En el recorrido propuesto en este
Romance, busco aproximarme a algunos de los textos literarios producidos en
Medellín en las décadas de 1980, 1990 y 2000. Para ello acudo a la escritura de
poetas y narradores cuyas vivencias fueron tocadas por lo sucedido en esos
años, vivencias que nutrieron su creatividad de una actitud alerta para
enfrentar las realidades instauradas por la agresión política de esos años
proveniente de grupos de derecha y de izquierda, y por el terror del
narcotráfico que con su dinero penetró todos los frentes de la sociedad
ampliando la capacidad propia y la de estos grupos, para imponer la
intolerancia y la violencia en la que tantos seres humanos siguen sucumbiendo.
Esta violencia impuso el terror, el miedo y el silencio, dejando mutilados,
desaparecidos y cuerpos apilados en fosas comunes. Y para quienes quedamos con
vida impuso el ostracismo y la impotencia.
En
los inicios de la escritura en castellano, los romances, casi todos de origen
popular, juegan un rol fundacional, pues las gestas épicas que los penetran,
dan origen al carácter territorial de sus hablantes y a las formas y decires
literarios en las que este carácter se expresa. Aun después de su separación de
España, Hispanoamérica inevitablemente hace parte de esa tradición literaria,
dado la lengua común y lo derivado del periodo colonial. Lo anterior para decir
que cuando acudo a la palabra Romance, pretendo resaltar el carácter de la
escritura elaborada por los escritores de la ciudad de Medellín en las décadas
arriba señaladas. Carácter fundado en la necesidad por mantenerse sensibles en
medio de situaciones violentas, permitiendo y vaya paradoja, el descubrimiento
de un sentido épico íntimo para asumir las vivencias propias y comunes y así
poder renacer cada que es necesario.
Inicio
este Romance convocando el poema “Vista”, de Amílcar Osorio, el cual nos
proporciona una privilegiada ventana para ver la ciudad y los enconos de sus
heridas curándose de afuera hacia adentro, empero, dejando una cicatriz
inolvidable:
La ciudad sólo puede ser descrita por
las sombras:
la luz es demasiado.
Umbra tostado –bajo un tronco
decrépito.
Azul tiestos de botella y olvidados.
Marrón sangre vieja –una herida que se
cura.
Las sombras se reclinan así:
gris ceniza en las bóvedas del banco,
verde veronés en el zócalo de una casa
deshabitada.
Malva es la sombra de una rosa.
El
centro de Medellín es un hervidero donde la ciudad se aglomera hasta el escozor
y el delirio, en espacios donde se cuece todo el ruido de sus habitantes y
donde sus pasiones y abruptos cotidianos producen una belleza caleidoscópica.
Estrecho centro chorreado por el derrame de quienes habitan las laderas de las
montañas que rodean el valle nombrado de Aburra. Valle que más parece el nido
migratorio donde se asienta una mítica estirpe que cada amanecer resurge de
entre las cenizas de sus sueños y realidades, en historias cuyos imaginarios se
pierden y encuentran entre el día y la noche de sus usuarios siempre
empecinados en la eclosión de sus libidinosas líricas, como si vivieran entre
antiguos y nuevos romances donde no paran de ejercer sus informes coloquiales,
tramados en conversaciones y monólogos donde se narran el escozor y la belleza
que cunden en sus cotidianidades.
Entonces
no es casual que en la literatura reciente de la ciudad nos encontremos con
personajes como el del cuento “Sola en esta nube”, de Óscar Castro García, con
Ana Clara monologando entre añoranzas y reclamos el cumplimiento de sus setenta
años. Monólogo entregado en palabras con las que dibuja imágenes sobre los
pedazos de un espejo donde se mezclan hasta reproducir las congojas amasadas en
sus carnes ahora viejas, casi vueltas sílabas y humo en un tiempo que se
deshace. Son setenta años que se le han ido arrumando al lado de sus hambres,
en recuerdos confrontados por el sol y los anhelos de sus noches libidinosas,
en un recordar hecho remolino donde sucumbe un hablar solitario. Así Ana Clara
revisita su existencia, acude a la cita donde las realidades vividas e
imaginadas se le abren como las fauces de una flor en cuyos pétalos aparecen
las escenas de una película que no para de suceder y en la que Ana Clara se ve
borrada una y otra vez, tal como la ciudad que aparece y desaparece en el
olvido y el despilfarro de sus nunca terminadas cuadrículas urbanas:
Ahora pongo a hervir el chocolate y voy
a mirar por la ventana que aquí ya no hay nada más que ver. La placita de
Cisneros para no olvidar que esto se acaba con la gran avenida San Juan, ¡el
terror de los comerciantes!, que aunque ya no soy la irresistible Ana Clara,
puedo mirar, aunque me da vértigo a mí, la pura noche, Anona, Anita de sus
encantos, Vaginita de sus verguitas, Anita linda sin groserías, sin
vulgaridades, sin eso de “puta asquerosa puta vagabunda”, sino ¡Ana Clara por
aquí, Anita por allá, Anita así!, y yo, Ana Clara Valderrama del Valle, ¡con
semejante apellido! Ana del Valle… ¡Más bonito con las lágrimas: Ana del Valle
de Lagrimas! ¡Ana Clara del Valle de las Lágrimas de Guayaquil…! Ana, solo Ana
ahora Anona vieja hedionda guayaquilera cuando me pegaron la primera venérea
que gracias a la Virgen Santísima y al Señor Caído de Girardota que nunca me
pegaron la sífilis esa que dicen que es más brava de curar que la carne de
pescado de Turbo, así dijo el doctor de El Pedrero, Anona de la pensión Olympia
de Medellín, la ciudad de las lluvias… de las gentes… de las pacientes gentes.
Y
como quien sale de un bar y al cruzar la calle se da cuenta que la noche ha
sumergido en su oquedad las luces de la tarde, nos encontramos con En la ruta del día, de Gabriel Jaime
Franco, con los trece poemas que componen su recorrido iniciado cuando “El sol
entra al cuarto formando una pared inclinada de luz, un palco de cristal
encendido en la sombra que mi sueño habitó”. En el VII numeral de esta “ruta
del día” el poeta descubre las ascuas donde cunde la libido perturbadora que
asedia el decir de estos poemas:
qué gritos de quién inauguran la tarde
con acento de terror?
Esta calle no es nueva en el dominio
de las sombras, tampoco ahora,
cuando la música invade el cuerpo
de los escasos visitantes
y el día cruza el centro
de su perfecta claridad.
Estos hombres descienden de los altos,
con ocio forzado o elegido
a este lugar opaco y ruidoso
donde el olvido no penetra.
¿Pero qué ajetreo es ese, allá afuera,
qué arma acompasó el grito
de la terrible despedida?
¡Nunca fue nuevo el día,
y yo he girado tanto tiempo
en la misma ruta miserable!
Empero,
este descubrir no arranca la careta tras la que estos versos brotan
sobrecogidos por los gritos y ocios que la ciudad alberga y padece y que el
poeta asume en el abecedario de su itinerario humano, en la ruta azarosa que su
escritura aúna contra la impotencia.
Y
en medio de la zozobra nocturna que recorre las calles del centro de la ciudad,
zozobra que parece entrar o salir por las ventanas y puertas de tantas casas y
edificios, llegan a la memoria del peatón que sucede por ese filo nocturno los
versos del poema “Escala de gemas rojas”, de Carlos Bedoya, versos surgidos de
las escamas que la noche arruma después de despellejar las fantasías de sus
usuarios:
Dentro de mí la noche en pie
salpicada por escamas blancas.
Después de los buenos días
una escala de nubes
cubierta de gemas rojas.
Entre arbustos
francotiradores del sueño
preparan su tiro de gracia.
Camino a casa
recuerdo
que he perdido toda casa.
Versos
nítidos y cortantes los de este poema, cortantes como el riesgo que asumen
quienes persiguen las alegrías y los goces posibles en las noches de una ciudad
como Medellín.
Otro
poema donde cunde la noche es “Parque del periodista”, de John Sosa, en versos
que más parecen un grito del poeta ante las primeras ráfagas del amanecer de
otro día. Poema recogido en un decir entrecortado por los estragos de la noche
e impactado en la página en fragmentos velados por la gasa de los sueños
aplazados:
El poeta engulle menjurjes del oprobio
El amor golpeado por el cristal del
hotel, amor
Está golpeado por el cristal está
golpeado
Hechiza recuerdos la escoba
Un tumtumtum un tamtamtam
En la cabeza que merodea misteriosa
El puntapié grabado en el tajo del
martirio
Es hora de llegar con vaivén aullido
Ir a pie
Germinar canciones alicoradas
Sin incautar las fauces
Mientras la escoba termina de chuzar la
calle.
Tal
parece que la noche y el día no son suficientes, que Medellín necesita unas
horas más. Entonces, en medio de lo azaroso que resulta vivir en una ciudad
cuyas atmósferas parecen surgir del filo de sus imaginarios posibles e
imposibles, atmósferas que mantienen la existencia de sus habitantes en ascuas
tanto de creación y derroche, como de usura y miserabilidad, encontramos el
poema “Viene acosándome…”, de Ángela García:
Viene acosándome lo que quiero ser
Reúne voces
alumbra cuando nada se ve
me da oído
empuja la voz que tendré
Lo que quiero ser contiene
no me deja estar sola
recupera memoria
insemina mi tiempo
para el abrazo
Lo que quiero ser
es mi dote.
También
podemos encontrar y detenernos en la escritura de quien a través de su diario
se pregunta sobre la sustancia y la maleabilidad de las palabras con las cuales
decir lo nuevo de lo usual de su cotidianidad, tal como lo hace Inés Posada en
su “Libreta de quejas”:
Hoy debería tener algo
nuevo qué decir, algo nuevo qué decirme… alguna palabra debería agitarme,
quitarme el sueño, desvelarme, develarme...
Y sin embargo siento un
vacío. Un vacío como la primera vez.
Ni siquiera una
escucha.
No siento ninguna
tensión (de esas insoportables), sino más bien una necesidad de escribir
cualquier cosa, copiar algo, dibujar palabras cotidianas, usuales.
O
dar con ese súbito instante cuando al doblar una esquina por la que tantas
veces hemos pasado, se nos revela lo inaudito del poema, su decir maravilloso
vuelto misterio cotidiano, tal el poema “La barcaza del verano”, de Jairo
Guzmán:
Encontrémonos en la transparencia
del cielo
en la savia del sol
detenida
en lo amarillo:
guayacán,
mira:
la barcaza del verano
es ese árbol.
El viento de tus gestos
me llena la cara de pétalos.
Escritura
que alerta la sensibilidad para encontrar en las palabras las vibraciones
suficientes que nos permiten aprehender de la magnitud de momentos que nos
significa vivir.
Y,
como en un secreto que cruza por las voces de los poetas, dejando en cada uno
de ellos un instante de su misterio, nos encontramos con el poema “Hoy de
nuevo…”, de Sarah Beatriz Posada:
hoy de nuevo la calle se pobló de
amarillo
como en un intermitente ardor
sobre las aceras
Hoy de nuevo Prado y
sus guayacanes
arrebolando el camino.
El
poema “Abre la puerta”, de Fernando Rendón, aparece surgido de un sueño que se
abre en la realidad como una leyenda revelada en versos vueltos imágenes que
producen una poderosa carga visual, necesaria para, por un instante, movernos
entre el aquí y la otredad:
Sueño
fuente del vacío
del que brotan mundos
suelta las aves de la resurrección
cierra la herida del mundo
piedra gigante respira
imán
atrae la música
que nadie puede escuchar
sin arriesgar su vida
leyenda
abre la puerta.
Poema
ofrecido como una “Piedra gigante” que “respira” y se vuelve un “imán” que
atrae y desvela las simples y complejas coartadas necesarias para vivir, para
entrar a través de ese abracadabra entregado en cada momento donde la vida no
cesa, donde el misterio pide ser mostrado en el misterio de su leyenda.
Y
en el itinerario propuesto por este Romance, encontramos el poema “Estirpe”, de
Gloria Posada, escrito en versos cuyo decir produce un claro dibujo, el mismo
que delata las solapadas fauces que dan origen a muchos de los principios
civilistas que nos enamoran, educan y someten:
Tiran la piedra
y esconden la mano
Te entregan la rosa
y ocultan el corazón
Te buscan
para después
decir adiós
Luego de los besos
y las caricias
esa estirpe
se lava las manos
y la boca.
También
encontramos la novela Amábamos tanto la
revolución, de Víctor Bustamante, cuya trama sucede en la Medellín de 1980
y 1990, y de ella recordamos su párrafo final:
Éramos tan jóvenes, tan supremamente
jóvenes, que el tiempo no contaba. Ya no seremos felices, pensé. Volvía a
convertirme en el hombre de ninguna parte, haciendo planes para nada. Las
calles de Medellín me llamaban de nuevo, quedaba la posibilidad de que en algún
lugar de la ciudad se comenzara a fabricar otro encuentro con alguna muchacha.
Me hundí de nuevo en la muchedumbre donde había tantas otras historias de la
vida que huye.
Cabe
decir que esta novela no es un remate de las cuentas acumuladas por la
generación en ella reflejada, y sí es la puesta en escena de sus interrogantes,
de lo vivido y de lo que reclaman sus saqueadas vidas. Por eso, en ella el
lector encuentra momentos y frases que él quisiera terminar de vivir, de leer,
pero que el autor mantiene subrepticios, como perdidos en los movimientos de su
escritura, en el ir y venir de esas máscaras exhibiendo los rostros de sus
personajes como ecos que no concluyen. En este último párrafo de la novela
quedamos al borde de las palabras del narrador, vivenciando la nube de su
trama, que en ese instante parece descascararse llevada por el aire de lo que
vendrá tras esos rostros cuando en la multitud arrastran sus vidas por la
página de otra historia que pasa.
Y
llegamos al poema “No hay entender no”, de Mario Angel Quintero:
No hay entender no. creo que
No. creo hay entender que no
Que no no. creo hay entender
Que no hay entender no. creo
Hay entender que no no. creo
Hay entender no. creo que no
Hay entender que no no creo
No. creo entender hay no que
Hay entender creo no ¿no qué?
No que entender hay no. creo.
En
este poema las palabras hacen señas desde los retorcimientos a los que son
sometidas. Entonces, ¿qué dice, qué comunica? El decir de este poema ha sido
esculcado en las espirales del habla cuando es exhibida en los garfios donde
cuelgan las rutinas diarias, también cuando sus hablantes suceden a prisa por
los andenes. En éste las palabras son usadas como bisagras sin aceitar y cuyos
batientes permiten asomarse a los lugares donde la realidad humana manifiesta
sus hambres de significados para la vida.
Y,
en medio de los óxidos y de los retorcimientos donde la ciudad se apetece y
harta en el delirio de sus fiebres usureras, encontramos el poema “En los
yarumos la sangre seca”, de Carmenza Arango:
Luna que azotas la montaña
con tu mirar de hielo
mientras se refleja en los yarumos
la sangre seca
como hoja de otoño
Conmueve
la brevedad y la nitidez de este poema, su decir y su silencio.
En
1985 publiqué Relatos del mundo o la
mariposa incendiada y en 1987 Informe,
libros de poemas tocados por el malestar producido por las realidades vividas
durante esos años en Medellín, realidades que no han cesado, más bien han sido
encubiertas, logrando una sofisticada eficiencia. De Relatos del mundo o la mariposa incendiada el poema “Hombres
predicando”:
Que a nuestro paso el mundo se
estremezca
Que a nuestro paso no quede piedra en
su lugar
casas ni cosechas sin ser recogidas
para
nuestra insaciable especulación
Que a nuestro paso después de nuestro
baño
las aguas queden turbias como
testimonio
Hagamos de las praderas desiertos
y más desiertos para que nuestros
chiquillos construyan castillos de
arena
¡Y si alguien se interpone!...
Que a nuestro paso no quede ser vivo
A nuestro paso triunfos Triunfos
por algo somos testimonio del progreso
El progreso que dará al universo nuevo
rumbo
Una nueva imagen a la especie
¡Gloria a nuestra caravana!
¡Gloria a nuestra caravana!.
Uno
de los retos para quienes escribimos, es hacerlo sin caer en las “correctas”
nociones ofertadas por quienes quieren hacer creer que los conflictos y las
diferencias se resuelven cuando modificamos los nombres o la nomenclatura de
los lugares donde suceden. Entonces cuando hace miedo la ciudad, es necesario
traer a la escena literaria la impotencia que produce ese miedo, traerlo sin
encubrimientos, sin hacer de él una narrativa publicitaria al servicio de
quienes ofertan redenciones sociales. Reto necesario para una literatura que
busca los ámbitos lustrales de su tiempo. No debemos olvidar cómo las palabras
esclarecen lo que nombran, siendo origen de resurrección, piedra que toca donde
se abre la vida una y otra vez.
En
el poema “A salvo”, de Cristina Toro, encontramos una instantánea y en ella, la
constancia de que la vida con todos los riesgos y retos que implica sigue
siendo posible:
Aquí estamos los sobrevivientes
-los que logramos escabullirnos-
y cada día la ciudad martilla.
De nada sirve esconderte.
El peligro llega a tu pieza,
a tus sueños.
Hay que saberlo retar cada día,
volver la vida de nuestro bando.
Instantánea
inscrita en una pared de la ciudad como la oración de quien sobrevivió a una
catástrofe íntima y común, haciendo de la historia un correlato aprehensible
para los usos diarios que nutren los imaginarios reales e irreales de la vida.
En
este Romance de Medellín también es necesario señalar las novelas Ganzúa, de Luis Fernando Macías y Los derrotados, de Pablo Montoya, y el
libro de poemas Hijo de ciudad, de
José Libardo Porras, cuyos contenidos son tocados por las tramas usureras y
violentas que vivimos en esas décadas de 1980, 1990 y 2000, tramas de las que
hoy, un día de septiembre de 2019, seguimos viviendo sus aciagos y
encubrimientos.
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Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA NO
MUNDO INTEIRO
Número 151 | Março de 2020
Artista convidado: Lia
Testa (Brasil, 1977)
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