Todo
cuanto de bahía se ha aglutinado para formar tus senos todas las campanas de ibiscus
todas las otras perlíferas todas las pistas confusas que forman un mangrove todo
cuanto hay de sol en reserva en los lagartos de la sierra todo cuanto se necesita
de yodo para hacer un día marino todo cuanto es necesario de nácar para dibujar
un sonido de concha submarina.
La visión de la Martinica emergiendo con su
cabeza en forma de nube sobre las aguas del Caribe, perdura en mí con esos atributos
misteriosos nacidos de la identificación perfecta de una cosa con la imagen mental
que, sin conocerla, nos habíamos formado de la misma, atributos capaces de conferir
a tal coincidencia una calidad alucinante, el sentimiento de una realidad tan íntimamente
compenetrada por el espíritu como para situarla en esa zona donde desaparece la
contradicción de lo objetivo y lo subjetivo y por un instante, al fulgor de una
gran tensión emocional, es recuperada la gran unidad perdida. En efecto, el cielo
abriendo su inmensa tapa de piano sumergido, el vaho producido por la respiración
de los helechos, la vida secreta de los mariscos en la plata, el olor a café, a
humo de montaña, la masa de la isla que un efímero encuentro desplegaba ante mi
vista, emergían tanto del mar como de las profundidades de mi corazón desde donde
sus formas parecían corporizarse con la fascinación del sueño.
Como tu risa de lomo
de marsopa en la plata del naufragio.
Como la sonrisa verde
que nace de la bella agua cautiva entre tus párpados.
La isla, ya un tanto velada por las últimas
luces de la tarde se aproximó hasta ponerse al alcance de la voz humana dejando
oír sus risas de negro y sus gritos de adiós mientras el barco en que viajaba pasaba
de largo ante sus puertas. Tallada en una materia sombría, mezcla de lujuria y de
voracidad solitaria, desapareció largo rato después, girando majestuosamente sobre
su eje, exactamente en ese momento en que la montaña comienza a constelarse con
los pequeños fuegos que la transforman en una inmensa esponja petrificada con todos
sus orificios iluminados desde el interior.
¿Cuándo
llegará la noche del mundo en que los reverberos serán grandes muchachas inmóviles
un nudo amarillo en los cabellos y el dedo sobre la boca…?
Port-de-France comenzaba a preparar en la arena
su alambique nocturno capaz de filtrar eternamente el canto sin piedad de las olas.
Se ven unas naves ancladas en la caleta, unas cabezas de palmeras y unas figuras
oscuras agitando sus brazos al borde del agua. Todo un mundo prisionero, abandonado
a los elementos, sobre el que flota aún la sombra de Gauguin y del que emana una
especie de incitación incalmable alimentando –quizás a causa de su propia cautividad–
el sueño de una existencia sin limitaciones, vertiendo en el alma ese sabor inolvidable
que reduce a su verdadera miseria los paraísos y las fórmulas de la domesticidad.
Está en el suelo el
mapa de las transmutaciones y las astucias de la muerte.
Ciertos lugares, en efecto, parecen poseer en
grado extremo el poder de sacudir la capa de inercia con que el juego de los conformismos
aletarga la imaginación. Tales sitios captan e irradian a la vez las ondas más secretas
del deseo, actuando como una especie de fermento. De ellos se desprende una energía
desconocida, un oscuro hechizo, como si en ellos, más que en ninguna otra parte
persistieran aún frescas las huellas del caos inicial. Recuerdo una caleta en Perú,
ciertos rincones de la llanura. De la misma manera la Martinica se me aparece como
una especie de colina inspirada, cuya
sola proximidad es capaz de provocar un indefinible estado de inquietud, la polarización
de toda clase de sueños en su aliento magnético.
Morada hecha de grandes
gotas del diluvio
Morada hecha de armónicas
machos
Morada hecha de ocarinas
hembras
Morada hecha de plumas
de ángel desgarrado
Mucho tiempo después de aquel primero encuentro
toda la vibración con que la isla había sacudido mi espíritu, en un contacto brevísimo
pero intenso, renacía para conmoverme de nuevo como una viva levadura del trópico.
Esta vez la Martinica me salía al paso en un gran ritmo, con todas sus facetas fosforescentes
en la poesía de uno de sus hijos, el gran poeta negro Aimé Césaire, haciendo reverberar
en medio de una extraordinaria magia verbal su diamante de pudriciones y cielos
carniceros. En dicha poesía volvía a hallar la misma facultad de precipitar el espíritu
a un grado de tensión extrema, la misma irresistible fascinación de las Antillas
–que hizo precipitarse a sus aguas desde la popa de un barco en Viaje a Cuba, a
otro gran poeta: Hart Crane– el testimonio de unos sentidos exasperados y además,
una nota aguda y persistente que no cesa de percibirse bajo el tumulto de las palabras:
un violento impulso de rebeldía dirigido a rescatar la imagen total del hombre perdida
bajo el cúmulo de miserias y mutilaciones que le ha inflingido, en todos sentidos,
una esclavitud inmemorial.
Hay en efecto en la obra apenas difundida entre
nosotros de este gran americano, una capacidad de emoción que desarrolla inagotablemente
sus círculos concéntricos. Aimé Césaire alcanza –entre todos los poetas en lengua
francesa de postguerra– la mayor fuerza lírica. “Su lengua –dice Picón– es uno de
los laboratorios de donde la poesía del porvenir puede salir enriquecida y transformada”.
Nacido en Basse-Point, Martinica, es la figura señera en ese mundo disperso, de
pequeñas hogueras perdidas en los mares lejanos, conocido con el nombre de “las
islas”, que ya ha dado a la literatura francesa hombres como Saint-John Perse, René
Menil, Jaques Rumain. Sus primeros textos aparecieron en la revista “Trópicos”,
fundada por él en Port-de-France, en 1941, y cuyas páginas, en los peores momentos
de la catástrofe constituían un claro rechazo del derrotismo entonces imperante
en el Continente. En 1946 vió la luz su primer libro: “Las armas milagrosas”, editado en París. Al año siguiente publicó su
largo poema “Cuadernos de un retorno al país
natal”, y en 1948 su última recopilación. “Soleil Cou-Coupé”.
Oh
todo aquello cuya mirada es un carrusel de pájaros nacido de un equilibrio sobrehumano
de esponjas y de fragmentos de galaxia extinguida bajo el talón de una pequeña estación
Toda la obra de Césaire –bella como el oxígeno naciente, según la
expresión de Breton– posee ese relámpago blasfematorio propio de la verdadera poesía,
relámpago que nunca ilumina las versificaciones y los ejercicios donde la retórica
corriente no es otra cosa que el testimonio de la más baja sumisión, no sólo ante
los límites de la condición humana, sino también en las formas más superficiales
de la realidad. La poesía digna de tal nombre
–dice el mismo Breton en su bello prólogo– se
evalúa por el grado de abstención, de rechazo, que ella supone y este aspecto nativo de su naturaleza exige ser tenido
por constituyente: ella siente repugnancia en dejar pasar todo eso que quizás ya
fue visto, entendido, convenido, en servirse de aquello que ya ha servido, como
no sea apartándolo de su uso anterior. Tal requisito se cumple con creces en
los poemas de Césaire.
La
debilidad de muchos hombres es que ellos no saben llegar a ser ni una piedra ni
un árbol
La experiencia surrealista constituye la más
profunda toma de conciencia de los problemas y los fines de la poesía, a la cual
–llevando hasta sus últimas consecuencias la línea iniciada por Lautréamont y Rimbaud–
no asigna otro fin que el de cambiar la vida.
Aimé Césaire es heredero directo de dicha experiencia, trasladándola a un plano
donde lo humano incide directamente en lo maravilloso. Su poesía no es una fuga
hacia un mundo gratuito, ajeno al drama contemporáneo, sino una nueva demonstración
del vigor del surrealismo y de su capacidad para dotar de la osadía necesaria y
conducir a su máxima violencia a todo sincero intento de captación de la realidad.
Especialmente en los poemas de Les armes miraculeuses
y Soleil cou-coupé crea Césaire una atmósfera
eléctrica cuyo poder de trasmutación establece entre las cosas relaciones inesperadas.
El enigma oculto bajo las apariencias de la realidad
rugosa es penetrado por medio de oscuras asociaciones hasta crear el sentimiento
de una íntima comunicación con el mundo. Hay en ellos esa toma de contacto esencial,
esa conmoción súbita de todo el ser, intraducible a otra lengua que la poética.
No se trata aquí, como en la falsa
poesía, de la descripción narrativa y exterior de un momento vital, sino de la creación
misma de ese momento en lo más hondo de la subjetividad del lector, a quien se somete,
por medio de las virtudes mágicas del idioma, a un auténtico proceso de encantación.
Cada poema de Césaire es una especie de ceremonia ritual, una danza de gran hechicero,
un delirio de tambores que conduce gradualmente al trance.
Yo me encontraba como de costumbre antaño en medio
de una usina de nudos de víperos en una gange de cactus en una elaboración de peregrinaje
de espinas –y como de costumbre estaba salivado por miembros y lenguas nacidos mil
años antes de la tierra– y como de costumbre hice mi plegaria
matinal que me preserva del mal de ojo y que dirijo a la lluvia bajo el color azteca
de su nombre.
No son las facultades lúcidas de la razón las
que organizan sus palabras de acuerdo a las jerarquías de una sintaxis y a las asociaciones
consagradas. El idioma es deshecho, destruido, desarticulado en sus resortes lógicos
para volver a inventarlo con la libertad sin límites de la inocencia. Una ola de
pasión hace saltar los vínculos usuales y altera la significación corriente de los
vocablos, impregnando a esas frases, recién balbuceadas por los labios de la Sibila,
que despliegan en todas direcciones sus ramificaciones fulgurantes. Poesía directa,
concreta, extraordinariamente simple, vital, apresando cuanto toca con sus bellas
patas rojas de cangrejo, hace brillar su saliva de fósforo donde pululan las intuiciones
más rápidas, situándose en la pura lógica del corazón, más allá de esos pretendidos
discursos poéticos confinados en una prisión de conceptos y silogismos.
Lluvia
que en tus más represensibles desbordamientos no te cuidas de olvidar que las jóvenes
del Chiriqui extraen a menudo de su corsé de noche una lámpara hecha de luciérnagas
emocionantes.
La obra de
Aimé Césaire es el punto de refracción de diversos contenidos emocionales que la
sostienen con sus matices siempre cambiantes. En ella se desarrolla un permanente
conflicto dialéctico. Es la síntesis y la encrucijada de una serie de fatalidades,
nacidas de la situación de inferioridad a que su raza es relegada en el mundo blanco,
de la dependencia colonial de su país, de su conciencia social, de su sensibilidad,
condicionada a la vez por su raíz negra y el paisaje americano del trópico, en pugna
con las formas artísticas del mundo culto occidental, etc. Teatro de una serie de
oposiciones dramáticas éstas concurren a crear esa expresión nueva capaz de contenerlas
a todas y de reunir en un solo haz sus energías antagónicas. No obstante, dentro
de ese confuso núcleo de fuerzas es posible distinguir tres elementos capitales.
Ante todo,
el sello ancestral de su raza, la peculiar aptitud del alma negra para captar la
realidad más por la intuición y el sentimiento que por la especulación y el análisis
mental. A diferencia del blanco, en cuyo espíritu veinte siglos de racionalismo
han producido una escisión irreparable entre el mundo de la conciencia y el mundo
oscuro de la sangre, desgarradura trágica a cuya abolición apunta, por ejemplo,
la obra de un Lawrence o un Giono, el negro conserva intactas aún las raíces originales
que lo unen a la naturaleza, o mantiene todavía muy vivo el recuerdo de las grandes alianzas traicionadas. De allí su conflicto
al sentirse incorporado al orden de una cultura eminentemente técnica, en la que
ya no hay cabida para un ser intacto en el sentido de Rimbaud.
Me ha ocurrido entre el azoramiento de las ciudades buscar
qué animal adorar.
Ahora bien,
el sufrimiento producido por una existencia dividida entre dos mundos enemigos,
uno de los cuales oprime al otro casi hasta la asfixia, no se traduce en Césaire
en una queja lastimera o en la nostálgica evocación de un pasado mítico, sino en
una combativa y apasionada reivindicación de los valores propios del alma negra:
su inocencia primordial, la exaltación del cuerpo y de los sentidos, su concepción
panteísta y mágica del mundo, la nostalgia orgullosa del África ancestral como un
símbolo del reino puro de la sangre y de los instintos, del sol y de las potencias
dionisiacas de la vida. Por los poemas de Césaire pasan los grandes soles rojos
del Congo, de lengua de serpiente, que al abrirse dejan ver en su interior la madera
negra de los tótenes y el tatuaje de las calabazas, la llama de dos vibrantes alas
amarillas que arde en el cuello de Zelandia “circundada de un suelo jonché de carapachos”, las imágenes abisales
que el utilitarismo moderno ha ahogado en lo profundo de la conciencia. Cahier d’un retour au pays natal, escrito
en París poco antes de regresar a la Martinica es, en primer término, el
canto nacido de la nostalgia de la isla, de su miseria y su esplendor, de la infancia
desvanecida entre las hojas del plátano y el vaho de las Antillas, pero es también,
en un sentido más profundo, el orgulloso retorno al mundo ancestral de sus antepasados,
a los mitos eternamente vivos en la memoria de su raza.
Yo tengo manos azules que todo detienen. I lengua
es azul. Azul es mi oro y el orgullo de la sangre de los malditos que vuelven hacia
mí la cabeza. Si vous savie. He dado vuelta todas las piedras todas las penas todas las plegarias.
Aparte de esta
contradicción fundamental entre el blanco y el negro, en este último perdura como
una llaga irredimible el recuerdo inconsciente de los ultrajes padecidos por sus
antepasados –y con ellos la dignidad humana– en nombre de la pretendida superioridad de
una civilización a cuyo fracaso, en tantos órdenes, estamos asistiendo. De aquí
nace el segundo elemento que nutre su poesía: la intransigencia total hacia un orden
social tras cuyo hipócrita humanismo se mantienen aún vigentes las más feroces discriminaciones
raciales. Pero Aimé Césaire se halla muy lejos de la llamada poesía social, fruto de un espíritu reaccionario
incapaz de comprender que es imposible reducir la verdadera poesía a la categoría
de un epidérmico excitante elaborado con un tema político. En cambio, es la suya
verdadera poesía social en el sentido en que lo es la de un Whitman o un Vallejo,
por la profundización de su subjetividad hasta llegar a reconquistar en ella todo
cuanto es desechado, frustrado, negado por una moral equívoca, un orden mental que
deforma toda personalidad, y una sociedad que engendra en su seno la mayor injusticia.
La originalidad de Césaire –dice J. P.
Sartre examinando este aspecto de su obra– consiste
en haber deslizado su preocupación estrecha y poderosa de negro, de oprimido y de
militante, en el mundo de la poesía más destructiva; más libre y más metafísica,
en momento en que Éluard y Aragón fracasan en dar un contenido político a sus versos.
El
lynch es una orquídea demasiado bella para dar frutos… el lynch es una mano condimentada
de piedras preciosas, el Lynch es una suelta de colibríes, el Lynch es un lapsus,
el Lynch es un golpe de trompeta un disco rajado de gramófono una cola de ciclón
a la rastra llevada por picos rosas de pájaros rapaces. El lynch es una bella cabellera que el espanto arroja
sobre mi rostro el lynch es un templo arruinado por las raíces y ceñido de selva
virgen.
El tercer elemento
sería la constante presencia en sus poemas de una naturaleza cuyas manifestaciones
lujuriantes son percibidas con una oscura embriagues. Igual que en la pintura del
Aduanero –profundamente negra–
hay en ellos un reverbero mágico, una confusa mezcla de sueño y jungla. Su contacto
electriza, despierta los ritmos ancestrales, pone a su corazón en comunicación con
el fuego central. el negro se siente en el trópico, en su elemento; es el hijo de
esa explosión inmóvil de fuerzas con que la vegetación y el paisaje se desbordan.
Para el blanco, en cambio, el trópico es una potencia demoniaca, una especie de
trampa dionisiaca que enerva su voluntad y sus energías. Los poemas de Césaire poseen
siempre ese estremecimiento de felicidad extraordinaria que solamente la vista de
una serpiente devorando un pájaro o de una manga de langostas es capaz de producir.
Una hoja mal jugada
publicada por el viento.
Por largo tiempo
la certidumbre de la navaja de afeitar o el color verde delirio de la cantárida
han sido lamentablemente confundidos con la ortopedia o las antologías de versos
recitables. La poesía de Aimé Césaire produce una relampagueante solución de continuidad
en todas esas matemáticas del onanismo. Quiero decir que a medida que se ahonda
en la conducta severa, asumida hasta la catástrofe, de un Rimbaud. Un Lautreamont,
un Artaud, desaparece el viejo decorado convencional para dar paso al hombre vestido
de negro que persigue, a través de la ciega muralla de las apariencias sensibles,
un destello de lo absoluto. Sólo la poseía puede proporcionarle “las armas milagrosas”
necesarias para alcanzar su propósito. Y sólo entonces ella inviste su grandeza
legítima, capaz de provocar en la atmósfera de lo establecido esa violenta reacción
“bella –para decirlo con una frase de Césaire– como el gesto de sorpresa de una dama inglesa
al encontrar en su sopera un cráneo de hotentote”.
Soy
quien canta con una voz cautiva aún en el balbuceo de los elementos. Es dulce ser un trozo de madera un manojo una gota
de agua en las aguas torrenciales del fin de comenzar de nuevo. Es dulce adormecerse
en el corazón trisado de las cosas.
En nuestro
país la poesía carece casi por completo –con excepciones muy reducidas– de un espíritu de ruptura verdaderamente
profundo. Hasta en las revistas de los jóvenes se advierte la ausencia de esa capacidad
de rechazo que implica el abandono sin salvación a “las aguas torrenciales del fin
y de comenzar de nuevo”. No sólo se hacen todavía invocaciones al Hades, sino que
existe toda una corriente de nuestra lírica –destinada a satisfacer los apetitos
más cotidianos– que lleva a su colmo, con Bernárdez, por ejemplo, la difamación,
más completa de lo maravilloso, ahogando, con una eficacia mortal, toda verdadera
nostalgia de conocimiento. Es el espíritu de sumisión de dicha poesía “de índole
venenosa” según la califica Breton, lo que da la medida de la tiránica exigencia
de libertad que alienta en la obra de un auténtico poeta como Césaire, y lo que
da la medida de su grandeza.
NOTA
Los textos en bastardilla pertenecen al libro Cahier d’un retour au pays natal. Ensayo
publicado originalmente en la revista Letra
y Línea # 1 (Buenos Aires, 1953).
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO
Número 150 | Fevereiro de 2020
Artista convidado: Daniel Cotrina Rowe (Peru, 1966)
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