sexta-feira, 30 de agosto de 2019

MARIE-LUISE SCHERER | Philippe Soupault, El último surrealista


Philippe Soupault, al lado de Louis Aragon y André Breton, fue conocido como uno de los “tres mosqueteros” del surrealismo. En el siguiente texto, incluido en el libro La Bestia de París y otros relatos (editorial Sexto Piso), la periodista Marie-Luise Scherer recrea, a través de la voz de Soupault, cómo fue el auge y el quiebre de este movimiento vanguardista.

La presentación me llevaría hasta un piso parisino que, por estar situado en el decimosexto distrito, tendría que haber sido elegante. Por lo menos las ventanas francesas que llegaban hasta el suelo hubieran debido tener, en correspondencia, largas cortinas, y en el espacio entre dos ventanas debió haber, en cada caso, un mueble singular. Pero fue todo lo contrario. Un cartel con las letras en vertical, con el nombre de Résidence d’Auteuil, destaca en la fachada del número once de la calle Chanez. La escalera de entrada podría llevarnos hasta el monumento a un soldado, y a su parte delantera se une una instalación con baños y duchas masculinas. Una desolada llave maestra para miles de usos humanos.
En medio del recibidor, entre bancos de color naranja, reposa sobre una vara una gran bola luminosa que parece girar a través de las vetas transversales de la madera. Un joven negro con una cesta de la compra revestida de varios colores y un perro extremadamente pequeño, atado a una correa, le abre la puerta a una anciana. Y cuando ya hace un buen rato que el negro ha desaparecido en la calle, la anciana, con la sonrisa blindada de los sordos, sigue dirigiéndose todavía al asiento acolchado más próximo. En su chaqueta de punto lleva prendida una cinta de color gris de la que cuelgan condecoraciones militares de gran valor.
Voy camino de la casa del surrealista Philippe Soupault, en el ala izquierda, cuarta planta. El ascensor está situado detrás de un pasillo largo y pintado de un color verde sanitario, con tubos de neón crepitantes. Hay espejos a ambos lados, y debajo unas consolas con aspecto de mesa de peluquería, de la anchura de un peine de bolsillo colocado en posición transversal.
De la puerta giratoria al final del pasillo sale un anciano con un bastón. Y poco después, detrás de él, con la puerta aún moviéndose, sale otro. De modo que este edificio, de aspecto tan ambiguo, podría ser una residencia de ancianos. Y el negro con la cesta y el pollo estaría haciéndole los recados a alguien que apenas puede sostenerse en pie.
Philippe Soupault tiene ochenta y cinco años. Usar con él la palabra vigor estaría fuera de lugar. Porque el vigor implica también un momento de voluntad física, hace pensar en alguien que resiste, erguido como una vela, el paso de los años, alguien que se estira para oponerse a cualquier sospecha de fragilidad. En el apartamento 415, Soupault aparece sentado a una mesa, con la cabeza inclinada, hundida entre los hombros, como un pájaro que reposa. Es el rostro escamoteado del aviador que vuela a toda velocidad, la hermosa nariz alargada que casi roza la boca; la visión de una boca desprovista de dientes, y el hecho llamativo de que no los eche de menos.
Para saludar se pone de pie unos instantes; se percibe la estatura hundida de quien fuera un hombre alto. Lleva un traje gris de doble botonadura. Durante el proceso de afeitado se ha hecho una pequeña herida en el mentón que intenta apaciguar con algodón absorbente.
Un resto de ese algodón revolotea en el aire. El interés en ese detalle viene de la lectura de un ensayo de Heinrich Mann, que en 1928, con motivo de la primera edición alemana de la novela de Philippe Soupault El negro, escribió: “El adolescente de Soupault se sume en la contemplación de un anciano con tal fruición de miedo y de odio que al final siente que existe un parentesco entre él mismo y esa víctima de los años”. Y luego, citando a Soupault, añade: “Me atrevo incluso a amar el particular olor que llega con ellos […] Su barba (y todos llevan barba) es como un ramo fúnebre. Cada mañana (¿cuántas mañanas?) se la cepillan y va sobrellevando el tiempo sin rumbo, hasta que la muerte les anude la garganta y el corazón, los asfixie y los paralice”.
En 1919, finalizada la Primera Guerra Mundial, a Philippe Soupault aún no lo han licenciado del servicio militar. Como estudiante de Derecho Marítimo queda reclutado para el Ministerio de Obras Públicas, que le confía la dirección de la flota petrolera francesa. Con esa actividad no tiene que doblarse la espalda trabajando, pero no logra sacarse la poesía de la cabeza. Su resistencia a las presiones de la familia para que emprenda la carrera de jurista se va moderando. Además de él, existen otros poetas que se ganan el pan con alguna profesión.
El estudiante de Medicina Louis Aragon, que más tarde será el secretario del pintor Henri Matisse, trabaja como sanitario en la Alsacia reconquistada. Paul Éluard, hijo de un especulador inmobiliario, tiene talento para adquirir de forma barata los cuadros de pintores amigos y venderlos luego a un precio mayor. El hijo de gendarme André Breton, que también estudia Medicina, hace correcciones pagadas para el adinerado Marcel Proust. Una circunstancia que, debido a su puntuación intransigente, lo convierte en una persona antipática para Proust. Philippe Soupault es el único que no desarrolla ningún talento para multiplicar su dinero. Algo que por entonces no tenía necesidad de hacer, siendo el sobrino de Louis Renault, el fundador de las fábricas Renault.
La diferencia de origen es grande. Aunque medien entre ellos muchos años, Breton tiene unos pocos contactos de trabajo pagados gracias a Proust, miembro de la alta burguesía, mientras que Soupault ya había conocido a Marcel Proust en 1913, a la edad de dieciséis años, en el Grand Hôtel de Cabourg. Proust, que era ultrasensible al menor ruido, había alquilado por ello las habitaciones que estaban a derecha e izquierda de la suya, así como las que estaban directamente encima y debajo. Bajo el sol del atardecer, sentado en la terraza del hotel, le pregunta a alguien: “¿Quién es ese joven?”, a lo que le responden: “Es el hijo de Cécile”. Cécile, la hermosa madre del bello Philippe, mujer viuda, conocía a Proust de los bailes de la sociedad parisina. De nuevo en París, Proust le hace llegar al joven Soupault su libro Du côté de chez Swann. Cuando Soupault lo visita para darle las gracias, siente que Proust está condenado a muerte a causa de su asma.
La vivencia de la guerra mundial le quita importancia a las diferencias sociales. Ahora esa “cloaca de sangre, insensatez y suciedad” (Breton) es la retaguardia común de un sanitario ávido de poesía, Aragon, del médico auxiliar Breton y del coracero Soupault.
Los esnobs de París no hacen sino hablar de un ballet de Diaghilev: Parade; la música es de Eric Satie; la escenografía y el vestuario, de Pablo Picasso; el breve libreto es de Jean Cocteau, que publica, para la plebe que se divierte, “sus tres líneas de texto” (Soupault), con lo cual contribuye al éxito del conjunto. También para Philippe Soupault, Cocteau será (y seguirá siendo) una figura negativa, un tipo escurridizo, a resguardo en la Cruz Roja por su ineptitud para el frente, siempre detrás de los que tienen las verdaderas ideas.
En el penúltimo año de la guerra, el joven Soupault, alto y delgado, yace en un hospital militar de París con tuberculosis pulmonar. En ese estado febril, que estimula su fantasía, lee Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, que se hace llamar “Conde de Lautréamont”. Soupault, que hasta entonces ha leído de una manera desenfrenada, sin orden, se queda prendido de un pasaje del texto en el que encuentra algo tan bello “como el encuentro inesperado de una máquina de coser y de un paraguas encima de una mesa de autopsias”. A través de la frase apelativa de Lautréamont (“La poesía debe ser hecha por todos, no por uno solo”), se ve imbuido de la certeza casi paroxística de formar parte de esa poesía.
En el hospital de campaña, el convaleciente Philippe Soupault conoce a una benefactora de la clase alta parisina. Ella visita a los heridos para ofrecerles cigarrillos, se ocupa de sus actividades culturales y preside una organización con el nombre de “La obra del soldado en las trincheras”. Quiere ganar al poeta Soupault para una matinée poética.
A esas alturas, Soupault, “con desparpajo infantil”, ya le había enviado al poeta Guillaume Apollinaire su poema “Départ” (“Partida”), y éste lo había propuesto para que se publicara en la revista literaria SIC. Soupault encuentra ahora dos motivos para ir a visitar al célebre Apollinaire. Por un lado, quiere agradecerle que haya valorado su poema; por el otro, quiere pedirle permiso para leer algo suyo en la mencionada matinée.
Apollinaire lo recibe en su piso, al que llama su “palomar”, situado en el número 202 del bulevar Saint-Germain. Soupault recuerda a un hombre gordo y sonriente con una gorra de cuero ajustada que le llega hasta la frente y le oculta la cicatriz de su cráneo trepanado hace tan sólo unos pocos meses. Soupault lo ve sentarse y escribir un poema, “Ombres” (“Sombras”), del que, sin embargo, no se hablará más. Apollinaire le muestra más tarde el poema “D’or vert” (“Del oro verde”), de un tal André Breton, y exhorta a Soupault para que le lea en voz alta algo propio. Todo el proceso cobra la forma de un examen de ingreso: los versos del literato sin nombre y la atenta escucha del hombre celebrado. Al despedirse, el discípulo, animado, a la espera de una dedicatoria, saca de la chaqueta el poemario de Apollinaire Alcools. Las dos líneas, “Al poeta Philippe Soupault, con sumo afecto…”, tienen el efecto de un mandato imborrable: el de ser poeta.
Los martes hacia las seis de la tarde Apollinaire reúne en el café de Flore, situado al lado de su “palomar”, a literatos y pintores. Soupault, al que ahora también se le ha pedido acudir, recuerda a un Apollinaire bastante solemne, en medio de un Max Jacob que no paraba de chacharear, un sonriente Blaise Cendrars, un ensimismado Pierre Benoît, un sarcástico Francis Carco, un silencioso Pierre Reverdy y un distanciado Raoul Dufy. Un grupo que insufla miedo, pero que a Soupault lo decepciona. Hasta un martes en el que aparece allí sentado, entre ellos, un André Bretón que viste el uniforme azul celeste de soldado, al que Apollinaire presenta con una frase adicional que sería profética: “¡Ustedes dos tienen que ser amigos!”.
Aunque en 1917 aún no existe movimiento surrealista, sí que existe la palabra surrealismo. Apollinaire ha añadido a su pieza teatral Las tetas de Tiresias un subtítulo: Un drama surrealista. En la revista L’Intransigeant, lucha contra la precipitada acogida del término por parte de los periodistas de las secciones culturales, contra su uso como manso adjetivo destinado a definir arbitrariedades simbolistas. Entre otras cosas escribe: “Cuando el hombre quiso imitar el andar, inventó la rueda, que no tiene ningún parecido con una pierna. En ese momento el hombre hizo surrealismo sin saberlo…”.
Soupault y Breton se hicieron amigos, mientras que la admiración de ambos por Apollinaire se fue enturbiando. Apollinaire les parece inapropiadamente nacionalista (cocardier), pero ambos ensayan sus disculpas para con el teniente De Kostrowicki, que es su nombre de nacimiento. Cuando éste, finalmente, empieza a escribir en la revista pro-belicista La bayoneta, ya sólo sobrevive para Soupault y Breton como poeta.
El 9 de noviembre de 1918, a la edad de treinta y ocho años, Guillaume Apollinaire yace moribundo. Hay una enorme afluencia de gente bajo su piso, situado en el número 202 del bulevar Saint-Germain: están los poetas y su séquito, entre ellos Jean Cocteau, que a Soupault le sugiere, en cuanto lo ve, la palabra «carroñero». Dos días antes del armisticio del 11 de noviembre de 1918 se oye un creciente griterío desde la calle que demanda la caída de Guillaume (“A bas Guillaume!”), si bien se refiere, antes que nada, a Guillermo, el káiser alemán. En la acera se comenta la sospecha de que Apollinaire pudiera creer que los gritos se referían a él, justo antes de su muerte, ocurrida ese mismo día.
El poeta Philippe Soupault, empleado en el Ministerio de Obras Públicas, vive en la Île Saint Louis, en el número 41 del Quai de Bourbon, en el entresuelo, debajo de la belle étage. Ya es mayor de edad y ha heredado dinero de su padre, fallecido en 1904. No es tanto como para pagarle la condición de “rico aficionado”, título conferido despectivamente a los literatos Gide y Proust, libres de preocupaciones pecuniarias. Pero sí el suficiente para dedicarse a contemplar el Sena desde su escritorio, el puente parisino de Louis-Philippe, el favorito de los suicidas. Soupault se da el lujo de llevar un traje distinto cada día de la semana.
Su amigo André Breton vive en el Hôtel des Grands Hommes, en el número 17 de la plaza del Panteón. Junto al hotel se encuentra una funeraria que, como viene bien por la proximidad con el Panteón, se ha especializado en entierros de la más alta categoría social. La ventana de Breton ofrece una magnífica vista a las grandes ceremonias y a los enlutados hombres de Estado. En esos días, también Soupault se queda con él, pegado a la ventana.
Breton es un año mayor que Soupault, que por entonces tiene veintidós años. Cuando sus padres viajan a París desde Tinchebray, su lugar natal en el departamento de Orne, dudan de la seriedad de sus estudios de Medicina y le suspenden las remesas.
Para Breton es una medida poco relevante. Porque André Breton y Louis Aragon, que ahora tampoco quiere ser médico, han encontrado a un mecenas: Jacques Doucet, el destacado costurero de la pasada belle époque (sastre, también, de la madre de Soupault, Cécile), y ahora coleccionista de arte y de autógrafos. Doucet paga por el trabajo experto. Y Breton y Aragon lo ponen en posesión de algunas rarezas. Doucet compra la obra maestra La encantadora de serpientes, del aduanero Rousseau, que hoy se expone en el Louvre. De un total de cinco cartas existentes de Lautréamont, adquiere tres dirigidas a su banquero Durasse.
Todavía corre el año 1919. Los ingredientes para el surgimiento del surrealismo ya están presentes, sólo que aún no se han mezclado. Hay inspiradores y realizadores. Hay vivencias de lecturas fundamentales y, al mismo tiempo, perdurables para los futuros surrealistas: Los cantos de Maldoror del conde de Lautréamont, que murió en 1870 a la edad de veinticuatro años, poco después de haberlos concluido, y a quien André Gide llamaba el “operador de las esclusas de la literatura del mañana”); Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud, de diecinueve años, quien más tarde —muerto en 1891 a la edad de treinta y siete años— dejaría de escribir poesía.
Pero el inspirador fuera de las bellas letras es el psiquiatra Pierre Janet, que publica en 1889 una tesis de doctorado titulada El automatismo psicológico. En ella desarrolla una terapia en la que el paciente, en un estado de modorra, de trance o hipnosis, descarga su alma mediante la “escritura automática”. André Breton, que en 1916 trabaja como sanitario en un centro neuropsiquiátrico de Saint-Dizier, conoce el manejo médico de los trastornos mentales y del alma. Se interesa por la esfera del inconsciente y lee sobre Freud, que aún no ha sido traducido al francés, y saca El automatismo psicológico, de Pierre Janet, del ámbito psiquiátrico para traerlo hasta el entorno literario de sus amigos.
No hay una fuente exactamente delimitable a partir de la cual el surrealismo emprendiera su pálido comienzo y luego, expandiéndose, se convirtiera en una vanguardia artística. Puede seguirse con exactitud, sin embargo, cómo se fue gestando el primer texto surrealista en 1919, que llevaba el título de Los campos magnéticos. André Breton y Philippe Soupault, viviendo en un zigzag de adoración y aburrimiento en torno a sus divinidades poéticas, se quedan encajonados en los planteamientos del doctor Janet sobre la escritura automática. En la cabeza de Soupault resuena todavía la exhortación del conde de Lautréamont de que la poesía ha de ser hecha por todos, no por uno solo. Breton y Soupault se ponen manos a la obra y, con su escritura, se dedican a “emborronar papel, con un loable desprecio hacia los resultados literarios” (Breton).
Philippe Soupault bebe un whisky aligerado con cubitos de hielo y fuma bastante. La mayoría de las veces ya ha vaciado el vaso antes de que el hielo se derrita, y entonces lo hace sonar agitando los cubitos de hielo. Tiene un tenue ronroneo de bronquitis en la voz y no debería fumar, por supuesto. Una vieja batalla a la que pretende quitar hierro sacando y metiendo ceremoniosamente, del bolsillo de la chaqueta, el paquete de tabaco.
El apartamento 415 es la vivienda de su mujer, Ré Soupault, una alumna de la Bauhaus nacida en Kolberg, Pomerania, traductora de Los campos magnéticos y de Los cantos de Maldoror de Lautréamont. El apartamento de Soupault, el número 367, está en el mismo pasillo. Una forma de vida a distancia, pero con la máxima cercanía. Nuestros encuentros tienen lugar siempre, sin embargo, en el apartamento 415, ya sea por la gran mesa y el toque femenino de comodidad y organización o porque Soupault se reserva la oportunidad de despedirse para ir a descansar.
Impera un orden estricto, como en el camarote de un barco. En la parte del salón, uno frente al otro, cuelgan dos cuadros sin enmarcar del pintor de la Bauhaus Johannes Itten; cada uno es un cuadrado de color. Ni un solo rincón evoca la idea de un entorno surrealista.
Él —nos dice Philippe Soupault refiriéndose a la escritura automática— empezó casi con los ojos cerrados: “Prisioneros de las gotas de agua, sólo somos eternos animales. Recorremos las ciudades silenciosas, y los mágicos carteles ya no nos impresionan […] Nuestra boca está más seca que las playas perdidas […] Sólo quedan los cafés donde nos encontramos para beber […] bebidas frías, con mesas más sucias que las aceras”.
Las primeras frases de Breton: “La historia regresa con puñaladas a la toalla de plata, y los actores más brillantes preparan su actuación. Son plantas de máxima belleza, más masculinas que femeninas, y a menudo ambas cosas…”.
Es el dictado de ocurrencias sin verificar, la escritura simultánea del flujo del pensamiento.
Soupault habla de un plazo de catorce días, el que se propusieron para ese experimento, mientras que, según Breton, sólo tardaron una semana. “Primero cada uno escribía por su cuenta, yo en el Quai de Bourbon, Breton en el Hôtel des Grands Hommes, y en un intermedio nos sentábamos frente a frente y luego volvíamos a escribir cada uno por nuestra cuenta”.
Soupault empleaba el papel timbrado del ministerio, un papel que recorría volando con la pluma estilográfica. “Yo escribía como siempre, mientras que Breton escribía con una belleza casi caligráfica”. Razón por la cual Soupault, algunos días, producía más.
“Al término del primer día de trabajo, pudimos leernos recíprocamente unas cincuenta páginas escritas del modo antes dicho, y comenzamos a comparar los resultados”, escribe Breton en 1924 en el Primer manifiesto surrealista. Soupault, por el contrario, sólo recuerda unas pocas páginas, y recuerda que en las dos semanas la velocidad fue aumentando enormemente, casi hasta llegar a una total ausencia de control del pensamiento. Un estado de trance en el que, en las últimas sesiones del proyecto, podían permanecer hasta diez horas seguidas.
Sin embargo, el vocabulario no perdía vigor, más bien al contrario, las imágenes fueron haciéndose más insólitas y hermosas, al punto de que “ya no quedó rendija alguna donde introducir ese penique de sentido” (Walter Benjamin). Y es Soupault, no Breton, quien admite que tenían la cabeza llena de Lautréamont y de Rimbaud, y que fue también gracias a esos padrinos que lo inconsciente logró generar sentencias tan rentables.
Antes de que esos textos cobren fama, Breton ya toma precauciones con vistas a su gloria postrera. A veces quisiera limar de golpe ciertas fracturas en las largas tiradas, pero Soupault no lo permite. Éste quiere cerciorarse de sus propios pasajes, corregir lo que socava su unidad sin fisuras, su mérito individual en un experimento bicéfalo.
Una tesis de doctorado sobre Los campos magnéticos, escrita hace diez años en la Sorbona parisina, menciona como llamativa diferencia entre los dos autores el hecho de que Philippe Soupault, en su mayoría, escriba “nosotros” y André Breton lo haga empleando el “yo”, es decir, que escriba sobre sí mismo. Breton tiene un sentido mercantil del momento histórico. Con su empleo del yo pretende ser el promotor del movimiento surrealista. Por su carácter, le resulta excesivo compartir ese momento con Soupault. Para que no merme la imagen de la propia creatividad, evita mencionar al psiquiatra Pierre Janet como factor desencadenante directo de la escritura automática.
Diez años después, en 1929, en una sesión de la Sociedad parisina de Medicina y Psicología, médicos de varios manicomios, entre ellos Janet, discuten sobre la “incoherencia consciente”, sobre el barato “procedismo” y esa especie de “orgullosa indolencia” en el arte surrealista.
El doctor De Clérambault dice: “El procedismo consiste en ahorrarse el esfuerzo de pensar y, especialmente, de observar, limitarse a una manera de hacer predeterminada o a algunas fórmulas […] De ese modo se producen rápidamente obras de un determinado estilo que evitan toda suerte de crítica, la cual sería sólo posible si existiese alguna semejanza con la vida”.
El profesor Janet plantea: “Los surrealistas se sacan arbitrariamente del sombrero, por ejemplo, cinco palabras, y conforman con ellas cadenas asociativas. En la introducción al surrealismo toda la historia se explica a partir de dos palabras: ‘Pavo y chistera’”.
Philippe Soupault es el último surrealista, el raro testigo. La modestia con la que vive tiene que ver con la incapacidad de aceptar su existencia como algo especial. También tiene que ver con su independencia, con la forma despreocupada y casual de tratar su fama. Su origen le ahorraba la premura por demostrar algo a la sociedad. Había pasado su infancia en los palacios de Renault, en sus propiedades campestres de los alrededores de París. Y a pesar de toda rebelión contra el ambiente de la alta burguesía, ese mismo ambiente lo protege de la rumorosa sensación de tener que hacerse valer. No fue un espabilado explotador de sus contactos. Le faltaba el reflejo del comerciante como para conservar las cartas, las notas firmadas y los bocetos por el valor que eventualmente pudieran adquirir en el futuro. Había recibido, por ejemplo, una carta de Marcel Proust en la que este último se quejaba de las furibundas correcciones de André Breton y en la que le pedía a Soupault que se lo hiciera saber a su amigo.
Proust había dotado a su manuscrito de En busca del tiempo perdido de una espesa maraña de cambios, sin contar los muchos pasajes añadidos, pegados más tarde, los cuales sobresalen de los márgenes. Para Breton, un trabajo de esclavo. Pero se debe a la falta de cálculo de Soupault el haberle entregado esa carta a Breton, que atesora la reprimenda que le atañe como una acción bursátil que va incrementando su valor. La susodicha carta fue comprada más tarde por la Biblioteca Nacional de París a un representante bruselense del perfumista Houbigant.
En marzo de 1919 aparece la primera edición de Littérature, la revista de los surrealistas tardíos. Los responsables firmantes son Louis Aragon (ausente, atado a su condición de sanitario en Alsacia), André Breton y Philippe Soupault. Al impresor Soupault le paga con el dinero de su herencia.
André Gide, al que le piden una colaboración, aceptó en un principio, pero luego declinó la invitación, lamentándolo, para más tarde aparecer ante la puerta de Soupault con un ensayo: Los nuevos alimentos. El souffleur para esa negativa de Gide fue el “sapo” de Cocteau, quien, dado que no se le había solicitado nada como autor, se sentía ninguneado y quiso generar descrédito contra los creadores de la revista diciendo que eran unos anarquistas. Cocteau, según nos cuenta Soupault, vivía de sembrar la discordia. Ya Apollinaire lo había calificado de estafador y embustero.
Hacia finales del año 1919 Breton y Soupault publican partes de Los campos magnéticos en Littérature. Son quinientos noventa y seis ejemplares numerados, y los bibliófilos se lanzan sobre ellos. En 1920 aparecen los textos en forma de libro. Y Philippe Soupault se toma la libertad de entregarle un ejemplar del libro a Marcel Proust.
Proust visitaba con frecuencia la Île Saint-Louis, en cuya punta vivían sus mejores amigos, los Bibesco, aristócratas oriundos de Rumania, con muchas propiedades en tierras. (El palacio Bibesco pertenece hoy a los Rothschild.) Un par de edificios más adelante vivía Soupault. Y a menudo Proust hacía que su chófer personal le pidiera a Soupault que bajase a verlo. Entonces se sentaban a charlar en la parte trasera del coche. “Más bien hablaba sólo él”, dice Soupault, “hablaba y hablaba sin parar, y yo, en los intermedios, sólo decía: ‘Sí, sí, sí’”. El hecho de que Proust permaneciera sentado en su coche no era una conducta de señor feudal; su asma le impedía subir escaleras. En la casa de los Bibesco, por ejemplo, había un ascensor que los chóferes debían sacar con la ayuda de un gato hidráulico.
Proust, en lo que atañe a Los campos magnéticos, le escribe a Soupault una larga carta. Y Soupault asegura no haberse deshecho nunca de esa carta.
A principios de los años sesenta, más de cuarenta años después, su mujer, Ré Soupault, está sentada en la Biblioteca Nacional delante de los dos primeros años de Littérature. Mientras hojea los números de la revista, encuentra, como un marcador suelto, metida entre las páginas, la susodicha carta de Proust. Ré dice: “Técnicamente, pude haberla robado, pero estaba sentada en la Réserve, un departamento muy vigilado al que sólo se puede acceder con un permiso especial”. Tras interrogar insistentemente a la directora sobre cómo había llegado allí esa carta privada dirigida a Soupault, su marido, se entera de que el vendedor de la misma había sido Paul Éluard. “Philippe”, dice Ré, “lo dejaba todo esparcido”.
¿Acaso Eluard robó la carta? “No”, dice Soupault, “sólo la cogió”. Él, por su parte, jamás ha sido coleccionista. Aparte de sus doscientas cincuenta corbatas, no posee nada más.
Su entorno había adoptado costumbres insultantes. Predominan relaciones literarias altamente sofisticadas. Los cazadores de autógrafos y los ratones de escritorio acuden de visita. En los talleres de los pintores aguardan sentados los amigos que esperan llevarse un botín. La tendencia general a coleccionar y vender es grande. La agradable confraternización entre el dinero y el arte, una situación vital que afecta al joven Soupault, acaba tempranamente. Él es un heredero, una cualidad que siempre va acompañada de la obligación, bajo cuerda, de tener que pagar. Por quinientos francos Soupault compra, de entre la papelería póstuma de Isabelle, la hermana de Rimbaud, un poema de su hermano que se creía perdido, “Las manos de Jeanne-Marie”. Y dado que él paga sin rechistar la exorbitante suma, el viudo de Isabelle, Paterne Berrichon, le regala una foto de un Arthur Rimbaud a la edad de catorce años, una rareza de primer orden.
El poema y la foto aparecen en Littérature. En la portada de esa edición especial aparece Arthur Rimbaud, representado en un dibujo de la época, en los días de la Comuna de París. También el dibujo pertenecía a Soupault. La foto y el dibujo jamás vuelven a sus manos.
Philippe Soupault es hombre poco dado al patetismo. Parece no lamentarse por las prácticas de mercachifles que protagonizan sus amigos. Ésos son incidentes sin importancia; debido a su carácter, no le parecen significativos, tan sólo una picardía que lo deja a él en una posición de superioridad desencantada.
En 1980, en la gran casa de subastas parisina Drouot, se venden partes del manuscrito de Los campos magnéticos por ciento cuarenta mil francos. No son los originales, sino copias hechas con la hermosa letra de André Breton. A pesar de la unidad autoral de los textos automáticos Soupault reconoce, ya en los propios títulos de los capítulos, partes que fueron surgiendo del diálogo mutuo. Es posible, dice Soupault, que Breton quisiera, en un principio, facilitar la labor del impresor con su hermosa caligrafía.
Saint-Germain y el café de Flore han dejado de ser el punto de encuentro después de la muerte de Apollinaire. Aragon, Breton y Soupault, a quienes llaman “Los tres mosqueteros”, frecuentan en Montparnasse los cafés Le Dôme y La Rotonde.
“Y de pronto”, dice Soupault, “todo pasó a Montmartre, y todo por causa de Breton, que vivía en la plaza Blanche”. Los síntomas de las pretensiones de poder de Breton son cada vez más evidentes. Su ironía jamás se dirige contra sí mismo. Todos los días, hacia el mediodía, hay un encuentro en el café Cyrano. Breton se hace de rogar, y que alguien no asista provoca que se enfade. Da las órdenes sobre los aperitivos que se han de beber en cada caso. Un día es Picon-Citron, al día siguiente pastis o Ricard, Mandarin, Martini, porto, sherry, royal Flip o Imperial Flip.
“Aragon y yo”, dice Soupault, “pedíamos siempre en contra del reglamento. Yo sólo tomaba un agua de Vittel, porque la noche anterior había bebido casi siempre demasiado whisky y estaba sediento. De modo que creaba un pequeño escándalo con mi gaseosa. Por las noches todo continuaba en el bar portugués Certa, en los Passages de l’Opéra, que fueron derribados en 1922, durante las demoliciones de saneamiento para la terminación del bulevar Hausmann. En El campesino de París, Louis Aragon describe ese pasaje como un ‘gran sarcófago de cristal…’”:

… y puesto que sigue dominando la misma palidez endiosada desde los tiempos en que se la adoraba en los suburbios de Roma, el doble juego del amor y la muerte, la Libido, que hoy ha elegido las obras médicas como templo propio, y que ahora, seguida por los perritos falderos de Sigmund Freud, deambula llena de deseo, se ve en las galerías con su iluminación cambiante —que pasa de la luminosidad del sepulcro a la oscuridad más voluptuosa—, a las deliciosas muchachas que, con sus provocativos movimientos de caderas y una sonrisa en los labios fruncidos, rinden culto tanto a lo uno como a lo otro. Las damas entran en el escenario y se desvisten un poquito…

Peluquerías, burdeles, tiendas de lencería y de cojines, boutiques de artículos de broma, “Farces et Attrappes”; huevos fritos de goma y llaves de armario como botes de mostaza, “una fauna misteriosa”, dice Soupault.
También en el Certa preside Breton. Soupault dice: “Nosotros, los directores de Littérature, y a veces, acompañándonos, un Paul Éluard penosamente conmovido, recibíamos a los ‘amigos’ y a los curiosos”. A menudo aparece por allí Drieu La Rochelle, pocas veces Marcel Duchamp, en una ocasión estuvo Henry de Montherlant. Casi siempre presentes, a pesar de la creciente desgana, están los “dadaístas” Francis Picabia y Tristan Tzara.
Breton organiza un juego de calificaciones. A veces hay notas de menos veinte sobre veinte para escritores, filósofos, científicos y políticos. A la noche siguiente las notas se otorgan a sentimientos, abstracciones y actitudes. La persona de Breton no puede ser censurada. Y aunque Tzara, empecinado, otorga menos veinte a todo y a todos, Breton calcula cada noche el valor medio de ese parloteo de notas. “Era muy agotador”, dice Soupault.
Aragon, en El campesino de París, habla de la telefonista del Certa:

… una dama adorable y bella, con una voz muy dulce, a la que yo, lo admito, llamaba antes a menudo al Louvre 5449 sólo por la alegría de oírla decir: “No, monsieur, nadie ha preguntado por usted”, o: “Ninguno de los dadaístas está por aquí”.

A Breton le cae bien Francis Picabia; Soupault lo detesta: para él lleva una existencia de reclamo publicitario, todo el tiempo como un emparedado de sí mismo, de gira: “Todo el mundo tenía siempre que hablar de él. Temía que lo confundieran con Picasso por las sílabas iniciales de su nombre, que empezaban igual, y porque ambos eran españoles”. Picabia era cubano por parte de padre. Sus pálido éxito como pintor lo compensó con una revue scandaleuse, un periódico de chismorreos. En él había arrebatos contra Picasso y Braque, contra el cubismo en general, del que él mismo, con su escaso talento, había sido adepto. “Sobre mí”, dice Soupault, “escribió: ‘Soupault se ha quitado la vida en Ginebra’, dando por hecho lo que era sólo un deseo suyo. Y sobre André Gide dijo: ‘Cuando lea usted a Gide, la quedará mal sabor de boca’”.
Allí pululaban las animadversiones; la conducta de macho alfa de Breton, siempre amenazante como una caldera llena de vapor a la que en cualquier momento podía saltarle la válvula; cada día cocinándose los hígados como una salchicha a la brasa, salpicando la grasa hacia todas partes.
Soupault sigue cultivando los imponderables de la escritura automática en los llamados “poemas vividos”. Se pierde en la planta de una casa burguesa, se cuela en una fiesta a la que no ha sido invitado y se queda. Junto con Jacques Rigaud, mejora la técnica de esas performances llevando flores y confites. Y cuando se los desenmascara en su condición de falsos invitados, reclaman que les devuelvan lo que han llevado. En medio del tórrido calor de agosto, Soupault se hace una fogata con papel de periódico y se frota las manos junto a ella para calentárselas. En los días de sol, les pide a las mujeres que se protejan bajo su paraguas o le pregunta a un caballero, a plena luz del día, si tiene fuego para encender una vela. Esas acciones poéticas acaban a menudo con la amenaza de llamar a la policía o a un loquero. Faltan todavía tres años para la fundación del movimiento surrealista (1924), y sus promotores ya no están tan verdes. Soupault no le perdona a Breton su simpatía por Picabia: se abre una delgadísima fisura en la amistad.
A Soupault se le atragantan las coincidencias cultistas, los escándalos montados con precisión diaria. Se ve desplazado a un papel en el que le cuesta reconocerse: poder tratar con Breton significa ser un muñeco que dice sí a todo. En 1922 André Breton asume en solitario la dirección de Littérature, hay pelea entre Breton y Tzara, y ello significa el fin de Dadá.
André Breton escribe casi por oficio prólogos para catálogos de exposiciones. Los pintores piensan en imágenes. Y los cuadros, las imágenes, alcanzan más rápidamente una valoración comercial más amplia que los poemas.
Breton, afirmaba el poeta surrealista Robert Desnos (que perdió la vida en Theresienstadt en 1945), sólo reseñaba a aquellos pintores de los que él mismo poseía alguna obra: De Chirico y Max Ernst, Miró, Dalí, Magritte y Tanguy. Sin embargo, esos cuadros no se quedan en la condición de prenda bajo la custodia perteneciente a unos amigos, sino que pronto pasan a circular en el mercado. En ese momento surge una disputa entre Ré y Philippe Soupault sobre la etiqueta de “surrealista” aplicada a la pintura.
Ré Soupault: “¡El surrealismo absoluto, es decir, el automatismo, es imposible en la pintura!”.
Soupault: “No, Max Ernst era un auténtico surrealista, inspirado por el momento, y Tanguy también”.
Ré Soupault: “¡No! Un cuadro puede soñarse, pero para su elaboración ellos tenían que emplear sus habilidades manuales, y es en ese punto donde acaban los sueños. Esos cuadros están muy trabajados. Y fue por eso, también, por lo que el literato Pierre Naville se separó de Breton, porque no aceptaba la llamada pintura surrealista”.
La conversación se centra entonces en Salvador Dalí, cuyo nombre parece acelerarle el pulso a Soupault: “Un gran dibujante, pero no un pintor, el espíritu absoluto del aprovechado”. Durante la presentación parisina de la película El perro andaluz, en 1929, Soupault se encuentra por primera vez con Dalí. “Esa película”, dice Soupault, “fue para nosotros, los surrealistas, algo escandaloso en el mejor sentido”. Los responsables del filme eran Luis Buñuel y Salvador Dalí. Y Buñuel, que estaba viendo cómo Dalí se pavoneaba y se convertía en el factor desencadenante del revuelo, dijo ante Soupault que Dalí sólo había tenido una participación mínima en la película.
Soupault: “Dalí, que había empezado como copista, se había propuesto hacer cuadros como los de Max Ernst, André Masson e Yves Tanguy. Pero luego se pasó a las filas de un exhibicionismo muy bien pagado”.
Y es sobre todo Dalí el que le trae al surrealismo su clientela de paso. Un demonio con virtuosismo para los peluqueros; hombre de una comercialidad descarada. Te cobraba un dólar por un apretón de manos. Aunque eso ocurriese bajo la apariencia de la originalidad, con las colectas sonando en el cepillo de su propia iglesia.
Gala (cuyo nombre al nacer era Yelena Diaronava) deja a su marido, el poeta Paul Éluard, por las sonadas actividades de Dalí. Claire Goll dice sobre Gala en sus memorias: “En lugar del tambor o del gran timbal que hubiera necesitado, sólo la llevaba de la mano una flexible liana (Éluard)”.
“Y Gala”, dice Soupault, “fue quien empujó del todo a Dalí hacia el mercado. Se convirtió en su caja fuerte. Dalí hacía anuncios de chocolate, de productos cosméticos para el afeitado y de dentífricos”.
En 1927 el movimiento surrealista ya existe desde hace tres años, y Breton se vanagloria de su título de “papa del surrealismo” como si fuese un verdadero pontífice. Excomulga a sus compañeros Antonin Artaud, Robert Desnos, Robert Vitrac y Philippe Soupault. Poco después, queda excluido Aragon; más tarde, Éluard. Sólo quedan Breton y Benjamin Péret, que sigue al primero, según Soupault, como un perrito faldero.
“Breton”, dice Soupault, “necesitaba amigos y quería, al mismo tiempo, ser el único”. Había querido desempeñar, además, un papel político, y simpatizaba con el Partido Comunista. “Pero los comunistas”, dice Soupault, “desconfiaban de los surrealistas, veían en ellos a unos pequeñoburgueses”.
Al enardecido novicio Breton el Partido, como para que se fuera desacostumbrando a su propia manía de grandeza, le hizo un sitio en la célula de los trabajadores de la planta de gas de París. Breton se lo tomó a mal y se pasó, a continuación, a las filas del trotskismo.
Philippe Soupault se mantiene al margen de todo eso: “Yo estaba traumatizado con las Conversaciones de Goethe con Eckermann, cuando dice que el que sirve a un partido se ha perdido para la poesía”. Los motivos exactos de su expulsión del movimiento residen, para Breton, en lo siguiente: Soupault escribía novelas, artículos para los periódicos y fumaba cigarrillos ingleses.
A pesar de todo el “rechazo de los surrealistas por la novela como refugio de ciertos hortelanos espirituales”, el surrealista Soupault escribe novelas que tienen lugar en “calles desiertas, sin un alma humana, en las que los pitidos y los disparos dictan las decisiones” (Walter Benjamin). Es una prosa de escenas compactas en imágenes y de momentos de agudeza poética. En ellas se ensalzan la noche y su peculiarísima fauna, una fauna que tiene la necesidad de “vivir peligros extravagantes” (Soupault).
En Las últimas noches de París (1928), un hombre elegante anda por la calle con el propósito de “todos los paseantes nocturnos”: la búsqueda de un cadáver […], porque en París sólo la muerte es lo suficientemente poderosa […] para acabar con un paseo sin rumbo”. En su deambular, el elegante va reaprovisionándose los nervios exánimes. También en el caso de los sucesos banales: “Pronto abandonamos la pista de baile de las empleadas domésticas […] Esos bailes humorísticos, semanales, tienen el carisma de unas jaulas para monos. Los sirvientes se inclinan delante de cocineras rebosantes de buen humor”. El elegante sigue a la prostituta Georgette, que recorre sin descanso los sitios más ambiguos de París: las aceras de los solteros masoquistas, que pasan las horas frías sumidos en sus monólogos; los parques en los que los desesperados directores de orquestas imaginarias dirigen a unos virtuosos que tocan unos instrumentos ausentes.
También en la novela El negro (1927) el narrador se halla tras el rastro de fechorías iridiscentes. Edgar Manning, el negro de hermosura suprema, “vivo como el color rojo, rápido como una catástrofe”, fluye a la deriva por las capitales de los blancos, pasa mucho tiempo en sus mazmorras, pero no envejece. “No espera nada del futuro, porque conoce su pasado aún no consumido”. El negro, que “prefiere nuestra carne blanca a nuestra desesperación”, que no puede quedarse en la habitación de un burdel “por la que esperan todos los demás animales domésticos con la lengua fuera”, apuñala en Barcelona a una prostituta llamada Europa.
Soupault produce con rapidez. “Demasiada rapidez”, dice, aunque él no tuviera que alimentar a una familia. Y mientras escribe sus inspiraciones como al galope, se reúne con James Joyce, el más monstruoso de todos los comerciantes de palabras. Joyce y Soupault mantienen amistad desde 1926. El Ulises ya existe. Joyce está en pleno asalto de esa otra montaña literaria llamada Finnegans Wake.
“Y como Proust”, dice Soupault, “Joyce, con su obra, se adhirió a una religión. Eran realmente personas enfermas, víctimas de sus libros extraordinarios”. Proust (muerto en 1922) sólo salía de casa, al final, para realizar alguna pesquisa, para contemplar algún detalle sobre algún cuadro de Gustave Moreau. Con ese rasero, las alternancias de Joyce eran casi opulentas: adoraba el vino blanco suizo y el bel canto, y también cantaba, acompañándose a sí mismo al piano. Soupault iba con él a la ópera cuando el tenor irlandés John Sullivan estaba en el elenco. Y había que aplaudir infinitamente para que Sullivan saliera una y otra vez de detrás del telón y repitiese el aria de Guillermo Tell.
En 1930 Joyce está trabajando en la traducción al francés de “Anna Livia Plurabelle”, un capítulo de Finnegans Wake. La había comenzado Samuel Beckett, al que Joyce había querido tener como principal traductor. Pero dado que Beckett tuvo que regresar a Irlanda, su labor fue revisada, bajo la supervisión de Joyce, por Paul Léon, Eugene Jolas e Ivan Goll.
Richard Ellmann, en su biografía de Joyce, dice: “Se decidió dar nueva forma a la versión francesa, y a finales de noviembre convencieron a Philippe Soupault para que se reuniera con Joyce y Léon cada jueves a las dos y treinta en el piso de Léon en la calle Casimir Perier. Permanecían allí tres horas, ante una mesa redonda que Léon amenazó con vender si Joyce grababa su nombre en el tablero; y mientras Joyce fumaba en un sillón, Léon leía el texto en inglés, Soupault en francés, y Joyce interrumpía aquel contrapunto de voces para sopesar de nuevo la manera de formular alguna que otra frase. Joyce explicaba entonces el doble sentido intencionado, y él o alguno de sus colaboradores hallaba algún equivalente. Joyce ponía mucho énfasis en el flujo de la frase, ya que le importaban más el sonido y el ritmo que el sentido”.
Philippe Soupault, que por naturaleza era incapaz de detenerse por mucho tiempo delante de una frase, pasa con Joyce toda una tarde hablando del valor de palabras como maquereau, souteneur proxenete, las cuales, las tres, significan “chulo”. Las conversaciones literarias le parecen a Joyce un fastidio. Al referirse a un grupo de intelectuales que charlaba en un restaurante parisino, le dice a Soupault: “Si al menos quisieran hablar únicamente de nabos”. Joyce, que en 1936 aún no ha oído hablar en absoluto de Kafka, se digna a veces a alabar a un contemporáneo por causa de una línea en su obra. De Paul Valéry le gusta la expresión “parmi l’arbre” en un poema, y de Soupault, según le dice a Samuel Beckett, le cautiva la frase “La dame a perdu son sourire dans le bois” (“La dama ha perdido su sonrisa en el bosque”).
El 2 de febrero de 1939 Philippe Soupault es uno de los ocho únicos invitados al cincuenta y siete cumpleaños de Joyce, en el que, sobre todo, se celebra la publicación de Finnegans Wake. El mejor repostero parisino ha hecho una tarta en la que, entre unos sujetalibros, hay una reproducción de las siete obras de Joyce, glaseadas en el color de su encuadernación, con Finnegans Wake como la última y la más grande.
En medio de la mesa hay una bandeja de espejo redonda que representa el Canal de la Mancha, con Dublín y París a cada lado. Una garrafa de cristal en forma de Torre Eiffel y una lamparilla de noche con forma de molino de viento están del lado francés; una segunda lamparilla, representando una iglesia, y una botella imitando la columna de Nelson, se yerguen del lado irlandés. Los ríos Liffey y Sena están hechos con papel de estaño, con barcos de plomo; en el Liffey hay unos cisnes. Hay vino blanco suizo y, tras la comida, Joyce canta a dúo con su hijo Giorgio.
El surrealista Philippe Soupault ya no es, él mismo, objetivo de su propia vida. Ya en 1927 empieza a vivir fuera del canon surrealista y escribe reportajes para periódicos parisinos. Las aventuras y las experiencias le interesan más que la literatura, con lo cual él es el único que “permaneció fiel al empeño que animaba originalmente al grupo surrealista” (Gaëtan Picon).
Estuve escuchando a Soupault durante una hora a lo largo de cinco días consecutivos. Cuando algo lo excitaba particularmente, contaba con una media hora extra. Por ejemplo, cuando habló de Henry de Montherlant, en cuya vecindad vivió durante un tiempo en el Quai Voltaire.
Montherlant, que era homosexual (su libro más famoso se titula Pitié pour les femmes) y que puso todo su empeño en camuflar ese hecho, tenía una relación con el escritor Roger Peyrefitte (Las llaves de San Pedro).
“Y Peyrefitte, ese sucio individuo”, dice Soupault, “publicó unas viejas cartas de amor de Montherlant”. Montherlant fue chantajeado. Y cuando él, que era extremadamente tacaño, no pagó, un tipo lo tiró por las escaleras en el Quai Voltaire. Montherlant cayó de cabeza y desde entonces padeció de vértigos.
Soupault: “Se arrastraba a sí mismo, hecho una ruina, hasta el restaurante La Frégate, situado junto al Quai Voltaire, donde me lo encontraba de vez en cuando”. Luego se fue quedando ciego, y le llevaban la comida de La Frégate hasta su casa. En 1972 se pegó un tiro.
Mientras copiaba los resúmenes de las cintas grabadas con Soupault, me enteré que lo habían tenido que operar para extirparle una de las cuerdas vocales. Tuve entonces mucho miedo de que muriera a causa de esa operación y que la historia sobre él se convirtiese en un homenaje póstumo. Pero ya se ha recuperado, aunque no podrá seguir dando esas errantes informaciones con su voz.


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EDIÇÃO COMEMORATIVA | CENTENÁRIO DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidado: Winsor McCay (Estados Unidos, 1869-1934)


Agulha Revista de Cultura
20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 142 | Setembro de 2019
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