A partir de la necesidad, crítica e institucional, de incorporar al campo de
la literatura comparada las perspectivas derivadas de los estudios sociológicos
y políticos referentes al fenómeno de la globalización, surgen al filo del
milenio dos orientaciones conceptuales complementarias: el estudio comparativo
de la literatura mundial como fenómeno global y la visión del mundo que propone
la literatura desde sus múltiples perspectivas locales. La primera orientación
es una medida correctiva ya que propone ampliar un enfoque disciplinario cuya
lógica giraba con demasiada regularidad en torno al estudio comparativo de
tradiciones filológicas europeas con el fin de dar cabida a aquellas
literaturas producidas más allá de las periferias imperiales que hasta ese momento
habían quedado fuera de su ámbito. La segunda orientación pretende valorizar
las estructuras formales con las que éstas se dirigen al resto del mundo, no ya
desde la marginalidad, sino desde dispersos focos culturales situados en una
cada vez más densa red comercial, informática y migratoria que se extiende por
todo el planeta. Estas dos orientaciones se postulan como las dos caras de una
misma moneda que nos ha dado los medios para alcanzar un conocimiento más
extenso de la producción, la circulación y el consumo de la literatura a escala
planetaria y también el valor para desarticular la visión romántica de la
creación literaria como inspiración genial cuya opacidad resiste su propia
contextualización. Sin duda grandes logros en una disciplina para la que el
mundo, según éstos, fue por mucho tiempo inalcanzable. Pero ¿es posible
distinguir entre la literatura universal y la universalidad de la literatura en
la era de la globalización?
Entre estas dos
orientaciones se encuentra la literatura como objeto expuesto a una voluntad
especulativa que lo dota de una plasticidad estética generalizable a cualquier
cultura y, a la vez, le atribuye una especificidad referencial según la cual el
lenguaje literario, como el ámbar, captura particularidades históricas,
lingüísticas y culturales no generalizables. Es posible conciliar estas
funciones si se postula una diferencia categórica entre la forma y el contenido
literarios, pero esta diferencia es inestable y varía según el género. La forma
estética del soneto, por ejemplo, se preserva sin mayores mutaciones en muchas
de sus manifestaciones históricas. El haiku recorre el mundo desde sus humildes
orígenes en el japonés antiguo, una especie de virus literario hecho de sílabas
que se prende a distintas lenguas sin desmerecer su afán recombinante. En
géneros más amorfos como la novela, es difícil separar el contenido de su
forma, una peculiaridad determinante de cuya ambigüedad depende su condición de
ficción. La lógica que sostiene esta diferencia, sin embargo, es una lógica
referencial; es decir, que la diferencia entre forma y contenido alberga
sentido sólo a razón de definir la función literaria a partir de sus
capacidades miméticas. El mundo, en este caso, es y será inalcanzable como
unidad crítica ya que es imposible representarlo como totalidad[1]
e insostenible como criterio comparativo porque, por un lado, es demasiado
vasto en su literatura como para poder hacer generalizaciones cualitativas a
razón de grupos, escuelas, tendencias (el romanticismo, las vanguardias, los
modernismos) y el análisis cuantitativo, por otro lado, sólo determina la
existencia, y en el mejor de los casos la operación, de un mercado literario
más o menos global que da por sentado que la literatura se da a la escala del
sujeto sin prestarle a este supuesto la menor atención crítica.
La hipótesis que
anima estas reflexiones es que la literatura mundial requiere un nuevo modelo
de empiricismo literario que permita tanto una descripción de las
determinaciones institucionales de la literatura como de su especificidad
retórica y realizativa en los diversos contextos en los que emerge
reconociblemente como literatura. Propongo el concepto de inmanencia literaria
como un modelo posible para abordar las diferentes escalas discursivas que
hacen de la literatura mundial una suerte de literaturas en el mundo. Hago
propio (me apropio de) el concepto de inmanencia desarrollado por Gilles
Deleuze para describir la producción literaria no ya como una creación separada
del mundo al que se dirige en forma de apóstrofe sino como un evento, una
expresión material del lenguaje que se torna en situación propiamente literaria
al capturar las intensidades afectivas y perceptivas que propone la vida, el
mundo. Si es coherente, el concepto de inmanencia literaria me permitirá
proponer una práctica de lectura fluida y provisional en la que la función
referencial de la literatura es siempre virtual o, mejor, reúne virtualidades
que hacen del lenguaje literario una actualización del mundo por medio de la
diferencia. Es un modelo que no aspira a una visión global de la literatura
mundial; su enfoque se ajusta más bien a discretos brotes literarios esparcidos
por el mundo que, en su conjunto, pueden formar patrones desiguales de
modalidades literarias coincidentes con lenguas “naturales”, homologías
culturales, específicas circunstancias históricas etc., pero en ningún caso
determinados por las mismas. Si consideramos el lenguaje figurativo como la
condición mínima de la literatura (el tropo lingüístico es, según Paul de Man,
la unidad básica de la literatura), se puede definir la inmanencia literaria
como un conjunto de variaciones referenciales permanentemente interrumpidas por
las fuerzas realizativas que hacen de la literatura un evento único y a la vez
múltiple. Lejos de ser una abstracción, la actualización de lo virtual que es
la inmanencia literatura es concretísima. Basta reparar en que las diferencias
que supuestamente separan la ficción de lo real, la forma del contenido, son
diferencias de grado y no de tipo; diferencias que no se subsumen unas dentro
de otras sino que constituyen un orden de coexistencia en el cual el concepto
de lo “literario” se convierte en la literatura misma. Además, es necesario
observar que las fuerzas materiales que animan la literatura, que la hacen un
fenómeno histórico mundial, son en sí inmanentes en tanto que el fenómeno
literario como evento es solo inteligible si se considera impulsado por la
fuerza realizativa propia del lenguaje.
Desde la perspectiva
de la inmanencia literaria, las categorías críticas que utiliza la disciplina
de la literatura comparada para poder abarcar la literatura mundial no
desaparecen, pero sí dejan de organizar la lógica analítica que las moviliza.
La historia del libro, por ejemplo, no tiene por qué impulsar nuestros
conocimientos acerca de la historicidad de la literatura; se puede argüir, en
cambio, que la materialidad de la literatura yace en la multiplicidad de
intensidades que ponen de manifiesto el texto literario en diversas localidades
espacio-temporales que, por ser ahora focos literarios, ya no se supeditan a
una cronología consecutiva o a una geografía física verificable. Son del mundo
en la medida en que son concretas, pero las literaturas mundiales no equivalen
por tanto al mundo, ni siquiera a la “república mundial de las letras” que
describe Pascale Casanova. La inmanencia literaria existe más bien como un mapa
borgeano que se sobrepone al trazado de los pliegues materiales del planeta
como si fuera una capa o un plano virtual que ficcionaliza la referencialidad
misma, inclusive en su versión más literal.
Pero, ¿cómo entonces
acceder a la inmanencia literaria? Para poner en práctica una crítica que
desvele la inmanencia literaria es necesario, como primer paso, romper con los
esquemas histórico-literarios que consagran la producción literaria a sus
tradicionales determinaciones institucionales (lengua, nación, generación,
tendencia, género, casa editorial, revista etc.) y atender en vez a la
situación literaria, dese cómo y dónde se dé. La situación literaria se puede
definir como un encuentro; un encuentro entre dos términos esencialmente
extraños entre sí: un poeta se topa con un lago en llamas, el exiliado persigue
recuerdos olvidados, una traductora traspone un texto desconocido, personajes
cobran vida en un cuerpo ajeno, hablamos como seres novelados, una realidad
apremiante nos colma los sentidos, un caminante lleva la carga afectiva de un
paisaje. Todos eventos que conllevan un desfase y un encuentro. Aunque la
situación literaria se da a la escala del sujeto, no puede reducirse a un
momento de inspiración, a una genialidad individual, a una expresión
personalizada; la situación literaria se produce cuando la vida al vuelo se
plasma en el lenguaje y éste se configura o es configurado como literatura. Las
intensidades, virtualidades y eventos que son procesados por la voz del poeta
no pertenecen al poeta, cuyos predicados (presencia, expresión,
intencionalidad) dejarían de ser los principios organizativos de una
textualidad sacralizada entre las tapas de un libro-objeto que circula como un
bien cultural para convertirse en vez en elementos aleatorios de una
literaridad abierta y múltiple. La inmanencia literaria sin duda da constancia
de la muerte del autor, pero más que eso da señales de una vida en proceso de
ser verbalizada. Podría decirse, pues, que la situación literaria es el
encuentro entre el “scriptor” (nombre que Barthes otorga a aquel que escribe) y
la vida misma. La figura del autor persiste, pero como función discursiva
(Foucault) al servicio de prerrogativas institucionales que son tan necesarias
como limitadas y que suceden al encuentro entre vida y “scriptor”. Solo tras
haberse dado la situación literaria y plasmado la inmanencia literaria en
literatura (formas, géneros, lugares comunes) puede decirse que la institución
literaria y sus agentes la consagran como un objeto sobredeterminado que entra
posteriormente en circulación.
Es imposible
cuantificar la situación literaria a nivel mundial, y además no hay por qué
hacerlo. No se trata sólo de lograr que la historiografía literaria sea más
amplia y más profunda a la vez, como sugiere Franco Moretti en su
multitudinario estudio de la novela, sino también de rastrear situaciones
literarias, de capturar el evento en el momento de materializarse como
literatura. Lo que propongo es más bien una microhistoria de situaciones
literarias representativas; una visión de la literatura del mundo desde la
perspectiva fisiológica de su funcionamiento más que una historia evolutiva de
sus morfologías a escala planetaria. ¿Este tipo de microhistoria abarca el
mundo entero? No; pero sí propone un modelo de análisis que logra separar
inmanencia, situación e institución literarias para poder así esclarecer la
relación entre la literatura y el mundo y especificar por tanto los mecanismos
agenciales que hacen de la literatura una fuerza histórica. Sabemos cómo medir
(más o menos) la difusión de la literatura, la distribución de géneros, las
tendencias del mercado literario, pero, sin un modelo crítico de historicidad
literaria a nivel del evento lingüístico-literario, el análisis cuantitativo de
la literatura mundial deja de tener sentido. La historia de la literatura
mundial es relevante sólo en la medida en que podamos especificar qué tipo de
huella, dónde y cuándo deja la literatura en su paso por el mundo; es decir, en
la medida en que podamos describir qué hace la literatura como literatura.
Habrá tantas
situaciones literarias como textos. Las configuraciones ad hoc de fuerzas
humanas y no humanas (lingüísticas, materiales, atmosféricas, afectivas,
geográficas, políticas, culturales etc.) que se prestan como condiciones de
posibilidad de la situación literaria ocurren en múltiples localidades y en
distintos momentos históricos. No es de extrañarse que las orientaciones de la
literatura comparada en la era de la globalización analicen la literatura
mundial sólo desde la perspectiva institucional: el mercado como mecanismo
darwiniano en la evolución de géneros literarios es un modelo totalizante atractivo;
pero es incompleto. Es necesario reinscribir el evento literario puro en una
nueva narrativa crítica construida a partir de la situación literaria y no sólo
de sus secuelas institucionales. El reto práctico es pues diseñar modalidades
analíticas (es decir, formular preguntas específicas) que se ajusten a
determinadas configuraciones con el fin de ver lo que no se ha podido ver
antes. Para la literatura comparada esto consiste en hacer de la comparación
misma una heurística crítica: el encuentro entre dos términos extraños (textos,
sitios, sujetos etc.) crean una situación literaria necesariamente comparativa.
El poeta peruano que se encuentra en una ciudad para él desconocida; un texto
marroquí que captura la imaginación de una lectora en la India; una revista
argentina que traduce textos japoneses; un profesor en San Paolo que matiza el
uso de una coma en Milton; el encuentro de Artaud con los tarahumaras. La idea
es capturar, en base al desplazamiento, un proceso de desfamiliarización o
extrañamiento (Shklovsky) radical que haga patente el momento mismo en que la
inmanencia literaria se materializa hipostáticamente en situación literaria. No
se trata de trazar las rutas comerciales de la literatura, ni de identificar
los mecanismos de transmisión que nos hacen llegar textos por medio del mercado
global de objeto-libros, sino de aislar momentos concretos en los que el
distanciamiento hace de la comparación la condición de posibilidad de la
situación literaria. Esto nos permite, en un segundo plano, observar cómo, al
desvanecerse el evento (o, mejor, al ser múltiple), éste se instala en
literatura (su historia, su crítica, sus formas, sus funciones) y como las
diversas agencias literarias comienzan a darle una forma reconociblemente
literaria. Inmanencia, situación, institución: tres fases de toda configuración
histórica en la que se da la literatura.
Paso entonces a una
situación concreta: el encuentro entre Antonin Artaud y México. El viaje de
Artaud a México en 1936 se trata, en primer término, de un proyecto cultural.
Apoyado por el Gobierno mexicano y avalado por la diplomacia francesa, Artaud
actúa como una especie de embajador de las vanguardias europeas de visita en un
país revolucionario. Dicta conferencias sobre el surrealismo, el teatro, el
marxismo, las juventudes francesas en diversos foros (la Universidad Nacional
Autónoma de México [UNAM], la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios
[LEAR], y un Congreso de Teatro Infantil) y escribe artículos periodísticos en
los que aboga por la culturas indígenas de México, describe la visión europea
de la Revolución mexicana, y declara su intención de viajar al norte del país a
conocer la Sierra Tarahumara. Se propone, dice acerca de su estancia en México,
“buscar las bases de una cultura mágica que puede surgir todavía de las fuerzas
del suelo indio”. En estas ocasiones, el México de Artaud figura como una
antigua fuente de energía cuyos poderes curativos pueden contrarrestar los
males que aquejan la civilización occidental. Contra la idolatría y la mística
europeas, entre las cuales destacan el materialismo histórico y sus
manifestaciones partidistas, Artaud propone la idolatría natural de los
paganos, que creen en sus sueños y en el valor y las formas que éstos expresan.
No obstante, el viaje de Artaud también se trata, en segundo término, de un
proyecto individual, idiosincrático, netamente poético. Según Artaud, la “poesía
de los poetas” es la única fuerza capaz de abrir brecha en la vida de manera
tal que ésta permita actuar contra el destino. En México Artaud desea hallar
una poética natural que le dé acceso a un esoterismo único; único no por ser
esotérico sino por caracterizarse por la práctica ritual del sacrificio humano.
Busca un teatro vivo que impulse, por medio de la magia, una revolución de los
sentidos. Como veremos más adelante en más detalle, este proceso es paradójico
ya que representa a la vez un devenir de la singularidad y un gesto colectivo
cuyo fin es la transformación radical de la cultura vista exclusivamente a
través de sus instituciones.
Los textos que
surgieron del encuentro entre Artaud y México son pocos. Los artículos que
escribió Artaud para El Nacional,
periódico que subvencionó su viaje por la Sierra Tarahumara en agosto de 1936,
fueron recogidos, en versión castellana, por Luis Cardoza y Aragón en México,
un volumen que publicó la UNAM en 1962. Al volver a
Francia, Artaud publicó D’un voyage au
pays des Tarahumaras en la prestigiosa Nouvelle
Revue Française (NRF) en 1937, un texto que consiste en dos partes, “La
montagne de signes” y “La dance du peyotl”. En el mismo año,
escribió “Le Mexique et l’esprit primitif: María Izquierdo”, ensayo que
acompañó la exhibición en la que Artaud expuso las obras de la pintora mexicana
que él mismo había traído de México. Más tarde, ya internado en el sanatorio de
Rodez, revivió (es decir, volvió a vivir) sus experiencias en México por medio
de un texto escrito en 1943 (“Le Rite du peyotl chez les Tarahumaras”) que
Artaud quería incluir como el primer texto de Les Tarahumaras, volumen
finalmente publicado en 1955 que recogería sus diversos escritos mexicanos. Un
poema (“Tutuguri” de 1947) y un puñado de textos y cartas referentes a su viaje
a México completan el itinerario literario del encuentro entre Artaud y México.
(Un pre-texto: El
borrador La Conquête du Mexique,
pieza clave del Teatro de la Crueldad
aunque nunca fue escenificada. La obra trataría la “cuestión de la colonización”
por medio de un encuentro, o choque, entre “un orden moral asociado con la
monarquía católica y un orden pagano” que detonaría “explosiones inauditas de
fuerzas e imágenes” e incluiría “diálogos brutales”, “hombres luchando cuerpo a
cuerpo” y “las ideas más opuestas”. El primer acto ofrece una visión de México
a la espera de un cataclismo. El segundo acto ofrece una visión de la misma
escena vista desde la perspectiva de los conquistadores españoles. El tercer
acto, “Convulsiones”, presenta el momento mismo del encuentro entre indígenas y
españoles. La figura de Moctezuma ocupa un espacio virtual en el que este
encuentro se convierte en una división interna entre un ser dispuesto a
obedecer el implacable destino de la conquista y un ser impulsivo que se rebela
ante el enemigo; una división que se manifiesta en un gesto decisivo de
crueldad: Moctezuma “corta el espacio real” como si fuera “el sexo de una mujer”
de manera tal que deja salir “lo invisible” que ahora cobra la forma de manos,
cabezas, órganos humanos antes de que éstos se estrellen sobre el escenario. El
cuarto acto focaliza inicialmente a Cortés y a sus hombres, ahora atormentados
por el remordimiento, y en seguida la acción se transforma en una masacre en la
que los cuerpos de conquistadores y conquistados se confunden. La figura de
Cortés se multiplica y los españoles, con nada más que destruir, se convierten
en un ejército decadente.[2]
Tras el fracaso comercial de la escenificación de Los Cenci de Shelley –fracaso que Artaud atribuyó tanto al hecho de
que el público francés no estaba preparado para apreciar un “festival de los
dioses” como a que su puesta en escena era una interpretación aún imperfecta de
las posibilidades de su teoría teatral– Artaud no pudo darle vida a La Conquête en escena. Pero partió hacia
México poco después.)
Estos textos, en su
conjunto, representan la situación literaria concreta de Artaud en México. El
contexto histórico-literario es más amplio: el viaje a México se presta a un
tipo de análisis que nos acercaría a las esferas biográfica, filosófica y
geopolítica de la obra de Artaud. Podríamos, por ejemplo, insistir en que el
viaje de Artaud fue una versión más del “viaje a los orígenes” que los
vanguardistas europeos emprendieron por América Latina en busca de una cultura,
o por lo menos una visión de la cultura, aún no corrompida por el capitalismo
occidental. Es sin duda cierto que para Artaud, así como para los llamados “etnógrafos
surrealistas” (Bataille, Robert Desnos, Raymond Queneau, Roger Caillois, André
Mason y Michel Leiris), lo exótico encierra la promesa de un primitivismo
moderno que, al dar acceso a fuentes antiguas de energía, nos permite afrontar
lo moderno con una visión más plena de la vida. No es de sorprender, por
consiguiente, que Artaud, antes de partir hacia México, buscara el apoyo de
Paul Rivet, director del Musée de L’Ethnographie en Trocadéro, ya que el viaje
de Artaud cabe dentro de una lógica y un discurso ya existentes en los que se
valoriza la aventura etnográfica como quehacer intelectual y, por ende, como
empresa nacional. James Clifford contextualiza el viaje de Artaud dentro de la
tendencia del desplazamiento tipificada en Francia por Gauguin, Rimbaud y
Blaise Cendars, poetas “pos-simbolistas” que buscan, además de una lógica de
vida alternativa, encuentros y desviaciones en los que la identidad misma del
viajante se somete a una redefinición radical (Clifford 1988, 127).[3]
Dada la historia clínica de Artaud posterior a su viaje a México, podría
suponerse que este desdoblamiento de la identidad no sólo pertenece a la
tendencia al exotismo orientalista que informan la empresa etnográfica europea
y la política colonial que en última instancia la sustenta. Una locura sin duda
viajar a la Sierra Tarahumara en 1936 sin otro fin que probar peyote, pero no
más aguda que la de tantos otros viajantes en busca de un antídoto para la
civilización. Cabe añadir que la experiencia alucinógena del peyote cumple en
la obra de Artaud más o menos el mismo propósito que cumple el hachís en la de
Benjamin; un foco de intensidad perceptiva y afectiva que da vida a la
experiencia vivida como si fuese una especie de literatura originaria,
primitiva. Pero estas narrativas del viaje (ironizadas magistralmente por Alejo
Carpentier en Los pasos perdidos) no
responden a la especificidad de la obra de Artaud y, si bien responden a cierta
lógica cultural, los pormenores de su encuentro con México quedan supeditados a
las tendencias vanguardistas en contra de las cuales Artaud explícitamente se
rebelaría. No nos ayuda, en cualquier caso, a precisar la situación puramente
literaria que llega a plasmarse en sus escritos mexicanos.
El viaje de Artaud
es un caso ejemplar para nuestra propuesta porque hace patente el desfase
referencial en la textura retórica de la literatura vista desde sus
determinaciones institucionales. En la lectura de D’un voyage au pays des Tarahumaras que hago a continuación, estas
determinaciones institucionales a las que se prestó y se sigue prestando el
encuentro de Artaud y México tendrán menos peso que la situación netamente
literaria que las precede. Aquella versión crítica en la que Artaud se propone
destruir las estructuras estéticas y los sistemas culturales dentro de los
cuales se desarrollaba el teatro, convirtiéndose en una especie de mártir
vanguardista cuya genialidad no se puede separar de una locura que deja para
siempre el valor de su literatura en entredicho; aquella versión crítica no
desaparece del análisis de la situación literaria que se dio en México en 1936,
aunque no lo controla. Podemos decir, con Luis Cardoza y Aragón, uno de los
anfitriones de Artaud en México, que Artaud es una multiplicidad: “Artaud es un
sujeto inmenso, muy complicado. Es muy dificil saber quién es Artaud. Hay
muchos Artauds. Es una noche enorme, llena de estrellas”. [“Mais
Artaud est un sujet très vaste, très compliqué. Il est très difficile de voir
qui est Artaud. Il y a plusieurs Artaud. C’est une grande nuit, pleine
d’éclairs”] (Cardoza y Aragón 1996, 245). Pero es una
multiplicidad que no tiene por qué entenderse como opacidad o reticencia; al
contrario: el viaje de Artaud es un viaje en el que pretende desprenderse de la
“narrativa de viaje” como trama biográfica gracias a la cual nos damos
historias, hablamos de un pasado y nos otorgamos una identidad en el tiempo. Si
el encuentro entre Artaud y México es un encuentro que ya está de alguna manera
estilizado –ya es literatura antes de serlo; un avant la lettre avant de la
lettre– entonces la búsqueda, si se puede seguir llamándola así, está ahora
destinada a encauzar la experiencia corporal individual como sensación empírica
de una implacable voluntad transformativa. La “narrativa de viaje” es operativa
pero sólo como una constante contra la cual poder medir el distanciamiento
ansiado, como el recurso mismo de un proceso general de extrañamiento que
permite acceder a la inmanencia literaria. El viaje es un volver a la vida
misma antes de ser literatura. Según Derrida, los gritos de Artaud prometen,
mediante términos tales como “existencia”, “carne”, “vida”, “teatro”, “crueldad”,
nada menos que un significado del arte “previo a la locura y a la obra, un arte
que ya no produce obras, una existencia artística que ya no es una ruta o una
experiencia que conduce a algo más allá de sí misma”. Artaud promete “la
existencia de una lengua que es un cuerpo, de un cuerpo que es un teatro, de un
teatro que es un texto porque ya no está esclavizado a una escritura más
antigua que un archi-texto o una archilengua” (Derrida 1961, 260-261).
En “La montaña de
signos”, la primera parte de D’un voyage
au pays des Tarahumaras, es la Naturaleza (la Nature, con N mayúscula en el
original) la que se expresa mediante “signos, formas y efigies” como si fueran
estos obra de los mismos dioses. La Naturaleza es a la vez la fuerza agencial
que crea formas humanas y el medio de esta expresión: “es sobre toda la extensión
geográfica de una raza que la Naturaleza ha querido hablar” [“c’est sur toute
l’étendue géographique d’une race que la Nature voulu parler”] (Artaud 1971,
47). La Naturaleza “habla” acerca de una raza como si escribiera sobre el
paisaje, que es la extensión misma de la raza. Una roca en forma del cuerpo de
un hombre torturado parece a primera vista un capricho extraño (“caprice
étrange”) de la Naturaleza; pero cuando esta misma forma se repite, se
multiplica, se “manifiesta obstinadamente” en la montaña, Artaud vislumbra una
especie de sincretismo ontológico en el que los signos en la piedra de la
montaña se convierten en la base del lenguaje primitivo de los hombres: “Todo
un país sobre la piedra desarrolla una filosofía paralela a la de los hombres”
[“Tout un pays sur la pierre développe une philosophie parallèle à celle des
hommes”] (Artaud 1971, 48). La Naturaleza, dice Artaud, ha querido pensar como
el hombre (“a voulu penser en homme”) o “en hombre” como quien piensa “en
francés”; así como ha “evolucionado” (“évolué”) al hombre, la Naturaleza ha
también “evolucionado” las rocas. Al llegar a esta sorprendente conclusión,
Artaud cambia abruptamente del registro impersonal de la descripción de las
rocas vivientes de la Sierra Tarahumara a un registro personal en el que su
propio cuerpo es un cuerpo más torturado por la Naturaleza: “Es posible que
haya nacido con un cuerpo atormentado, tan falso como la inmensa montaña; pero
un cuerpo cuyas obsesiones son útiles: y me di cuenta que en la montaña es útil
tener la obsesión de contar” [“Je suis peut-être né avec un corps tourmenté,
truqué comme l’immense montagne; mais un corps dont les obsessions servent: et
je me suis aperçu dans la montagne que cela sert d’avoir l’obsession de compter”]
(Artaud 1971, 48-49).
Esta obsesión de
contar le es útil para seguir de cerca las sombras, describir las figuras que
aparecen en la roca, pormenorizar la incidencia de ciertas formas; le sirve, en
suma, para dar una lectura de la montaña de signos. La lectura es en primera
instancia mimética: una historia de alumbramiento en tiempos de guerra, cuerpos
mutilados, masacres, luchas, la muerte. Pero es también una lectura en la que
median otras lecturas que reducen el mundo material a unos cuantos principios.
La Cábala promete una lógica de números (matemáticas grandiosas) para explicar
el orden natural y la existencia de las figuras que observa sobre la roca: “Las
estatuas, las formas, las sombras tenían siempre un número 3, 4, 7, 8 que se
repetía. Los bustos de mujeres rotos eran 8 en número; el diente fálico […]
tenía tres piedras y cuatro agujeros; las formas volátiles llegaban a ser 12
etc”. [“Les statues, les formes, los ombres donnaient toujours un nombre 3, 4,
7, 8 qui revenait. Les bustes de femmes tronçonnés étaient au nombre de 8; la
dent phallique […] avait trois pierres et quatre trous; les formes volatilisées
étaient au nombre de 12 etc.”] (Artaud 1971, 50-51). La lectura deja de ser una lectura
de un texto compuesto por representaciones verbalizadas para tornarse en una
lectura de una especie de archi-texto aritmético que las precede. Los números,
sin embargo, no son “naturales”; los tarahumaras repiten las cifras que se
observan en las formas que Artaud ha divisado en el paisaje en sus ceremonias y
en sus danzas. Pero existe también en la Sierra Tarahumara otro orden de signos
que no está constituido de números ni de representaciones. Es una especie de
código de signos vivos, signos que son “perfectamente conscientes, inteligentes
y coordinados” [“signes parfaitment conscients, intelligents et concertés”].
Artaud dice haber observado, por ejemplo, un signo en forma de una hache
mayúscula inclinada dentro de un círculo, signo que reproduce gráficamente en
el ensayo. Esta materialidad del signo sugiere que, para Artaud, el lenguaje de
la montaña es una lenguaje pre-verbal cuyo simbolismo esconde una ciencia
secreta que los tarahumaras descubrieron mucho antes que los europeos.
En los términos que
hemos propuesto para este ensayo, se podría decir que por medio de la lectura
múltiple de la montaña de signos, Artaud se ha acercado a una percepción de la
literatura en su estado puro. Pero el acceso a la inmanencia literaria es
efímero; las formas se instalan en seguida, como lo demuestra la secuencia casi
reglamentaria o prescrita que va de la imagen al número para terminar en
símbolo en “La montaña de signos”. La montaña es “de” signos en el sentido de
que está compuesta de signos, números, formas, pero también en el sentido de
ser una multiplicidad de signos, un montón de signos, un sinfín de signos. Las
formas se transforman hipostáticamente en claves que se transforman en símbolos
que se hacen palabra: una proliferación de figuras verbales que se confunden
con las cosas en una serie potencialmente infinita. La montaña de Artaud dista
de ser la figura concreta, coherente del enfrentamiento que urde el poeta entre
la imaginación y el poder de la naturaleza que encontramos, por ejemplo, en el
sublime “Mont Blanc” de Shelley, pero tiene en común con ésta una voz capaz de
destruir leyes humanas: “Tienes una voz, grandísima Montaña, capaz de revocar /
enormes códigos de fraude y aflicción; no todos los comprenden, pero los
sabios, los grandes, los buenos los interpretan, o los hacen sentir, o los
sienten profundamente” [“Thou hast a voice, great Mountain, to repeal / Large
codes of fraud and woe; not understood / By all, but which the wise, and great,
and good / Interpret, or make felt, or deeply feel”] (Artaud 1971, 80-83).
Puede ser que la energía mágica que busca Artaud en la Sierra Tarahumara sea
una forma de teatro corporal, pero este teatro conlleva una fuerza
revolucionaria capaz de “mover montañas”.
Cabe recordar en
este contexto que la lectura de signos es también una lectura corporal para
Artaud, quien inscribe su propio cuerpo al descifrar (en el sentido estricto)
la montaña de signos. En “La danza del peyote”, la segunda parte de D’un voyage au pays des Tarahumaras, el
proceso de lectura se convierte en una incorporación virtual de la montaña; su
cuerpo se convierte en un “trozo de geología dañada” (“morceau de géologie
avariée”) sobre el cual la montaña misma “escribe” su aflicción. Ya instalado
en la aldea donde, después de una larga espera, participará en la ceremonia del
peyote, Artaud ya no está sujeto a la estructura narrativa del viaje; o mejor,
deja de tener un sustento narrativo que le otorgue coherencia como sujeto. El
orden de la Naturaleza, figura tan prominente en la crónica del viaje hacia las
poblaciones tarahumaras, es reemplazado, en “La danza del peyote”, por un orden
sobrenatural que lo sobrecoge:
Friable, ciertamente, lo era, y no en trozos sino entero.
Desde mi primer contacto con esta terrible montaña de la que estoy seguro que
izó barreras para no dejarme entrar. Y desde que estoy aquí arriba, lo
sobrenatural ya no me parece algo tan extraordinario como para que no pueda
decir que he estado, en el sentido literal del término, hechizado. [Friable, certes, je l’étais, non par fragments, mais
tout entier. Depuis ma première prise de contact avec cette terrible montagne
dont je suis sûr qu’elle avait élevé contre moi des barrières pour m’empêcher
d’entrer. Et le surnaturel, depuis que j’ai été là-haut, ne m’apparaît plus
comme quelque chose de si extraordinaire que je ne puisse dire que j’ai été, au
sens littéral du terme: ensorcelé] (Artaud 1971, 53).
La sintaxis, tan
friable o desintegrable como el cuerpo de Artaud, sugiere que el hechizo de la
montaña supone, además del desmoronamiento del cuerpo, la subversión de la
lógica (aquí vertida en la gramática) y de las leyes de la física. Son parte
del mismo proceso: el cuerpo ya no se ajusta a la verticalidad, brazos y
piernas ya no responden a un movimiento pausado y coordinado, la cabeza gira
fuera de control. El cuerpo está hechizado, pero es un hechizo “natural”, como
si al ser parte de la montaña Artaud estuviese expuesto, o sujeto, a su magia.
Lejos de ser una experiencia sublime, en términos propiamente románticos, es
una experiencia del cuerpo como cuerpo deshabilitado. Es un montón de órganos: “Veintiocho
días de esta pesada empresa, de este montón de órganos mal montados que era yo,
a los que tenía la impresión de asistir como si fueran un inmenso paisaje de
hielo a punto de dislocarse” [“Vingt-huit jours de cette emprise pesante, de ce
monceau d’organes mal assemblés que j’étais, et auxquels je me donnais
l’impression d’assister, comme à un immense paysaje de glace sur le point de se
disloquer”] (Artaud 1971, 54).
Al desmoronamiento
del cuerpo le acompaña una percepción del tiempo distorsionada por la fatiga
que padece al tener que esperar días enteros a que desciendan los chamanes de
la montaña a la aldea en la que ahora se encuentra. Al alargarse la espera, se
hace más necesario contar los días que han transcurrido. La crónica de “La
danza del peyote” está marcada por constantes alusiones al tiempo que ha
pasado; “veintiocho días” repite como si fuera el estribillo de una canción
conocida. La precisión del recuento periódico, sin embargo, sugiere, según la
lógica suplementaria que obedece el encuentro entre Artaud y la montaña de
signos, que el orden del tiempo es a la vez un índice o indicio de una
temporalidad descoyuntada. El “inexplicable tormento” de la espera crea una
desorientación vital que desarticula la integridad del sujeto. “¿Por qué cada
vez que, como en este instante, me siento a punto de alcanzar una fase clave de
mi existencia, no llego a ella como un ser entero? ¿Por qué esta terrible
sensación de pérdida, de una carencia que hay que suplir, de un evento que hay
que abortar?” [“Pourquoi, chaque fois que, comme à cet instant, je
me sentais toucher à une phase capitale de mon existente, n’y arrivais-je pas
avec un être entier? Pourquoi cette terrible sensation de perte, de manque à
ganger, d’événement avorté”] (Artaud 1971, 55). Esta desorientación
no pertenece al orden de los signos; no es un error de lectura, como lo podría
haber sido cuando Artaud se encontraba aún de camino a la aldea. Consiste ahora
en una especie de angustia de tiempo o sobre el tiempo que pone en perspectiva
su vida entera como una vida siempre incompleta; como una vida que nunca llega
a tiempo. Por un lado, la carencia vital sirve, o debería servir, de aliciente:
la situación con la que se topa en la Sierra Tarahumara es sólo una “fase” en
una supuesta búsqueda perpetua a cuyo fin se encuentra un “ser entero”. Por
otro lado, sin embargo, la carencia se vive como una pérdida, como un evento
interrumpido. El tiempo, en cualquier caso, deja de existir como una coordenada
fiable según la cual el sujeto sería capaz de organizarse como entidad
coherente.
No es hasta que por
fin llegan los chamanes que la crónica cambia de registros y un orden
propiamente narrativo vuelve a establecerse con la descripción del
mise-en-scène de la ceremonia del peyote: “Veintiocho días de esta horrible
espera tras la supresión peligrosa llegaban a su fin en un círculo poblado de
Seres, aquí representados por diez cruces” [“Vingt-huit jours de cette attente
horrible après la dangereuse suppression aboutissaient maintenant à un cercel
peuplé d’Êtres, ici représentés par dix croix”] (Artaud 1971, 59). La ceremonia
así como la experiencia que tiene Artaud de ella se ajustan a la narrativa de
un viaje sobrenatural. Inicialmente, la descripción es impersonal y se limita a
dar cuenta de los pormenores de la ceremonia: las doce fases de la danza, los
gestos de los chamanes, la música que raspan etc. Es el chamán, y no Artaud,
para quien la ceremonia representa un viaje al otro lado del tiempo: “un
descenso para RESURGIR AL DÍA” [“un descente pour RESSORTIR AU JOUR”] (Artaud
1971, 60). Cuando Artaud por fin prueba el peyote, sin embargo, la crónica se
desmorona y en cuestión de unas cuantas líneas es él mismo el que emprende un
viaje en el tiempo: “Entonces participé en el rito del agua, de golpes en el
cráneo, de esa especie de curación mutua que se dan a sí mismos, de las
abluciones desmesuradas” [“Je pris donc part au rite de l’eau, des coups sur le
crâne, de cette espèce de guérison mutuelle qu’on se passe, et des ablutions
démesurées”] (Artaud 1971, 63). La ceremonia que comienza como una narrativa
que, desde el punto de vista del observador, da coherencia al sujeto, se
convierte, desde el punto de vista del partícipe, en una especie de locura. El
peyote los enloquece, “les affoler”.
Lejos de ser una
pérdida, como lo fue la espera, el desmoronamiento del sujeto bajo la
influencia del peyote corresponde al despojamiento radical de la definición institucional
de la identidad. Y esta situación extrema es la condición de posibilidad de la
literatura ya que ésta logra suplir la deficiencia vital del sujeto con
fuerzas, esencias, substancias, elementos, números, intensidades, figuras,
signos, símbolos, palabras que dan forma al ser que escribe. En su lectura de Les Tarahumaras en Mille Plateaux, Gilles Deleuze y Félix Guattari sostienen que el
cuerpo-sin-órganos se opone a la organización de los órganos, al organismo, y
es el organismo, según ellos, el que no permite el contacto con la materialidad
primordial que subyace la montaña de signos. Para combatir al organismo hay que
destruirse poco a poco, a base de dosis cuidadosamente medidas: “[El chamán] me
vació sobre la mano izquierda una cantidad del tamaño de una almendra verde, ‘suficiente’
dijo, como para ver a Dios dos o tres veces, porque a Dios no se le puede
conocer. Para estar en su presencia es necesario estar bajo la influencia del
Ciguri por lo menos tres veces, pero cada dosis no puede ser mayor que un
guisante”. [“Il m’en versa dans la main gauche une quantité du
volumen d’une amande verte, ‘suffisante’, dit-il, pour revoir Dieu deux ou troi
fois, car Dieu ne peut jamais se connaître. Pour entrer en sa présence il faut
se mettre au moins trois fois sous l’influence de Ciguri mais chaque prise me
doit pas dépasser le volumen d’un petit pois”] (Artaud 1971, 34). La destrucción
controlada del organismo hace visible un cuerpo-sin-órganos que, desde la
perspectiva de la crónica de la danza del peyote, corresponde a un estado de
existencia en el que la vida ya no puede “sujetivarse”; es decir, ya no se
puede decir que pertenezca al sujeto como sujeto. La figura de “Dios” en la
cita anterior denomina al sujeto como ser divino e inalcanzable, como una
visión fugaz de coherencia vital a la que el cuerpo mortal (una vida nada más)
no puede aspirar.
Pero ¿cómo entonces
producir el referente cuando el sujeto es “friable”, “desintegrable”, “pulverizable”,
un “cuerpo-sin-órganos”? De la lógica metonímica que domina la descripción de
la montaña, Artaud, bajo la influencia del peyote, pasa a una reconciliación
lingüística aberrante: la catacresis. La catacresis, figura que no tiene un
referente adecuado en la realidad, interrumpe el plano inmanente del cuerpo
hecho cifra, o mejor, una cadena de cifras al azar (24, 10, 6, 20 etc.). Y es
en este instante, en el momento de necesitar un referente, una figura, que
logre anclar la existencia en bruto, en el que surge, para Artaud, una
situación netamente literaria. Consideremos la última escena de “La danza del
peyote”:
… y ya sobre el caballo, me pusieron las manos en las
riendas, y además tuvieron que cerrarme los dedos alrededor de las mismas, era
del todo claro que había perdido la libertad de su uso; no había podido
conquistar por fuerza de voluntad esa hostilidad orgánica invencible en la que
era yo quien ya no quería funcionar, para traer de vuelta una colección de
imaginarios caducos de los que la Época, fiel a su sistema, extraería a lo sumo
ideas para la publicidad y modelos para diseñadores. Era preciso que lo que
hasta ahora había yacido escondido tras esta trituración pesada que reduce el
alba a la noche, que esta cosa se tirara fuera, y que sirviera, y que sirviera
precisamente para mi crucifixión. [… et, à cheval, on me mettait les mains sur les guides car, seul, il
était trop manifeste que j’en avais perdu la liberté; je n’avais pas vaincu à
force d’esprit cette invencible hostilité organique, où c’était moi qui ne
voulais plus marcher, pour en ramener une collection d’imageries périmées, dont
l’Époque, fidèle en cela à tout un système, tirerait tout au plus des idées
d’affiches et des modèles pour ses couturiers. Il fallait désormais que le
quelque chose d’enfoui derrière cette trituration pesante et qui égalise l’aube
à la nuit, ce quelque chose fût tiré dehors, et qu’il servît, qu’il servît
justement par mon crucifiement] (Artaud 1971, 66).
Esta crucifixión,
parte del sacrifico ritual del sujeto como sujeto, es también la culminación de
un proceso de simbolización del cuerpo, de la vida, del sujeto que es ahora
nada más y nada menos que un signo. La imposibilidad de funcionar como un “yo”,
de montarse por sí sólo en el caballo que lo llevará fuera de la montaña de
signos, se refleja en la figuración aberrante del texto, cuyas enigmáticas
alusiones parecen precipitarse unas a otras sin ton ni son como si fueran las
imágenes publicitarias en una revista que no dicta el contenido de las mismas.
Al final, sin embargo, al representar esta pérdida vital como una crucifixión,
el “yo” se convierte, por medio de la catacresis, en figura como tal. La
repetición del vocablo “sirviera” en esta instancia sugiere que aquello que
yace escondido, aquella materialidad que persiste tras el proceso de
trituración que ha desarticulado al sujeto, consiste en, o lleva a cabo, una
agencialidad única al lenguaje en cuanto la crucifixión es también una cruz,
una escritura como aquella que ha interpretado en la montaña de signos como los
símbolos naturales de una “raza”. La cruz llega a simbolizar en este contexto
la literatura no sólo por la violencia material que representa sino porque
también sirve como la instancia privilegiada de simbolización en la cultura
occidental.
Podría decirse que
el encuentro entre Artaud y México, por lo tanto, se da en dos etapas:
inicialmente un proceso regresivo en el que el cuerpo, la vida, ha logrado,
mediante el viaje físico y psicotrópico por la montaña de signos, despojarse
del sujeto y sus determinaciones. El cuerpo-sin-órganos, figura propia de
Artaud para la inmanencia vital, logra situarse ante un paisaje literario pleno
de formas, intensidades, flujos, números, sombras. De este estado puro, la
inmanencia literaria, en una segunda etapa, inevitablemente se transforma, o se
trastorna, en una simbolización derivada, recibida, persistente. La
crucifixión, símbolo de símbolos, soporta aquí el peso de la figura literaria,
violentamente impuesta, o postulada, por el poder realizativo y material del
lenguaje, que se pone de manifiesto en el uso de la catacresis, figura
preponderante en los escritos mexicanos de Artaud. La situación literaria del
encuentro entre Artaud y México exige abandonar el referente para después
recuperarlo desde una perspectiva suplementaria que ya no está centrada en el
sujeto sino en un plano material de plasticidad figurativa.
El encuentro de
Artaud y México es sin duda único; la situación literaria que se da en este
encuentro insólito, sin embargo, pertenece a un orden material en el que
signos, símbolos, números, afectos, deseos, hacen visibles las fuerzas
agenciales por medio de las cuales la literatura se hace del mundo. En el
fondo, la propuesta aquí esbozada es de enfocar el análisis crítico de la
literatura mundial en situaciones literarias específicas que pongan de
manifiesto el poder realizativo de lo escrito y de los mecanismos discursivos
que hacen de la literatura una realidad histórica. Más que un método es un
modelo de lectura que reconstruye cómo se procesa la literatura a la escala del
sujeto en situaciones concretas en las que se plasma la vida, el mundo. En la
medida en que la situación literaria se da por medio de un encuentro entre dos
términos extraños, el análisis crítico es intrínsecamente comparativo y
promete, por lo tanto, un posible futuro para la literatura comparada en un
mundo literario.
BIBLIOGRAFÍA
ACHING, Gerard. “In Hazardous Pursuit of Chance: Mapping the
Surrealists’ Caribbean Sojourn (1941)”. En PAO, María T. y Rafael
HERNÁNDEZ-RODRÍGUEZ (eds.). ¡Agítese
Bien! A New Look at the
Hispanic Avant-Gardes. Newark, Delaware: Juan de la Cuesta Hispanic
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ARTAUD, Antonin. Les Tarahumaras.
Paris: Gallimard, 1971.
CARDOZA Y ARAGÓN, Luis. “Artaud au Mexique”. En FOSSE, Jean-Claude
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Dr Ferdière. Paris: Seguier, 1996.
CLIFFORD, James. The Predicament
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Harvard University Press, 1988.
DELEUZE, Gilles y Félix GUATTARI. Mille
plateaux. Paris: Éditions de Minuit, 1980.
DERRIDA, Jacques. “La parole soufflé”. En L’écriture et la différence. Paris: Éditions
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Gnostic Drama. Oxford: Oxford University Press, 1994.
ROSENBERG, Fernando J. The
Avant-Garde and Geopolitics in Latin America. Pittsburgh: University of Pittsburgh
Press, 2006.
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DO SURREALISMO 1919-2019
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Fini (Argentina, 1907-1966)
Agulha Revista de Cultura
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Número 138 | Julho de 2019
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ARC Edições © 2019
[1] La
planetaridad, según Gayatri SPIVAK, debe entenderse como figura y no como una entidad
“real” ya que al pretender abarcar el planeta emulamos las ambiciones y las
operaciones de la globalización, pero sin la distancia crítica necesaria para
desarticular la lógica política y comercial que la impulsa. Ver Death of a Discipline (2003).
[2] Uso el
análisis de “La Conquête du Mexique” de Jane Goodall como guía en este resumen
(GOODALL 1994, 147-148).
[3] Gerard
Aching describe una etapa posterior en la que algunos surrealistas, huyendo de
la Francia de Vichy, pasan un tiempo en Martinica camino a Nueva York (ACHING
2002). Fernando Rosenberg sugiere que la postura de las vanguardias europeas
fue siempre universalista (ROSENBERG 2006, 2).
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