EROTISMO DE LA REPRESENTACIÓN Y EROTISMO ICONOCLÁSTICO | Atribuyendo a la historia de las narradoras “el rol más
esencial” y rebajando a meros “accesorios” los cuerpos destinados al placer,
Sade en Los 120 días de Sodoma captura con la máxima agudeza
la esencia del deseo erótico y de su dependencia con la mediación lingüística: “Es
opinión —escribe— comúnmente aceptada por los libertinos auténticos que las
sensaciones comunicadas por los órganos del oído son las más excitantes y
aquellas cuyas impresiones son las más vivas” (Sade, 1966-1967). Por ello la
escucha de la descripción en la medida de que se vuelve más detallada y
especificando las acciones sexuales le parece a Sade una condición fundamental
de la concupiscencia: el deseo erótico no lo suscita la exposición de los
cuerpos sino la palabra que los evoca, los analiza y cataloga, al historiar
todas las extravagancias de la perversión, todas sus variaciones, todas sus
ramificaciones y todas sus realizaciones contingentes. Existe apasionamiento
erótico sólo a través de la narración de las pasiones ajenas: mientras que la
sexualidad es espontánea e inmediata, el erotismo pasa a través del filtro de
la imaginación; esto implica y exige el doble de la narración. Por ello, la
realización del deseo erótico es siempre el teatro, la representación, la
puesta en acto de un texto que existe con anterioridad y que es la condición de
cualquier pasión. En él, el libertinaje se distingue fundamentalmente por el
simple agotamiento: es lo que nace en el espacio imaginario abierto por la
narración del deseo de los otros y se cumple en la repetición escénica de un
modelo que asume del exterior.1
La importancia de la contribución de Bataille a la
historia del concepto de erotismo consiste precisamente en el rechazo de la
concepción del libertinaje como representación y en la reivindicación de la
seriedad —o bien del carácter risible— del erotismo. En efecto, la risa es para
Bataille la persecución de la experiencia del conflicto y de lo negativo que
Hegel había denominado con el término “serio” (ernst) y por
ende no tiene nada que ver con el placer y con lo jocoso. Seriedad y risa son
extrañas por completo al placer: su afinidad se basa en la común familiaridad
con la muerte. El fenómeno del llanto, que puede ser suscitado tanto por el
dolor como por la alegría, expresa bien esta conexión esencial entre seriedad y
risa; las lágrimas brotan por una experiencia de lo imposible que subvierte
todo orden, toda ejemplaridad, toda repetición: ellas nos dirigen al concepto
de milagro que se expresa en la fórmula “imposible, sin embargo aquí”
(Bataille, 1970-1988a: 257).2 De este modo, la experiencia del
erotismo no es para Bataille la representación de un texto (una tragedia como
en Sade o una comedia como en Restif de la Bretonne), sino acaso es un rito y
un sacrificio. Un rito porque involucra la presencia real de aquello que es
evocado; un sacrificio porque está conectado con la violación del tabú, la
transgresión del modelo, la voluntad del exceso. El deseo está completamente
dislocado en relación con la representación libertina: no se satisface en la
imitación de un prototipo original, más bien, en su transgresión. Mientras el
erotismo libertino nace de la narración, de la mediación literaria, Bataille
intenta transformar la actividad literaria en algo inmediatamente erótico y
cruento, afín a la muerte y al orgasmo. La esencia del erotismo libertino se
encuentra en la representación, la esencia del erotismo de Bataille está en la
ruptura de la representación, es decir, en la iconoclasia.
ORIGEN E HISTORIA DEL EROTISMO | Las lágrimas de Eros fue el último libro publicado por Bataille (1970-1988b): escrito muy
despacio en condiciones precarias de salud entre 1959 y 1961, año en el cual
fue publicado en la Bibliothéque Internationale d’Erotologie del
editor Pauvert, estaba acompañado en la edición original de numerosas
ilustraciones seleccionadas con cuidado por Bataille, que seguían paso a paso
el texto y amplificaban el interés y la seducción. En relación con los
numerosísimos escritos teóricos dedicados con anterioridad al erotismo,3 Las lágrimas de Eros se
presentan como una auténtica historia del erotismo que se desarrolla
cronológicamente de la prehistoria a la edad moderna. Sin embargo, se trata de
una historia extraña, que se cumple por completo en la prehistoria, a la cual
es dedicada la primera parte del libro, y que considera la edad histórica auténtica,
de la antigüedad a nuestros días, como el fin del erotismo. De este modo, surge
en esa articulación fundamental del libro el rechazo categórico de Bataille de
considerar el mimetismo del deseo y la repetición libertina como elementos
esenciales del erotismo.
Para Bataille es inútil el intento por comprender al
erotismo si no se habla del origen: explota la duplicidad de la representación
cuando hace referencia a una experiencia originaria inimitable que rompe la
continuidad del proceso histórico. Esta experiencia se vuelve, en efecto, una
posibilidad siempre abierta y se reconfirma en las edades sucesivas —la obra de
Bataille lo demuestra—, pero eso sucede precisamente porque de algún modo funda
la historia.
Para Bataille lo importante es la mirada global del
conjunto: “El hombre está siempre determinado por completo en una imagen de su
creación que no puede situar en el desarrollo del tiempo” (Bataille,
1970-1988d: 62). Todo se ha cumplido en el primer paso: en el pasaje de la
animalidad a la humanidad; “jamás la humanidad —dice Bataille— tuvo después de
entonces un momento más asombroso (renversant), ni más
glorioso”. Este momento no puede ser imitado, sino que únicamente revivido: el
sentimiento de dar inicio a un mundo auténtico suspendiendo todo el pasado, que
es una característica general de la vanguardia, debe ser, según Bataille,
atribuido a la humanidad primitiva. Nosotros nos reconocemos en ese sentimiento
precisamente porque fue nutrido por aquellos que en la prehistoria cumplieron
el paso sin regreso hacia la humanidad. El humanismo de Bataille es paradojal:
su punto de referencia es la forma más primitiva y arcaica de la existencia, a
la cual atribuye el descubrimiento de lo negativo y la transgresión. A la
filosofía de la historia, él la sustituye con una filosofía del origen:
mientras en Hegel lo negativo es el motor del proceso histórico, en Bataille lo
será la experiencia del origen de la humanidad.
Esta experiencia de la verdad erótica ha permanecido
marginal y periférica en el curso de la historia, ya que el proceso histórico
ha estado dominado por la guerra, la política y el trabajo. Sin embargo,
Bataille no excluye la posibilidad de que el fin de la historia abra al
erotismo dimensiones nuevas y hasta el momento impensadas: “la historia
—escribe— estaría en mi entender liquidada si fuese reducida la disparidad de
los derechos y del nivel de vida: tal sería la condición de un modo de
existencia a-histórico donde la actividad erótica es su forma expresiva”
(Bataille, 1970-1988d: 163). De este modo, el erotismo anticipa el fin de la
historia y preanuncia la clausura de la cultura política, social y económica,
basadas en lo útil y en el poder. Sin embargo, esto no comporta la adopción de
un punto de vista utópico o profético, quizá únicamente el propósito de oponer
al mundo los recursos de una ironía y de una serenidad sin ilusiones: “si el
mundo se obstina a explotar, nosotros seremos quizá los únicos en conceder el
derecho, dándonos al mismo tiempo aquello de hablar en vano”. Lo que importa es
mantener ante la catástrofe una vivacidad ajena de las condenas morales y de
las violencias.
LA ICONOCLASIA DE LA MUERTE Y DEL DESEO | El erotismo está para Bataille estrechamente vinculado
con el horror en las confrontaciones de la muerte. Esto no deriva sólo del
terror a la nada, sino sobre todo de la repugnancia en las confrontaciones de
la putrefacción cadavérica: la angustia y el asco que el hombre experimenta frente
al cadáver, así como frente a sus excreta, es decir, frente a
sus emisiones excrementicias, es ajeno al animal y representa un aspecto
esencial de la toma de conciencia de la humanidad en cuanto tal. El disgusto
que provocan la descomposición de la carne, la sangre menstrual, las
deyecciones intestinales, el pulular inmundo de las materias móviles, fétidas y
tibias en donde termina y comienza la vida, presenta una afinidad profunda con
el deseo erótico, a pesar de la dificultad de tomarlo y determinarlo en su
esencia.
Bataille (1970-1988d: 83) presenta muchas hipótesis para
explicar el vínculo entre horror y deseo: quizá se debe a causa de la secreta
atracción hacia la corrupción, o bien porque esconde la tentación de matar, o
aun está conectado con el vértigo causado por la experiencia tragi-cómica de lo
imposible que se realiza. Lo cierto es que el nacimiento del erotismo y el
sentimiento de “pesadez” (lourdeur) del acto sexual son
contemporáneos al surgimiento del malestar (gêne) hacia la
muerte y los muertos, a la decisión de enterrar los cadáveres, al culto de los
difuntos.
En el fondo, la muerte es iconoclástica: disuelve la
forma en el movimiento viscoso y nauseabundo de la materia putrefacta. Es esta
destrucción de la imagen del hombre que la hace insoportable: cuando tal
proceso ha terminado y de la masa viscosa y amorfa del cuerpo en putrefacción
surge la imagen blanca y brillante del esqueleto, cesa el horror y la angustia.
Por lo tanto, lo que resulta amenazante no es la muerte en sí, sino su obra
irrefrenable de disolución de toda forma.
Incluso el deseo es iconoclástico: rompe la identidad
subjetiva de quien lo prueba, disuelve la unidad de la persona y la arroja en
un movimiento incontrolable y disgregador:
La actividad erótica —escribe Bataille— puede ser
inmunda, o bien puede ser noble, etérea, excluyendo los contactos sexuales,
pero ella ilustra en el modo más claro un principio de las conductas humanas:
lo que queremos es aquello que agota nuestras fuerzas y recursos, que pone, si
es preciso, nuestra vida en peligro (Bataille, 1970- 1988d: 90).
La aspiración a perder y perderse encuentra en la orgía,
en la fusión ilimitada que está implicada en ella, la máxima satisfacción: no
es la expresión de un regreso a una unidad natural, antes bien, supone la
angustia y el terror de la transgresión, el inmenso desorden, la confusión
entre la vida y la muerte. Las conjunciones carnales anulan y destruyen las
formas singulares de los cuerpos. Los mismos órganos genitales le parecen a
Bataille llagas destinadas a la supuración; la fealdad de sus deyecciones nos
dirige de nuevo a la putrefacción cadavérica.
De hecho ahí donde la constitución y la permanencia de un
objeto, es decir, de su forma, parece condición del deseo, como en la
prostitución, intervienen elementos que nos llevan a la pérdida y al consumo:
según Bataille, la fascinación de la prostituta depende del lujo y de su
atavío, así como del ocio que representa. Finalmente, “la dulzura, la
turgencia, el brote lácteo de la desnudez femenina asumen una sensación de
pérdida líquida, que mira sobre la muerte como una ventana sobre el patio”.
La iconoclasia del deseo aparece con toda su violencia
ilimitada en el sadismo, que tiene poco que ver con el goce en el dolor del
otro: acaso es el lugar donde dolor y alegría, angustia y placer se encuentran
indisolublemente emparentados en un movimiento que involucra tanto al libertino
como a su víctima. Un tema recurrente en Las lágrimas de Eros es
precisamente la violencia sobre la bella apariencia de los cuerpos, la
violación de su integridad, en la búsqueda de una verdad más esencial, de una
pureza más radical: en Bataille, el absoluto del erotismo está más allá de la
piel, en los órganos internos que esconde, en la fiebre que los descubre, los
explora, los muestra. Porque para Bataille las superficies de los cuerpos son
sólo la apariencia, la imagen, la máscara; de este modo, el autor lleva a sus
últimas consecuencias el movimiento erótico del desnudamiento: llevar al
extremo, abrir, desollar y, viceversa, estar expuesto, abierto, desollado,
quiere decir perderse en un abismo que corta la tranquila redondez engañosa de
los cuerpos. Sobre este argumento las páginas más impresionantes de Bataille
son, sin duda, aquellas dedicadas a la evocación del suplicio chino del
Leng-Tch’e, que consistía en cortar en pedazos al condenado vivo y que fue
practicado bajo la dinastía Manchú; Bataille reproduce en la edición original
de Las lágrimas de Eros las fotografías horripilantes del
suplicio acaecido el 10 de abril de 1905 sobre la persona que asesinó al
príncipe Ao-Han-Ouan: esto expresa, a su juicio, la identidad entre erotismo,
religión y horror.
De este modo, el movimiento que anima al erotismo de
Bataille es un movimiento filosófico; el verdadero objeto del deseo es la
totalidad del ser, el universo: sólo en el erotismo, en efecto, se entra “en un
mundo extremadamente diferente en el cual los objetos son al mismo tiempo plano
del sujeto, en donde forman con el sujeto una totalidad soberana que ninguna
atracción separa” (Bataille, 1970-1988d: 97). El mundo del erotismo se
encuentra en el punto opuesto al mundo servil de la utilidad y de la
producción: tiene su fin en sí mismo, su propio sentido, su justificación. Las
determinaciones del sujeto y objeto pierden su razón de ser; se fundan en la
común pasión de perderse sin límites y reservas.
EL EROTISMO EN LA ANTIGÜEDAD | Para Bataille la Antigüedad es el inicio del fin del erotismo. Su
valoración de Dionisio en el ámbito de un erotismo iconoclástico transgresor de
la norma es prudente y sustancialmente distinto de los entusiasmos
incondicionales del joven Nietzsche. Claro, Dionisio es el dios que disuelve
las formas, las identidades particulares, en una orgía ritual donde sexualidad
y violencia se confunden; es el opuesto de Apolo, quien tutela y conserva la
imagen; es el dios de la ebriedad, del derroche, de la dilapidación jocosa de
las riquezas; es el dios de los pobres y de las mujeres, del sacrificio cruel,
de la fiesta, del éxtasis y sin embargo Bataille no logra encontrar, para
describir el mundo dionisiaco, las palabras ardientes y emocionantes con que ha
evocado el mundo prehistórico. Su conexión con el trabajo de los campos, con la
cultura de la vid y, por ende, con el mundo servil de la utilidad y de las
preocupaciones materiales, el carácter limitado de la locura a la que empuja a
sus adeptos, la relativa facilidad con que degenera en el vulgar libertinaje o
bien su recuperación en ceremonias refinadas y endulzadas, inducen a Bataille a
un cierta indisimulada sospecha hacia Dionisio, que en muchos sentidos le
debería ser próximo o simpático.
Esta desconfianza instintiva de Bataille resulta
ampliamente justificada por algunos estudios clásicos que han puesto en
evidencia el carácter doble y ambiguo de Dionisio y del bacanal. Por ejemplo,
según René Girard (1972: 190) el significado fundamental del “dionisismo” está
más en el restablecimiento de la calma que en la violencia: “La legitimidad del
dios —escribe Girard— es reconocible no sólo por el hecho de que este perturba
la paz sino en tanto que él mismo restaura la paz que había perturbado, y que
justifica a posteriori haberla perturbado”. Incluso si abreva
de la violencia y si queda empapado de violencia, el rito dionisiaco estaría
orientado hacia la paz, hacia el restablecimiento de las formas, la armonía
social, la renovación de las normas de convivencia: Girard pone el acento en
Dionisio como “guardián celoso de la legalidad”, “defensor de las leyes humanas
y divinas”, que limita y domina la violencia mediante el sparagmós, la
convulsión dionisiaca, y de este modo propone una concepción del sacrificio
como Ersatz, como sucedáneo de la violencia, que se encuentra
en las antípodas de Bataille.
Pero donde es más evidente la idea de iconoclasma de
Bataille es en su total desconocimiento del erotismo romano, que es
precisamente un erotismo basado en la representación, en la imitación, en su
doble. Comúnmente se suele advertir que en el erotismo los romanos no han
inventado nada (Lo Duca, 1959: 57), la originalidad del mundo romano se
encuentra más bien en un movimiento que se dirige en una dirección opuesta al
origen: no es el prototipo, sino la copia, no el àgalmaa4, sino el simulacro. Quien ha sabido capturar y desarrollar este
aspecto del mundo romano ha sido un autor cercano a Bataille, Pierre
Klossowski, que conecta estrechamente la seducción erótica con una
representación carente de original, con una exterioridad sustraída de una vez
por todas de lo auténtico, en una multiplicación vertiginosa que hace
desaparecer el modelo. Las matronas romanas que en los tiempos de Tiberio se
registraban como alcahuetas, para poder exhibir su cuerpo desnudo en el escenario
y prostituirse con los espectadores actuaban bajo el influjo de una imagen,
como aquellos que las buscaban (Klossowski, 1968). El hecho de que ofrecieran
su cuerpo como un simulacro de carne de la divinidad implicó un ateísmo radical
que valoraba la representación, la apariencia, la función en cuanto tal. De
este modo, Klossowski rompe la duplicidad del espectáculo libertino aboliendo
no la copia —como en Bataille— sino el prototipo y la conexión del erotismo con
la repetición infinitamente degradada típica del paganismo decadente y no con
una experiencia que está en el origen del tiempo.
EL EROTISMO CRISTIANO MEDIEVAL | El erotismo de Bataille parece depender del cristianismo
medieval en dos aspectos: la sospecha y la condena de la desnudez, la
concepción de la sexualidad como pecado por expiar.
La demonización del desnudo, su reducción a una cosa
ridícula, infame, bestial, es evidente en tantas esculturas y pinturas
medievales, que representan el juicio universal o ilustran las penas de los
condenados al infierno con un realismo a un solo tiempo macabro y lascivo
(Villeneuve, 1963): “si el Medievo ha representado la desnudez es para expresar
el horror”. Y precisamente esta “obscenización” de la figura humana, reducida a
algo sórdido, repugnante, monstruoso, es paradójicamente próximo al exceso
iconoclástico de Bataille, a su incontenible deseo de destrucción de las
apariencias, a la necesidad de lo absoluto que anima su indagación. Por lo
tanto, entre las obscenidades diabólicas de las iglesias medievales francesas y
el erotismo de Bataille existe una relación muy estrecha: la obscenidad es
según Bataille “aquella animalidad natural cuyo horror nos funda humanamente”
(Bataille, 1970-1988d: 129); su erotismo siempre va más allá de la belleza
formal de la cara y del cuerpo y se desliza hacia lo obsceno y lo bestial. Así
pues, la atracción hacia un buen cuerpo es inseparable del horror y la angustia
que su obscenidad contenida y escondida pueden desencadenar. Por lo tanto, los
artistas medievales que esculpían diablos escatológicos y sadomasoquistas eran
para Bataille mejores conocedores de la esencia del erotismo que sus colegas
renacentistas, ingenua y superficialmente hechizados por la belleza del mundo.
El segundo aspecto en donde la herencia cristiana
medieval actúa sobre Bataille es en relación con la experiencia de la
sexualidad como mal y la expiación que ésta supone. La violación de las formas,
la transgresión de las normas es difícilmente separable de la noción cristiana
del pecado y del presupuesto oculto de que el pecado por excelencia es aquel
sexual. Uno de los aspectos originales del cristianismo ha sido precisamente el
de conectar fuertemente el erotismo con el mal: se vuelve “el mal inexpiable”, “una
esencia del mal”. Así, el cristianismo confiere al erotismo una dimensión
soberana que era extraña a la Antigüedad. El erotismo pecaminoso del aquelarre
nace de la revuelta contra el mundo servil de la utilidad y del trabajo y
confiere al pecador una posibilidad de grandeza y de soberanía: como escribía
Baudelaire, “la voluntad única y suprema del amor está en la certeza de poner
en acto el mal. Y el hombre y la mujer saben desde el nacimiento que en el mal
radica toda voluntad” (citado en Bataille, 1970-1988c: 127).
Sobre estas premisas se empalma la temática de la culpa y
la expiación, al que es dedicado el segundo volumen de la Suma
ateológica, intitulado precisamente El culpable, y
también el volumen de ensayos La literatura y el mal.
MANIERISMO Y BARROCO | En la historia del erotismo —mejor dicho, en su decadencia— un particular
relieve es otorgado por Bataille a la pintura de Dürer, Cranach, Baldung Grien
y al manierismo de la escuela de Fontainebleau. Las razones de estas
predilecciones parecen derivar del sujeto mismo de tales obras: Lucrecias que
se perforan, Venus exangües y febriles, Judith todavía sucias de sangre. El
mismo título del libro, Las lágrimas de Eros, fue extraído de
un cuadro que por mucho tiempo era atribuido a Rosso Fiorentino, que expone a
la Venus que llora la muerte de Adonis. El “ángel extravagante” que domina a
estas producciones y que favorece las más extrañas aproximaciones y las más
atrevidas representaciones anima una voluntad de exceso y transgresión que es
esencial en el erotismo.
Sin embargo, existe una afinidad más profunda y
constitutiva entre el manierismo y el iconoclasma erótico de Bataille que
sobrepasa la mera temática de los cuadros. Hunde sus raíces en la relación
problemática, inquieta e irresoluble del pintor manierista en sus
confrontaciones con la tradición pictórica y con la representación
iconográfica. En el siglo XVI el fuego de la iconoclasia religiosa ardió más
que en algún otro periodo de la historia moderna: el problema de la legalidad
de las imágenes se transformó de disputa teológica en apasionado tema de choque
religioso, social, político. La práctica de las artes dejó de ser ingenua:
terminó por involucrarse en los grandes problemas de la existencia. Por eso las
espadas oscilantes de las Lucrecias, de las Venus y de las Judith manieristas
laceran conjuntamente la carne y el cuadro: traicionan el trabajo de una
búsqueda que no se satisface con la plena belleza, y que busca un absoluto más
allá de la superficie de la piel y de la tela, hasta poner al desnudo los
pliegues más íntimos del cuerpo como en las mesas anatómicas de los siglo XVI y
XVII, hasta volver ilimitadamente exteriores los pliegues más recónditos del
alma.
Pero esta exteriorización erótica y espiritual llega
siempre en Bataille con la angustia y la perturbación más profunda: por lo
general es una experiencia dolorosa activada sobre el modelo de la agonía de
Cristo; se queda bajo el signo de la ausencia, de lo negativo, del horror; no
conoce resurrecciones. Esto explica el total extrañamiento de Bataille al arte
y al mundo barroco que supo transformar la exterioridad y la apariencia en
lugares de consolación y gloria. En conjunto con el mundo romano, el Barroco es
el otro gran ausente en Las lágrimas de Eros. El mundo de Don
Juan, el de Bernini, o incluso el de Rubens le es ajeno: la enorme dilapidación
ostentosa de riquezas del Barroco no encuentra lugar en su economía general. El
hecho es que más allá de las posibles conexiones temáticas, en la base del
Barroco está una revaloración de la imagen, una solución finalmente serena al
problema de la muerte, una voluntad de volver suyas y dominar las negatividades
más remotas que están en las antípodas del iconoclasma de Bataille y que a lo
mucho es cercano al simulacro en Klossowski.
Solamente en un lugar las ideas de Bataille sobre el
erotismo revelan una cierta proximidad con el mundo barroco, o mejor con uno de
sus presupuestos: ahí en donde él habla de la apatía y de la indiferencia de
los libertinos de Sade: “todos los grandes libertinos —escribe Bataille— los
cuales sólo viven para el placer, son grandes sólo porque han anulado en sí
mismos cualquier capacidad de placer” (Bataille, 1970-1988d: 154). El erotismo
barroco se funda precisamente sobre esta contracción radical del sentir, sobre
la experiencia de la indiferencia, la cual sólo permite la acumulación de una
inmensa cantidad de energía disponible para cualquier uso, así como llegar a un
tipo de sensibilidad totalmente diferente, distinta en relación con la común
manera de sentir, no implicada en la pura presencia de las cosas. Sin embargo,
de estas premisas Bataille no extrae de ninguna manera una aceptación ilimitada
de las apariencias y del placer que éstas otorgan, sino al contrario, una
conclusión casi panteísta: la apatía sería idéntica a la teopatía. Incluso, si
nuestro autor se muestra indeciso de esta conclusión que se encuentra entre sus
cartas inéditas (Bataille, 1970-1988d: 156-157), Bataille entiende siempre a la
apatía como sinónimo de destrucción infinita; en el mundo barroco la apatía es,
en cambio, la premisa de la construcción espectacular de un mundo sin
fundamento metafísico.
LA PARADOJA ICONOCLÁSTICA Y LA PORNOGRAFÍA | La paradoja del iconoclasma erótico de Bataille se
encuentra en el hecho de que su negación tan clara y persistente de la
representación se posiciona en un modo que atribuye a la imagen en general y a
la artística en particular un papel fundamental: de los grafitis de la
prehistoria hasta la pintura surrealista, Bataille desarrolla un comentario
apasionado a la representación artística, donde no es posible dudar sobre su
capacidad de mediación entre sexualidad y cultura.
Esta confianza que fundaba la distinción entre erotismo y
pornografía se ha extinguido. La difusión de la pornografía ha vuelto obsoleta
toda representación meramente simbólica de la sexualidad. A esto le subyace una
desmitificación y una secularización del deseo sexual que puede parecer a los
cultores del erotismo una señal significativa del retroceso y de la
banalización de la vida contemporánea.
El fetichismo de la imagen ha tomado el lugar del teatro
erótico típico del libertinaje clásico; la estructura del deseo ha cambiado en
una dirección que excluye tanto a la iconoclasia como a la mediación simbólica
del arte. El paso sucesivo parece ser el de una reducción de los cuerpos reales
a cuasi-cuerpos, a huellas, simulacros, holografías. La problemática clásica
del erotismo ya debe confrontarse con esta nueva situación. La última enseñanza
que se puede extraer de Bataille abreva de su coraje intelectual, del hecho de
que él jamás se hizo a un lado en relación con las consecuencias más radicales:
si la relación entre sexualidad y cultura se ha fragmentado, ésta puede ser
restablecida sólo cuando se acepte el desafío que implica la pornografía
contemporánea.
FUENTES CONSULTADAS
Bataille, G. (1988a), “Les Larmes et les Rois”, en
George Bataille, Aeuvres Complètes, tomo VIII,
París: Gallimard.
----------, (1988b), “Les Larmes d’Eros”, en George
Bataille, Aeuvres Complètes, tomo X, París:
Gallimard.
----------, (1988c), “L’Érotisme”, en George
Bataille, Aeuvres Complètes, tomo X, París: Gallimard.
----------, (1988d), “L’Histoire de l’Érotisme”, en
George Bataille, Aeuvres Complètes, tomo VIII, París:
Gallimard.
Girard, R. (1972), La Violence et le Sacré, París:
Grasset.
----------, (1961), Mensonge Romantique et
Vérite Romanesque, París: Grasset.
Klossowski, P. (1968), Origines Cultuelles et
Mythique d’un Certain Comportement des Dames Romaines, París:
Gallimard.
Lo Duca, J. (1959), Histoire de l’Érotisme, París:
Pauvert.
Sade, D. A. F. De (1966-1967), “Les 120 Journées de
Sodome”, en D. A. F. De Sade, Aeuvres Complètes, tomo XIII,
París: Au Circle du Libre Précieux.
Villeneuve, R. (1963), Le Diable. Erotologie
de Satan, París: Pauvert.
1 Este
mimetismo del deseo ha sido subrayado por Girard (1961).
2 En su
obra Milagros y traumas de la comunicación (Buenos Aires,
Amorrortu, 2010: 16-17), el autor despliega con cierto brío el tema del milagro
vinculado al del trauma en el régimen de la comunicación de la edad
contemporánea y en abierta referencia a Bataille. Cito en extenso: “[...] el
milagro define la experiencia de la soberanía que se manifiesta cuando logramos
sustraernos al mundo de la utilidad y accedemos a una plena experiencia del
presente. Esto ocurre, según aquel autor [se refiere a Bataille], en una serie
de acontecimientos que incluyen el arte y lo sagrado, la risa y el llanto, la
sexualidad y la muerte. El encuentro con estos acontecimientos genera una
especie de ebriedad, una sensación milagrosa, el ingreso en un estado
extraordinario que libera de las cadenas de lo cotidiano. Por eso, el término
no debe entenderse con referencia exclusiva a una trascendencia. En opinión de
Bataille, las palabras miracle y miraculeux deben
entenderse en un sentido literal: del latín mirus, que
significa admirable, maravilloso, sorprendente. Asimismo, el
contexto al que remite el milagro se relaciona con la etimología de mirus, afín
a la raíz indoeuropea que dio origen al griego μειδιαω que significa sonreír y del cual proviene el smile inglés.
Por lo demás, sólo el ser humano sonríe. Si en otros libros Bataille fue el
fundador de una antropología erótica, que veía precisamente en el erotismo el
carácter distintivo del ser humano, aquí parece orientarse hacia una
antropología sonriente: de hecho, el instante milagroso es aquel en que la
espera termina en ¡nada! El pensador francés parece repetir la célebre
definición de Kant según la cual la risa es un afecto que deriva de una
expectación tensa, que repetidamente se esfuma en la nada” (Nota del
traductor).
3 Además de
su libro L’erotisme (Bataille, 1970-1988c), es importante su
trabajo incompleto L’histoire de l’érotisme (Bataille,
1970-1988d) escrito entre 1950-1951 como continuación al volumen La
part maudite: publicado póstumamente en el volumen VIII de las Oeuvres
complètes (1976), y que a pesar del título, es una obra esencialmente
teórica.
4 Mario
Perniola dirige la revista italiana de estudios culturales Àgalma (www.agalmaweb.org), en cuyo número inaugural (núm. 1, junio de 2000),
sugiere que: “àgalma en griego antiguo quiere decir ornamento,
regalo, imagen y proviene de los verbos agàllo (glorificar,
exaltar), agàllomai (exultar, gozar). En esta palabra, dotada
de una rica significación se entrecruzan el valor económico, el aspecto
estético y el poder simbólico. No es fortuito que haya sido retomada por Lacan,
para quien en esta palabra se puede configurar el objeto de deseo” (Nota del
traductor).
Traducción del italiano: Israel Covarrubias.
*****
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CENTENÁRIO DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidada: Leonor
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20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 138 | Julho de 2019
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