Cuando pienso en nuestra relación siento que, más allá del ejercicio del
querer paterno-filial que hubo entre nosotros, entre Caupo y yo, existió un gran
amor, un bello entendimiento que trascendía los linderos familiares, configurándose
en una complicidad que se irradiaba en nuestras miradas.
Mi padre, el Poeta-Hostias, por juegos fatales del destino,
quedaría huérfano de padre a la edad de ocho años, por más que haya querido y fingido
reinventarse su imagen paterna en la figura de su augusto y distante abuelo, el
doctor Víctor Manuel Ovalles, el Sabio Ovalles, como él le decía, incluso muriendo
ellos –coincidencia– un mismo día de febrero. Pretensión que no distó de ser uno
más de sus imaginarios artificios literarios, a los cuales nos acostumbró cuando
narraba y almidonaba sus odiseas. Con el paso del tiempo, en muchas de nuestras
largas conversaciones, se develaría la verdadera historia. Por dichas causas, Caupo,
en las lides de padre, fue un constante aprendiz y un profundo manipulador del cariño
de sus hijos.
Pero mi padre logró siempre explayarse, extralimitándose
y extendiéndose, en el amor y la ternura con la que arropaba celosamente a los suyos.
Con ese mismo carisma incandescente con que animaba y conmovía las barras de los
bares, con su verbo encendido y mágico, enloqueciendo mujeres y amigos, deslumbró
a su familia. Él, tanto en casa como en su República del Este, fue el Padre de la Patria,
El Tirano Ovalles, así fue tratado y reverenciado desde mi más corta infancia hasta
su último día, por propios y ajenos.
Su imagen irrumpe con furia en mis primeros años: en
casa, mi padre-poeta era ya un ser enigmático para los tiernos y blandos ojos de
cualquier niño. No era como los demás padres, distaba mucho en serlo, era un poeta
en constante uso de la razón. Sus horarios y costumbres de matices surrealistas
distaban de lo convencional: despertar tarde y acostarse en la madrugada, pasaba
días enteros con una atención escrupulosa leyendo y esculpiendo en su máquina eléctrica.
Su andar tenía un aire completamente irreverente, no solía vestirse, pasando el
día deambulando por los confines del apartamento, cubriendo su humanidad únicamente
con sus famosos interiores de colores, recuerdos de viajes a España.
Acostado, descansando en su cama, en silencio, prolongábamos
la contemplación observando cómo se enrollaba las sábanas en la cara, apretando
las almohadas entre sus piernas. Dormía dejando su inmenso cuerpo a la intemperie,
nunca se cubrió, nunca se arropó, tampoco conocería el frío, su sueño era intenso
y profundo como su prosa.
Caupo no era precisamente el padre que jugaba contigo
a indios y vaqueros, o te llevaba el domingo al Parque del Este, pero lograba hipnotizarte
con esos ojos vivaces y sonrientes, impresionándote con su inmensa y rebelde mancha-lunar
que surcaba la mitad de su pecho y escalaba suavemente subiendo hasta posesionarse
en su mentón. Permitía que jugásemos con sus grandes y panchovillescos bigotes negros,
además nos entreteníamos contándole la extensa galaxia de lunares que poblaban su
cuerpo. No era el Parque, era más divertido.
Tarde por las noches, su arribo a casa se convertía en
un gran acontecimiento, transformándose en una procesión pagana. Aunque parezca
raro, y tal vez yo mismo desconozca los intrincados y ocultos caminos de cómo lo
logró, pero su llegada era precedida por desbordantes manifestaciones de cariño:
abrazos, amapuches y besos. Junto a Gustavo, con edades oscilantes entre los 4 y
los 8 años, lo conducíamos lentamente a su habitación, y procedíamos a desvestirlo
con gran protocolo ceremonial, como quien recibe a un faraón. Él, como un gran actor,
estiraba sus brazos, cual Cristo en la Cruz, mientras le quitábamos las prendas
de vestir, lo acostábamos en su cama y finalizábamos la mayoría de las veces en
una disputa infantil, a ver quién dormía finalmente con el Jefe Indio, nuestro Caupolicán.
Muchos años después discutí eso con Gustavo, sospechábamos
quién y cómo nos habían introducido a ese culto intenso y apasionado del cual nunca
pudimos salir ni escapar: si nuestra abnegada madre, Josefa, enamorada perdida de
su loco Poeta-Hostias de 25 años, o nuestro egocéntrico padre, quien disfrutaba
recreando fantásticos mitos en torno a su figura e imagen.
Sé, por la literatura oral del Caupo, que en mi precoz
infancia me enamoré perdidamente de mi madre, supe que suspiraba por ella como todo
un Edipo Rey. Una amiga psicóloga diagnosticó que debía pasar más tiempo con mi
padre para conjurar el maleficio. A lo que mis padres resolverían con un “que el
niño ahora duerma con su papá”, como santo remedio. Resultando que, hasta más allá
de los quince años, me acostumbré a dormir casi todos los días con él, día a día,
me cargó de madrugada hasta mi habitación. Con los años, vencido por mi crecimiento
exponencial, desistió de tal proeza y resolvió dejarme en su cama y dormir él en
la mía, creándose entre nosotros una entente que sacaba de quicio a cualquier miembro
de la familia. Pasé a ser “el niño de su papa”, por lo cual cualquier decisión sobre
mí terminaba bajo el visto bueno de su caprichosa opinión. Era ya parte de su prosa,
engrosaría su literatura oral. Nuestra armazón cómplice se consolidó en esos años.
Era yo el séptimo de su camada particular, o su “cachorro” como le gustaba decirme,
con la mirada erguida de patriarca orgulloso.
De niño, a diferencia de mis amiguitos, nunca busqué
héroes de comiquitas, ni bomberos apagafuegos o guerrilleros heroicos –como debiera
ser en mi familia izquierdosa–, yo siempre quise ser como mi papá. ¿Y cómo era eso?
“Divorciado y periodista”, contestaba ante la mirada atónita de los incrédulos.
Mucha claridad para tan escasa edad. Nunca sería periodista, y aún no me he casado
la primera vez, pero mi héroe sigue siendo mi “papa”, como yo lo llamaba con mi
fuerte y ronca voz.
No nos engañemos, Caupo-mi-poeta-hostias necesitaba baños
de amor y admiración y era yo un infante que él formaba bajo su imagen y caprichos,
heredando fragmentos esparcidos de su locura y porciones de su entrega por la vida.
Era su séptimo hijo, el último de dos matrimonios, el inquieto en casa, el dado
a los problemas. Pero a él solo lo divertía, era una de sus alegrías, convirtiéndose
para mí en el bueno de mi película, mi Superman particular. Un día, mi abuela Jacinta
dijo, con el entrecejo fruncido, racionalmente sentenciaría con uno de sus refranes
canarios: “el niño que llora y el padre que lo pellizca”.
A lo largo de la infancia, la de Gustavo, la mía y un
poco la de él mismo –que no pudo completar por la muerte del Guati–, solíamos acudir
los domingos de familia a su famoso “Triángulo de las Bermudas”, ese trípode mágico
de bares de la Avenida Solano López, invento de su prosa arbitraria y caprichosa.
Ahí era donde papá acudía diariamente a regocijarse con sus amigos, antiguos miembros
exiliados de cofradías como El Techo de la Ballena y La Pandilla de Lautréamont,
y la más reciente y abierta República del Este, donde fungía de sumo sacerdote,
Padre de la Patria. Nuestra madre nos llevaría acuciosamente los fines de semana,
en los años setenta, para que compartiéramos con nuestro padre, en familia, con
nuestra familia, sus amigos, sus poetas y esos prohombres y mujeres de la República
del Este, como Manuel Alfredo Rodríguez, Rubén Osorio Canales, Luis Salazar, Paco
Benmamán, Héctor Myerston, Salvador Garmendia, Argimiro Briceño León, Adriano González
León, Mary Ferrero, Elías Vallés, Miyó Vestrini, Mateo Manaure, Pepe Luis Garrido,
David Alizo, mi padrino Manuel Matute, Luis Correa, Luis Camilo Guevara, Denzil
Romero, Elí Galindo, Luis Sutherland, la Negra Maggi, Mateo Manaure, Daniel González,
El Catire Henández D’Jesus, Andrés Aguilar, Orlando Araujo, el Chino Valera Mora
y tantos otros, unos vivos otros muertos ya, a los cuales nos enseñó a besar y solicitarles
la respectiva bendición, y a quienes hemos sentido, en el devenir de los años, más
próximos que nuestra propia sangre.
Siempre pienso en aquel viernes de abril por la tarde,
cobijándonos del crepúsculo, esquinados solos en una barra de Sabana Grande. Esperando
que se disipara el humo del cigarrillo, mi padre murmuraría, haciendo un ademán
típico suyo, una verdad que he asumido toda mi vida: “en la vida, Manuelito, tenemos
dos familias, una con la cual naces y la tienes que soportar, y la otra, la de la
calle, la que escoges, que es la tuya, y es la que quieres y amas.” Esa segunda
fue verdaderamente la suya, siempre se la celamos, amamos y odiamos. Cosas de familia.
Recuerdo al cumplir mis diez años,
cómo los celebró un medio día en el bar asturiano La Bajada, hoy día ya inexistente.
Estando en la barra, me dijo: “ya tienes edad de tomarte una cerveza, ven y toma
tu cerveza”.
Hoy, le hubiera contestado:
“Yo sé Guatimocín que estamos en un pueblo Yo sé
Salvaje yo (yo sé)”
Con mis mismos diez años nos raptaría, a Gustavo y a
mí, una madrugada de Semana Santa en un Ford negro, con la única presencia de Elías
Vallés, nuestro anfitrión, destino a Puerto La Cruz a unas vacaciones inolvidables.
Las únicas en nuestra infancia exclusivamente solos con él. Un viaje no falto de
Surrealismo.
Apenas el alba se difumó, hicieron entrada triunfal al
Ford negro dos morenas que nos acompañarían. En la carretera a la altura de Aguas
Calientes, con las curvas y el verde intenso soslayado a la ventana, sonaba “Pedro
Navaja” en la radio y ya la primera botella de whisky había hecho acto de presencia.
Caupo y Elías, locos fantásticos entregados a su tertulia, mientras nosotros, niños,
embelesados, disfrutábamos de nuestros mayores. En un instante, Elías me increpa
señalando las chicas: “¿Te gustan, Manuelito?” No pasarían escasos segundos cuando
súbitamente una de ellas me daría un apasionado beso, que tendría que esperar años
posteriores para poder repetir y sentir. Ese viaje nos marcaría, el encanto de Caupo
y Elías no conocieron límites.
Nos alojamos en la suite del Meliá Puerto La Cruz. Loqueábamos
a nuestras anchas de menores emancipados y rebeldes, hacíamos en la habitación concursos
de helados y comidas en la madrugada. En el día, algunas mañanas paseábamos en el
yate de Elías, el Cari-Caro. Otras, paseábamos por tierra, en el mismo Ford negro,
visitábamos la extensa red de funerarias que Elías poseía en la zona –el “Emperador
de la Muerte”, como mi padre se mofaba de él, debía vigilar sus intereses. Luego,
al arribo de Héctor Myerston, los cinco compartimos habitación con camas conjuntas.
El último día, Paco Benmamán haría presencia con un helicóptero de procedencia gubernamental,
en el cual nos pasearían por las ruinas de Cubagua. Fueron doce días prematuramente
inmersos en el mundo de los adultos, ahí decidí que, con el tiempo, sería uno más,
un amigo de ellos.
*****
Cuando Josefa y él, en un febrero del 81 en vísperas
de carnaval (igual al febrero de 1963 cuando se conocieron y se enamoraron, igual
al febrero de 2001 que se murió, los tres coinciden), parten a París de Francia,
como le gustaba decir al Caupo, nuestras vidas tomarían otro rumbo. Él rebosaba
con la belleza y vigor de sus 45 años, en París de Francia, solo, sin amigos, sin
tertulias y sin ejercer ninguna dictadura en repúblicas poéticas. Solo, sin más
nadie que nosotros y la perrita Mandarina, se dedicó día a día a un ejercicio de
la paternidad y la vida familiar desconocido hasta ese momento para él mismo y para
nosotros.
Recuerdo su empeño diario en llevarme y buscarme a la
puerta del colegio Antoine de Saint-Exupery. También recuerdo el tiempo que disfrutábamos
los cuatro: nos cocinaba, veía televisión y acudíamos a los parques por primera
vez juntos. Cuando, en mis ratos libres, le manifestaba mis deseos adolescentes
de salir a dar un paseo, él respondía, inmerso en la creación poética, envuelto
en sus papeles y ante su máquina de escribir –una portátil
amarilla y negra: “termino esta estrofa y te acompaño.” Escribía su novela Yo, Bolívar Rey. No se le podía llevar la contraria. Eran
las tardes de grandes paseos por los bulevares Montparnasse y Raspail, los cuales
terminaban en cualquier café, Gustavo y yo jugando pin-ball, él leyendo Le Monde frente a une demie.
Meses después, no entendería por qué carajo no me dejaba
salir con mis amigos franceses. Total, tenía 14 años. Pero el poeta necesita de
sus baños de amor y admiración, y solo su pequeño podía dárselos. Josefa estaba
dedicada, como siempre, a la realidad del hogar y a sus estudios en la Sorbone,
y Gustavo era un buenmozo emancipado. De ahí en adelante, de tanto andar juntos,
me acostumbre a hablar temas de “viejos”, como novias y amigos de mi edad me remarcarían
años posteriores. ¿Pero de qué podíamos hablar el Caupo y yo? Si no sobre la historia
del país, su vida, anécdotas y amores. “Soy escritor para escribir sobre mí”, solía
decirme mientras se arreglaba su largo y negro bigote. Siempre se acariciaba el
bigote cuando su ego se volatilizaba a su alrededor, era parte de su mundo mágico-real.
Sus únicas flaquezas o concesiones a aquellas tertulias de Versalles (lugar sacrosanto
escogido por él para pasar nuestros domingos, “solo para Reyes y Caciques”) sería
manejar bicicleta. Un sábado de verano le riposté: “viejo, está bien que salgamos solos los
dos, pero tengo 14 años y quiero manejar bicicleta.” Aceptó, eso sí, “sin correderas”,
dijo mientras me seguía a lo lejos en su bicicleta.
*****
De estos días parisinos pasaron los años en nuestra Tierra
de Gracia, el regreso a Caracas desencadenaría el divorcio con Josefa, el dolor
familiar por la separación, más no la ruptura. Nunca dejamos de hablarnos y vernos
diariamente. Nunca dejó de ejercer su paternidad y ese encantamiento sobre mí, aunado
a sus funciones de Cacique, porque como él decía: “¿para qué carajo me llamo Caupolicán
Ovalles?” Siempre, mientras pudo, mandó a los suyos, pero esa es otra historia.
Mi crecimiento emocional, hasta devenir en hombre adulto,
se convertiría para él en la intromisión, en la entronización y aceptación del amigo,
del compañero y confidente que fuimos hasta nuestra despedida física un 4 de octubre
de 2000, día que marché a España. Lo escogí arbitrariamente, por ser el aniversario
de mi hermano Gustavo. Supe muy temeroso en el silencio de mi alma, que tal vez
sería nuestra última vez, como efectivamente fue, físicamente.
Lo busqué esa mañana, acompañado de una melancolía abrumadora
y, como siempre, no estaba listo (nunca lo estuvo, para él mi premura no existía).
Me recibió con sus infaltables interiores de colores y sin gafas. No se inmutó con
mi histeria emocional. Recuerdo que luego, en casa de mi madre, en medio de mi última
disputa con Gustavo y Josefa, ante los impávidos y silenciosos ojos de mi tía Tita,
Caupo fue el único en poder detener esa insulsa escaramuza. Peleas de canarios,
se diría internamente mientras se peinaba su largo bigote ya canoso.
Me acompañó hasta el aeropuerto a despedirme. Nos sentamos
los dos atrás en el carro, hablábamos. Cómo iba a saber que sería nuestro último
viaje, después de tantas comparsas juntos, tantos momentos cómplices. Cómo ese simple
viaje iba a ser el último encuentro, ese recuerdo metamorfoseado en imagen lacerante
aún me persigue por las noches, me acecha ante su ausencia
En Maiquetía las diferencias familiares cesaron, allí
nos reunimos por última vez Caupolicán, Josefa, Gustavo y yo. No miento si reconozco
que me sentí raro, algo volátil. Mientras tanto, mi hermano y yo nos emborrachábamos
en el bar del aeropuerto por su cumpleaños, por mi despedida o tal vez por el último
encuentro familiar. Caupo tomaba sus cafés con agua mineral. Mientras, la mirada
penetrante y silenciosa de Josefa, mi madre, su esposa de siempre, nos observaba
en silencio a los tres, pensando alegre y resignada, diciéndose tal vez: “estos
tres hombres me han enamorado y jodido mi vida entera.”
Pero
aún mucho he de contar, antes de llegar hasta un 23 de febrero de 2001.
*****
Solo recordaré su último cumpleaños, el 24 de abril de
2000, día en el cual conjuramos todo nuestro amor y entendimiento, en medio de un
frenesí desbordado y alucinante, como a él le gustaba.
Por acto tal vez divino, posiblemente temiendo su ausencia
presente, nos adentramos en una noche dionisíaca que se extendería por un día adicional.
Personalmente, la realidad me impelía tal exabrupto, pero la irreverencia obstinada
cedió ante la confusión reinante. Yo no sabía que eran los primeros albores de su
despedida terrenal. Indicios había.
Esa noche, arropados en un bar
infame, con la compañía de pocos amigos, entre quienes recuerdo a mi hermano Gustavo,
Eduardo Semtei, Rubén Osario Canales, el Chino Chang, Alfredo Quintero, Néstor Sánchez…
fuimos su exclusivo e incauto público. Ante un par de botellas de whisky, Caupo
daría un controvertido discurso poético en conmemoración de sus 64 años. Digo controvertido
porque cuestionó su propia existencia y avizoró entre gagueas y dudas sus años por
venir.
Por razones no comprensibles biológicamente, su padrino,
el verdadero según él, un apacible y bebedor octogenario, estaba ahí, presente en
la barra contigua frente a nosotros. Nos observaba maravillado en silencio, pero
la casuística era aún más grave: nadie había invitado a aquel anciano. Ahora que
le visualizo y recuerdo sus ojos, tenía en la mirada un poema de Cesare Pavese:
“vendrá la muerte y tendrá tus ojos.”
Esa noche, penetrando en la madrugada caraqueña, al cierre
del bar –o al ser expulsados, mejor dicho–, por un impulso inimaginable e irresponsable
me llevé a mi casa al cumpleañero y a los escasos comensales sobrevivientes, en
resumidas cuentas: mi padre –el cumpleañero–, Gustavo y Néstor Sánchez. La emoción
se excedería más allá de nuestras fuerzas, las sobrepasaríamos, olvidando el transcurrir
del horario, extraviando el sentido del mismo tiempo con la traslación y rotación
de la tierra. Repentinamente, sin darnos cuenta y ante nuestros ojos, explotaba
en mi balcón la hermosura del alba frente a un imponente Ávila, además de las llamadas
sucesivas de la oficina por citas pendientes, con los recriminamientos de Semtei
por tal actitud suicida –desde el punto de vista laboral–, nos recordaba la existencia
tangible del mundo real, y no el nirvana donde nos encontrábamos. Nada importó.
Nosotros confusamente seguimos. Mi padre-poeta, mi padre-irresponsable,
continuó animando y nosotros embelesados encajamos en su juego, quedando rendidos
bajo su anecdótica oral, y ante el fuego roji-verde que emanaban sus iracundos ojos.
Esa noche, o más bien ese otro día siguiente, quedamos
solos. Hablamos de nuestras cosas: de mis amores, de mis esperanzas y temores, igualmente
discutimos por su apocalíptica vida, las razones de su autodestrucción y los temores
que aquejaban a un viejo poeta. Sería la conversación que más me ha marcado, por
la crudeza y realidad con la cual los dos mostramos y revelamos nuestros temores,
por la sinceridad palpable. El miedo al fracaso nos unió.
Ahí en la imponderable barra de mi casa –siempre con
una barra de por medio– lloramos por la vida, por las miserias y devociones que
surcaban nuestras existencias, nos abrazamos ante un sol inclemente como único confesor.
Me sostendría la mano con un gesto de cariño, como solía hacer cuando era niño:
En ese momento no podía haber mentiras o escasas verdades de por medio entre nosotros.
Caupo confesó sus errores, por primera vez en su vida ante mí, se arrepintió, exculpó
sus penas, reconoció sus fallas y por sobre todo aceptó estar inmerso en una maldita
autodestrucción que no podía parar, que no sabía detener. Igualmente, hablamos de
la soledad que le acongojaba y que escondía a toda prueba, y de su temor a envejecer.
Yo no tendría mucho que confesar, ya que mi padre-poeta-hostia sabía mejor que nadie
mis secretos, siempre estuvo ahí cuando quise confesarme o llorar con alguien, siempre
me escuchó, siempre fue un padre en constante uso de la razón.
*****
Mi padre no aceptó el pasar de los años, a él la vejez
no le llegaba, a él los años no le hacían mella, siempre fue “un poeta hostia de
25 años de edad, sin ejercicio y andado en su caballo rojo temido y elegante...”
Con los años, relegaría las relaciones amorosas a otro
plano para convertirse exclusivamente en un “animal social”. Primaban más los amigos
y el disfrute con ellos que la vida normal, a la cual, por cierto, había dejado
tiempo atrás, pues vivía solo cobijado entre sus grandes lecturas, sus locuras mágicas,
sus descubrimientos eruditos en sus libros antiguos de la Gran Papelería del Mundo,
y las tardes en los bares hablando con quien disfrutase de su compañía. Sin mezquindades
ni egoísmo trasmitía su sabiduría. Democratizaba el conocimiento, no era una vaca
sagrada como abunda en nuestro país, sino un hombre de a pie.
Sospecho que no quiso enfrentar las transiciones de su
vida, o tal vez se montó en su “caballo rojo temido y elegante” para apartarse de
ella, la vanidad del poeta lo alejaba del mundo cotidiano. Pero, inconscientemente,
necesitaba cascadas de admiración para su ego resplandeciente. La fama que aspiró
no le sonrió en el final del camino y, por no conquistarla y cotejarla, prefirió
seguir el declive que la vida le marcaba paso a paso. Contó con la suerte de tener
unos hijos y amigos –como Gonzalo Rodríguez Landín– que se desvivían por él y no
permitieron que su magia-gracia se desluciera jamás. Tampoco dejó que extraños nadaran
por los mares de sus secretos. Celoso, guapo y vanidoso hasta el final.
*****
Hoy, 24 de abril de 2001, a un año de nuestra última
gran conversación, día aniversario de sus 65 años, me siento algo extraño, bajo
la aureola que me cierne y me persigue. Además de estar solo en Madrid esta madrugada.
Confesaré que, hace un año, encontramos una solución-mágica-utópica a los males
que nos acechaban. Mi padre tenía, ante todo, una virtud: podía estar inmerso en
otro mundo, siendo un surrealista, pero su inteligencia y agudo olfato intelectual
lo conectaban mejor que a nadie con la realidad que vivíamos los simples mortales.
Sabía y supo las causas de su desgracia, vio venir lentamente a la muerte, olió
los azufres infernales e intentó tarde zafarse de ellos y, como solución, nos trazamos
un plan inconfesable.
Padre: abandoné todo y me vine a Madrid, te esperé por
meses, recorrí sus calles buscándote, te llamé todas las semanas, mandé libros como
a ti te gustaban, pero desgraciadamente asistí a tu funeral en Caracas. Lloré mucho
en él, abracé a todos tus amigos y amores, en sus hombros dejé una lágrima, legado
de tu amor a esta vida.
Ahora, mi Poeta-Hostia, con el alma destrozada, te diré,
“con la palabra escrita” que siempre quisiste que ejerciera: estoy bien, tuve razón
aquella madrugada en amanecer contigo, pude redimir mi vida. A la tuya no le hacía
falta, no tenías nada de qué arrepentirte.
Descansa eternamente
Tu séptimo hijo
Manuel
*****
Agradecimentos especiais a Manuel Ovalles, filho do poeta, que generosamente
nos encaminhou todos os textos. Página ilustrada com obras de Nicolau Saião (Portugal), artista convidado desta edição.
*****
Agulha Revista de
Cultura
Número 108 | Março
de 2018
editor geral | FLORIANO
MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente
| MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design
| FLORIANO MARTINS
revisão de textos
& difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
equipe de tradução
ALLAN VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
ALLAN VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
os artigos assinados
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os editores não se
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• ÍNDICE DESTA EDIÇÃO
ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN |Investigación a las basuras.
Prólogo de ¿Duerme usted, señor presidente?
DAVID TORTOSA | La posibilidad fulminante de escribir
de Caupolicán Ovalles
ESTHER
COVIELLA Y NELSON DÁVILA | Entrevista a Caupolicán Ovalles
FRANCISCO ARDILES | Caupolicán y la gente del Techo de la Ballena
GABRIEL
JIMÉNEZ EMÁN | Vanguardia y exaltación vital en Caupolicán Ovalles
J.
J. ARMAS MARCELO |¡Qué grande eres, Caupolicán!
JUAN CARLOS SANTAELLA | Caupolican Ovalles
y la rebelión silenciosa
LUIS LAYA | Rayar los muebles en (des) uso de razón
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2018/03/luis-laya-rayar-los-muebles-en-des-uso.html
MANUEL
OVALLES | Mi padre, Caupolicán Ovalles
MIYO
VESTRINI | El acertijo de las dos máscaras
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