terça-feira, 6 de março de 2018

MIYO VESTRINI | El acertijo de las dos máscaras



En la luz artificial del gran salón, a las cuatro de la tarde, alguien escucha a Caupolicán Ovalles. Es el rito: mismo sitio, misma gente, como si el tiempo se encadenara día tras día, sin propósitos definidos. Pero el reencuentro conserva su encanto. Abrazos innumerables, despecho y euforias. Viejos rencores catalizados con voces altas y grandes controversias.
Para el viajero, quizá no sean visibles los libros, ni tampoco tenga acceso al salón donde Francisco Pérez Perdomo lee algunos poemas. Pero la voz de Caupolicán lo obliga a detenerse. Y siempre se pregunta lo mismo: ¿ese es el poeta Ovalles? Inútil tratar de explicarle cuál es el propósito del discurso: desde la pirámide social de los desamparados hasta el secreto amor de Felipe II por la hija de la Médici, el torrente sacude sus bigotes; gesticula, emplaza y fascina al auditorio.
Cuando se apagan los aplausos, el poeta reposa y escucha a su vez. Pero cada tarde, desde hace ya muchos meses, cruza la calle y entra en la imprenta. Allí está el libro: Canción Anónima/ Para Canción/ Canción para Evita Paraíso/ Los mil picos de agua.
¡Vaya título! Se lo digo y se ríe. Explica que todo lo que escribe, lo ha soñado antes. Después, lo ve en realidad, luego en la ebriedad de la aurora y toma apuntes… “Llevo diez minutos viendo cómo la campana del/ servicio anuncia que se deben iniciar, desde ya,/ la caminata de los personajes blancos. Me pregunto/ ¿te verás entre ellos/?”
–Es un libro que se ha ido construyendo en forma no usual y no como suele hacer uno con los libros: los piensas, es un campo obsesivo. Este se forma y se integra con el tiempo. Los temas se atropellan según las cosas vayan configurando las situaciones. Las ilustraciones, por ejemplo: estuvieron extraviadas durante años. Pero cuando tuve la sensación de escribir el libro, también tuve la sensación del cuerpo ilustrativo. Es parte de una serie de grabados que trajo de Europa el doctor José María Núñez de Cáceres, uno de los escritores más urticantes que ha tenido Venezuela en el siglo diecinueve y parte del veinte. Poco a poco, su archivo ha ido reapareciendo en el de mi abuelo. En la misma forma en que él recogió esos grabados en España, Francia, Alemania, así fueron apareciendo y los temas y los grabados se fueron contradiciendo unos a otros. Pasé dos años al tratar de establecer una identidad entre la temática, los valores resueltos de esa temática y los benditos grabados.
–Tu vida cotidiana parece depende absolutamente del pasado. ¿Por qué, si no eres historiador, te importa tanto saber lo que ha pasado? ¿Cuál es el rollo?
–Resulta que nazco y soy criado dentro del pasado y los valores de ese pasado. Soy hijo de mi abuelo y no de mi padre. Y ese abuelo hablaba constantemente del pasado todos los días. Como todo niño, como todo adolescente, reaccioné en contra de eso. Fui anti-abuelo, anti-pasado formal, anti-pasado discurso, anti-casa, anti-familia. Y cuando era todo anti, pasé muchos años en Europa; donde decidí revisar un poco ese pasado, pero fundamentalmente, leer, establecer identidades que tenían mucho que ver con el surrealismo y sobre todo, con la literatura moderna. Luego, vinieron los años dedicados a la acción política. Solamente quedaba la referencia larga, un poco perdida en el tiempo de las conversaciones y los discursos de mi abuelo, que todos los días nos obligaba a escucharlo. Cuando me vi desplazado de la sociedad civil venezolana, en la década del 60, no me quedó otra alternativa: la barahúnda de papeles fue organizando mi vida y de pronto descubrí quien había sido el abuelo, y mi país. En otras palabras, mi obsesión por la historia, mi sacralización, está más dada por los objetos que la representan, por los papeles y los documentos, que por cualquier tipo de tendencia dentro de la propia especulación histórica.
En fin, más allá de toda explicación. Caupolicán Ovalles vive obsesionado por la idea de un pasado recapturable. Pero de ninguna manera, aclara, por la memoria de un tiempo perdido. Es un poco la búsqueda del poeta, de la participación y comportamiento de todos los Ovalles que han pasado por la tierra.
–¿No hay en el fondo una relación de odio con esos personajes, el padre, el abuelo?
–En mi elegía al padre, que debería ser definido como un libro anti-padre, se maneja la molestia y la melancolía de su muerte. Muerte inútil, puesto que él aceptó románticamente la idea de que morirse era bonito, estupendo, y lo estaba haciendo muy bien. Con mi abuelo, es diferente. El rechazo juvenil duró poco y él es el único personaje que me interesa en realidad. Internamente, soy el doctor Ovalles, con la única diferencia que él no bebía aguardiente y yo sí. Era rígido y metódico. Yo también. Pero cuando salgo de esa rigidez, cuando dejo mis papeles y voy a la calle, soy otro.
–¿Cómo eres?
–No me gusta hablar de mí. Me da temor. A veces, viene el aburrimiento. Debe ser porque los Ovalles viajaron por toda Venezuela durante cien años: en mí siempre hay el propósito de un viaje, cosa que molestaba mucho a mi madre. Irme, radicarme en otro sitio. Me he sentido perfectamente andaluz, perfectamente sevillano. No me siento sujeto a la relación de ser venezolano, de vivir en Venezuela. He dicho, por ejemplo, que Maiquetía es el pueblo más bello del país, porque allí se puede agarrar un avión y largarse. Quiero muchísimo a mis amigos: hasta mis fórmulas de odio contra ellos, son casi perfectas. Vengo a los sitios que amo todos los días. Pero siempre he tenido como comportamiento la huida, que no tiene nada que ver con la cobardía, sino que es una acomodación del cuerpo y del espíritu. Nunca me despido: desaparezco y aparezco en el momento menos previsible. Esa pequeña magia de aparecer y desaparecer, es uno de los resortes fundamentales de mi existencia. La imagen que más me gusta es la de los vasos comunicantes: estar en varias situaciones al mismo tiempo. Una penta-ubicuidad.
Esa ubicuidad lo mueve por la ciudad con ritos precisos: el Panteón, donde están parte de los papeles y documentos del abuelo y donde trabaja, la casa con los hijos y la esposa Josefa, el mundo vespertino y nocturno de los amigos y los discursos.
–¿Te gusta la vida que llevas?
–Dentro de la vida venezolana, por azar y por decisión mía también, he logrado vivir conforme me gusta. Faltan algunos detalles. Quiero la mecanización de mis investigaciones. Desde el más humilde grabador hasta los equipos más complicados de las grandes bibliotecas del mundo, quisiera tener todo eso para mí. Mira: hay dos cosas fundamentales en mi vida: nunca pregunto nada y siempre digo que sí. Es el disparate totémicamente dialéctico.
–A veces das la impresión de llevar una máscara…
–Llevo dos, como el Dios Jano. Una que mira hacia adelante y otra que mira hacia atrás. Jugando al acertijo con las dos máscaras, es como logro tener una clarividencia de mí mismo. No es duplicidad, ¿entiendes? sino la posibilidad de una visión más cercana a la realidad. Soy muy frontal en mis decisiones y en mis gustos. Por ejemplo, políticamente, siempre me ha desagradado el imperialismo norteamericano y siempre me han gustado todas las revoluciones. Más que máscara, yo hablaría de un payaso. Pienso que la mayoría de mis amigos entre los cuales tengo que incluir a mi mujer, me soportan por mi capacidad de payaso.
–¿Qué arriesgas todos los días?
–Arriesgo la posibilidad de haberme preparado divinamente para ser un Carpentier, un Uslar Pietri, un Toynbee, y no ser utilizado por el país. Al mismo tiempo que adopto el tropismo de que me vean como no soy, y escojo La República del Este como arma, los papeles y la historia de mi país como instrumento y pasión, la gente prefiere mirarme como un borracho y no como un sabio del archivo de Sevilla o de los papeles de mi abuelo. En fin, me gustaría ser una combinación de Aly Khan, Hamlet y Porfirio Rubirosa.
–¿Y tu propia muerte?
–Inevitablemente, pienso en ella todos los días. Desde las fórmulas más plácidas, como la de mi abuelo en la cama, hablando con fantasmas y dirigiendo acciones, hasta la muerte sobre el mar, en un avión que revienta. No quiero morir en carretera. Y detesto el disparo hacia la muchedumbre de Breton. Detesto el azar de ese balazo. Frente a la muerte, siempre he sido un insensato, porque en mí, el sentido del valor, ha sido también el de la provocación. No acepto los juegos autodestructivos frente a la muerte. Mi idea es de participación del goce, una combinación de fetichismo con exaltación de los sentidos, ¿Duerme usted, señor Presidente? era un libro de inmediatez hacia la realidad. Inmediatez por los términos, los personajes, el lenguaje. El cuento El Pumpá volador de Armando, es la unión con un Reverón infeliz, podrido, destruido por la sociedad y por él mismo.
¿A cuántas escuelas ideológicas hemos pertenecido, nosotros los jóvenes de 40 años? (me pregunta, melancólico) Amorosamente, hemos amado todas las causas. Todas las revoluciones del mundo. Y cuando las revoluciones han pasado, ¿qué nos ha quedado de esos procesos? A lo mejor, solo amargas experiencias.
–¿Crees que tu voz tenga algún peso?
–Mi abuelo mandó a fotografiar su casa por dentro y por fuera, porque él pensó, con tino total, que algún día esa casa tendría importancia para el país. Yo soy ahora el representante de los valores internos de esa casa. Son los valores de la historia de un país. Y he llegado a entender mi papel, que es el de inductor de la conciencia del país, hacia su propia historia. Uno tiene derecho a saber quién fue su padre. Precolombinamente, todo era común: el sol, la luna, la casa, la tierra. Y hoy, los desajustes que se producen en una sociedad dividida en clases, metalizada, te llevan a poner una coraza. Mi coraza es de celulosa, de papel, de conocimiento, inteligencia y crueldad. Frente a un país de malandrines y pillos como este, hay que tener corazas del coraje, porque si no te jodes.
–La relación del poeta con el mundo, está dada sobre la base de una negación total. Ha buscado todos los mecanismos posibles para no tener una relación al día con el mundo. Y piensa que es una locura vivir en un país de mestizos: nadie sabe de dónde viene, ni hacia dónde va.
–Y es más lógico preocuparse por saber de dónde viene uno. Y es más fácil en una ciudad tan hijo de puta como esta, quedarme melodiosamente leyendo a Felipe II que meterse en la avenida Bolívar. Es muy difícil que alguien logre sacarme de mi estructura ósea: la lectura y el pasado. ¿Querías saber cómo soy? Pues todo eso: atropellado, mal mirado, conceptuoso, melancólico, tímido, memorioso. Y mi objeto es la carne: la tersa carne de una mujer en calma.


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Agradecimentos especiais a Manuel Ovalles, filho do poeta, que generosamente nos encaminhou todos os textos. Página ilustrada com obras de Nicolau Saião (Portugal), artista convidado desta edição.

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Agulha Revista de Cultura
Número 108 | Março de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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• ÍNDICE DESTA EDIÇÃO

ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN |Investigación a las basuras. Prólogo de ¿Duerme usted, señor presidente?

DAVID TORTOSA | La posibilidad fulminante de escribir de Caupolicán Ovalles

ESTHER COVIELLA Y NELSON DÁVILA | Entrevista a Caupolicán Ovalles

FRANCISCO ARDILES | Caupolicán y la gente del Techo de la Ballena

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN | Vanguardia y exaltación vital en Caupolicán Ovalles

J. J. ARMAS MARCELO |¡Qué grande eres, Caupolicán!

JUAN CARLOS SANTAELLA | Caupolican Ovalles y la rebelión silenciosa

LUIS LAYA | Rayar los muebles en (des) uso de razón

MANUEL OVALLES | Mi padre, Caupolicán Ovalles

MIYO VESTRINI | El acertijo de las dos máscaras



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