La vigencia de la
poesía de María Meleck Vivanco reside en un imaginario propio, tan extendido como
esquivo a dilucidaciones basadas en premisas lógicas y razonamientos lineales. Hay
instancias en que definir –uso palabras del poeta cubano José Lezama Lima- se convierte
en cenizar; es por ello que a esta obra siempre en ebullición sólo es posible acercarse
a en base a conjeturas. Tan contundente es la poesía de Vivanco, que cada verso
la representa; elijo dos: “todo respira incendio” y “ella se pudre en sueños”; son
apenas señales de una selva interior donde hierve su marmita de fuego derretido.
Con datos pálidos, hilachas del bosque, fulgores que duran un parpadeo, arma una
y otra vez la historia de una niña que posa sus enormes ojos en las “huellas carnívoras”
de la noche. Otra de sus anotaciones habla de: “el misterio de una espesura abierta”,
dando cuenta del hecho poético: la posibilidad siempre remota de entrever por una
rendija los matorrales del enigma. Poeta de la videncia, Vivanco trabaja con paisajes
exuberantes y devastados, donde el amor y la muerte abrevan en la misma poza. Así,
la urdimbre de sus imágenes incorpora paisajes astillados, naufragios, cacerías,
pesadillas, pero también la vehemencia del erotismo, la exaltación de lo vital y
un amor que es vocación y esmero.
Nacida en Córdoba
en 1921 y fallecida en 2010 en Uruguay (donde vivía desde 2008), Meleck Vivanco
publicó siete libros–número cabalístico- y dejó inéditos otro tanto desde 1956,
cuando escribió su libro inicial Taitacha
temblores hasta la publicación en 2009 de su Antología poética. Sus otros libros publicados son: Hemisferio de la rosa (1973), Rostros que nadie toca (1978), Los infiernos solares (1988), Balanza de ceremonias (1992) y Canciones para Ruanda (1999); mientras que
en la lista de inéditos figuran: Plaza prohibida,
La moneda animal, Balanza de memorias, Bañados
de sereno, Mi primitiva cruza, Los regalos de la locura y Mar de Mármara, libro que, a partir de esta
edición, pasa a formar parte de la lista anterior).
El volumen que presentamos
aquí reúne entonces dos momentos distintos y sustanciales de la autora: el ya publicado
Canciones para Ruanda (tuvo una edición
exigua en 1999 y en la Antología poética
estuvo representado sólo por cuatro textos), y el hasta aquí desconocido Mar de Mármara (la autora estaba terminando
de corregirlo al momento de su fallecimiento y apenas recoge ocho de sus textos
la citada compilación). Ambos títulos convalidan un registro verbal que es jadeo
impetuoso, “brújula desaforada” en el arrastre de las figuras sensoriales de un
jardín sangrante que se marchita y refulge con su flora solar. La escritura de Vivanco
es lenguaje de riesgo poblado de asociaciones imprevistas, correspondencias subterráneas,
adjetivaciones audaces (“puñales devorantes”, “jinetes infinitos”, “rosa esclava”,
“seno demencial”); un dejar fluir que se espesa con los fragmentos del delirio transformado
en “tráfico de sueños”. En este sentido, y en épocas de imaginaciones acotadas y
metáforas previsibles (cuando las hay), la expresión de esta poeta rezuma libertad,
lo que mucho habría que agradecerle.
A partir de su llegada
a Buenos Aires en 1945, Vivanco quedó enrolada en el surrealismo vernáculo; esa
“tribu maravillosa” que se reunía, según lo contó en una entrevista: “todas las
noches a cenar en un modesto restaurante como el Robino de Corrientes y Ángel Gallardo
o piringundines cercanos al puerto… recitábamos nuestros textos, se hablaba de los
famosos manifiestos de Bretón, como si se tratara de la Biblia. El grupo más representativo
lo formaban: Aldo Pellegrini, Francisco Madariaga, Juan José Ceselli, Oliverio Girondo,
Carlos Latorre, Enrique Molina y Juan Antonio Vasco” (1). Esta bohemia –que Vivanco
sitúa entre 1945 y 1955- se entronca con un momento de auge del surrealismo argentino
en el que surgen sus revistas más importantes -Ciclo, A partir de cero y
Letra y línea- y los libros iniciales
de Madariaga, Vasco, Pellegrini, Ceselli y Latorre; en tanto Molina iba dando pasos
firmes con Pasiones terrestres y Costumbres errantes o la redondez de la tierra.
Extraña e hecho de que en la década aludida, de gran producción y difusión de textos,
Vivanco no haya publicado libro alguno.
Su filiación surrealista
–ella misma se consideraba dentro de este movimiento- tiene que ver con una escritura
que surge de un estado de videncia que se vuelve presagio, desvarío y automatismo
psíquico: “escribía como en trance”, acota su hija Juana, y agrega que a ratos su
poesía parecía “hilvanada por una coherencia intuitiva” (2). Ese impulso lo describiría
la misma poeta de este modo: “Cierra sus ojos, que encadenan de llama en llama,
lo invisible”.
El año en que la
poeta de Córdoba se traslada a Buenos Aires, Olga Orozco –esa gran poeta filosurrealista
con la que mantendrá una estrecha amista- está terminando de corregir su primer
libro, Desde lejos. Por ello, no es casual
que Mar de Mármara comience con un texto
homenaje a Orozco con versos que sin esfuerzo dan también el retrato onírico de
la autora: “maga en los jardines de la cábala… temeraria en vilo”. Ambas mujeres,
temerarias en vilo, van a compartir un imaginario que es textura onírica, esoterismo,
lenguaje oracular y a ratos escenografía de cuento de hadas con bosques enmarañados,
brujas, hechizos, revelaciones, querubines, encantamientos, barajas, talismanes
y duendes. Por momentos la escritura toma una cuerda barroca de selva tupida, maleza,
cardumen de hojas y de pétalos, enredaderas, telarañas, hervideros de insectos.
Tanto Orozco como
Vivanco –que en esos años trabajan como correctoras de estilo; la primera en el
sello Fabril, la segunda en Claridad- utilizan el verso de amplio periodo para tejer
una atmósfera opresiva, un clima de inmovilidad y acechanza. Dice la autora de Mar de Mármara: “Ahora, envuelta en hilachas
de vidrio, siento que un roedor helado por detrás de la nuca me atormenta” (3).
Aparte de Apollinaire
y los cultores de la vanguardia, Breton y demás poetas franceses que reivindican
la escritura automática; descontando a Neruda y las otras voces de la desmesura
americana, y aparte de la posible interinfluencia entre los miembros del grupo surrealista
que frecuentaba en Buenos Aires, la obra de Vivanco lleva la marca del poeta Aimé
Cesaire. Sobre esta voz de la negritud ampliamente conocida, leída y difundida en
la Argentina de esos años, escribió el mismo Pellegrini: “Cesaire nos ofrece el
espectáculo de una naturaleza en ebullición, donde las cosas se metamorfosean bajo
la ley de lo imprevisible, animándose, adquiriendo vida” (4). Caracterización que,
como anillo al dedo, le cabe también a Vivanco. Otro tanto sucede con estas reflexiones
de Agustí Bartra a propósito de Cuaderno de
un retorno al país natal: “Cesaire nombra no mediante la palabra, sino arrancando
la imagen como ‘un pan de las profundidades’”, y añade: “Con un estilo de asalto
y de resaca, sus imágenes de muerte… alternan con esplendorosas visiones de alegría
solar” (5). Es indudable que estos poetas comparten un tejido verbal en el que adquieren
relieve las escenas de destrucción, lujuria, ferocidad y desenfreno. Trabajan ambos
el verso eslabonado en una respiración desbocada y continua; una acción en cadena
animada por enumeraciones caóticas, lo que se da tanto en Las armas milagrosas de Cesaire como en Mar de Mármara, Canciones para
Ruanda, Los infiernos solares y otros
trabajos de la poeta argentina. En un diálogo apócrifo, ella murmura: “Color de
noche su piel, seda que hoy flota luminosa, como abanico sangrando en la faena de
los toros”; él le responde: “…abrirás tus párpados que son un abanico muy bello
hecho de plumas enrojecidas de tanto mirar como late mi sangre”. Otros pasajes de
Vivanco que muestran contigüidad con las expresiones del poeta de Martina, provienen
de Canciones para Ruanda: “Busco el secreto
manuscrito de Ruanda Su memoria discriminada al cielo polvoriento”, “En la costa
quemada El suave balanceo de palmeras Y el contorno invisible de un animal violento”,
“Piratas como dioses sellan la última puerta”.
Curiosamente se
cruzan un poeta de la negritud que reconoce una patria de origen, África, y una
poeta americana que escribe sobre la lejana Ruanda; los dos con un lenguaje de textura
surrealizante, paisajes alucinados y una mirada crítica hacia la prepotencia de
las políticas coloniales y autoritarias de quienes dirigen o patrocinan las masacres.
Lejos de querer incurrir en un acto de transformismo para atribuirle un tono social
a la poesía de la autora de Canciones de Ruanda,
quiero hacer notar que al igual que el Enrique Molina de Monzón Napalm, abundan los autores en los que coexiste la búsqueda
formal y la conciencia “política”. Después de todo “política” será un término usual
en la vida de Vivanco, quien según su hija Juana, también escritora, estuvo entre
las fundadoras del Partido Comunista de Córdoba y se casó con un socialista “de
la línea de Alfredo Palacios”; y aunque ya en Buenos Aires el matrimonio estuvo
lejos de una militancia orgánica, “siempre apoyaron las revoluciones de América;
desde el Che hasta Allende” (6). En otro de sus libros, Plaza prohibida, escrito a mediados de los ‘70 durante la última dictadura
argentina –sigue Juana- es posible encontrar: “la opresión pero sublimada al amor.
Las imágenes son amantes inconfesos buscando asilo en la oscuridad y todo el libro
está impregnado de desasosiego”. En ese libro inédito, escribió la poeta: “Vengo
contando huérfanos descalzos…”, “Estos que aquí morimos somos tercos y firmes” (7).
No resulta entonces
nada extraño que la haya estremecido el genocidio de Ruanda de 1994 contra la población
tutsi, en el que fueron asesinadas cerca de un millón de personas. En todo caso
si hay algún tipo de denuncia en este libro, se manifiesta en esas formas expresivas
que en Melek Vivanco devinieron estilo. Lo dijo ya el poeta guatemalteco Luis Cardoza
y Aragón: es la poesía la que hace política, no la política la que hace poesía.
El exterminio le arranca a la poeta pasajes como los que siguen: “las banderas de
orfandad Enrojecen la lluvia”, “O la caravana que alisa arena y castiga a los pájaros
heridos”, “O verdugo que paraliza péndulos y corroe los países de la aventura”,
“Como un higo de luto”, “Ya nos revuelve el asco”. En una línea parece aludir a
la indiferencia de las potencias ante la masacre, aunque siempre oportunas sobre
el rédito de las guerras: “Muertos de Ruanda descorren los visillos de sangre Miran
pueblos llenos de excusas”.
Todos los manifiestos
y proclamas de los movimientos vanguardistas -del Futurismo a la fecha- colocaron
su eje en las palabras en movimiento y la imagen como elemento nuclear. En Vivanco
esto se da de modo natural; es copiosa su metaforización, la profusión de imágenes
creadas que, como pretendía el poeta chileno Vicente Huidobro, son urdidas por fuera
de todo marco referencial. La poeta utiliza a ratos el símil, instancia que es intersección
y punto de enlace entre elementos desacordes, aunque en su caso el “como” nunca
está al servicio de las analogías o semejanzas previsibles; aquí más que comparación
el símil implica careo, cotejo, como se dijo, entre elementos disímiles. Escribe
Meleck Vivanco: “El talismán solar como un menudo insecto proyecta su lámpara en
el muro”, “Como un andrajo en la memoria del ciego más ardiente”.
Poesía bifronte,
entre la celebración y la agonía, la obra de nuestra poeta se desglosa, siempre
con tonos exaltados entre opuestos: eros y thanatos. En una línea de Canciones para Ruanda instala una lucha de
contrarios que es a la vez complementación. Escribe: “Apresurada amante de la muerte”,
a la que se enlaza la atmósfera de devastación y desolación de Már de Mármara: “Teje y desteje la araña,
su red de seda fúnebre”, “Los ramos de la encina con su frío, los galgos del destino
amotinados, el corazón que yace en su intemperie” “Y me parecen negras las substancias
del deseo amanecido con las manos cerradas”. Visiones que en su reverso cargan un
cuerpo en llamas abriendo con fuerza las compuertas de la fiesta y el extravío;
todo en una atmósfera de marcada sensualidad y un erotismo que, por otro lado, atraviesa
toda su obra: “Asistida por sombrillas de nácar soy mujer de dientes devorantes”,
“Vastas mudanzas procuran los caballeros del orgasmo”, “Busco la lengua y su santuario
silencioso”, “la moneda de puerto entre los dientes es como mi cuerpo”. El amor
desbocado que en libros anteriores se hizo interrogación (“¿Acaso estabas muerto
cuando no me veías?”) instala en Canciones
para Ruanda en forma contundente lo yermo e irreparable (“nadie le salva el
corazón a nadie”), y por fin el anhelo en Mar
de Mármara: “Su corazón, su inagotable corazón crecía en la comarca de los vientos
que desflecan la tierra”.
Poesía de la metamorfosis,
de la mudanza, de un todo trastocado; poesía de lo lúdico, del arrebato; la escritura
de Vivanco deviene jadeo en el encabalgamiento de versos que se despeñan en una
escritura que elude la puntuación y usa en forma antojadiza las mayúsculas para
dar un fraseo singular. Sus imágenes se mueven entre lo radiante y lo sombrío, para
revelarse con igual vigor. Dice: “Mientras la luna exhala su perfume animal me instalo
soberana en los jergones del monte En los remiendos estrellados del viento”, “esas
crías feroces, domesticadas con los escupitajos del infierno”, “Payasos de carne
enamorada Y respiración de puro fuego blanco”.
Poeta que se reivindicaba
surrealista -aunque era evidente su deuda con el romanticismo exacerbado-, maga
de los bordes, de gran libertad creativa, exploradora del enigma que describe como
“caldo de quimeras” Vivanco pone todo en entre dicho, menos el lugar de la poesía
y escribe: “Con mi arrogancia suave, puedo curar al mundo Con mis disparos de aventura
entre palabras desoladas”.
NOTAS
1. Rita Kratsman y Seva Dipasquale,
entrevista a Maria Meleck Vivanco en entrevistamelek.blogspot.com
2. Diálogo entre Juana Guariglia
y jorge Boccanera.
3. Esta atmósfera de terror
sobrevuela varios libros de Olga Orozco, en especial La oscuridad es otro sol donde cada paso del personaje niña abre un
vacío que es a la vez sobresalto y espanto.
4. Pellegrini, Aldo, Antología de la Poesía Surrealista, 1961,
citado por Juan Calzadilla en el prólogo de Poesías,
Aimé Cesaire, Ministerio de Cultura, Caracas, 2005.
5. Agustí Bartra, prólogo a
Cuaderno de un retorno al país natal,
ERA, México, 1969.
6. Ibid 2.
7. La Antología poética de María Meleck Vivanco, Fondo Nacional de las Artes,
Buenos Aires, 2009, incluye cuatro textos del libro inédito Plaza prohibida.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO
Número 150 | Fevereiro de 2020
Artista convidado: Daniel Cotrina Rowe (Peru, 1966)
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