sexta-feira, 23 de novembro de 2018

THELMA NAVA | Pájaro Cascabel


Como una niña y adolescente solitaria que fui, aprendí a crear mi propio mundo. Tuve la fortuna de disponer siempre de un cuarto propio, un lugar donde el tiempo se detenía cuando me encerraba los domingos a escuchar la XELA, lo que casi me convirtió en una consumada melómana. Allí escribí también mis primeros poemas, de los que nunca guardé copia, afortunadamente. Los cuentos que mi padre me contaba o leía noche tras noche contribuyeron a despertar mi imaginación. Mi avidez por aprender no tenía límite y casi a diario le preguntaba a mi padre cuándo me iba a inscribir en la escuela primaria. Llegó por fin el tan deseado día y para entonces ya sabía leer y escribir. Recuerdo las montañas de libros de cuentos que mi padre me llevaba de las ferias del libro (que ya desde entonces se realizaban en la ciudad de México), y que yo devoraba en una tarde.
Mi afán de encontrar palabras que nombraran la vida surgió de esas lecturas. Inevitablemente, la poesía se gestaba en mi imaginación avivada por el descubrimiento de Andersen, Salgari, Verne y los hermanos Grimm,  entre otros. La revista argentina “Billiken”, que llegaba puntualmente a México y que se convertiría en lectura obligada de los escritores  de mi generación, ocupa un lugar destacado en mi memoria junto con algunas lecturas prohibidas por mi madre, como lo eran el “Pepín” y el “Chamaco”, cómics de la época. En mis primeros libros de texto recuerdo que se presentaban fragmentos de poesía del Siglo de Oro e inclusive aparecían los escritores  mexicanos: Ignacio Manuel Altamirano y Juan de Dios Peza.
Mis padres eran decimonónicos en su forma de ver la vida, en especial mi madre. Fui hija única de un matrimonio mayor y desafortunadamente jamás pude conocer a ningún abuelo. De vez en cuando veía a algunas tías y primas. Casi no tenía amigos y cuando llegaba a reunirme con ellos, siempre era con la inevitable presencia de mi madre, constante chaperona. Gracias a un precoz enamoramiento empecé a escribir poesía un poco más en serio. Este ritual solitario era mi alimento secreto. Era como hurgar en el cofre del tesoro donde me deslumbraba la seducción de las palabras, sus ritmos y significados. La poesía, encontrada como a la ballena blanca del capitán Ajab, me daría la definitiva certeza de que es lo único que nos mantiene vivos y nos rescata del olvido.
Hubo un tiempo en que leía ávidamente todo cuanto encontraba en la pequeña biblioteca de mi padre, en la que predominaban libros de psicología y filosofía, junto con obras maestras de la literatura. Fue allí donde se me revelaron El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y las Novelas Ejemplares, de Cervantes. Allí encontré también la Biblia, compendio de sabiduría que hasta mucho después habría de valorar debidamente.  Las obras completas de Goethe me tentaban desde entonces, pero en esa época sólo me cautivó el Werther.  Los títulos de los libros se agolpan en mi memoria: Los bandidos de Río Frío,  Las calles de México, y El conde de Montecristo son apenas un ejemplo de todo cuanto me interesaba. Disfrutaba tratando de interpretar a Freud y Jung, a quienes leía con enorme interés y apasionamiento. Eran mundos alucinantes que se ofrecían a mi interés y que gozosamente iba descubriendo de a poco. Recuerdo que en una ocasión una amiga de mi padre (quien por cierto se apellidaba Asúnsolo y era prima de Dolores del Río) le dio a guardar un librero repleto de libros donde encontré de todo, menos poesía, pero por supuesto me leí completo ese inesperado tesoro que estuvo a mi disposición por un buen tiempo. Encontré, novelas, cuentos, ensayos y qué se yo cuántas cosas que significaron un verdadero festín para mi incipiente curiosidad.
Publiqué mis primeros poemas en el Suplemento “México y la Cultura” y en las revistas “América”, “Metáfora” y “Nivel”, así como en algunas otras de la época. Mi relación con Jesús Arellano, editor de “Metáfora”, se dio a través de Efraín Huerta. Eran famosas esas tertulias irreverentes, que se realizaban en lo que llamábamos la cueva, una habitación en la que las reuniones eran presididas por un altar a don Alfonso Reyes, a quien todo el mundo le llevaba “milagritos” para que lo volviera escritor o bien para agradecerle “los favores concedidos”. Allí conocimos a Jaime Sabines, quien acababa de llegar a la ciudad de México, así como a muchos otros escritores y pintores, entre los que recuerdo a Juan Rulfo, Rubén Salazar Mallén, Amparo Dávila y las hermanas Olga e Irene Arias. La revista era muy polémica por sus comentados colofones, redactados por Jesús Arellano y A. Silva Villalobos. Por esa razón era la única revista que se  comenzaba a leer por el final.  Era la voz disidente de la época por sus venenosas  críticas a escritores famosos. Para mí, que me iniciaba en las letras, esas reuniones me permitían conocer a personalidades del mundo de la cultura y  eran, además, muy divertidas.
No existían entonces los talleres literarios, salvo el de Juan José Arreola, por el que pasé de manera fugaz. Mi formación literaria se dio inicialmente en la Casa del Lago de la UNAM, a la que era asidua. Allí tomé cursos de preceptiva literaria con ese escritor  extraordinario que es Tomás Segovia y conocí a Juan Vicente Melo, Isabel Fraire y Rita Murúa. A la fecha sigo manteniendo la amistad con Isabel Fraire, que se ha afirmado a través de los años como una destacada poeta. Posteriormente asistí al Centro Mexicano de Escritores, donde tomé algunos cursos con Juan Rulfo, quien nos dio una formidable visión de la literatura norteamericana a partir de Dreisser. Tuve allí compañeros que fueron posteriormente mis grandes amigos: Tomás Mojarro, Vicente Leñero, Carmen Rosenzweig y Manuel Echeverría (el benjamín del grupo), que luego llegarían a ser famosos. También tomé cursos con Ramón Xirau, quien además de ser un gran escritor y con una profunda calidad humana,  fue asimismo un extraordinario maestro. Más adelante me inscribí en la Facultad de Filosofía y Letras, pero por diversas circunstancias no pude terminar la carrera.
Las influencias determinantes en mi vida fueron inicialmente, entre otras, las de Vallejo, Rilke y Milosz. Cuando uno empieza a descubrir el mundo de un poeta, el hallazgo es de tal magnitud que uno se ve arrastrado vertiginosamente; en tanto no logre ordenar en su interior esas sensaciones y asimilarlas. Son esos autores quienes estarán presentes en la creación literaria e incluso en la vida cotidiana. Después uno llegará a encontrar su propia expresión, esa voz a la que con los años uno le va dando diferentes registros. Como he sido una lectora voraz, me ha sido siempre muy difícil ordenar mis lecturas. Siempre leo dos o tres libros simultáneamente y de diversos géneros: novela, ensayo, poesía.
La cuestión de las influencias es un asunto de empatía, algo así como sintonizarse en una misma frecuencia. Es como la química en el amor. Y habrá siempre poetas, por extraordinarios que sean, con los que uno nunca se va a identificar, que no le tocan a uno el corazón aunque pueda admirárseles como personas.
Nunca he sido muy disciplinada para escribir y quizá esa sea la razón de que mi obra no haya sido hasta el momento muy prolífica.  Sin embargo, todos mis quehaceres se han relacionado siempre con la literatura, ya sea a través de mi participación en congresos o festivales de poesía nacionales e internacionales (Cuba, Nicaragua, Argentina, Panamá, Perú y Puerto Rico), de mi trabajo permanente como jurado de poesía o de otras disciplinas. Durante la década de los 60 ejercí el periodismo cultural en el periódico “El Día” durante casi tres años. Gozaba allí de una gran libertad para escribir sobre el tema que quisiera. Comencé haciendo reseñas de libros y de revistas culturales y paulatinamente mi inquietud me llevó a escribir comentarios sobre obras teatrales y actividades de todos aquellos acontecimientos que capturaban mi atención. Publicaba también selecciones de poesía de varios países de América Latina en particular, y realicé entrevistas a grandes poetas de nuestro tiempo. Por aquel entonces realicé un viaje a América del sur y conocí a escritores extraordinarios como  Raúl González Tuñón, a quien lamentablemente no tuve la oportunidad de entrevistar. Atesoro en mi memoria particularmente la que le hice por vía telefónica a Juana de Ibarbourou en Montevideo. Yo estaba de paso por allí y el día que le llamé ella salía de viaje con su hijo a una granja en la cercana ciudad de Colonia, en busca del sol y el calor del mar para sus huesos adoloridos. Decía que “Montevideo sin sol no es Montevideo”. De todo cuanto conversamos se me quedó muy presente que cuando le hablé de mi incipiente labor literaria me señaló que “la autocrítica es criminal para lo propio”.
En ese entonces  trabajaba yo en la industria del cine, en la que tuve grandes amigos como Simón Otaola, asiduo visitante de la librería de Polo Duarte, adonde llegaban las principales novedades literarias de diversas partes del mundo.  Otaola fue para mí un mentor que me descubría a muchos  nuevos autores. En mi trabajo realizaba diversas labores y entre ellas colaborada con Efraín Huerta en un boletín cinematográfico. Con él  compartí inicialmente el asombro literario.  Solía regalarme hermosos libros de poesía, empezando con la suya.  Un día, sin saber cómo, Efraín y yo nos descubrimos amorosamente. Fue el nuestro un amor apasionado en verdad. A pesar de que nos veíamos frecuentemente nos escribíamos cartas casi todos los días. No las conservo todas, lamentablemente. Después de dos años de noviazgo nos casamos el 6 de septiembre de 1958 y compartimos más de 25 años de vida. El 21 de mayo de 1959 nació nuestra primera hija, Thelma, y cuatro años después, el 29 de junio de 1963, nació Raquel quien ha seguido el hermoso camino literario. Efraín fue siempre un excelente padre, amoroso y consentidor. Nuestras hijas siempre tuvieron la cercanía con la literatura y con el arte y crecieron en un ambiente muy sugestivo en cuanto a todo lo
relacionado con la creación. Thelma se inclinó más por las artes plásticas y Raquel por el mundo de los libros. En cuanto a mi relación con Efraín, nunca hubo dificultades entre nosotros con respecto a nuestro quehacer literario. Aprendimos a manejar la situación de ser dos poetas con su mundo personal muy bien establecido y definido. Viajamos mucho por diversos países de América Latina y compartimos diversas tareas culturales y solidarias.
Como para mí el compromiso es la vida, al igual que el resto de los escritores de mi generación tuve una activa participación en el Movimiento Estudiantil del 68 a través de la Facultad de Filosofía y Letras, al lado de José Revueltas, quien además de ser el destacado dirigente político que todos conocemos tenía algunas propuestas muy novedosas que entusiasmaban a los estudiantes, como la famosa “Operación Perro” que consistía en hacer pintas políticas sobre los perros callejeros que en su andar por las calles de la ciudad hacían propaganda al movimiento. Organizábamos muchas actividades y reuníamos fondos para los “muchachos” de la Facultad, como les solíamos llamar a nuestros líderes estudiantiles.  Cuando encarcelaron a Revueltas, a quien tuvimos escondido un tiempo en la casa del poeta Carlos Eduardo Turón, y a raíz de la matanza del 2 de octubre nos dispersamos todos. Un tiempo después empecé a participar en la solidaridad con Cuba, a instancias del poeta cubano Fayad Jamís y posteriormente con Nicaragua y El Salvador. Curiosamente viajé mucho a Cuba y a Nicaragua, pero jamás he estado en El Salvador.
Fui jurado del Premio Casa de las Américas de Cuba y con Efraín y Ernesto Mejía Sánchez del Premio “Rubén Darío” en Nicaragua, donde por cierto fui condecorada en dos ocasiones, lo que significó para mí una de las mayores satisfacciones de mi vida. En Cuba conocí y me hice amiga de grandes escritores: Julio Cortázar, Mario Benedetti, Juan Gelman, Claribel Alegría, Nicolás Guillén, Loló de la Torriente, Alejo Carpentier, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar  y muchísimos otros que sería largo enumerar. A Julio Cortázar volvería a encontrarlo en Roma y en Nicaragua, a Juan Gelman y a Mario Beneditti los volvería a ver en México en muchas otras ocasiones, lo mismo que a Roberto Fernández Retamar. Desde mucho antes de la solidaridad con el sandinismo llevé una profunda amistad con Ernesto Cardenal con quien viajé a Roma, al Tribunal Russel, para llevar la denuncia sobre las violaciones a los derechos humanos en Nicaragua a manos de la dictadura de Anastasio Somoza. Nicaragua para mí es un país mágico con poetas entrañables como Gioconda Belli, Francisco de Asís Fernández, Julio Valle Castillo y Carlos Martínez Rivas entre otros. Entre mis amigos salvadoreños puedo mencionar a Roque Dalton a quien conocí desde los años sesenta en la ciudad de México, a Manlio Argueta a quien vi por primera vez  en Nicaragua y a  Rafael Goches Sosa, quien vino a México en alguna ocasión, para afinar los detalles de la publicación de un libro suyo en alguna de las colecciones de “Pájaro Cascabel”.
En la década de los 60 fundé, con el destacado crítico Luis Mario Schneider, la revista “Pájaro Cascabel” y la editorial del mismo nombre. Ésta fue una de las revistas independientes más importantes de la época, junto con “El Corno Emplumado”, “Cuadernos del Viento”, “Snob", “Siglo I Poesía” y “El Rehilete”, en la que tuve una breve participación. La publicación de “Pájaro Cascabel” implicaba un verdadero reto que logré superar poniendo en esta tarea la misma pasión que he puesto en todo cuanto emprendo, sin descuidar por supuesto a la poesía, a la que nunca he abandonado porque ha sido siempre  parte fundamental de mi vida. A través de la revista me mantenía en contacto con mis amigos poetas y editores de las otras publicaciones. Puedo asegurar a la distancia que jamás hubo entre nosotros
la menor sombra de envidia o mezquindades, tan frecuentes en ocasiones en el medio. Por el contrario, nos ayudábamos entre todos generosamente. Sergio Mondragón, Margaret Randall, Huberto Batis y Margarita Peña fueron amigos y compañeros que mucho nos ayudaron a realizar nuestra tarea, al igual que Jesús Arellano, quien me dio todo su directorio de críticos de universidades de los EEUU que se interesaban en nuestra labor.
A propuesta de los editores de “El Corno Emplumado” y del argentino Miguel Grimberg, editor de “Eco Contemporáneo” realizamos en México el “Primer Encuentro Interamericano de Poetas” que tuvo una enorme resonancia en nuestro país. Fue la primera vez que se hacía un encuentro de esta índole y por supuesto no había ningún apoyo institucional. Los poetas llegaron de distintos países por sus propios medios, hubo una poeta sudamericana que llegó a vender un piano para pagarse el viaje. Hospedamos a los poetas en casas amigas. A todos les encontramos alojamiento. Los trabajos se llevaron a cabo en el Club de Periodistas de México, donde se realizaron conferencias y mesas de discusión sobre la poesía. Tuvimos una gran cobertura de prensa ya que en esos años un encuentro de poetas era algo novedoso. Realizamos, a iniciativa de Efraín Huerta, lecturas en la Calzada de los Poetas del Bosque de Chapultepec. Fue la primera vez que la poesía salía a espacios abiertos. Después hubo otra lectura en Malinalco. El subdirector del periódico “Excélsior cubría diariamente todas nuestras actividades. El Encuentro lo presidieron honorariamente Henry Miller y Thomas Merton. Guardo con enorme cariño la carta de aliento que me envió Julio Cortázar, junto con su mensaje “A los cronopios de la Acción Poética Interamericana”, fechado en París en 1964, escrito a máquina.
Es increíble la gran comunicación que existía entre todos los escritores en aquella época en que no teníamos más que el a veces exasperadamente lento servicio postal para comunicarnos Sin embargo, la comunicación era bastante fluida entre nosotros. Mantuve siempre una excelente comunicación con los poetas de otras latitudes, a quienes  les enviaba regularmente “Pájaro Cascabel”, ya que tenía corresponsales en muchos países iberoamericanos. Mandaba los ejemplares a gente clave que distribuía convenientemente la revista, que luego era reseñada por los críticos en suplementos y revistas de esos países. Llegamos a publicar más de treinta libros de poesía en las diversas colecciones que teníamos, no sólo de autores mexicanos sino también de escritores iberoamericanos que deseaban publicar con nosotros por la distribución que tenían nuestros libros en los medios.
A raíz del Movimiento Estudiantil del 68 y debido a nuestra participación en él, no pudimos seguir publicando las revistas “El Corno Emplumado”  ni “Pájaro Cascabel, ya que se nos negó la ayuda oficial que teníamos para la edición de las mismas, que si bien no cubría todo el costo, sí una parte importante del mismo. El escritor y amigo Edmundo Valadés, quien por aquel entonces trabajaba en la Presidencia de la República, nos había conseguido esa pequeña ayuda a la que he hecho mención y que por supuesto, ya no tuvimos más. Siempre he afirmado que las revistas literarias son como los grandes amores, es decir, tienen alguna vez un término, por una u otra razón.
Me ha interesado en forma permanente la creación de los jóvenes poetas de nuestro país y por la índole de mi quehacer literario como jurado de poesía, me he mantenido siempre al tanto de lo que escriben muchos de ellos. Desde la época que editaba “Pájaro Cascabel” me preocupaba por la poesía joven, particularmente me interesaba en aquel entonces lo que estaban escribiendo las poetas, a las que me interesaba publicar. El panorama no era muy amplio, todo lo contrario de la época actual en la que verdaderamente las poetas han ganado grandes espacios en todo nuestro territorio lo que me da una gran satisfacción personal.
Como lo expresé en algún poema: “Voy hacia la vida como se va a la muerte o al amor, sin saber nada”. Todos los días nos encontramos al pie de la sorpresa. La vida ha ido dispersando a mi pequeña familia por diversas partes del mundo. Mi hija mayor vive ahora en Canadá, felizmente casada. A pesar de la distancia nos mantenemos siempre muy cercanas y su permanente apoyo y solidaridad acompañan mi transcurrir por la vida. Mi nieta mayor, que es Psicóloga, estudia ahora en Canadá y trabaja con niños de preescolar. Mi nieta menor vive desde hace algunos años en España, con su padre. Estudia artes gráficas y se siente muy orgullosa de sus abuelos escritores. Me acompañan sus dibujos y pequeñas tallas en madera. En México se encuentra afortunadamente mi hija Raquel, con quien comparto poesía e intereses comunes, así como viajes y sueños. Trabajo en la preparación de nuevos libros de poesía. Busco siempre renovarme en mi expresión poética, ya que no me gusta repetirme. Odio la soledad de los sábados en que el mundo parece detenerse. Me inquieta el futuro de nuestro país y leo todas las mañanas los diarios para saber qué sucede en el mundo, qué se escribe y se piensa frente a nuestra realidad de país tercermundista, al que amo por sobre todas las cosas y no cambiaría por ningún otro. Jamás he tenido la experiencia de vivir en otro sitio, ni siquiera temporalmente. Trato siempre de organizar mi tiempo, sin lograrlo del todo. Tengo muy buenos amigos, en el medio literario particularmente, a los que suelo ver con alguna frecuencia (salvo aquellos  que no residen en esta ciudad). No hay nada más cautivador que conversar con un buen amigo o amiga ante una copa de buen vino o un humeante café. Los amigos, cuando son sinceros, son parte, de alguna manera, de nuestra familia.


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Edição preparada por Floriano Martins. Página ilustrada com obras de Arshile Gorky (Armênia, 1904-1948), artista convidado da presente edição.

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Agulha Revista de Cultura
Número 124 | Dezembro de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES




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