Sobre un encuentro fortuito construyó André Breton, aquel manifestante y surrealista
francés, una de las más curiosas historias de amor. Una historia que, como afirmara
Mario Vargas Llosa, no es siquiera “de este mundo, aunque finja serlo”, y que la
convierte, a pesar de los deseos de su autor, en una gran novela, de las que poseen
el poder de persuasión suficiente para hacer “pasar por verdad objetiva lo que es
mera ilusión”.
Es el Paris de los años
veinte, y el encuentro fortuito con una extraña mujer, hija del sueño y del ensueño,
perturba al autor, quien construye para ella un mágico entramado que termina con
su reclusión en un psiquiátrico. De similares encuentros está poblada la historia
de la literatura, ya que, como afirmara el Maestro, ésta no es sino la historia
de unas cuantas metáforas: encuentros como el producido en un “Ponte Veccio” florentino
donde Dante encontrara por vez primera a su Beatrice…, y si Breton acababa por encerrar
a su amada en un asilo, Dante había hecho lo propio con la suya, aunque este asilo
fuera paradisíaco y celestial, y hubiera de recorrer, para cruzar con ella una última
sonrisa, previos infiernos y purgatorios. Pero más cercano y parisino tenía Breton
al poeta Charles Baudelaire, quien entregaba decimonónicas flores del mal a una
transeúnte de beldad fugitiva que permanecería por siempre ignorante del amor que
en él pudo –o no– despertar.
Volviendo a Breton, señalamos
que fue en 1928 cuando se atrevió a sacar a la luz su supuesta relación con Léona
Camille Ghislaine D., una joven francesa nacida en los alrededores de la ciudad
de Lille, hija de un tipógrafo y comerciante de maderas y de una obrera. Léona que,
tendría una hija de seis años cuando conociera a Breton, se había instalado tres
años atrás en París, donde ejercía, ocasionalmente, la prostitución y había acabado
por dar con sus huesos en un sanatorio mental, donde habría de conocer el final
de sus días. La historia entre ambos que refiere Breton, autobiográfica o no, había
acontecido en 1926; una relación de apenas tres meses, que había abierto al narrador
las puertas de
un mundo misterioso e impredecible, de gran riqueza espiritual,
no gobernado por leyes físicas ni esquemas racionales, sino por esas fuerzas oscuras,
fascinantes e indefinibles (…) de lo maravilloso, la magia o la poesía[1]
y que concluía proclamando
la locura de su amada como “una forma extrema de rebeldía, una manera heroica de
ejercer la libertad”.[2]
Una locura, la de la
heroína, que recordaba aquellas palabras bretonianas recogidas algunos años atrás:
Todos los actos individuales son antisociales. Los locos son
las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social; en nombre de esta
individualidad que es propia del hombre, reclamamos la liberación de los forzados
de la sensibilidad, puesto que las leyes no pueden encarcelar a todos los hombres
que piensan y obran.” Una dictadura social,
cualquier dictadura, contra la que bramaba con su manifiesto surrealista, aplaudiendo
el hecho de que al fin pudiera escribirse sin saber dónde llegar, llevados únicamente
“por el impulso interior de las asociaciones de ideas, subconscientes, con una libertad
total de expresión, sin un plan predeterminado”. Conducidos o no por el azar, por
el trazado mágico de los arcanos.
Así, probablemente estos
arcanos –o quizás otros– fueron los que debieron
determinar que el año 1946 reuniera bajo un mismo signo, Paris, a un André Breton
que regresaba de su exilio mexicano tras la Segunda Guerra Mundial, y un joven escritor
llamado Felisberto Hernández, llegado por invitación de Jules Supervielle, quien
retornaba a Francia como corresponsal cultural de la Embajada uruguaya, y que, luchador
confeso contra el surrealismo de Breton, se declaraba fervoroso admirador de Felisberto.
Felisberto Hernández era, además del escritor que admiraba Supervielle, un afamado
pianista y compositor uruguayo. Se revelaba en esto opuesto a Breton, quien no poseía
dote alguna para la música sino una absoluta falta de sensibilidad, lo que había
hecho que excluyera mencionar esta disciplina en cualquiera de sus escritos y manifestaciones.
Ignoraba Breton que era precisamente la música quien rastrearía la ascendencia de
Nadja, que podía ser Felisberto quien tuviera la “llave” de aquel pasado que inquietara
a Breton, como presumiremos más adelante.
Italo Calvino ha referido
la falta de filiación de Felisberto, ese no “parecerse” a nadie, ni europeos ni
latinoamericanos. Así, el término que utiliza para designarlo no es otro que “francotirador”,
por desafiar “toda clasificación y todo marco”, aunque le asigna tintes surrealistas
–y aquí Supervielle podría acusarle de hereje–, al señalar que “sus puntos de referencia
en su larga búsqueda de medios de expresión” fueron un “surrealismo muy suyo, un
proustianismo, un psicoanálisis muy suyo”, por esa forma “de darle cabida a una
representación dentro de la representación, de establecer dentro del relato extraños
juegos cuyas reglas establece en cada oportunidad”. Una solución que encontraba
para “darle una estructura narrativa clásica al automatismo casi onírico de su imaginación”.[3]
Una adscripción, la surrealista, que también ha sido señalada por la crítica Eva
Valcárcel, cifrándola como “absolutamente consciente” por parte del autor, con un
“planteamiento estético” que partía “de la absoluta preferencia por el objeto como
instrumento de toda indagación fragmentaria en literatura”, así como por una “presencia
en el texto de un ritmo interior subjetivo”.
Cuenta de todo esto,
de su poética, daría Felisberto Hernández por iniciativa de Roger Caillois, quien
gestionara la publicación de su colección de relatos “Nadie encendía las lámparas”
en Buenos Aires, en 1947, con la editorial Sudamericana, que habría de brindarle
difusión y reconocido prestigio en el continente. Caillois había pedido a Felisberto,
durante su estancia parisina, un texto que concretara su quehacer, y éste accedía
a la solicitud de su amigo con una “Explicación falsa de mis cuentos”. Así, Felisberto
Hernández, “obligado o traicionado” por sí mismo, recurría a una serie de explicaciones
“exteriores” a sus cuentos, señalando sus rasgos no “completamente naturales” ni
“dominados por una teoría de conciencia”. “Mis cuentos”, afirmaba Felisberto, “no
tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la
conciencia, ésta también me es desconocida”,[4]
y recurría a una metáfora que décadas después habría de utilizar el mexicano Octavio
Paz, que viera crecer un árbol en su frente, siendo sus raíces venas, nervios sus
ramas y confusos follajes sus pensamientos.
En esa “explicación falsa”,
Felisberto presumía el nacimiento de una planta dentro de sí, acechándola en su
crecimiento por su posible “porvenir artístico”:
Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo,
debo esperar un tiempo ignorado; no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer,
ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesías; o algo
que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho
espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma
esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea.[5]
Ayudarla a que lo sea,
bajo la atenta mirada de un contemplador al que ignorará si éste le sugiere “demasiadas
intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural,
desconocida por ella misma”, y habrá de ser “como una persona que” viva “no sabe
cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca
improvisado”. Ignorante de sus leyes, las tenga o no, ignorará también el grado
de intervención de su conciencia, aunque “en última instancia impondrá su voluntad.
Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada”.[6]
Una enseñanza que a veces
caerá en saco roto, porque la conciencia, como el narrador, con unos intereses creados,
podrá abandonar el objeto de su deseo cuando el misterio blanco –o negro– desaparezca, cuando la pieza haya sido seducida,
cuando el desafío de conocer haya sido resuelto. Así sucede en su relato temprano
“La casa de Irene”, publicada en su Libro
sin tapas, en 1929, un año después que la Nadja de Breton. El narrador relatará sus visitas a Irene, una joven
que le descubrirá la existencia de un misterio que antes ignoraba: si al principio
creía que todos los misterios eran negros, con ella descubrirá que también los hay
blancos, y que la diferencia entre unos y otros estriba en que los primeros tientan
a destruirlos, mientras los blancos no tentaban a nada: “uno se encontraba envuelto
en él y no le importaba nada más”.[7]
Frente a Nadja, Irene
será “simpáticamente normal”, con una curiosa relación con los objetos, que hará
que al tomarlos lo haga “con una espontaneidad tal”, que parezca “que los objetos
se entendieran con ella, que ella se entendiera con nosotros, pero que nosotros
no nos podríamos entender directamente con los objetos”. Y ahí, en esa secreta relación
de Irene con los objetos que la rodean, sus sillas, su piano, en ese misterio blanco,
en desvelarlo, radicará el interés del narrador, quien, una vez logré alcanzar a
conocerlo, perderá todo interés por él, por Irene, por continuar con el relato de
su narración. Aunque antes nos referirá un extraño sueño con las manos de Irene
–y las suyas propias– como tema:
Hubiera querido volver a ver cómo eran mis manos tomando las
de ella. Al querer imaginarme las de ellas, su blancura no era igual, era de un
blanco exagerado e insulso como el del papel. Tampoco podía recordar la forma exacta:
me aparecían formas de manos feas. Respecto a las mías tampoco podía precisarlas.
Me acordaba de haberme detenido a mirarlas sobre un papel, una vez que estaba distraído.
Las había encontrado nudosas y negras y ahora pensaba que tomando las de ella, tendrían
un contraste de color y de salvajismo que me enorgullecía.[8]
El sueño del pretendiente
de Irene, que termina por abandonarla, nos recodará la anécdota que había referido
Nadja a Breton en su primer encuentro. Así, ésta le había confesado haber abandonado
a un antiguo pretendiente –”un estudiante al que ella tal vez amó y que la amaba”– “por miedo a estorbarle” –probablemente al narrador
de Felisberto le sucediera igual y no fuera un abandono caprichoso y egoísta el
suyo, sino temor a estorbar en ese mundo de objetos que rodeaban a Irene-. Un año
después de abandonarle, Nadja tropezaba casualmente con el estudiante, y éste, tomándole
las manos –como el narrador de Felisberto, en su sueño, a la protagonista–, advertía
lo cambiada que las encontraba: no feas, como las soñaba a Irene, sino delicadamente
cuidadas. Nadja, por contra, como no pudiera hacer o decir Irene, miraba las manos
que sostenían las suyas y gritaba de espanto ante la visión de unos dedos “inseparablemente
unidos”.
Un salto en el tiempo,
casi dos décadas más tarde, nos llevarán de “La casa de Inés” al relato “El balcón”,
incluido en la colección Nadie encendía las
lámparas. Si el narrador, como Irene, gustaba de tocar el piano –afición compartida,
como hemos señalado, por el autor, que habrá de proyectar en muchos de sus relatos–,
el protagonista de “El balcón” será un afamado pianista que en uno de sus conciertos
recibirá la visita de un tímido anciano, quien le transmitirá su pesar porque su
hija no pueda apreciar, como él, la música del concertista. Intrigado el narrador,
descubrirá que la razón no es otra que el rechazo de la joven a salir de su casa.
Así, referirá el padre:
Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos,
pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella
tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón
da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también
pasea por el jardín y algunas noches toca el piano.[9]
Apiadado, el narrador
aceptará la invitación del anciano a cenar en su casa, y conocerá a la extraña joven
cuyo “único amigo” es su balcón. Como Irene, también ella tendrá una peculiar relación
con los objetos, y si el narrador observaba cómo estos “se acurrucaban en la sombra
como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir”, ella habrá de decirle que
los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación
con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra
alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían
sido colmillos),[10]
y que su balcón tuvo
alma por vez primera “cuando ella empezó a vivir en él”. La extraña relación de
la joven con su balcón culminará cuando éste se caiga y no admita lo fortuito de
la caída: “Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su
habitación”, dirá la joven para justificar lo sucedido, no sin antes declarar el
mutuo amor que se profesaban –el balcón y ella-: “No sólo yo lo quería a él; yo
estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado”.[11]
Como Nadja a Breton, la joven viuda podía haberle confesado no ser “más que un átomo
que respira en la comisura de tus labios”, aunque aquí habría de ser en su cornisa
o vidriera.
Esa vida, “extraña y
propia”, que Felisberto confería a cada uno de sus relatos, sería evocada veinte
años después de su muerte por Julio Cortázar, quien le enviaba una devota carta
de lealtad y admiración en la que habría de recordar su fallido encuentro en Chivilcoy,
cuando el uruguayo acudió a dar un concierto y él justamente debió marchar a Buenos
Aires, y esa amistad que jamás pudo concretarse, porque jamás se conocieron, y que
tanto prometía para Julio. Cortázar lamentaba también que no hubiera conocido a
Macedonio Fernández y José Lezama Lima, “porque los dos hubieran respondido a ese
signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de aprehender
tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo,
que buscaste desesperadamente y que el Diario
de un sinvergüenza acorrala y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia
de la realidad con esas jabalinas de poesía que decosifican las cosas para hacerlas
acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser siniestros mediadores”.[12]
Un cuerpo, el citado
por Cortázar y que en la terminología de Felisberto fuera “sinvergüenza”, que permanecería
siempre en estado de alerta, pactando sólo ocasionalmente treguas, interregnos amistosos
con su precavida conciencia. Un Lezama Lima, al que Cortazar, como a Felisberto,
consideraba uno de los “eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan
de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica”.[13]
Cortázar concluía su
carta a Felisberto, y nosotros con él, con las siguientes palabras:
Déjame que me despida con palabras que no son mías pero que
me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de madrugada,
como un resumen de lo que había encontrado en vos: Las más sutiles relaciones de
las cosas, la dama sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo inaprensibles;
la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso
y oscuro del mundo estaba en ti.[15]
Y en este punto Nadja
apaga las lámparas.
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CENTENÁRIO DO SURREALISMO 1919-2019
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Número 135 | Junho de 2019
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[1] Vargas
Llosa, Mario: “Nadja o la ficción”. La verdad
de las mentiras. Madrid, Alfaguara, 2002, p. 106.
[2] Vargas
Llosa, Mario: Ibídem, p. 107.
[3] Calvino,
Italo: “Las zarabandas mentales de Felisberto Hernández”, Felisberto Hernández:
Novelas y cuentos. Caracas: Biblioteca
Ayacucho, 1985, p. 4
[4] Hernández,
Felisberto: “Explicación falsa de mis cuentos”. Novelas y cuentos. Ayacucho, 1985, p. 216.
[5] Hernández, Felisberto: Ibídem, p. 216.
[6] Hernández, Felisberto: Ibídem, p. 216.
[7] Hernández, Felisberto: Obras completas. Tomo
I. México, Siglo XXI, 2007, p. 39.
[8] Hernández, Felisberto: Obras completas. Tomo
I. México, Siglo XXI, 2007, p. 43.
[9] Hernández, Felisberto: Obras completas. Tomo
II. México, Siglo XXI, 1983, p. 61.
[10] Hernández,
Felisberto: Obras completas. Tomo II.
México, Siglo XXI, 1983, p. 64.
[11] Hernández, Felisberto: Obras completas. Tomo II. México, Siglo
XXI, 1983, p. 74.
[12] Cortázar,
Julio: “Carta en mano propia”. En Hernández, Felisberto: Novelas y cuentos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985, p. XIII.
[13] Cortázar,
Julio: “Carta en mano propia”. En Hernández, Felisberto: Novelas y cuentos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985, p. XIV.
[14] Lezama
Lima. El reino de la imagen. Edición de
Julio Ortega. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981, p. 342.
[15] Cortázar,
Julio: “Carta en mano propia”. En Hernández, Felisberto: Novelas y cuentos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985, p. XIII.
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