Philippe Soupault, al lado de Louis Aragon y André Breton, fue conocido
como uno de los “tres mosqueteros” del surrealismo. En el siguiente texto,
incluido en el libro La
Bestia de París y otros relatos (editorial Sexto Piso), la periodista
Marie-Luise Scherer recrea, a través de la voz de Soupault, cómo fue el auge y
el quiebre de este movimiento vanguardista.
La
presentación me llevaría hasta un piso parisino que, por estar situado en el
decimosexto distrito, tendría que haber sido elegante. Por lo menos las
ventanas francesas que llegaban hasta el suelo hubieran debido tener, en
correspondencia, largas cortinas, y en el espacio entre dos ventanas debió
haber, en cada caso, un mueble singular. Pero fue todo lo contrario. Un cartel
con las letras en vertical, con el nombre de Résidence d’Auteuil, destaca en la
fachada del número once de la calle Chanez. La escalera de entrada podría
llevarnos hasta el monumento a un soldado, y a su parte delantera se une una
instalación con baños y duchas masculinas. Una desolada llave maestra para
miles de usos humanos.
En medio del recibidor, entre bancos de color naranja, reposa sobre una
vara una gran bola luminosa que parece girar a través de las vetas
transversales de la madera. Un joven negro con una cesta de la compra revestida
de varios colores y un perro extremadamente pequeño, atado a una correa, le
abre la puerta a una anciana. Y cuando ya hace un buen rato que el negro ha
desaparecido en la calle, la anciana, con la sonrisa blindada de los sordos,
sigue dirigiéndose todavía al asiento acolchado más próximo. En su chaqueta de
punto lleva prendida una cinta de color gris de la que cuelgan condecoraciones
militares de gran valor.
Voy camino de la casa del surrealista Philippe Soupault, en el ala
izquierda, cuarta planta. El ascensor está situado detrás de un pasillo largo y
pintado de un color verde sanitario, con tubos de neón crepitantes. Hay espejos
a ambos lados, y debajo unas consolas con aspecto de mesa de peluquería, de la
anchura de un peine de bolsillo colocado en posición transversal.
De la puerta giratoria al final del pasillo sale un anciano con un
bastón. Y poco después, detrás de él, con la puerta aún moviéndose, sale otro.
De modo que este edificio, de aspecto tan ambiguo, podría ser una residencia de
ancianos. Y el negro con la cesta y el pollo estaría haciéndole los recados a
alguien que apenas puede sostenerse en pie.
Philippe Soupault tiene ochenta y cinco años. Usar con él la palabra
vigor estaría fuera de lugar. Porque el vigor implica también un momento de
voluntad física, hace pensar en alguien que resiste, erguido como una vela, el
paso de los años, alguien que se estira para oponerse a cualquier sospecha de
fragilidad. En el apartamento 415, Soupault aparece sentado a una mesa, con la
cabeza inclinada, hundida entre los hombros, como un pájaro que reposa. Es el
rostro escamoteado del aviador que vuela a toda velocidad, la hermosa nariz
alargada que casi roza la boca; la visión de una boca desprovista de dientes, y
el hecho llamativo de que no los eche de menos.
Para saludar se pone de pie unos instantes; se percibe la estatura
hundida de quien fuera un hombre alto. Lleva un traje gris de doble botonadura.
Durante el proceso de afeitado se ha hecho una pequeña herida en el mentón que
intenta apaciguar con algodón absorbente.
Un resto de ese algodón revolotea en el aire. El interés en ese detalle
viene de la lectura de un ensayo de Heinrich Mann, que en 1928, con motivo de
la primera edición alemana de la novela de Philippe Soupault El negro, escribió: “El adolescente de Soupault se sume
en la contemplación de un anciano con tal fruición de miedo y de odio que al
final siente que existe un parentesco entre él mismo y esa víctima de los
años”. Y luego, citando a Soupault, añade: “Me atrevo incluso a amar el
particular olor que llega con ellos […] Su barba (y todos llevan barba) es como
un ramo fúnebre. Cada mañana (¿cuántas mañanas?) se la cepillan y va
sobrellevando el tiempo sin rumbo, hasta que la muerte les anude la garganta y
el corazón, los asfixie y los paralice”.
En 1919, finalizada la Primera Guerra Mundial, a Philippe Soupault aún
no lo han licenciado del servicio militar. Como estudiante de Derecho Marítimo
queda reclutado para el Ministerio de Obras Públicas, que le confía la
dirección de la flota petrolera francesa. Con esa actividad no tiene que
doblarse la espalda trabajando, pero no logra sacarse la poesía de la cabeza.
Su resistencia a las presiones de la familia para que emprenda la carrera de
jurista se va moderando. Además de él, existen otros poetas que se ganan el pan
con alguna profesión.
El estudiante de Medicina Louis Aragon, que más tarde será el secretario
del pintor Henri Matisse, trabaja como sanitario en la Alsacia reconquistada.
Paul Éluard, hijo de un especulador inmobiliario, tiene talento para adquirir
de forma barata los cuadros de pintores amigos y venderlos luego a un precio mayor.
El hijo de gendarme André Breton, que también estudia Medicina, hace
correcciones pagadas para el adinerado Marcel Proust. Una circunstancia que,
debido a su puntuación intransigente, lo convierte en una persona antipática
para Proust. Philippe Soupault es el único que no desarrolla ningún talento
para multiplicar su dinero. Algo que por entonces no tenía necesidad de hacer,
siendo el sobrino de Louis Renault, el fundador de las fábricas Renault.
La diferencia de origen es grande. Aunque medien entre ellos muchos
años, Breton tiene unos pocos contactos de trabajo pagados gracias a Proust,
miembro de la alta burguesía, mientras que Soupault ya había conocido a Marcel
Proust en 1913, a la edad de dieciséis años, en el Grand Hôtel de Cabourg.
Proust, que era ultrasensible al menor ruido, había alquilado por ello las
habitaciones que estaban a derecha e izquierda de la suya, así como las que
estaban directamente encima y debajo. Bajo el sol del atardecer, sentado en la
terraza del hotel, le pregunta a alguien: “¿Quién es ese joven?”, a lo que le
responden: “Es el hijo de Cécile”. Cécile, la hermosa madre del bello Philippe,
mujer viuda, conocía a Proust de los bailes de la sociedad parisina. De nuevo
en París, Proust le hace llegar al joven Soupault su libro Du côté de chez Swann. Cuando Soupault lo visita para
darle las gracias, siente que Proust está condenado a muerte a causa de su
asma.
La vivencia de la guerra mundial le quita importancia a las diferencias
sociales. Ahora esa “cloaca de sangre, insensatez y suciedad” (Breton) es la
retaguardia común de un sanitario ávido de poesía, Aragon, del médico auxiliar
Breton y del coracero Soupault.
Los esnobs de París no hacen sino hablar de un ballet de
Diaghilev: Parade; la música es de Eric Satie;
la escenografía y el vestuario, de Pablo Picasso; el breve libreto es de Jean
Cocteau, que publica, para la plebe que se divierte, “sus tres líneas de texto”
(Soupault), con lo cual contribuye al éxito del conjunto. También para Philippe
Soupault, Cocteau será (y seguirá siendo) una figura negativa, un tipo
escurridizo, a resguardo en la Cruz Roja por su ineptitud para el frente,
siempre detrás de los que tienen las verdaderas ideas.
En el penúltimo año de la guerra, el joven Soupault, alto y delgado,
yace en un hospital militar de París con tuberculosis pulmonar. En ese estado
febril, que estimula su fantasía, lee Los cantos de Maldoror,
de Isidore Ducasse, que se hace llamar “Conde de Lautréamont”. Soupault, que
hasta entonces ha leído de una manera desenfrenada, sin orden, se queda
prendido de un pasaje del texto en el que encuentra algo tan bello “como el
encuentro inesperado de una máquina de coser y de un paraguas encima de una
mesa de autopsias”. A través de la frase apelativa de Lautréamont (“La poesía
debe ser hecha por todos, no por uno solo”), se ve imbuido de la certeza casi
paroxística de formar parte de esa poesía.
En el hospital de campaña, el convaleciente Philippe Soupault conoce a
una benefactora de la clase alta parisina. Ella visita a los heridos para ofrecerles
cigarrillos, se ocupa de sus actividades culturales y preside una organización
con el nombre de “La obra del soldado en las trincheras”. Quiere ganar al poeta
Soupault para una matinée poética.
A esas alturas, Soupault, “con desparpajo infantil”, ya le había enviado
al poeta Guillaume Apollinaire su poema “Départ” (“Partida”), y éste lo había
propuesto para que se publicara en la revista literaria SIC. Soupault encuentra ahora dos motivos para ir a
visitar al célebre Apollinaire. Por un lado, quiere agradecerle que haya
valorado su poema; por el otro, quiere pedirle permiso para leer algo suyo en
la mencionada matinée.
Apollinaire lo recibe en su piso, al que llama su “palomar”, situado en
el número 202 del bulevar Saint-Germain. Soupault recuerda a un hombre gordo y
sonriente con una gorra de cuero ajustada que le llega hasta la frente y le
oculta la cicatriz de su cráneo trepanado hace tan sólo unos pocos meses.
Soupault lo ve sentarse y escribir un poema, “Ombres” (“Sombras”), del que, sin
embargo, no se hablará más. Apollinaire le muestra más tarde el poema “D’or
vert” (“Del oro verde”), de un tal André Breton, y exhorta a Soupault para que
le lea en voz alta algo propio. Todo el proceso cobra la forma de un examen de
ingreso: los versos del literato sin nombre y la atenta escucha del hombre
celebrado. Al despedirse, el discípulo, animado, a la espera de una
dedicatoria, saca de la chaqueta el poemario de Apollinaire Alcools. Las dos líneas, “Al poeta Philippe Soupault,
con sumo afecto…”, tienen el efecto de un mandato imborrable: el de ser poeta.
Los martes hacia las seis de la tarde Apollinaire reúne en el café de
Flore, situado al lado de su “palomar”, a literatos y pintores. Soupault, al
que ahora también se le ha pedido acudir, recuerda a un Apollinaire bastante
solemne, en medio de un Max Jacob que no paraba de chacharear, un sonriente
Blaise Cendrars, un ensimismado Pierre Benoît, un sarcástico Francis Carco, un
silencioso Pierre Reverdy y un distanciado Raoul Dufy. Un grupo que insufla
miedo, pero que a Soupault lo decepciona. Hasta un martes en el que aparece
allí sentado, entre ellos, un André Bretón que viste el uniforme azul celeste
de soldado, al que Apollinaire presenta con una frase adicional que sería
profética: “¡Ustedes dos tienen que ser amigos!”.
Aunque en 1917 aún no existe movimiento surrealista, sí que existe la
palabra surrealismo. Apollinaire ha añadido a su pieza teatral Las tetas de Tiresias un subtítulo: Un drama surrealista. En la revista L’Intransigeant, lucha contra la precipitada acogida
del término por parte de los periodistas de las secciones culturales, contra su
uso como manso adjetivo destinado a definir arbitrariedades simbolistas. Entre
otras cosas escribe: “Cuando el hombre quiso imitar el andar, inventó la rueda,
que no tiene ningún parecido con una pierna. En ese momento el hombre hizo
surrealismo sin saberlo…”.
Soupault y Breton se hicieron amigos, mientras que la admiración de
ambos por Apollinaire se fue enturbiando. Apollinaire les parece
inapropiadamente nacionalista (cocardier), pero
ambos ensayan sus disculpas para con el teniente De Kostrowicki, que es su
nombre de nacimiento. Cuando éste, finalmente, empieza a escribir en la revista
pro-belicista La bayoneta, ya sólo sobrevive para
Soupault y Breton como poeta.
El 9 de noviembre de 1918, a la edad de treinta y ocho años, Guillaume
Apollinaire yace moribundo. Hay una enorme afluencia de gente bajo su piso,
situado en el número 202 del bulevar Saint-Germain: están los poetas y su
séquito, entre ellos Jean Cocteau, que a Soupault le sugiere, en cuanto lo ve,
la palabra «carroñero». Dos días antes del armisticio del 11 de noviembre de
1918 se oye un creciente griterío desde la calle que demanda la caída de
Guillaume (“A bas Guillaume!”), si bien se refiere, antes que nada, a
Guillermo, el káiser alemán. En la acera se comenta la sospecha de que
Apollinaire pudiera creer que los gritos se referían a él, justo antes de su
muerte, ocurrida ese mismo día.
El poeta Philippe Soupault, empleado en el Ministerio de Obras Públicas,
vive en la Île Saint Louis, en el número 41 del Quai de Bourbon, en el
entresuelo, debajo de la belle étage. Ya
es mayor de edad y ha heredado dinero de su padre, fallecido en 1904. No es
tanto como para pagarle la condición de “rico aficionado”, título conferido
despectivamente a los literatos Gide y Proust, libres de preocupaciones
pecuniarias. Pero sí el suficiente para dedicarse a contemplar el Sena desde su
escritorio, el puente parisino de Louis-Philippe, el favorito de los suicidas.
Soupault se da el lujo de llevar un traje distinto cada día de la semana.
Su amigo André Breton vive en el Hôtel des Grands Hommes, en el número
17 de la plaza del Panteón. Junto al hotel se encuentra una funeraria que, como
viene bien por la proximidad con el Panteón, se ha especializado en entierros
de la más alta categoría social. La ventana de Breton ofrece una magnífica
vista a las grandes ceremonias y a los enlutados hombres de Estado. En esos
días, también Soupault se queda con él, pegado a la ventana.
Breton es un año mayor que Soupault, que por entonces tiene veintidós
años. Cuando sus padres viajan a París desde Tinchebray, su lugar natal en el
departamento de Orne, dudan de la seriedad de sus estudios de Medicina y le
suspenden las remesas.
Para Breton es una medida poco relevante. Porque André Breton y Louis
Aragon, que ahora tampoco quiere ser médico, han encontrado a un mecenas:
Jacques Doucet, el destacado costurero de la pasada belle époque (sastre, también, de la madre de
Soupault, Cécile), y ahora coleccionista de arte y de autógrafos. Doucet paga
por el trabajo experto. Y Breton y Aragon lo ponen en posesión de algunas
rarezas. Doucet compra la obra maestra La encantadora de serpientes,
del aduanero Rousseau, que hoy se expone en el Louvre. De un total de cinco
cartas existentes de Lautréamont, adquiere tres dirigidas a su banquero
Durasse.
Todavía corre el año 1919. Los ingredientes para el surgimiento del
surrealismo ya están presentes, sólo que aún no se han mezclado. Hay
inspiradores y realizadores. Hay vivencias de lecturas fundamentales y, al
mismo tiempo, perdurables para los futuros surrealistas: Los cantos de Maldoror del conde de Lautréamont,
que murió en 1870 a la edad de veinticuatro años, poco después de haberlos
concluido, y a quien André Gide llamaba el “operador de las esclusas de la
literatura del mañana”); Una temporada en el infierno,
de Arthur Rimbaud, de diecinueve años, quien más tarde —muerto en 1891 a la
edad de treinta y siete años— dejaría de escribir poesía.
Pero el inspirador fuera de las bellas letras es el psiquiatra Pierre
Janet, que publica en 1889 una tesis de doctorado titulada El automatismo psicológico. En ella desarrolla una
terapia en la que el paciente, en un estado de modorra, de trance o hipnosis,
descarga su alma mediante la “escritura automática”. André Breton, que en 1916
trabaja como sanitario en un centro neuropsiquiátrico de Saint-Dizier, conoce
el manejo médico de los trastornos mentales y del alma. Se interesa por la
esfera del inconsciente y lee sobre Freud, que aún no ha sido traducido al
francés, y saca El automatismo psicológico, de
Pierre Janet, del ámbito psiquiátrico para traerlo hasta el entorno literario
de sus amigos.
No hay una fuente exactamente delimitable a partir de la cual el
surrealismo emprendiera su pálido comienzo y luego, expandiéndose, se
convirtiera en una vanguardia artística. Puede seguirse con exactitud, sin
embargo, cómo se fue gestando el primer texto surrealista en 1919, que llevaba
el título de Los campos magnéticos. André Breton
y Philippe Soupault, viviendo en un zigzag de adoración y aburrimiento en torno
a sus divinidades poéticas, se quedan encajonados en los planteamientos del
doctor Janet sobre la escritura automática. En la cabeza de Soupault resuena
todavía la exhortación del conde de Lautréamont de que la poesía ha de ser
hecha por todos, no por uno solo. Breton y Soupault se ponen manos a la obra y,
con su escritura, se dedican a “emborronar papel, con un loable desprecio hacia
los resultados literarios” (Breton).
Philippe Soupault bebe un whisky aligerado con cubitos de hielo y fuma
bastante. La mayoría de las veces ya ha vaciado el vaso antes de que el hielo
se derrita, y entonces lo hace sonar agitando los cubitos de hielo. Tiene un
tenue ronroneo de bronquitis en la voz y no debería fumar, por supuesto. Una
vieja batalla a la que pretende quitar hierro sacando y metiendo
ceremoniosamente, del bolsillo de la chaqueta, el paquete de tabaco.
El apartamento 415 es la vivienda de su mujer, Ré Soupault, una alumna
de la Bauhaus nacida en Kolberg, Pomerania, traductora de Los campos magnéticos y de Los cantos de Maldoror de Lautréamont. El apartamento
de Soupault, el número 367, está en el mismo pasillo. Una forma de vida a
distancia, pero con la máxima cercanía. Nuestros encuentros tienen lugar
siempre, sin embargo, en el apartamento 415, ya sea por la gran mesa y el toque
femenino de comodidad y organización o porque Soupault se reserva la
oportunidad de despedirse para ir a descansar.
Impera un orden estricto, como en el camarote de un barco. En la parte
del salón, uno frente al otro, cuelgan dos cuadros sin enmarcar del pintor de
la Bauhaus Johannes Itten; cada uno es un cuadrado de color. Ni un solo rincón
evoca la idea de un entorno surrealista.
Él —nos dice Philippe Soupault refiriéndose a la escritura automática—
empezó casi con los ojos cerrados: “Prisioneros de las gotas de agua, sólo
somos eternos animales. Recorremos las ciudades silenciosas, y los mágicos
carteles ya no nos impresionan […] Nuestra boca está más seca que las playas
perdidas […] Sólo quedan los cafés donde nos encontramos para beber […] bebidas
frías, con mesas más sucias que las aceras”.
Las primeras frases de Breton: “La historia regresa con puñaladas a la
toalla de plata, y los actores más brillantes preparan su actuación. Son
plantas de máxima belleza, más masculinas que femeninas, y a menudo ambas
cosas…”.
Es el dictado de ocurrencias sin verificar, la escritura simultánea del
flujo del pensamiento.
Soupault habla de un plazo de catorce días, el que se propusieron para
ese experimento, mientras que, según Breton, sólo tardaron una semana. “Primero
cada uno escribía por su cuenta, yo en el Quai de Bourbon, Breton en el Hôtel
des Grands Hommes, y en un intermedio nos sentábamos frente a frente y luego
volvíamos a escribir cada uno por nuestra cuenta”.
Soupault empleaba el papel timbrado del ministerio, un papel que
recorría volando con la pluma estilográfica. “Yo escribía como siempre,
mientras que Breton escribía con una belleza casi caligráfica”. Razón por la
cual Soupault, algunos días, producía más.
“Al término del primer día de trabajo, pudimos leernos recíprocamente
unas cincuenta páginas escritas del modo antes dicho, y comenzamos a comparar
los resultados”, escribe Breton en 1924 en el Primer manifiesto surrealista.
Soupault, por el contrario, sólo recuerda unas pocas páginas, y recuerda que en
las dos semanas la velocidad fue aumentando enormemente, casi hasta llegar a
una total ausencia de control del pensamiento. Un estado de trance en el que,
en las últimas sesiones del proyecto, podían permanecer hasta diez horas
seguidas.
Sin embargo, el vocabulario no perdía vigor, más bien al contrario, las
imágenes fueron haciéndose más insólitas y hermosas, al punto de que “ya no
quedó rendija alguna donde introducir ese penique de sentido” (Walter
Benjamin). Y es Soupault, no Breton, quien admite que tenían la cabeza llena de
Lautréamont y de Rimbaud, y que fue también gracias a esos padrinos que lo
inconsciente logró generar sentencias tan rentables.
Antes de que esos textos cobren fama, Breton ya toma precauciones con
vistas a su gloria postrera. A veces quisiera limar de golpe ciertas fracturas
en las largas tiradas, pero Soupault no lo permite. Éste quiere cerciorarse de
sus propios pasajes, corregir lo que socava su unidad sin fisuras, su mérito
individual en un experimento bicéfalo.
Una tesis de doctorado sobre Los campos magnéticos,
escrita hace diez años en la Sorbona parisina, menciona como llamativa
diferencia entre los dos autores el hecho de que Philippe Soupault, en su
mayoría, escriba “nosotros” y André Breton lo haga empleando el “yo”, es decir,
que escriba sobre sí mismo. Breton tiene un sentido mercantil del momento
histórico. Con su empleo del yo pretende ser el promotor del movimiento
surrealista. Por su carácter, le resulta excesivo compartir ese momento con
Soupault. Para que no merme la imagen de la propia creatividad, evita mencionar
al psiquiatra Pierre Janet como factor desencadenante directo de la escritura
automática.
Diez años después, en 1929, en una sesión de la Sociedad parisina de
Medicina y Psicología, médicos de varios manicomios, entre ellos Janet,
discuten sobre la “incoherencia consciente”, sobre el barato “procedismo” y esa
especie de “orgullosa indolencia” en el arte surrealista.
El doctor De Clérambault dice: “El procedismo consiste en ahorrarse el
esfuerzo de pensar y, especialmente, de observar, limitarse a una manera de
hacer predeterminada o a algunas fórmulas […] De ese modo se producen
rápidamente obras de un determinado estilo que evitan toda suerte de crítica,
la cual sería sólo posible si existiese alguna semejanza con la vida”.
El profesor Janet plantea: “Los surrealistas se sacan arbitrariamente
del sombrero, por ejemplo, cinco palabras, y conforman con ellas cadenas
asociativas. En la introducción al surrealismo toda la historia se explica a
partir de dos palabras: ‘Pavo y chistera’”.
Philippe Soupault es el último surrealista, el raro testigo. La modestia
con la que vive tiene que ver con la incapacidad de aceptar su existencia como
algo especial. También tiene que ver con su independencia, con la forma
despreocupada y casual de tratar su fama. Su origen le ahorraba la premura por
demostrar algo a la sociedad. Había pasado su infancia en los palacios de
Renault, en sus propiedades campestres de los alrededores de París. Y a pesar
de toda rebelión contra el ambiente de la alta burguesía, ese mismo ambiente lo
protege de la rumorosa sensación de tener que hacerse valer. No fue un
espabilado explotador de sus contactos. Le faltaba el reflejo del comerciante
como para conservar las cartas, las notas firmadas y los bocetos por el valor
que eventualmente pudieran adquirir en el futuro. Había recibido, por ejemplo,
una carta de Marcel Proust en la que este último se quejaba de las furibundas
correcciones de André Breton y en la que le pedía a Soupault que se lo hiciera
saber a su amigo.
Proust había dotado a su manuscrito de En busca del tiempo
perdido de una espesa maraña de cambios, sin contar los muchos
pasajes añadidos, pegados más tarde, los cuales sobresalen de los márgenes.
Para Breton, un trabajo de esclavo. Pero se debe a la falta de cálculo de Soupault
el haberle entregado esa carta a Breton, que atesora la reprimenda que le atañe
como una acción bursátil que va incrementando su valor. La susodicha carta fue
comprada más tarde por la Biblioteca Nacional de París a un representante
bruselense del perfumista Houbigant.
En marzo de 1919 aparece la primera edición de Littérature, la revista de los surrealistas tardíos.
Los responsables firmantes son Louis Aragon (ausente, atado a su condición de
sanitario en Alsacia), André Breton y Philippe Soupault. Al impresor Soupault
le paga con el dinero de su herencia.
André Gide, al que le piden una colaboración, aceptó en un principio,
pero luego declinó la invitación, lamentándolo, para más tarde aparecer ante la
puerta de Soupault con un ensayo: Los nuevos alimentos.
El souffleur para esa negativa de Gide fue el “sapo”
de Cocteau, quien, dado que no se le había solicitado nada como autor, se
sentía ninguneado y quiso generar descrédito contra los creadores de la revista
diciendo que eran unos anarquistas. Cocteau, según nos cuenta Soupault, vivía
de sembrar la discordia. Ya Apollinaire lo había calificado de estafador y
embustero.
Hacia finales del año 1919 Breton y Soupault publican partes de Los campos magnéticos en Littérature. Son quinientos noventa y seis ejemplares
numerados, y los bibliófilos se lanzan sobre ellos. En 1920 aparecen los textos
en forma de libro. Y Philippe Soupault se toma la libertad de entregarle un
ejemplar del libro a Marcel Proust.
Proust visitaba con frecuencia la Île Saint-Louis, en cuya punta vivían
sus mejores amigos, los Bibesco, aristócratas oriundos de Rumania, con muchas
propiedades en tierras. (El palacio Bibesco pertenece hoy a los Rothschild.) Un
par de edificios más adelante vivía Soupault. Y a menudo Proust hacía que su chófer
personal le pidiera a Soupault que bajase a verlo. Entonces se sentaban a
charlar en la parte trasera del coche. “Más bien hablaba sólo él”, dice
Soupault, “hablaba y hablaba sin parar, y yo, en los intermedios, sólo decía:
‘Sí, sí, sí’”. El hecho de que Proust permaneciera sentado en su coche no era
una conducta de señor feudal; su asma le impedía subir escaleras. En la casa de
los Bibesco, por ejemplo, había un ascensor que los chóferes debían sacar con
la ayuda de un gato hidráulico.
Proust, en lo que atañe a Los campos magnéticos,
le escribe a Soupault una larga carta. Y Soupault asegura no haberse deshecho
nunca de esa carta.
A principios de los años sesenta, más de cuarenta años después, su
mujer, Ré Soupault, está sentada en la Biblioteca Nacional delante de los dos
primeros años de Littérature. Mientras hojea los
números de la revista, encuentra, como un marcador suelto, metida entre las
páginas, la susodicha carta de Proust. Ré dice: “Técnicamente, pude haberla
robado, pero estaba sentada en la Réserve, un
departamento muy vigilado al que sólo se puede acceder con un permiso
especial”. Tras interrogar insistentemente a la directora sobre cómo había
llegado allí esa carta privada dirigida a Soupault, su marido, se entera de que
el vendedor de la misma había sido Paul Éluard. “Philippe”, dice Ré, “lo dejaba
todo esparcido”.
¿Acaso Eluard robó la carta? “No”, dice Soupault, “sólo la cogió”. Él,
por su parte, jamás ha sido coleccionista. Aparte de sus doscientas cincuenta
corbatas, no posee nada más.
Su entorno había adoptado costumbres insultantes. Predominan relaciones
literarias altamente sofisticadas. Los cazadores de autógrafos y los ratones de
escritorio acuden de visita. En los talleres de los pintores aguardan sentados
los amigos que esperan llevarse un botín. La tendencia general a coleccionar y
vender es grande. La agradable confraternización entre el dinero y el arte, una
situación vital que afecta al joven Soupault, acaba tempranamente. Él es un
heredero, una cualidad que siempre va acompañada de la obligación, bajo cuerda,
de tener que pagar. Por quinientos francos Soupault compra, de entre la
papelería póstuma de Isabelle, la hermana de Rimbaud, un poema de su hermano
que se creía perdido, “Las manos de Jeanne-Marie”. Y dado que él paga sin
rechistar la exorbitante suma, el viudo de Isabelle, Paterne Berrichon, le
regala una foto de un Arthur Rimbaud a la edad de catorce años, una rareza de
primer orden.
El poema y la foto aparecen en Littérature. En la
portada de esa edición especial aparece Arthur Rimbaud, representado en un
dibujo de la época, en los días de la Comuna de París. También el dibujo
pertenecía a Soupault. La foto y el dibujo jamás vuelven a sus manos.
Philippe Soupault es hombre poco dado al patetismo. Parece no lamentarse
por las prácticas de mercachifles que protagonizan sus amigos. Ésos son
incidentes sin importancia; debido a su carácter, no le parecen significativos,
tan sólo una picardía que lo deja a él en una posición de superioridad
desencantada.
En 1980, en la gran casa de subastas parisina Drouot, se venden partes
del manuscrito de Los campos magnéticos por
ciento cuarenta mil francos. No son los originales, sino copias hechas con la
hermosa letra de André Breton. A pesar de la unidad autoral de los textos automáticos
Soupault reconoce, ya en los propios títulos de los capítulos, partes que
fueron surgiendo del diálogo mutuo. Es posible, dice Soupault, que Breton
quisiera, en un principio, facilitar la labor del impresor con su hermosa
caligrafía.
Saint-Germain y el café de Flore han dejado de ser el punto de encuentro
después de la muerte de Apollinaire. Aragon, Breton y Soupault, a quienes
llaman “Los tres mosqueteros”, frecuentan en Montparnasse los cafés Le Dôme y
La Rotonde.
“Y de pronto”, dice Soupault, “todo pasó a Montmartre, y todo por causa
de Breton, que vivía en la plaza Blanche”. Los síntomas de las pretensiones de
poder de Breton son cada vez más evidentes. Su ironía jamás se dirige contra sí
mismo. Todos los días, hacia el mediodía, hay un encuentro en el café Cyrano.
Breton se hace de rogar, y que alguien no asista provoca que se enfade. Da las
órdenes sobre los aperitivos que se han de beber en cada caso. Un día es
Picon-Citron, al día siguiente pastis o
Ricard, Mandarin, Martini, porto, sherry, royal Flip o
Imperial Flip.
“Aragon y yo”, dice Soupault, “pedíamos siempre en contra del
reglamento. Yo sólo tomaba un agua de Vittel, porque la noche anterior había
bebido casi siempre demasiado whisky y estaba sediento. De modo que creaba un
pequeño escándalo con mi gaseosa. Por las noches todo continuaba en el bar
portugués Certa, en los Passages de l’Opéra, que fueron derribados en 1922,
durante las demoliciones de saneamiento para la terminación del bulevar
Hausmann. En El campesino de París, Louis
Aragon describe ese pasaje como un ‘gran sarcófago de cristal…’”:
… y puesto que sigue
dominando la misma palidez endiosada desde los tiempos en que se la adoraba en
los suburbios de Roma, el doble juego del amor y la muerte, la Libido, que hoy
ha elegido las obras médicas como templo propio, y que ahora, seguida por los
perritos falderos de Sigmund Freud, deambula llena de deseo, se ve en las
galerías con su iluminación cambiante —que pasa de la luminosidad del sepulcro
a la oscuridad más voluptuosa—, a las deliciosas muchachas que, con sus
provocativos movimientos de caderas y una sonrisa en los labios fruncidos,
rinden culto tanto a lo uno como a lo otro. Las damas entran en el escenario y
se desvisten un poquito…
Peluquerías, burdeles, tiendas de lencería y de cojines, boutiques de
artículos de broma, “Farces et Attrappes”; huevos fritos de goma y llaves de
armario como botes de mostaza, “una fauna misteriosa”, dice Soupault.
También en el Certa preside Breton. Soupault dice: “Nosotros, los
directores de Littérature, y a veces,
acompañándonos, un Paul Éluard penosamente conmovido, recibíamos a los ‘amigos’
y a los curiosos”. A menudo aparece por allí Drieu La Rochelle, pocas veces
Marcel Duchamp, en una ocasión estuvo Henry de Montherlant. Casi siempre presentes,
a pesar de la creciente desgana, están los “dadaístas” Francis Picabia y
Tristan Tzara.
Breton organiza un juego de calificaciones. A veces hay notas de menos
veinte sobre veinte para escritores, filósofos, científicos y políticos. A la
noche siguiente las notas se otorgan a sentimientos, abstracciones y actitudes.
La persona de Breton no puede ser censurada. Y aunque Tzara, empecinado, otorga
menos veinte a todo y a todos, Breton calcula cada noche el valor medio de ese
parloteo de notas. “Era muy agotador”, dice Soupault.
Aragon, en El campesino de París, habla de la
telefonista del Certa:
… una dama adorable y
bella, con una voz muy dulce, a la que yo, lo admito, llamaba antes a menudo al
Louvre 5449 sólo por la alegría de oírla decir: “No, monsieur, nadie ha preguntado
por usted”, o: “Ninguno de los dadaístas está por aquí”.
A Breton le cae bien Francis Picabia; Soupault lo detesta: para él lleva
una existencia de reclamo publicitario, todo el tiempo como un emparedado de sí
mismo, de gira: “Todo el mundo tenía siempre que hablar de él. Temía que lo
confundieran con Picasso por las sílabas iniciales de su nombre, que empezaban
igual, y porque ambos eran españoles”. Picabia era cubano por parte de padre.
Sus pálido éxito como pintor lo compensó con una revue scandaleuse, un periódico de chismorreos. En él
había arrebatos contra Picasso y Braque, contra el cubismo en general, del que
él mismo, con su escaso talento, había sido adepto. “Sobre mí”, dice Soupault,
“escribió: ‘Soupault se ha quitado la vida en Ginebra’, dando por hecho lo que
era sólo un deseo suyo. Y sobre André Gide dijo: ‘Cuando lea usted a Gide, la
quedará mal sabor de boca’”.
Allí pululaban las animadversiones; la conducta de macho alfa de Breton,
siempre amenazante como una caldera llena de vapor a la que en cualquier
momento podía saltarle la válvula; cada día cocinándose los hígados como una
salchicha a la brasa, salpicando la grasa hacia todas partes.
Soupault sigue cultivando los imponderables de la escritura automática
en los llamados “poemas vividos”. Se pierde en la planta de una casa burguesa,
se cuela en una fiesta a la que no ha sido invitado y se queda. Junto con
Jacques Rigaud, mejora la técnica de esas performances llevando flores y
confites. Y cuando se los desenmascara en su condición de falsos invitados,
reclaman que les devuelvan lo que han llevado. En medio del tórrido calor de
agosto, Soupault se hace una fogata con papel de periódico y se frota las manos
junto a ella para calentárselas. En los días de sol, les pide a las mujeres que
se protejan bajo su paraguas o le pregunta a un caballero, a plena luz del día,
si tiene fuego para encender una vela. Esas acciones poéticas acaban a menudo
con la amenaza de llamar a la policía o a un loquero. Faltan todavía tres años
para la fundación del movimiento surrealista (1924), y sus promotores ya no
están tan verdes. Soupault no le perdona a Breton su simpatía por Picabia: se
abre una delgadísima fisura en la amistad.
A Soupault se le atragantan las coincidencias cultistas, los escándalos
montados con precisión diaria. Se ve desplazado a un papel en el que le cuesta
reconocerse: poder tratar con Breton significa ser un muñeco que dice sí a
todo. En 1922 André Breton asume en solitario la dirección de Littérature, hay pelea entre Breton y Tzara, y ello
significa el fin de Dadá.
André Breton escribe casi por oficio prólogos para catálogos de
exposiciones. Los pintores piensan en imágenes. Y los cuadros, las imágenes,
alcanzan más rápidamente una valoración comercial más amplia que los poemas.
Breton, afirmaba el poeta surrealista Robert Desnos (que perdió la vida
en Theresienstadt en 1945), sólo reseñaba a aquellos pintores de los que él
mismo poseía alguna obra: De Chirico y Max Ernst, Miró, Dalí, Magritte y
Tanguy. Sin embargo, esos cuadros no se quedan en la condición de prenda bajo
la custodia perteneciente a unos amigos, sino que pronto pasan a circular en el
mercado. En ese momento surge una disputa entre Ré y Philippe Soupault sobre la
etiqueta de “surrealista” aplicada a la pintura.
Ré Soupault: “¡El surrealismo absoluto, es decir, el automatismo, es
imposible en la pintura!”.
Soupault: “No, Max Ernst era un auténtico surrealista, inspirado por el
momento, y Tanguy también”.
Ré Soupault: “¡No! Un cuadro puede soñarse, pero para su elaboración
ellos tenían que emplear sus habilidades manuales, y es en ese punto donde
acaban los sueños. Esos cuadros están muy trabajados. Y fue por eso, también,
por lo que el literato Pierre Naville se separó de Breton, porque no aceptaba
la llamada pintura surrealista”.
La conversación se centra entonces en Salvador Dalí, cuyo nombre parece
acelerarle el pulso a Soupault: “Un gran dibujante, pero no un pintor, el
espíritu absoluto del aprovechado”. Durante la presentación parisina de la
película El perro andaluz, en 1929, Soupault se encuentra por
primera vez con Dalí. “Esa película”, dice Soupault, “fue para nosotros, los
surrealistas, algo escandaloso en el mejor sentido”. Los responsables del filme
eran Luis Buñuel y Salvador Dalí. Y Buñuel, que estaba viendo cómo Dalí se
pavoneaba y se convertía en el factor desencadenante del revuelo, dijo ante
Soupault que Dalí sólo había tenido una participación mínima en la película.
Soupault: “Dalí, que había empezado como copista, se había propuesto
hacer cuadros como los de Max Ernst, André Masson e Yves Tanguy. Pero luego se
pasó a las filas de un exhibicionismo muy bien pagado”.
Y es sobre todo Dalí el que le trae al surrealismo su clientela de paso.
Un demonio con virtuosismo para los peluqueros; hombre de una comercialidad
descarada. Te cobraba un dólar por un apretón de manos. Aunque eso ocurriese
bajo la apariencia de la originalidad, con las colectas sonando en el cepillo
de su propia iglesia.
Gala (cuyo nombre al nacer era Yelena Diaronava) deja a su marido, el
poeta Paul Éluard, por las sonadas actividades de Dalí. Claire Goll dice sobre
Gala en sus memorias: “En lugar del tambor o del gran timbal que hubiera
necesitado, sólo la llevaba de la mano una flexible liana (Éluard)”.
“Y Gala”, dice Soupault, “fue quien empujó del todo a Dalí hacia el
mercado. Se convirtió en su caja fuerte. Dalí hacía anuncios de chocolate, de
productos cosméticos para el afeitado y de dentífricos”.
En 1927 el movimiento surrealista ya existe desde hace tres años, y
Breton se vanagloria de su título de “papa del surrealismo” como si fuese un
verdadero pontífice. Excomulga a sus compañeros Antonin Artaud, Robert Desnos,
Robert Vitrac y Philippe Soupault. Poco después, queda excluido Aragon; más
tarde, Éluard. Sólo quedan Breton y Benjamin Péret, que sigue al primero, según
Soupault, como un perrito faldero.
“Breton”, dice Soupault, “necesitaba amigos y quería, al mismo tiempo,
ser el único”. Había querido desempeñar, además, un papel político, y
simpatizaba con el Partido Comunista. “Pero los comunistas”, dice Soupault,
“desconfiaban de los surrealistas, veían en ellos a unos pequeñoburgueses”.
Al enardecido novicio Breton el Partido, como para que se fuera
desacostumbrando a su propia manía de grandeza, le hizo un sitio en la célula
de los trabajadores de la planta de gas de París. Breton se lo tomó a mal y se
pasó, a continuación, a las filas del trotskismo.
Philippe Soupault se mantiene al margen de todo eso: “Yo estaba
traumatizado con las Conversaciones de
Goethe con Eckermann, cuando dice que el que sirve a un partido se ha perdido
para la poesía”. Los motivos exactos de su expulsión del movimiento residen,
para Breton, en lo siguiente: Soupault escribía novelas, artículos para los
periódicos y fumaba cigarrillos ingleses.
A pesar de todo el “rechazo de los surrealistas por la novela como
refugio de ciertos hortelanos espirituales”, el surrealista Soupault escribe
novelas que tienen lugar en “calles desiertas, sin un alma humana, en las que
los pitidos y los disparos dictan las decisiones” (Walter Benjamin). Es una
prosa de escenas compactas en imágenes y de momentos de agudeza poética. En
ellas se ensalzan la noche y su peculiarísima fauna, una fauna que tiene la
necesidad de “vivir peligros extravagantes” (Soupault).
En Las últimas noches de París (1928),
un hombre elegante anda por la calle con el propósito de “todos los paseantes
nocturnos”: la búsqueda de un cadáver […], porque en París sólo la muerte es lo
suficientemente poderosa […] para acabar con un paseo sin rumbo”. En su
deambular, el elegante va reaprovisionándose los nervios exánimes. También en
el caso de los sucesos banales: “Pronto abandonamos la pista de baile de las
empleadas domésticas […] Esos bailes humorísticos, semanales, tienen el carisma
de unas jaulas para monos. Los sirvientes se inclinan delante de cocineras
rebosantes de buen humor”. El elegante sigue a la prostituta Georgette, que
recorre sin descanso los sitios más ambiguos de París: las aceras de los
solteros masoquistas, que pasan las horas frías sumidos en sus monólogos; los
parques en los que los desesperados directores de orquestas imaginarias dirigen
a unos virtuosos que tocan unos instrumentos ausentes.
También en la novela El negro (1927)
el narrador se halla tras el rastro de fechorías iridiscentes. Edgar Manning,
el negro de hermosura suprema, “vivo como el color rojo, rápido como una
catástrofe”, fluye a la deriva por las capitales de los blancos, pasa mucho
tiempo en sus mazmorras, pero no envejece. “No espera nada del futuro, porque
conoce su pasado aún no consumido”. El negro, que “prefiere nuestra carne
blanca a nuestra desesperación”, que no puede quedarse en la habitación de un
burdel “por la que esperan todos los demás animales domésticos con la lengua
fuera”, apuñala en Barcelona a una prostituta llamada Europa.
Soupault produce con rapidez. “Demasiada rapidez”, dice, aunque él no
tuviera que alimentar a una familia. Y mientras escribe sus inspiraciones como
al galope, se reúne con James Joyce, el más monstruoso de todos los
comerciantes de palabras. Joyce y Soupault mantienen amistad desde 1926.
El Ulises ya existe. Joyce está en pleno asalto de
esa otra montaña literaria llamada Finnegans Wake.
“Y como Proust”, dice Soupault, “Joyce, con su obra, se adhirió a una
religión. Eran realmente personas enfermas, víctimas de sus libros
extraordinarios”. Proust (muerto en 1922) sólo salía de casa, al final, para
realizar alguna pesquisa, para contemplar algún detalle sobre algún cuadro de
Gustave Moreau. Con ese rasero, las alternancias de Joyce eran casi opulentas:
adoraba el vino blanco suizo y el bel canto, y también
cantaba, acompañándose a sí mismo al piano. Soupault iba con él a la ópera
cuando el tenor irlandés John Sullivan estaba en el elenco. Y había que
aplaudir infinitamente para que Sullivan saliera una y otra vez de detrás del
telón y repitiese el aria de Guillermo Tell.
En 1930 Joyce está trabajando en la traducción al francés de “Anna Livia
Plurabelle”, un capítulo de Finnegans Wake. La
había comenzado Samuel Beckett, al que Joyce había querido tener como principal
traductor. Pero dado que Beckett tuvo que regresar a Irlanda, su labor fue
revisada, bajo la supervisión de Joyce, por Paul Léon, Eugene Jolas e Ivan
Goll.
Richard Ellmann, en su biografía de Joyce, dice: “Se decidió dar nueva
forma a la versión francesa, y a finales de noviembre convencieron a Philippe
Soupault para que se reuniera con Joyce y Léon cada jueves a las dos y treinta
en el piso de Léon en la calle Casimir Perier. Permanecían allí tres horas,
ante una mesa redonda que Léon amenazó con vender si Joyce grababa su nombre en
el tablero; y mientras Joyce fumaba en un sillón, Léon leía el texto en inglés,
Soupault en francés, y Joyce interrumpía aquel contrapunto de voces para
sopesar de nuevo la manera de formular alguna que otra frase. Joyce explicaba
entonces el doble sentido intencionado, y él o alguno de sus colaboradores
hallaba algún equivalente. Joyce ponía mucho énfasis en el flujo de la frase,
ya que le importaban más el sonido y el ritmo que el sentido”.
Philippe Soupault, que por naturaleza era incapaz de detenerse por mucho
tiempo delante de una frase, pasa con Joyce toda una tarde hablando del valor
de palabras como maquereau, souteneur y proxenete, las cuales, las tres, significan “chulo”.
Las conversaciones literarias le parecen a Joyce un fastidio. Al referirse a un
grupo de intelectuales que charlaba en un restaurante parisino, le dice a
Soupault: “Si al menos quisieran hablar únicamente de nabos”. Joyce, que en
1936 aún no ha oído hablar en absoluto de Kafka, se digna a veces a alabar a un
contemporáneo por causa de una línea en su obra. De Paul Valéry le gusta la
expresión “parmi l’arbre” en un poema, y de Soupault, según le dice a Samuel
Beckett, le cautiva la frase “La dame a perdu son sourire dans le bois” (“La
dama ha perdido su sonrisa en el bosque”).
El 2 de febrero de 1939 Philippe Soupault es uno de los ocho únicos
invitados al cincuenta y siete cumpleaños de Joyce, en el que, sobre todo, se
celebra la publicación de Finnegans Wake. El
mejor repostero parisino ha hecho una tarta en la que, entre unos sujetalibros,
hay una reproducción de las siete obras de Joyce, glaseadas en el color de su
encuadernación, con Finnegans Wake como
la última y la más grande.
En medio de la mesa hay una bandeja de espejo redonda que representa el
Canal de la Mancha, con Dublín y París a cada lado. Una garrafa de cristal en
forma de Torre Eiffel y una lamparilla de noche con forma de molino de viento
están del lado francés; una segunda lamparilla, representando una iglesia, y
una botella imitando la columna de Nelson, se yerguen del lado irlandés. Los
ríos Liffey y Sena están hechos con papel de estaño, con barcos de plomo; en el
Liffey hay unos cisnes. Hay vino blanco suizo y, tras la comida, Joyce canta a
dúo con su hijo Giorgio.
El surrealista Philippe Soupault ya no es, él mismo, objetivo de su
propia vida. Ya en 1927 empieza a vivir fuera del canon surrealista y escribe
reportajes para periódicos parisinos. Las aventuras y las experiencias le
interesan más que la literatura, con lo cual él es el único que “permaneció
fiel al empeño que animaba originalmente al grupo surrealista” (Gaëtan Picon).
Estuve escuchando a Soupault durante una hora a lo largo de cinco días
consecutivos. Cuando algo lo excitaba particularmente, contaba con una media
hora extra. Por ejemplo, cuando habló de Henry de Montherlant, en cuya vecindad
vivió durante un tiempo en el Quai Voltaire.
Montherlant, que era homosexual (su libro más famoso se titula Pitié pour les femmes) y que puso todo su empeño en
camuflar ese hecho, tenía una relación con el escritor Roger Peyrefitte (Las llaves de San Pedro).
“Y Peyrefitte, ese sucio individuo”, dice Soupault, “publicó unas viejas
cartas de amor de Montherlant”. Montherlant fue chantajeado. Y cuando él, que
era extremadamente tacaño, no pagó, un tipo lo tiró por las escaleras en el
Quai Voltaire. Montherlant cayó de cabeza y desde entonces padeció de vértigos.
Soupault: “Se arrastraba a sí mismo, hecho una ruina, hasta el
restaurante La Frégate, situado junto al Quai Voltaire, donde me lo encontraba
de vez en cuando”. Luego se fue quedando ciego, y le llevaban la comida de La
Frégate hasta su casa. En 1972 se pegó un tiro.
Mientras copiaba los resúmenes de las cintas grabadas con Soupault, me
enteré que lo habían tenido que operar para extirparle una de las cuerdas
vocales. Tuve entonces mucho miedo de que muriera a causa de esa operación y
que la historia sobre él se convirtiese en un homenaje póstumo. Pero ya se ha recuperado,
aunque no podrá seguir dando esas errantes informaciones con su voz.
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EDIÇÃO COMEMORATIVA |
CENTENÁRIO DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidado: Winsor
McCay (Estados Unidos, 1869-1934)
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Número 142 | Setembro de 2019
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