quarta-feira, 9 de setembro de 2020

CARLOS RUBIO ROSELL | Familia (de memoria), de Fernando Arrabal

 


La confusión, como crítica de la memoria, es una luz que ilumina los fundamentos de la vida y mantiene cerca la aventura poética de vivir. Permite, por ejemplo, comprender esos ratitos de eternidad que toda biografía encierra. Y es, en resumidas cuentas, lo que expresa el libro Familia (de memoria), de Fernando Arrabal, una aproximación autobiográfica que traza de forma muy personal un puñado de vivencias relacionadas con familiares, amigos y allegados, así como algunos mensajes de correo electrónico de uno de los autores vivos más singulares de la literatura contemporánea.

Esta aproximación “confusa” de Arrabal (Melilla, 1932) refleja, ante todo, una palabra luminosa, refulgente; una palabra que, como dice su editor, Pollux Hernúñez, ha sido “la sangre de su existencia”; “palabra abundante, poliédrica, esplendorosa, y sobre todo palabra siempre fresca, vibrante y transgresora en todos los géneros en que se manifiesta”, pues muchas han sido las obras de este autor, desde sus célebres piezas de teatro como Picnic, El Triciclo, Fando y Lis, El cementerio de automóviles, Bestialidad erótica o Carta de amor (como un suplicio chino); novelas como Baal Babilonia, La torre herida por el rayo, La hija de King Kong, La matarife en el invernadero o El circunspecto; o poemarios como La piedra de la locura, Mis humildes paraísos o Diez poemas pánicos y un cuento, sin descontar sus libros de artista únicos, sus filmes, óperas, pinturas y ensayos, más los libros de ajedrez que reflejan la fascinación de este pequeño gran hombre por el universo de las estrategias fatales.

Familia (de memoria) es, explicado de manera sencilla, un collage de textos donde se repasa una vida llena de acontecimientos inusuales, de situaciones patafísicas que siguen los derroteros de sus afectos, donde el recurso literario se convierte en poema espontáneo y, a la manera clásica, se ofrece una unidad de opuestos que describen un universo complementario constituido por excepciones. Un universo, a la manera de Alfred Jarry, donde todo es extraordinario y justifica la existencia de una vida fuera de lo normal.

Si no, cómo explicar aquel encuentro en México con un Jim Morrison atraído por el Surrealismo, el movimiento Pánico y la Patafísica, con el que coincidió en una manifestación en El Palacio de los Deportes, de la que huyeron juntos para beber con los bolsillos del alma llenos de nostalgia, hasta que a las cinco de la mañana, dice Arrabal, planeaban al borde de un Delirium tremens del que acabaron de despegar cuando a las 11:30 se comieron dos macetas de geranios gritando ¡Viva México y Eve Babitz! Y, al fin, abandonaron el Under the volcano del Edu Bar.

Cómo explicar el vuelo de un calzoncillo verde comprado en Nueva York en una tienda sugerida por Andy Warhol, que pasó delante de las narices de André Breton antes de llegar a manos de su grand frère Alejandro Jodorowsky, y que les costó a ambos, primero, un juicio sumarísimo del núcleo duro surrealista y, después, la aprobación del Santo Padre y una invitación a su casa de la calle Fontaine para tomar una copita de ron blanco, la mejor prueba de que eran personas gratísimas del movimiento.

Aunque Arrabal no haya formado parte de los cuatro avatares de la modernidad, puesto que, como él mismo asegura, Dadá, el Café Voltaire, el Dadaísmo y sus siete manifiestos sucedieron dieciséis años antes de su nacimiento, su vida ha visto ocultarse tras la puesta del sol a muchos grandes amigos que forman cada uno una galaxia en el universo del arte y la literatura, de Picasso y Aragon a Dalí, Ionesco y Beckett, pasando por Louise Bourgeoise, la hija de Madame Angot o Nusch de Éluard, hasta un inmenso Roland Topor, a quien hubiera querido esconder debajo de la inmortalidad y sus venturas.

Pero los inmortales, nos dice Arrabal, “se alejan de mí para subir al cielo, al paraíso o al inmenso sol. Los egipcios imaginaban que los elegidos retozaban en prados de estrellas mamando eternamente el seno de la diosa Nut. Homero suponía que ‘la más dulce vida’ se daba en los confines de la tierra, en los Campos Elíseos. Platón creía en una Isla de los Bienaventurados y Píndaro en un segundo Olimpo reservado para los mejores. Mientras que, para los más humoristas, Proteo concibió un paraíso con rebaños de focas”. Así que Arrabal ahora oye, como las criaturas de la Odisea, los mugidos del toro, pero también los silbidos de la serpiente. “¿Por qué tuvieron que ocultarse Topor y mis amigos? ¿Es hoy el hombre menos inmortal que nunca?”, se pregunta.

Vida de memoria, este libro de Arrabal, en cuya historia lo que cuentan son los detalles, hace aflorar la patria de un hombre desterrado de su tierra natal por su afán transgresor y libérrimo, donde el arte termina siendo el único país cierto en el que “escribir permite no dejarse asfixiar por la ceniza temblorosa de la realidad a pesar de que se encadena al sufrimiento imprescindible”. En ese territorio, para siempre, una lengua, el español, es su certeza a pesar de que sus primeros editores suelan aparecer como peldaños extranjeros y de que una parte importante de sus poemas, su teatro y sus novelas se irise compuesto en francés, pues es en Francia donde ha vivido desde que se desterró definitivamente a raíz del proceso judicial al que la dictadura franquista le sometió en 1967 por blasfemia y ultraje a la nación española tras dedicar un libro con la siguiente frase: “Me cago en Dios, en la patria y en todo lo demás”.


De esta forma, Arrabal ha elaborado una obra que es su patria y que él mismo considera la de un desterrado, la cual, contrariamente a lo que imaginan sus compatriotas censores con el polvo de sus piedras, “son bálsamos diluidos con ponzoñas”. Pero gracias al destierro, a él llegaron los movimientos marginales como flores o abrojos de la tierra de nadie y la Patafísica acabó iluminando su trabajo, mientras el movimiento Pánico, que fundara con Jodorowsky y Topor, le sigue asombrando por su lucidez medio siglo después, pues su vida ha sido la participación en núcleos de belleza y amor, y no de intolerancia y estupidez.

Agnóstico que aspira a santo, hijo intelectual de una madre, la “madre” Mercedes, que le enseñó de párvulo a ser sabio, a odiar la mentira, a inventar su propio ritmo poniendo patas arriba toda planificación preparándolo para vivir como centella, enseñándolo a determinar con sus elecciones el curso de la historia, a dibujar el paraíso y cantar levantando el corazón por encima de la naturaleza, Arrabal, arrabalaicamente en clave de fa, un arrabal junto al cielo, nos ilumina en este libro con su ternura, con su imaginación, con su memoria, una memoria hecha de fragmentos que arden como soles y nos deleitan con su genio y su humor a través de unas páginas donde el infinito nos eleva y planeamos a bordo de sus palabras como las gaviotas se elevan con la brisa temblando de felicidad.

 

FERNANDO ARRABAL | El calzoncillo verde del café surrealista [fragmento de la autobiografía Familia (de memoria)]

 

Contrariamente a lo que a veces se afirma generosamente, no he formado parte de los cuatro avatares de la modernidad. Puesto que Dadá, el Café Voltaire, el Dadaísmo y sus siete (?) manifiestos sucedieron dieciséis años antes de mi nacimiento. Con Tristan Tzara, a quien tan solo vi a menudo el último año de su vida (se ocultó precisamente el día de Navidad del año 1963), sobre todo hablamos de ajedrez. Como con Marcel Duchamp. Solo con el hijo de Tzara (Christophe) traté de tiranicidio. Obviamente de todos ellos guardo un recuerdo y un agradecimiento casi iguales al que conservo de mi primera maestra de párvulos: la madre Mercedes.

 Durante medio siglo los más conocedores —y particularmente el sátrapa Guénolé Azerthiope para Viridis Candela (del Colegio de ‘Patafísica)— me pidieron que recordara el episodio en el que intervinimos Alejandro Jodorowsky, un calzoncillo y yo. Desgraciadamente esa prenda ha desaparecido. No pierdo la esperanza de encontrarla entre los miles de objetos que llovieron durante medio siglo como un maná en mis diversos hogares: desde el traje de necrófilo de Jean Benoît (para La ejecución del testamento del marqués de Sade y mi obra La primera comunión) hasta una gallina viva que Ben me envió desde Niza por paquete certificado.

Este calzoncillo era de un verde chillón. Lo compré en Nueva York. Precisamente en la calle 42. Andy Warhol, Ginsberg y Cassady, durante mis primeras visitas a la ciudad, me guiaron a las tiendas más kitsch de esta arteria de Babilonia. En estos últimos años, la calle se ha convertido en un enjambre de tiendas para niños y, supongo, pedófilos, pero entonces, desde la Séptima hasta la Octava avenida, se dedicaba a la pornografía de la vergüenza bajo el manto y el triunfo de las luces de neón.

Este calzoncillo, por lo tanto, era una prenda ya pasada de moda (amplia y de ninguna manera discreta) para un soldado en una campaña de pacificación o un descanso de guerrero. De su bragueta abierta salían llamas. Para apagar tal incendio, una mujer joven manejaba una manguera, con su chorro dirigido hacia la bragueta; recordaba a las pin-up de Playboy o Clovis Trouille. Desnuda, deslumbraba por su pecho digno de Mae West, Jane Mansfield o Rubens. Llevaba casco y botas de bombero. En aquel momento, este organismo (aún sin fronteras y sin feminismo) no reclutaba bomberas.


El mismo día de mi regreso de Nueva York fui a la reunión del grupo surrealista. Comenzó a las seis en punto como todos los días, excepto el domingo. Yo era, en aquel momento, el tercero a la izquierda de André Breton y frente al espejo gigantesco de La Promenade de Vénus. Jodorowsky era el cuarto a su derecha, y en cuanto me vio me interrogó “mímicamente” sobre mi peregrinación anual a Nueva York. En aquel momento saqué el calzoncillo del bolsillo. Lo sostuve con las manos entre pulgar e índice. Jodorowsky, tal vez demasiado lejos para ver el motivo, no entendió de qué se trataba. Entonces pensé que sería más útil arrojarle el objeto. Y de mis manos a las suyas, el calzoncillo voló pasando delante de André Breton. De su nariz para ser preciso. Eso tendría su importancia.

Como siempre, la reunión del grupo terminó a las siete y media sin ningún otro incidente digno de figurar en la memoria de la modernidad o en la de Maurice Nadeau.

Tres horas después, Jodorowsky y yo recibimos una llamada telefónica. Nos convocaron para el día siguiente a las dos de la tarde, en la calle Saint-Roch: en el piso donde vivían Mimi Parent y Jean Benoît, dos muy queridos artistas nacidos en Canadá con quienes compartíamos espejismos y paseos en motocicleta.

Sin sospechar el propósito de la reunión, fuimos al piso de aquellos dos amigos que siempre fueron muy acogedores y generosos con los dos. Mimi Parent había ilustrado uno de mis libros (La piedra de la locura). Y Jean Benoît había hecho, además del traje de necrófilo, el de la niña (tomando como modelo a Lis) para mi obra La primera comunión. Disfraces que se reproducirían, así como la obra, en la revista surrealista del momento: La Brèche. Entonces mi relación con la pareja no podía ser mejor. Y lo mismo Jodorowsky.

Por lo tanto, ambos pensamos que “nos convocaban” para asistir a una reunión motivada por nuevos proyectos. Yo estaba en excelente forma: por la mañana había estado analizando con Beckett una partida de Mijaíl Tal que nos fascinaba. Mi mente estaba llena de jugadas de ajedrez inventadas por el “mago de Riga”.

La primera sorpresa fue ver a la “flor y nata” del movimiento reunida en el nido de Jean Benoît. Con excepción de André Breton. Fuimos recibidos con el respeto de un tribunal frente a dos condenados, precisamente convictos.

El “responsable” habló de inmediato. En tono acusador, recitó el requisitorio:

—Aquí en el grupo surrealista no practicamos el culto a la personalidad. Como es bien sabido, André (así es como llamó a Breton, a lo largo de su filípica; obviamente, ni el nombre de pila de Jodorowsky ni el mío fueron nunca mencionados), no solo permite, sino que alienta el trato igualitario entre todos los miembros del grupo. Pero si él ha establecido estos principios inamovibles entre nosotros, lo que no podemos aceptar es cuestionar su esencia.

—Arrabal ha permitido que el acto más antisurrealista por antonomasia le interese, hasta el punto de comprar un calzoncillo decorado con un dibujo digno de esos camioneros anclados en la ordinariez. Jodorowsky también pareció ser un apasionado de ese objeto de un gusto incompatible con el surrealismo y, por decirlo suavemente, e-xe-cra-ble.

—En el grupo surrealista, con la complicidad y bajo el magisterio de André, nos ocupamos de todo lo inspirado por el espíritu mismo de los manifiestos surrealistas.

—Habiendo presentado en la reunión surrealista nada menos que un calzoncillo de la peor calaña, Arrabal y Jodorowsky han roto con esta actitud que es igual para todos nosotros.

—Como si no fuera poco, Arrabal ha osado ridiculizar a todo nuestro grupo, lanzando ese objeto de un lado a otro de la mesa. Hemos podido observar, entre la sorpresa y la irritación, que obviamente André hubiera debido protestar, pero se mostró, como siempre, magnánimo, demasiado generoso.

—Nosotros estimamos que nadie se puede reír de André pasándole un calzoncillo por las narices; por ello os pedimos solemnemente que dejéis de llamaros surrealistas.


Entonces le pregunté al “responsable”:

—¿Es decir que estamos expulsados? (Larga pausa). ¿Es una decisión que has tomado tú solo?

Mi querida amiga Mimi Parent me interrumpió con tono severo:

—El grupo en su conjunto se reunió dos horas antes de recibiros y, por supuesto, por unanimidad, se os pide que nunca regreséis. Y que no os consideréis surrealistas nunca más.

Jodorowsky, muy digno, sonrió y me dijo:

—Si así es, Arrabalito, vámonos.

Nos levantamos para irnos.

—Vámonos, Alejandrito.

Pero el teléfono comenzó a sonar. Mimi descolgó el aparato. Inmediatamente dijo, iluminada:

—¡Es André!

Al colgar, agregó:

—Me pidió que invitara a Fernando y Alejandro a ir a su casa, en la calle Fontaine, mañana por la tarde. A las tres en punto…

Hizo una larga pausa para anunciar el veredicto favorable.

—…para tomar una copita de ron blanco.

Estos hechos (es la primera vez que los doy a conocer) tuvieron lugar hace más de medio siglo. Una copita de ron blanco era la mejor prueba que podía dar Breton a su invitado de que era una persona, no solo grata, sino gratísima. En el grupo surrealista, donde pasé años enriquecedores e inolvidables, nunca me topé con “pequeños surrealistas”, epíteto que utilizan algunos que nunca vi en las reuniones.

 


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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO

Número 157 | Setembro de 2020

Artista convidado: Fernando Arrabal [dibujos] (Espanha, 1932)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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