quarta-feira, 27 de maio de 2020

OMAR CASTILLO | Romance de Medellín, escribir cuando hace miedo la ciudad


En el recorrido propuesto en este Romance, busco aproximarme a algunos de los textos literarios producidos en Medellín en las décadas de 1980, 1990 y 2000. Para ello acudo a la escritura de poetas y narradores cuyas vivencias fueron tocadas por lo sucedido en esos años, vivencias que nutrieron su creatividad de una actitud alerta para enfrentar las realidades instauradas por la agresión política de esos años proveniente de grupos de derecha y de izquierda, y por el terror del narcotráfico que con su dinero penetró todos los frentes de la sociedad ampliando la capacidad propia y la de estos grupos, para imponer la intolerancia y la violencia en la que tantos seres humanos siguen sucumbiendo. Esta violencia impuso el terror, el miedo y el silencio, dejando mutilados, desaparecidos y cuerpos apilados en fosas comunes. Y para quienes quedamos con vida impuso el ostracismo y la impotencia.
En los inicios de la escritura en castellano, los romances, casi todos de origen popular, juegan un rol fundacional, pues las gestas épicas que los penetran, dan origen al carácter territorial de sus hablantes y a las formas y decires literarios en las que este carácter se expresa. Aun después de su separación de España, Hispanoamérica inevitablemente hace parte de esa tradición literaria, dado la lengua común y lo derivado del periodo colonial. Lo anterior para decir que cuando acudo a la palabra Romance, pretendo resaltar el carácter de la escritura elaborada por los escritores de la ciudad de Medellín en las décadas arriba señaladas. Carácter fundado en la necesidad por mantenerse sensibles en medio de situaciones violentas, permitiendo y vaya paradoja, el descubrimiento de un sentido épico íntimo para asumir las vivencias propias y comunes y así poder renacer cada que es necesario.
Inicio este Romance convocando el poema “Vista”, de Amílcar Osorio, el cual nos proporciona una privilegiada ventana para ver la ciudad y los enconos de sus heridas curándose de afuera hacia adentro, empero, dejando una cicatriz inolvidable:

La ciudad sólo puede ser descrita por las sombras:
la luz es demasiado.
Umbra tostado –bajo un tronco decrépito.
Azul tiestos de botella y olvidados.
Marrón sangre vieja –una herida que se cura.

Las sombras se reclinan así:
gris ceniza en las bóvedas del banco,
verde veronés en el zócalo de una casa deshabitada.
Malva es la sombra de una rosa.

El centro de Medellín es un hervidero donde la ciudad se aglomera hasta el escozor y el delirio, en espacios donde se cuece todo el ruido de sus habitantes y donde sus pasiones y abruptos cotidianos producen una belleza caleidoscópica. Estrecho centro chorreado por el derrame de quienes habitan las laderas de las montañas que rodean el valle nombrado de Aburra. Valle que más parece el nido migratorio donde se asienta una mítica estirpe que cada amanecer resurge de entre las cenizas de sus sueños y realidades, en historias cuyos imaginarios se pierden y encuentran entre el día y la noche de sus usuarios siempre empecinados en la eclosión de sus libidinosas líricas, como si vivieran entre antiguos y nuevos romances donde no paran de ejercer sus informes coloquiales, tramados en conversaciones y monólogos donde se narran el escozor y la belleza que cunden en sus cotidianidades.
Entonces no es casual que en la literatura reciente de la ciudad nos encontremos con personajes como el del cuento “Sola en esta nube”, de Óscar Castro García, con Ana Clara monologando entre añoranzas y reclamos el cumplimiento de sus setenta años. Monólogo entregado en palabras con las que dibuja imágenes sobre los pedazos de un espejo donde se mezclan hasta reproducir las congojas amasadas en sus carnes ahora viejas, casi vueltas sílabas y humo en un tiempo que se deshace. Son setenta años que se le han ido arrumando al lado de sus hambres, en recuerdos confrontados por el sol y los anhelos de sus noches libidinosas, en un recordar hecho remolino donde sucumbe un hablar solitario. Así Ana Clara revisita su existencia, acude a la cita donde las realidades vividas e imaginadas se le abren como las fauces de una flor en cuyos pétalos aparecen las escenas de una película que no para de suceder y en la que Ana Clara se ve borrada una y otra vez, tal como la ciudad que aparece y desaparece en el olvido y el despilfarro de sus nunca terminadas cuadrículas urbanas:

Ahora pongo a hervir el chocolate y voy a mirar por la ventana que aquí ya no hay nada más que ver. La placita de Cisneros para no olvidar que esto se acaba con la gran avenida San Juan, ¡el terror de los comerciantes!, que aunque ya no soy la irresistible Ana Clara, puedo mirar, aunque me da vértigo a mí, la pura noche, Anona, Anita de sus encantos, Vaginita de sus verguitas, Anita linda sin groserías, sin vulgaridades, sin eso de “puta asquerosa puta vagabunda”, sino ¡Ana Clara por aquí, Anita por allá, Anita así!, y yo, Ana Clara Valderrama del Valle, ¡con semejante apellido! Ana del Valle… ¡Más bonito con las lágrimas: Ana del Valle de Lagrimas! ¡Ana Clara del Valle de las Lágrimas de Guayaquil…! Ana, solo Ana ahora Anona vieja hedionda guayaquilera cuando me pegaron la primera venérea que gracias a la Virgen Santísima y al Señor Caído de Girardota que nunca me pegaron la sífilis esa que dicen que es más brava de curar que la carne de pescado de Turbo, así dijo el doctor de El Pedrero, Anona de la pensión Olympia de Medellín, la ciudad de las lluvias… de las gentes… de las pacientes gentes.

Y como quien sale de un bar y al cruzar la calle se da cuenta que la noche ha sumergido en su oquedad las luces de la tarde, nos encontramos con En la ruta del día, de Gabriel Jaime Franco, con los trece poemas que componen su recorrido iniciado cuando “El sol entra al cuarto formando una pared inclinada de luz, un palco de cristal encendido en la sombra que mi sueño habitó”. En el VII numeral de esta “ruta del día” el poeta descubre las ascuas donde cunde la libido perturbadora que asedia el decir de estos poemas:

¿Qué ajetreo es ese, allá afuera,
qué gritos de quién inauguran la tarde
con acento de terror?

Esta calle no es nueva en el dominio
de las sombras, tampoco ahora,
cuando la música invade el cuerpo
de los escasos visitantes
y el día cruza el centro
de su perfecta claridad.

Estos hombres descienden de los altos,
con ocio forzado o elegido
a este lugar opaco y ruidoso
donde el olvido no penetra.

¿Pero qué ajetreo es ese, allá afuera,
qué arma acompasó el grito
de la terrible despedida?

¡Nunca fue nuevo el día,
y yo he girado tanto tiempo
en la misma ruta miserable!

Empero, este descubrir no arranca la careta tras la que estos versos brotan sobrecogidos por los gritos y ocios que la ciudad alberga y padece y que el poeta asume en el abecedario de su itinerario humano, en la ruta azarosa que su escritura aúna contra la impotencia.
Y en medio de la zozobra nocturna que recorre las calles del centro de la ciudad, zozobra que parece entrar o salir por las ventanas y puertas de tantas casas y edificios, llegan a la memoria del peatón que sucede por ese filo nocturno los versos del poema “Escala de gemas rojas”, de Carlos Bedoya, versos surgidos de las escamas que la noche arruma después de despellejar las fantasías de sus usuarios:

Dentro de mí la noche en pie
salpicada por escamas blancas.

Después de los buenos días
una escala de nubes
cubierta de gemas rojas.

Entre arbustos
francotiradores del sueño
preparan su tiro de gracia.

Camino a casa
recuerdo
que he perdido toda casa.

Versos nítidos y cortantes los de este poema, cortantes como el riesgo que asumen quienes persiguen las alegrías y los goces posibles en las noches de una ciudad como Medellín.
Otro poema donde cunde la noche es “Parque del periodista”, de John Sosa, en versos que más parecen un grito del poeta ante las primeras ráfagas del amanecer de otro día. Poema recogido en un decir entrecortado por los estragos de la noche e impactado en la página en fragmentos velados por la gasa de los sueños aplazados:

El poeta engulle menjurjes del oprobio
El amor golpeado por el cristal del hotel, amor
Está golpeado por el cristal está golpeado

Hechiza recuerdos la escoba
Un tumtumtum un tamtamtam
En la cabeza que merodea misteriosa

El puntapié grabado en el tajo del martirio

Es hora de llegar con vaivén aullido
Ir a pie
Germinar canciones alicoradas
Sin incautar las fauces
Mientras la escoba termina de chuzar la calle.

Tal parece que la noche y el día no son suficientes, que Medellín necesita unas horas más. Entonces, en medio de lo azaroso que resulta vivir en una ciudad cuyas atmósferas parecen surgir del filo de sus imaginarios posibles e imposibles, atmósferas que mantienen la existencia de sus habitantes en ascuas tanto de creación y derroche, como de usura y miserabilidad, encontramos el poema “Viene acosándome…”, de Ángela García:

Viene acosándome lo que quiero ser

Reúne voces
alumbra cuando nada se ve
me da oído
empuja la voz que tendré

Lo que quiero ser contiene
no me deja estar sola
recupera memoria
insemina mi tiempo
para el abrazo

Lo que quiero ser
es mi dote.

También podemos encontrar y detenernos en la escritura de quien a través de su diario se pregunta sobre la sustancia y la maleabilidad de las palabras con las cuales decir lo nuevo de lo usual de su cotidianidad, tal como lo hace Inés Posada en su “Libreta de quejas”:

Hoy debería tener algo nuevo qué decir, algo nuevo qué decirme… alguna palabra debería agitarme, quitarme el sueño, desvelarme, develarme...
Y sin embargo siento un vacío. Un vacío como la primera vez.
Ni siquiera una escucha.
No siento ninguna tensión (de esas insoportables), sino más bien una necesidad de escribir cualquier cosa, copiar algo, dibujar palabras cotidianas, usuales.

O dar con ese súbito instante cuando al doblar una esquina por la que tantas veces hemos pasado, se nos revela lo inaudito del poema, su decir maravilloso vuelto misterio cotidiano, tal el poema “La barcaza del verano”, de Jairo Guzmán:

Encontrémonos en la transparencia
del cielo

en la savia del sol
detenida
   en lo amarillo:

guayacán,
mira:
la barcaza del verano
es ese árbol.

El viento de tus gestos
me llena la cara de pétalos.
 
Escritura que alerta la sensibilidad para encontrar en las palabras las vibraciones suficientes que nos permiten aprehender de la magnitud de momentos que nos significa vivir.
Y, como en un secreto que cruza por las voces de los poetas, dejando en cada uno de ellos un instante de su misterio, nos encontramos con el poema “Hoy de nuevo…”, de Sarah Beatriz Posada:

hoy de nuevo la calle se pobló de amarillo
como en un intermitente ardor
sobre las aceras

Hoy de nuevo Prado y
sus guayacanes
arrebolando el camino.

El poema “Abre la puerta”, de Fernando Rendón, aparece surgido de un sueño que se abre en la realidad como una leyenda revelada en versos vueltos imágenes que producen una poderosa carga visual, necesaria para, por un instante, movernos entre el aquí y la otredad:

Sueño
fuente del vacío
del que brotan mundos

suelta las aves de la resurrección
cierra la herida del mundo

piedra gigante respira

imán
atrae la música
que nadie puede escuchar
sin arriesgar su vida

leyenda
abre la puerta.

Poema ofrecido como una “Piedra gigante” que “respira” y se vuelve un “imán” que atrae y desvela las simples y complejas coartadas necesarias para vivir, para entrar a través de ese abracadabra entregado en cada momento donde la vida no cesa, donde el misterio pide ser mostrado en el misterio de su leyenda.
Y en el itinerario propuesto por este Romance, encontramos el poema “Estirpe”, de Gloria Posada, escrito en versos cuyo decir produce un claro dibujo, el mismo que delata las solapadas fauces que dan origen a muchos de los principios civilistas que nos enamoran, educan y someten:

Tiran la piedra
y esconden la mano

Te entregan la rosa
y ocultan el corazón

Te buscan
para después
decir adiós

Luego de los besos
y las caricias
esa estirpe
se lava las manos
y la boca.

También encontramos la novela Amábamos tanto la revolución, de Víctor Bustamante, cuya trama sucede en la Medellín de 1980 y 1990, y de ella recordamos su párrafo final:

Éramos tan jóvenes, tan supremamente jóvenes, que el tiempo no contaba. Ya no seremos felices, pensé. Volvía a convertirme en el hombre de ninguna parte, haciendo planes para nada. Las calles de Medellín me llamaban de nuevo, quedaba la posibilidad de que en algún lugar de la ciudad se comenzara a fabricar otro encuentro con alguna muchacha. Me hundí de nuevo en la muchedumbre donde había tantas otras historias de la vida que huye.

Cabe decir que esta novela no es un remate de las cuentas acumuladas por la generación en ella reflejada, y sí es la puesta en escena de sus interrogantes, de lo vivido y de lo que reclaman sus saqueadas vidas. Por eso, en ella el lector encuentra momentos y frases que él quisiera terminar de vivir, de leer, pero que el autor mantiene subrepticios, como perdidos en los movimientos de su escritura, en el ir y venir de esas máscaras exhibiendo los rostros de sus personajes como ecos que no concluyen. En este último párrafo de la novela quedamos al borde de las palabras del narrador, vivenciando la nube de su trama, que en ese instante parece descascararse llevada por el aire de lo que vendrá tras esos rostros cuando en la multitud arrastran sus vidas por la página de otra historia que pasa.
Y llegamos al poema “No hay entender no”, de Mario Angel Quintero:

No hay entender no. creo que
No. creo hay entender que no
Que no no. creo hay entender
Que no hay entender no. creo
Hay entender que no no. creo
Hay entender no. creo que no
Hay entender que no no creo
No. creo entender hay no que
Hay entender creo no ¿no qué?
No que entender hay no. creo.

En este poema las palabras hacen señas desde los retorcimientos a los que son sometidas. Entonces, ¿qué dice, qué comunica? El decir de este poema ha sido esculcado en las espirales del habla cuando es exhibida en los garfios donde cuelgan las rutinas diarias, también cuando sus hablantes suceden a prisa por los andenes. En éste las palabras son usadas como bisagras sin aceitar y cuyos batientes permiten asomarse a los lugares donde la realidad humana manifiesta sus hambres de significados para la vida.
Y, en medio de los óxidos y de los retorcimientos donde la ciudad se apetece y harta en el delirio de sus fiebres usureras, encontramos el poema “En los yarumos la sangre seca”, de Carmenza Arango:

Luna que azotas la montaña
con tu mirar de hielo
mientras se refleja en los yarumos
la sangre seca
como hoja de otoño

Conmueve la brevedad y la nitidez de este poema, su decir y su silencio. 
En 1985 publiqué Relatos del mundo o la mariposa incendiada y en 1987 Informe, libros de poemas tocados por el malestar producido por las realidades vividas durante esos años en Medellín, realidades que no han cesado, más bien han sido encubiertas, logrando una sofisticada eficiencia. De Relatos del mundo o la mariposa incendiada el poema “Hombres predicando”:

Que a nuestro paso el mundo se estremezca
Que a nuestro paso no quede piedra en su lugar
casas ni cosechas sin ser recogidas para
nuestra insaciable especulación
Que a nuestro paso después de nuestro baño
las aguas queden turbias como testimonio
Hagamos de las praderas desiertos
y más desiertos para que nuestros
chiquillos construyan castillos de arena
¡Y si alguien se interpone!...
Que a nuestro paso no quede ser vivo
A nuestro paso triunfos Triunfos
por algo somos testimonio del progreso
El progreso que dará al universo nuevo rumbo
Una nueva imagen a la especie
¡Gloria a nuestra caravana!
¡Gloria a nuestra caravana!.

Uno de los retos para quienes escribimos, es hacerlo sin caer en las “correctas” nociones ofertadas por quienes quieren hacer creer que los conflictos y las diferencias se resuelven cuando modificamos los nombres o la nomenclatura de los lugares donde suceden. Entonces cuando hace miedo la ciudad, es necesario traer a la escena literaria la impotencia que produce ese miedo, traerlo sin encubrimientos, sin hacer de él una narrativa publicitaria al servicio de quienes ofertan redenciones sociales. Reto necesario para una literatura que busca los ámbitos lustrales de su tiempo. No debemos olvidar cómo las palabras esclarecen lo que nombran, siendo origen de resurrección, piedra que toca donde se abre la vida una y otra vez.
En el poema “A salvo”, de Cristina Toro, encontramos una instantánea y en ella, la constancia de que la vida con todos los riesgos y retos que implica sigue siendo posible:

Aquí estamos los sobrevivientes
-los que logramos escabullirnos-
y cada día la ciudad martilla.
De nada sirve esconderte.
El peligro llega a tu pieza,
a tus sueños.
Hay que saberlo retar cada día,
volver la vida de nuestro bando.

Instantánea inscrita en una pared de la ciudad como la oración de quien sobrevivió a una catástrofe íntima y común, haciendo de la historia un correlato aprehensible para los usos diarios que nutren los imaginarios reales e irreales de la vida.
En este Romance de Medellín también es necesario señalar las novelas Ganzúa, de Luis Fernando Macías y Los derrotados, de Pablo Montoya, y el libro de poemas Hijo de ciudad, de José Libardo Porras, cuyos contenidos son tocados por las tramas usureras y violentas que vivimos en esas décadas de 1980, 1990 y 2000, tramas de las que hoy, un día de septiembre de 2019, seguimos viviendo sus aciagos y encubrimientos.


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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO
Número 151 | Março de 2020
Artista convidado: Lia Testa (Brasil, 1977)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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