera su lecho de paja me tenía a mí para imaginar todo lo que sus votos de pobreza, obediencia y castidad le impedían llevar a cabo.

 

ROBERT WADLOW | Muy bien todo lo que me dices; aún así no respondes mi pregunta, ¿de dónde sale Gargantúa?

 


GARGANTÚA | Es algo como buscar la pieza que falta, cuando lo más importante es que se mantenga el misterio. Además, yo soy una farsa. Es cierto que mucho de mi origen tiene que ver con la miseria del tiempo que constantemente buscaba acentuar el abismo entre dos mundos. No es que me conmoviera ningún falso sentimiento de piedad. Pero pronto aprendemos que todos los tiempos son miserables y que el hombre siempre será un animal monstruoso. Y que siempre estamos buscando cosas perdidas, pensamientos, pretextos, originalidad, joyas, salsas, los lugares comunes que a veces saltan a la siguiente página de nuestra existencia. Es probable que me volviera loco en busca de palabras desconcertantes que sugirieran que aún sería posible reunir las ideas más antípodas, por lo que había que crear un nuevo oráculo. Como la carta que me envió Pantagruel, donde relata: Aquí encontré un tarando escita, animal extraño y maravilloso, por las variaciones en el color de su piel y pelaje, según la distinción de las cosas cercanas. […] También os envío tres jóvenes unicornios, más mansos y dóciles de lo que serían los gatitos. […] Me maravillo de cómo nuestros escritores antiguos los llamaron tan valientes, feroces y peligrosos, y que nunca se los había visto con vida. Y ahí estaba la razón de mi origen, en el carácter que mi hijo revelaba respecto a los escritores antiguos, que ciertamente podría ser el mismo que el de los futuros escritores. Era necesario reavivar las tintas de la imaginación y pensar en un mundo que contuviera la línea mágica de los tres círculos regidos por el origen, la dicha y la esencia de la vida. Entrelazados de tal manera que en los rigores de los días era imposible identificar su compartir. Separar las cosas, los animales, las quimeras, como si el destino las distinguiera en diferentes tipos de naturaleza, era algo tan criminal y estúpido como marchitarse espiritualmente en la creencia de un solo dios. El hombre, era seguro, eventualmente se sabotearía a sí mismo. Sin embargo, algo me decía que debía multiplicar el reflejo y la duración de las obras humanas. No por el bien de la justicia, sino porque solo a través de la hipérbole el mundo ganaría un nuevo atractivo, aunque fuera solo la conciencia de la risa.

 

ROBERT WADLOW | Hablas de las condenaciones a los gigantes por parte de La Sorbona, pero antes ya habías creado tu hijo con el seudónimo de Alcofribas Nasler. ¿Podría haber sido esto un presagio de la persecución que terminarías sufriendo? También me parece curioso que vuestros nombres, padre e hijo, sean dos palabras que en francés significan garganta grande. ¿De ahí salió la idea de crear dos gigantes?

 

GARGANTÚA | Los gigantes estamos en esta tierra mucho antes que ustedes los enanos, si, puedes reírte, tú también lo eres, así que no te des muchas ínfulas al respecto. Entre nuestros antiguos puedo nombrar a Hércules; al que Zeus, su padre, engendró en una cópula qué duró cuarenta y ocho horas seguidas; y su madre, Alcmène, lo llevó en el vientre un año entero. Y sí, has dado en el clavo. Mi padre se llamaba Grandgousier, el de la gran garganta. Y mi madre, Gargamelle, la de las mamelles descomunales, me llevó en su vientre once meses. Es bien sabido que para hacer las cosas bien se necesita de tiempo; nueve meses, como es el caso entre vosotros, no es suficiente; por eso nacéis sin poder comer ni hablar ni caminar. ¿Acaso no has visto a las elefantas embarazadas? Pues bien, antes de dar a luz ellas se encargan de tener al feto en sus entrañas veintidós meses. Así que no es que me haya inventado la historia de dos gigantes, más bien diría que vosotros sois mi invención mayor; incluso puedo convertiros a varios de vosotros en condimento para una ensalada si me da la santa gana.

Y ahora paso a responder a la pregunta que me hiciste hace un rato; pero primero necesito beberme una buena cantidad de vino; no una botella sino una barraca, y eso solo para comenzar.

Yo nací en el campo mientras que mi padre y mi madre se regocijaban el uno con el otro, mi madre sintió un dolor agudo en el oído y al cabo de un rato salí yo por ese noble orificio. Ya ves, así hacemos las cosas en mi familia. Y otra cosa, pon música que no estamos en un velorio; al menos yo no me he muerto, ¡carajo! ¡Ah! Y antes de que me olvide, Rabelais es también una invención mía; lo que pasa es que terminó usurpando el puesto de creador como si en vez de médico fuese un simple asalta-caminos.

 

ROBERT WADLOW | Y puesto que estamos hablando de concepciones; dime viejo amigo ¿cómo engendraste a Pantagruel? Debe haber una historia divertida en ese acto; no olvides decirnos la edad que tenías en ese momento sublime e irrepetible, y que puedo imaginar acompañado de una mesa suculenta mientras hacían la tarea de engendrar a ese hijo bien-amado.

 

GARGANTÚA | Nací en 1534, como sabes, dos años después de Pantagruel. Esta habría sido la primera incoherencia de Rabelais. Sólo él concebiría un hijo nacido antes que su padre. De todos modos, una vez equiparado este absurdo, confieso que pensé en Pantagruel como una especie de disparate, donde cualquiera que lea sus tramas o contemple las innumerables imágenes que se hicieron de él lo consideraría una especie de autorretrato. Igual como soy Rabelais, Pantagruel sería cualquiera que lo viera. Mi hijo sería entonces la pronunciación de aquellos sueños caprichosos que un día François Desprez habría encontrado en su pluma. E incluso antes de llegar a la tierra gloriosa de las páginas de Rabelais, ya lo escuché decir:

La igualdad no es lo que encontramos, sino lo que buscamos.

Lo que considero exceso son los infinitos fragmentos de cosas que me han quitado y trato de devolverlas a lo que aún tengo.

Los valores morales son una lista de horrores estancados que no representan más que lo que despreciamos íntimamente.

Nunca tuve absolutamente nada que enseñarle a Pantagruel. Cuando Rabelais dice que ha aprendido mucho de mí, quizás se esté refiriendo a nuestro festín, a la hermandad de los pedos, al relámpago casi religioso de nuestra risa. Nada más. Pantagruel tuvo la gracia de revelarme tantos animales maravillosos, algunos de los cuales hubiera jurado que habían sido inventados por él. Pero creación no es invención. Sólo creen en eso aquellos que no pueden crear.

Y luego, algún tiempo después, escuché en una taberna la lectura sarcástica de extractos de un Manual del artillero furtivo, que ya era conocido popularmente como El arte de tirarse pedos, y que habría sido escrito por una desconocida a la que llamaban La Belle Timbalière. Estos cánticos de las ventajas de los pedos para la sociedad ya se respiraban entre aliados y vasallos en todos los alborotadores de la isla de Ennasin, por donde pasaba Pantagruel cuando me buscaba las bestias más estupendas. Él mismo me lo contó en una carta, recordando el tamborileo de manos y, a veces, las putas muy pequeñas que saltaban sobre las mesas, volcando saleros, zambulléndose en jarros de vino y platos de sopa de carnero, las más jóvenes riendo y fingiendo ahogarse en agua bendita, las que tenían arrugas rascándose entre gemidos, el viento rozando los cristales, la carne cabreada de aquellos clavadistas, Pantagruel jugando con sus dedos proclamaba la orgía de las tres noches antes de que fuera hora de partir hacia el pasado a mi encuentro.

 

ROBERT WADLOW | Siendo tan comunes los espasmos de tiempo, ¿por qué insististe en que tú eras el pasado de Pantagruel? Creo que uno de los milagros de Rabelais es precisamente que siempre trató al tiempo con desdén. Todo era posible en su imaginación y en cualquier momento. Basta en pensar en eso del hijo que nació antes que el padre. Cuando los dos estaban juntos, ¿qué pasaba?

 

GARGANTÚA | Rabelais es un jugador del tiempo, en sus manos nosotros somos sólo piezas en una partida de ajedrez que nunca termina, cada movimiento que hace con sus manos lisas, y casi femeninas de monje erudito, es un paso al vacío y a la intemporalidad. De ahí que efectivamente yo sea el pasado de Pantagruel y que a su vez él sea mi propio pasado. Y en esa intemporalidad nos encontramos con nuestros antepasados árabes y bárbaros, griegos y latinos, paganos y cristianos que le rindieron culto a la ebriedad, nuestra única deidad; por eso no hay ni una sola viña que colme nuestra infinita sed. También somos los ancestros de un bebedor colosal que aparece en un libro de un autor de Aracataca y cuyo nombre a veces se me dificulta acordarme. Los movimientos de los escaques son infinitos y a la vez predecibles; solo las manos de Rabelais los conocen. El nombre de mi hijo remite a un tiempo y a un espacio alterados, caóticos y por ende inexistentes. Su nacimiento engendró él único y verdadero dolor que hemos tenido en la vida. Él perdió a su madre y yo perdí a la mujer que amaba; sin embargo, cada vez que lo contemplo una sonora carcajada alegra el espacio y los deseos de comer y de beber nos sacuden hasta hacer temblar el cosmos. La melancolía no es una buena sombra; bebemos para asestarle un buen golpe de espada así ella se levante una y otra vez. En eso también consiste el juego rabelesiano. No hay ni vencedores ni vencidos. Sólo somos máscaras que bailan en una eterna farsa en un teatro antiguo o en un ágape de algún rey de la Hélade; lo que nos convierte en su propia memoria; somos su recuerdo y en cierta forma su saudade. Y tú, Robert Wadlow, coloso entre tu pueblo, también formas parte de esta memoria infinita de los reyes enterrados por el tiempo.

 


ROBERT WADLOW | ¡Honor que me hace vuesa merced! De ahora en adelante seré todas las lunas que acompañarán vuestros pasos. Ahora hablemos un poco de los amigos de festines y entelequias filosóficas. Habladnos sobre Panocráthes y los sofistas, sobre Panurgo, Epistemón y Eudemón.

 

 

Las noches buscan los mejores lugares de estancia para el saludable viaje del vino y la carne. Una mesa llena bien puede ser la gran madre de la parodia. El apetito por el humor, desde el más burlón hasta el más refinado, no se preocupa por las proezas morales ni por las razones comunes de la burguesía. A nadie le interesa mostrar el sentido o la dirección de caminos que son esencialmente individuales. Cuando hacemos una comparación entre las formas de vida de los mortales, acabamos por entender que la risa es la mejor compañera de viaje. Escribiendo sobre Robert Louis Stevenson, en un libro de lectura tan fascinante como Spicilège (1896), Marcel Schwob considera que la ilusión de realidad nace del hecho de que lo que nos presentan son objetos cotidianos, a los cuales ya estamos acostumbrados; y la fuerza de la impresión que nos hacen surge cuando las relaciones entre estos objetos familiares son súbitamente alteradas. A partir de esta observación, ejemplifica trucos en la narrativa del famoso autor de La isla del tesoro. La reconfiguración de la realidad sólo puede lograrse si se parte de sus minucias, de la prodigiosa invisibilidad de nuestros hábitos. Schwob escribe sobre Stevenson, pero también podría investigar el trabajo de Rabelais. Y en cierto modo lo hace, aún más claramente en otro punto de su libro, cuando trata de la risa y la sitúa como una sorpresa frente a la negligencia de las leyes.

Las leyes en Rabelais son un atributo de lo grotesco y solo pueden ser tratadas como objetos de una cotidianidad que solo se revela a través de la anécdota o la imposición. La risa exacerbada es presagio de locura, según el orden de las anomalías. La risa como principio de la locura. La risa como determinación obsesiva de la conciencia. Traemos la risa a nuestro tiempo despersonalizado y el grado de hipocresía que define a las sociedades contemporáneas cambia la perspectiva de un personaje como Joker en Joker de Todd Phillips (2019) de la realidad a la ficción. Si el progreso de la conciencia desplaza la identificación de la locura, y si se presenta como un atributo grotesco la permanencia de la risa como deserción de la realidad, recordemos que, hasta cierto momento, Schwob caracterizó al loco como alguien que mantenía una idea elevada de la personalidad. Son aspectos que podemos premeditar a la hora de releer –leer siempre será insuficiente– a muchos novelistas del pasado. Es hora de recordar una feliz observación de Milan Kundera, quien dijo que, en el siglo XX, basar una novela en la meditación continua iba en contra del espíritu de la época, a la que definitivamente ya no le gusta pensar. Esto convierte a Rabelais en un paria, y a los ojos de Kundera –uno de los pocos novelistas contemporáneos atentos a los potenciómetros de la narración de Pantagruel y de Gargantúa su padre– un momento milagroso, que nunca regresa, en el que un arte aún no se ha constituido, como tal y, por tanto, aún no está delimitado normativamente. Esta impecable reflexión explica muchas cosas, incluso apunta en la dirección en que Kundera describe completamente los mecanismos de artificialidad de la creación artística, en cualquier nivel, y que hoy terminamos utilizando un despreciable axioma tratando de justificar la naturaleza de esta euforia artificial. ¿Por dónde entonces empezar a leer a François Rabelais? Quizás por la risa.

En 1939 André Breton publica su Anthologie de l’humor noir y luego en su presentación del primer autor, Jonathan Swift, establece una distinción entre él y Rabelais, diciendo que se caracteriza por una broma pesada e inocente y el constante buen humor del beodo. No cita exactamente quién dijo de Swift que provoca risa, pero no participa en ella. Se lanza la idea, y al final de esta misma breve presentación de Swift, Breton revela su comprensión, al menos de lo que él considera un humor negro, cuando dice que el autor de Los viajes de Gulliver (1726), acabó donando en su testamento diez mil libras para la creación de un hospital para locos. Este libro elaborado por Breton sería el momento ejemplar de su percepción de la identificación de la comedia, de la explosión de estados de ánimo, de la emancipación de las cosmovisiones, del jolgorio de esos olvidos de las leyes señalados por Marcel Schwob. Vale la pena recordar algo, un ensayo de Schwob dedicado a la risa: Los personajes de Las mil y una noches temían este tipo de cosas que se producían en una época en la cual la personalidad del hombre aún no había sido violentamente separada de los objetos por Kant. Hoy, el yo glorioso se burla de esta parodia vana. Un poco más adelante, Schwob afirma: Ya cambiamos la forma de la risa; que sepamos predecir constantemente una era en la que no nos reiremos más. El humor se ha dado a sí mismo una trayectoria casi siempre peculiar.

Caminamos, decididos a hacer algo de ruido. Una manera de descubrir la maravilla que acentúa nuestra sensibilidad. No importa cuán negra sea la forma de ver el mundo. Las primeras formas que acumulamos como demostración de lo que somos o queremos ser. Qué más, en cada uno de nosotros, persiste en perdurar. La elección de un principio perdido. El nuevo traje de mendigo. Todo en nuestra vida toma disfraces de farsantes. Las frases, la increíble realidad que pretenden pasar como si fuese verdadera. Al diablo con las críticas, el ego acaba siendo el personaje más subalterno de cualquier narrativa. Quién me quiere aquí, quién me quiere mañana. No volveré a hablar de Rabelais. Estuve una noche entre vinos con Milan Kundera y Marcel Schwob y lo que hablamos de Rabelais es que la interpretación del mundo es una falacia sin retorno. La bebida o los asientos pueden no ser apropiados. Muchas cosas parecían estar fuera de lugar en ese hotel. Pero nos acordamos de Breton; creo que fue Kundera quien lo hizo. ¿Por qué Rabelais nunca formó parte de los ideales de humor negro defendidos por Breton en su antología? Ni siquiera como un fantasma que confundió la realidad con las múltiples posibilidades de identificar… la realidad. El surrealismo le debe más a Rabelais que al interrogatorio del espejo que interpretará las fascinantes visitas de sus personajes. Ningún surrealismo sobreviviría a Gangantúa y Pantagruel. Como tampoco sobreviviría sin el bestiario medieval.

Y es que François Rabelais, el enorme escritor de la desmesura, posiblemente no habría podido existir sin las iglesias góticas y sus gárgolas, entre muchas de las esculturas que pueblan esas construcciones que ya se adelantaban al adjetivo de rabelesiano; en otras palabras, son esculturas hiperbólicas que pasarán al lenguaje de Rabelais como si se tratase del lenguaje cotidiano tanto del pueblo –léase campesinado– como de las élites y de los clérigos. Y es que precisamente ese lenguaje picaresco ya se encuentra en los Fabliaux; esos cuentos llenos de humor picante donde el rústico y su mujer y el monje en cierta forma iletrado son los protagonistas de esas pequeñas narraciones hechas para reírse en una noche de invierno al lado de la chimenea y con un vaso de vino en la mano; o dos si es menester.

Rabelais es el verdadero legatario de esas dos herencias culturales europeas. Y no solo eso, es el precursor de la novela europea, así hoy nos digan que es Cervantes. Pantagruel y Gargantúa se adelantan sesenta y cinco años a Don Quijote. Los dos libros a los que hacemos referencia fueron escritos en 1532 y 1534 respectivamente; mientras que el libro sobre Don Alonso Quijano es de 1605. Y esto es importante tenerlo en cuenta si pensamos en uno de los episodios más carnavalescos y a la vez dramáticos; me refiero a la parodia de una guerra que se desata por unos cuantos panes (fouaces –un pan con aceite de oliva– o focaccias) mucho antes que Cervantes escribiese la lucha del Caballero de la Triste Figura con los gigantes; recuérdese que para Sancho Panza eran solo molinos de viento. ¿Conocía Cervantes esta obra magna de Rabelais? No lo sabemos, pero tampoco es imposible negarlo.

Por otra parte, la figura del gigante ya era un personaje legendario que formaba parte de los cuentos campesinos europeos; y no sólo europeos, puesto que, en todas las leyendas, bien sean americanas, asiáticas o africanas, aparece este personaje. Habría que remontarse a la mitología acadia con su Gilgamesch, el rey gigante que medía 5.60 m, y a la griega, para que encontremos los primeros gigantes de la literatura. También los encontramos en La Biblia, en la mitología nórdica e incluso en el pueblo azteca. La literatura mal llamada infantil es muy rica en este tipo de personajes conocidos a veces como ogros que tienen el hábito de comerse a los niños.

Y la gran virtud de Rabelais es que él desacraliza la figura del gigante y la convierte en una carcajada. Y si digo esto es porque en los cuentos de la tradición oral tanto el gigante como el ogro son personajes temibles y que siembran el miedo por donde quiera que pasen. Arrasan con todo. Como Gargantúa. Su paso puede ser devastador, así como su micción. Hay diluvios ocasionados por su descomunal forma de orinar y por la orina de su caballo. En otro capítulo recoge unas lechugas enormes donde se han refugiado siete peregrinos y al comerse las lechugas, en una deliciosa ensalada, se traga a los siete campesinos que aterrados no logran saber exactamente qué es lo que les acontece; por lo que al leer estos capítulos el lector no puede parar de reír, es una comedia, una parodia, un divertimento que nos recuerda, y lo repetimos nuevamente, a los Fabliaux medievales franceses.


Y aquí encontramos de nuevo el valor inmenso de Rabelais, la risa. Recordemos que François Rabelais era médico de profesión, botánico, topógrafo y a la vez era un prelado de la iglesia; era un monje en Fontenay-le-Compte. Y como muchos clérigos de su tiempo combatía las prácticas adivinatorias aun en auge en el pueblo y en algunas familias nobles. Y sobre todo era un erudito amante de la tradición clásica. Como todos los hombres cultos de su época, especialmente si eran religiosos de alta alcurnia, hablaba, leía y escribía en latín, y además era un gran admirador de Homero. Conocía el griego como pocas personas de su tiempo. Incluso leer, escribir y hablar en griego le significó ser perseguido por su comunidad religiosa. En 1550 Jean Calvin lo trata de impío y ateo; es decir, los ataques venían de todos los ángulos. Tal vez la lectura de las Odas de Ronsard, publicadas ese mismo año, le aligeraron la carga de la persecución emprendida en su contra. Ese mismo año se convierte por algún tiempo en el médico Enrique II; el nuevo rey que había reemplazado a Francisco I muerto el año inmediatamente anterior. Además, le gustaba el teatro y en 1531 participa como actor en la farsa La femme muette. Conoció a los grandes intelectuales de su tiempo y tenía correspondencia con Erasmo al que consideraba su padre espiritual. También asistía a las conferencias de Paracelso. Otra de las persecuciones fue en 1533 cuando La Sorbona condenó su libro Pantagruel por considerarlo una obra obscena. En su defensa Salmon Macrin escribe La Oda a Rabelais que solo será publicada en 1537. Y regresemos a la risa y al rol fundamental que tiene para Rabelais en su obra y en su vida. Y para poder entender este aspecto recordemos que la iglesia la había proscrito, entre muchas otras cosas, por considerarla vana y alejada del mundo espiritual. No en vano en los monasterios se exigía una vida de silencio y oración absoluta. El claustro monacal es una muestra de los paseos silenciosos de los monjes que albergaba en su interior. Incluso Cirilo –siglo V–, el que mandó a asesinar a Hipatia, y sus seguidores ya la habían declarado su enemiga como una forma más de perseguir la religión pagana.

Pero la Risa –y en este momento adquiere características de personaje– no desapareció, sino que ella misma se forjó su propio destino entre los caminos llenos de barro y los vagabundos que iban de pueblo en pueblo narrando historias burlescas. Una cosa eran los mandatos de los clérigos y otra muy diferente eran las costumbres del campesinado y de los frailes rústicos y errantes que no renunciaban ni a un vaso de vino ni a una buena noche en alguna taberna frecuentada por rufianes, asaltantes de caminos y por mujeres prestas a pasar el tiempo con alguien que las hiciera reír. Eso lo entendió muy bien Rabelais. Él amaba la risa, amaba la ficción y por sobre todas las cosas amaba la desmesura, la hipérbole, la exageración o la desproporción como sinónimos de un pueblo insolente que de puertas para afuera se mostraba sumiso ante los obispos y tonsurados pero que de puertas para adentro seguía disfrutando la vida como si la salvación divina, con la que lo atormentaban, no existiese.

Por otra parte, Gargantúa y Pantagruel son una oda al buen comer; en eso los franceses de hoy en día no difieren en nada a los contemporáneos de Rabelais. Desde el principio de la obra se habla de comida y de los festines pantagruélicos que pueblan cada una de sus páginas. La obra rabelesiana es una oda al vino, a la ebriedad y por qué no decirlo es también una oda a las conversaciones escatológicas del siglo XVI: La razón indiscutible es que ellos (los monjes) se comen la mierda del mundo; o sea, los pecados, y como son come-mierdas los lanzamos a las letrinas; en otras palabras, a sus conventos y abadías, lejos de la vida pública al igual que las letrinas que ponemos lejos de la casa. Esta cita corrobora la parodia que bebe de la fuente de los mismos Fabliaux.

La corte de Francisco I estaba muy lejos de las maneras finas y elegantes de la corte de Luis XIV. Mientras que en la corte de Alexis I Comneno (1081 y 1118), Constantinopla se caracterizaba por un gran refinamiento, y donde se usaban los cubiertos, en la mesa de Francisco I, y a pesar de ser un mecenas del arte, trayendo a Francia a Leonardo Da Vinci, los cubiertos solo comienzan a usarse en la corte cuando su hijo Enrique II contrae nupcias con Catalina de Medici quien los trae desde Italia en su menaje de recién casada. Si esto es cierto en los Castillos de Blois y de Chambord podemos imaginar que era una mesa de una posada de caminos donde se sentaban al mismo mantel clérigos errantes, vagabundos y rufianes de poca monta que solo coincidían en el mismo lugar por el espacio de una noche.

Todavía cabe destacar el aspecto contemporáneo de esta magna obra de Rabelais; nos referimos a la utilización del diálogo homodiegético que se da en varias ocasiones a lo largo y ancho de sus libros. Un ejemplo de este recurso literario está en el capítulo 37 de Gargantúa: Cómo Gargantúa al peinarse dejaba caer sus cabellos convertidos en bolas de artillería. Y dice el narrador homodiegético: Por mi parte no sé nada y poco me importa lo que pueda pasarle a ella o a las otras. Sin embargo, la relación más central entre la obra y su poder convulsivo se da en la relación entre la risa y lo grotesco, en el poder de su imaginación, en la formación abismal de sus tramas, en el uso del lenguaje como foco de liberación del ser. De ahí que traducir a Rabelais, más que el desafío de lograr la mayor precisión con sus recursos, incluyendo naturalmente los neologismos a veces dispares, es una fraternal invitación a entrar en el espíritu de la escritura, en el descubrimiento íntimo de sus voces inventadas y su juego de insinuaciones, pero sobre todo el imperativo irónico de su pluma por fundir los tejidos de que están hechos lo real y lo imaginario.

 

GARGANTÚA | Déjame finalmente hablar un poco de los amigos. Panurgo es una boca llena de risa. Epistemón es el notable padre de lo que más tarde se conocerá como patafísica, una intrigante ciencia dedicada a hacer posible lo insostenible. El joven Eudemón era el demonio feliz del cuerpo, encargado de dar movimiento al mundo. Eran mis tres gracias. Comimos y bebimos y reímos como si la eternidad fuera una maraña de hilos que se multiplicaban con cada nueva invocación del tiempo. Los hechos virtuosos son nuestro reino de posibilidades inagotables. Juntos revivimos lo inerte, lo contradictorio, lo accidentado. Todavía recuerdo con frescura el día en que Pantagruel habla por primera vez de una utopía de la parodia, su comprensión jocosa de una magia del saber que es –en el futuro reflejo de un surrealista llamado André, lector atento, pero que nunca lo declaró – no solo asimiladora de todas las formas conocidas, sino también creadora audaz de nuevas formas, es decir, capaz de abarcar todas las estructuras del mundo, manifiesto o no. Pantagruel diría: Los hermosos nuevos constructores de piedras muertas no están escritos en mi libro de la vida. Sólo construyo piedras vivas; son hombres. Todo es vida. Lo que estábamos practicando en la Abadía de Thélème era el libro de la vida misma. Ponocrates, en cambio, considerado por muchos mi tutor humanista, le debo a él sobre todo la primera atención que dedicó a la forma con que me acariciaba los bigotes imitando a Rabelais. Ahí estaba el detonante de mi énfasis en la paradoja de la existencia.

 

 

El tiempo transcurre como si la materia fortuita de la existencia estuviese en alta mar, entre la deriva y las rutas desconcertantes de la mecánica celeste. Ahora solo vemos la gigantesca sombra de Pantagruel meando sin parar sobre la cúpula en ruinas de la basílica de San Pedro. Robert Wadlow y Rabelais ajustan la posición de sus piernas en el lomo de la incansable arpía dorada, mientras todavía resuena en una vieja taberna del futuro la reflexión de Milan Kundera de que la obra del hombre-orquesta –como se conoció al novelista francés– es un momento milagroso, que nunca vuelve, en el que un arte aún no se ha constituido como tal y, por lo tanto, aún no está normativamente delimitado. Esta novela precursora en todo anticipa los trucos de la composición, el carácter de la imaginación. Es curioso que Kundera fuera una voz casi aislada a decir que a los surrealistas franceses no les gustaba mucho. ¿Esto puede deberse a que el esfuerzo de Rabelais por hacer del lenguaje hablado –en este caso, a partir de la lengua francesa– una fuente de enriquecimiento de la escritura resultó algo inaceptable por parte del intelectual francés del siglo XX, por que, incluso en el decir de Kundera, cierta afectación es, en efecto, una maldición de la literatura francesa, del espíritu francés? Quizá el propio Rabelais podría decirnos algo al respecto aquí, algo que quizás guardaba en su caja de despojos de la realidad. Sobre esta afectación, también podemos recordar un pasaje de la autobiografía de Salvador Dalí, en el que se refiere al esnobismo como una característica lacerante de los surrealistas franceses, afirmando que, cuando formaba parte del grupo parisino, junto a René Crevel fue el único que asistía a la sociedad y que era recibido por ella. Los otros surrealistas no conocieron este ambiente y no fueron aceptados en él.

Es bastante curioso que André Breton haya guardado un silencio tan incómodo sobre la obra de François Rabelais, teniendo en cuenta sus referencias a nombres como Jonathan Swift, Charles Fourier, Thomas de Quincey, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud o el Conde de Lautréamont. Ya hemos visto que leyó a Rabelais, por lo que ese silencio es una clave que resuena en una nota muy reveladora, y quizás tienen razón los que creen que el autor de Gargantúa y Pantagruel era un árbol inmenso cuya sombra podía tragarse el cielo y la tierra de un mundo que hace alarde de su singularidad. Nunca sabremos. Hasta aquí hemos llegado, en pleno siglo XXI, y lo que tenemos es un mundo que se disfraza cada día con una túnica de Atenea, la diosa de la razón, escondiendo detrás de la cómoda del cuarto de san Alejo su verdadera psiquis: La Desmesura.

Y precisamente porque es la Desmesura el verdadero pathos de esta especie condenada al delirio es que nos hemos inventado la parodia. Sin ella el infierno sería una eterna hoguera llena de Aullidos e Improperios; y aunque de todas formas seguimos haciendo uso indiscriminado de estos dos nobles personajes, no hemos desaparecido porque la Risa, nuestra verdadera protagonista, nos acompaña en la noche sideral de la que nos hablaba Pascal –léase noche estrellada–; la misma que Homero llamaba el monstruo de los mil ojos.

Tal vez por eso Voltaire fue uno de los filósofos que combatió el fanatismo religioso y a su vez defendió la libertad y la tolerancia. Aunque en palabras de hoy en día habría qué decir que defendió no tanto la tolerancia como el respeto hacia la otredad. Todo esto para decir que Rabelais abrió los postigos que ocultaban el espacio sidéreo en el cual se contemplaría Pascal ciento cincuenta años después.

Rabelais, el monje que conocía por dentro la desmesura y la codicia de la Iglesia, nos puso nuevamente en la mesa el banquete de la parodia con su principal sazón, la risa, que tanto habían cultivado los griegos con sus comedias. Nos rescató del fanatismo cristiano que quiso abolirla como una medida de control social, económico y político. Independientemente de cuántas veces el tiempo fue impugnado, rebatido, contradicho, desconocido, o si se negó a sí mismo, rechazó sus apuntes, contradijo su orgullo o simplemente dijo no a todo lo que se esperaba de él, François Rabelais declaró sucesivamente que el absurdo cuelga anatematizado del espectro de nuestra retaliación de la libertad. Nunca habrá abuso del silencio o de las palabras si tales expresiones se dan con la naturalidad con que nos emborrachamos de vino o nos acostamos con nuestros amantes o viajamos por los reinos de las más graciosas locuras. La abundancia al servir todos los platos es una reverencia a la plenitud de la salud del espíritu. El apetito viene con la comida y el tiempo es el maestro de la verdad.

 

 


BERTA LUCÍA ESTRADA (Colombia, 1955). Es escritora, poeta, dramaturga, crítica literaria y de arte, autora del blog El Hilo de Ariadna del diario El Espectador (Colombia). Integrante y secretaria del PEN Internacional/Colombia. Es librepensadora, feminista, atea y defensora de la otredad. Ha publicado trece libros, entre ellos La route du miroir, poesía (2012), en edición bilingüe, Náufraga Perpetua, ensayo poético (2012), y ¡Cuidado! Escritoras a la vista…; Todo lo demás lo barrió el viento, La Trilogía de la agonía que comprende las siguientes obras: El museo del Visionario (obra de teatro patafísica), Naufragios del Tiempo y Las sombras suspensas (Trilogía escrita al alimón con Floriano Martins). (2021). Y con el sello de ARC Edições y Editora Cintra fueron publicados los dos tomos que conforman El oficio de escribir (Ensayos críticos, 2020). Ha recibido cinco premios de poesía.
 

 


FLORIANO MARTINS | Poeta, editor, ensaísta, artista plástico e tradutor. Criou em 1999 a Agulha Revista de Cultura. Coordenou (2005-2010) a coleção “Ponte Velha” de autores portugueses da Escrituras Editora (São Paulo), e dirigiu a coleção “O amor pelas palavras” (2017-2021), parceria, de circulação exclusiva pela Amazon, entre ARC Edições e Editora Cintra. A partir de 2022 a coleção, embora mantendo seu nome, passa a ser coproduzida por ARC Edições e a revista Acrobata, destinada então à veiculação gratuita de livros em formato pdf. Curador dos projetos Atlas Lírico da América Hispânica, da revista Acrobata, e Conexão Hispânica, da Agulha Revista de Cultura.
 

 


NICOLAU SAIÃO (Portugal, 1946) | Poeta, ensaísta, tradutor e artista plástico, com atividades ligadas ao Surrealismo desde o princípio, quando participou de várias mostras internacionais de arte postal. Em 1984, juntamente com Mário Cesariny (1923-2006) e Fernando Cabral Martins (1950), organizou a exposição O Fantástico e o Maravilhoso. Estudioso e tradutor da obra de H. P. Lovecraft, em 2002 organizou a primeira edição integral em todo o mundo de Fungi From Yuggoth (1943), tendo também a ilustrado. Dentre seus livros: Os objetos inquietantes (1992), Flauta de Pan (1998) e Olhares perdidos (2006).

 



Agulha Revista de Cultura

Série SURREALISMO SURREALISTAS # 15

Número 214 | agosto de 2022

Artista convidado: Nicolau Saião (Portugal, 1946)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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