No es frecuente encontrar libros que estudien de manera precisa las relaciones entre literatura y cine. Abundan libros de técnica cinematográfica, acerca de cómo escribir guiones o editar filmes, y libros panorámicos de historia del cine. Pero hallar obras donde se ventilen los difíciles vínculos que el cine ha mantenido con la literatura, y ésta con aquél es otra cuestión. Es por ello que la lectura de Cine y literatura, (Seix Barral, Biblioteca Breve, 2000) de Pere Gimferrer depara no pocas sorpresas, tanto por la concisión como por la buena prosa del autor –una prosa nerviosa-, que a veces viaja muy rápido. Las cinco partes de la obra son relativamente breves; no exhiben un estilo académico ni pretenden ser exhaustivas; se hallan abordadas de modo informal y temperamental. Ya es conocida en España –menos en América Latina- la labor poética y ensayística de Gimferrer, y en este libro muestra un conocimiento especial de obras literarias y una pasión real por el arte cinematográfico; de hecho, casi todas las películas abordadas aquí son cine-arte, clásicos del género, obras representativas de cada época. No voy a hacer aquí una reseña o una sinopsis del libro, sino a glosar algunos de sus aspectos resaltantes. Se refieren aquí muchas obras, así que lo mejor es desechar el método descriptivo y pasar rápidamente a materia.
El método
de Gimferrer es infalible: toma una idea y la ataca por todos los flancos; con sobrados
ejemplos va demostrando cómo novelas, guiones, obras de teatro y películas mantienen
sus relaciones de amor-odio, fortuna y pobreza, angustia y felicidad. Toma casos
precisos y va despejando el camino, hasta conseguir un texto logrado.
El cine
sirve esencialmente para contar historias. De los géneros literarios, el que más
se acopla al arte de contar asociado con el cine es la novela, pero tampoco cualquier
novela, sino la novela del siglo XIX. Esto es algo básico: fue el director David
Griffith, quien lo concibió así, y Gimferrer lo afirma: el lenguaje narrativo del
cine ha conocido dos épocas; la anterior a Griffith y la posterior a él. Gimferrer
lo compara con Dickens, y a Luchino Visconti con Balzac, para establecer una diferencia
de principios descriptivos. Griffith admite que lo que hace es trasponer al cine
las novelas que leía, mientras Visconti admite que no hace sino describir en detalle
los escenarios donde se mueven los personajes.
Ambos utilizan
la estructura secuencial del la novela de folletín y tienen algo en común: cuentan
con los hábitos mentales de un público que se puede dividir en dos: la masa amplia
y alfabetizada en buena medida, pero poco letrada que se ha formado viendo narración
cinematográfica o televisiva directamente, adquiriendo ese hábito de las historias
contadas en imágenes, o bien lee, más que novelas del siglo XIX, sus derivaciones
actuales: los bestsellers de Mario Puzo,
Harold Robbins o Frederick Forsyth. Quisiera agregar aquí el ejemplo de las películas
del agente 007, James Bond, las cuales revisten a mi modo de ver un caso atípico
dentro de la filmografía del siglo XX. Los filmes de 007, basados en buenas novelas
de género de Ian Fleming, no siempre fueron “superadas” por las
películas, pero la gente recuerda más las películas de espías o detectives donde
se utilizan los adelantos tecnológicos y donde el espía es un triunfador, un hombre
de mundo, elegante, conquistador de mujeres, degustador de buenas bebidas y comidas;
pues los detectives de la novela negra eran todo lo contrario: seres solitarios
o grises, viviendo al margen de la sociedad y con un pasado a menudo triste. James
Bond no tiene pasado: surge de le mera invención, es un personaje que tiene licencia
para matar y la ejerce, avalado por su Majestad la Reina de Inglaterra. Al ser encarnado
por el actor Sean Connery, el mismo actor sintió el impacto de tal emblema, hasta
identificarse de modo neurótico con él. Histórica y culturalmente las películas
sobre Bond, ideadas más por productores que por directores, pasaron a superar a
las novelas, aún cuando éstas no eran precisamente malas, para convertirse en clásicos
de un género que estaba naciendo: el del detective superpoderoso.
Y aquí comienza
la historia peligrosa de esta relación, pues el cine es arte de la imagen y la novela
lo es de la palabra. A la vez, el cine es obra de equipo y la novela obra de un
solo autor. Gimferrer cita el caso de Lo que
el viento se llevó, obra de un equipo de directores y ayudantes de dirección,
pero filmada por uno solo de ellos, Víctor Fleming. Hoy por hoy, las historias del
cine norteamericano se hallan en manos de la gran industria –Gimferrer le llama “puerilidad angosta”- y esta
supeditación de un arte a los requerimientos de una empresa determina el primer
peligro de este arte de masas, pues juega con códigos demasiado elementales del
espectador, al tiempo de manipular su gusto.
Pero el
asunto no queda aquí. El cine también quiere zafarse de la rutina narrativa y crear
atmósferas ppoéticas, plásticas o literarias, como es el caso de Jean Luc Godard.
No es “literatura a través de la narración, sino
que hace redescubrir la lectura. La imagen reinventa las palabras, hace leer de
nuevo”. También la escuela alemana de cine de
los años 70, en la que destacan Win Wenders y Werner Herzog tomaría el riesgo de
explorar “posibilidades
latentes” de la narración cinematográfica habitual,
pero se hallan condenadas a una élite y
no pueden incidir en el público masivo.
La noción
de ambigüedad es importante para entender el cine no masivo, pues la imagen cinematográfica
“es a la vez inequívoca y ambigua” y por tanto el cine artístico basa su eficacia justamente
en esa ambigüedad, aún basándose en una obra literaria mediocre. Gimferrer ilustra
aquí con el ejemplo de Tempestad sobre Washington
(1962), de Otto Preminger, pero podrían ser muchas otras, como La dama de Shangai, de Orson Welles, o Corazón salvaje, de David Lynch. La novela
en que se inspiró Welles para su Dama de Shangai
tiene un bello nombre: Si muriera antes
de despertar (1930), y la escribió Sherwood King.
Asimismo, el carácter no oral de la literatura contemporánea refuerza tal ambigüedad. Aquí se da un primer paso en la ruptura con la tradición griffithiana, en el sentido de dar espacio a la distancia entre el punto de vista de los personajes y punto de vista del narrador, esto es, el ojo de la cámara se identifica con la mirada del espectador. Ello tiene la ventaja de que el espectador se sitúa en una posición analítica respecto de los hechos y personajes, como la del director, es decir, crea una neutralidad intelectual y consigue un lenguaje artístico que hacen del cine lo que es. En este sentido Persona, de Ingmar Bergman representa la ambigüedad extrema, lo incompleto, la máscara de la identidad, mientras que El reportero de Antonioni muestra la ausencia de una personalidad individual, y el hombre parece ser sólo un objeto del decorado. Hay, ciertamente, muchísimos ejemplos más, pero concluiremos aquí la primera relación conflictiva entre estos dos lenguajes.
En lo que
concierne al proceso de adaptación de novelas al cine, la relación se torna aún
más peligrosa. Aquí voy prescindir un poco de las ideas de Gimferrer, y a usar unas
pocas mías.
Lo peor
que podría decirse de una novela cuando ésta es llevada al cine es “la película es tan buena, que no hace falta leer la novela”. Esto es, que la película se trague, por así decirlo,
los atributos de la novela hasta hacerla prescindible, algo ciertamente lamentable.
Recuerdo, en este sentido, a Macedonio Fernández cuando dijo: “Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una
novela y no viendo un vivir, no presenciando vida…”, porque para presenciar vida, es obvio, no necesitamos
leer novelas. En este sentido el cine realista, documentalista, basado en hechos
reales, testigo directo de épocas y procesos, resulta tremendamente plano cuando
no existe en él ni un ápice de fantasía, ese toque mágico del director, de lenguaje
de autor, que le saca del montón y le imprime un sello personal. De ahí que no me
guste el término “adaptación” para usarlo en el caso de la novela en el cine: no se
puede adaptar lo literario a lo filmado; a lo sumo se le puede versionar, tal se hace con una obra literaria
cuando se la traslada de idioma: no se “traduce” o se “adapta” en otro
lenguaje la obra, se hace siempre una versión, lo menos literal posible, lo más
abierta y creativa, de la pieza literaria elegida, con la intención de imprimirle
el sello anímico de quien la pone en idioma distinto.
Mientras
más eficazmente sean llevadas novelas al cine, más innecesario se hará leer libros
originales, sean éstos de calidad literaria o no, por la sencilla razón de que una
película llega más rápido al lector-espectador. Si encima de ello agregas todas
las ventajas mediáticas y comerciales de una película, publicidad, actores famosos,
promoción en TV, videos, música y menor costo para el lector-espectador (adquirir
un libro es más oneroso que ir al cine, o en el momento actual verlos en tu televisor,
compitador o teléfono) e incluso la desventaja que posee la literatura para los
lectores de edad avanzada, tenemos que en el siglo actual los libros de ficción
narrativa siempre estarán jugando un papel elitista en el concierto de la cultura
popular. Por eso es tan absurdo esperar que una novela tenga el mismo éxito y lectores
de una película. Podríamos hablar, desde ya y sin ambages, del lector de cine en
el caso de las películas originales con guiones originales e ideas propias, que
no han necesitado nutrirse de novelas para ser realizadas. Contemos también con
la menor audiencia de la literatura, contentándonos con su lenguaje discreto, íntimo
y a veces secreto, que sólo oímos mientras tenemos al libro frente a nosotros.
Lo que debería
ser orgullo para una novela es que no fuese susceptible de ser llevada al cine.
Esto parecería un sinsentido, pero no me gusta el verbo “adaptar” una película
a una novela; es cuestión que, aún pareciendo inverosímil, se suele practicar en
Estados Unidos, y los resultados son esos bodrios, a duras penas redactados. En
efecto, una cosa es la estructura de un relato o el desmenuzamiento de hechos para
planificar el montaje, otra las palabras para referir esos hechos y luego las imágenes
que se ven en pantalla. Es decir, los argumentos carecen de importancia, pues un
argumento no es una obra. En este sentido, es mejor partir de cero para armar una
película, y ni siquiera tomar en cuenta la estructura de la novela en que ésta se
inspira. Es hasta más válido intentar el llamado método de la “cámara subjetiva” el cual intenta que la cámara se identifique con la mirada del narrador,
aunque no lo logre. El propio Orson Welles intentó llevar al cine El corazón de las tinieblas de Conrad, pero
desistió del proyecto. Después vimos cómo Francis Ford Coppola lo intentó en los
años 80 sin apegarse tanto a la novela, y consiguió resultados interesantes con
Apocalypse now.
Habrá que
tomar en cuenta, sí, un aspecto central de esta relación, el cual resulta desventajoso
para el cine, que “ha tenido
que luchar con la tremenda dificultad de ser un medio de expresión balbuciente e
imperfecto en una época culturalmente avanzada”. Por la importancia que comporta esta afirmación, voy a citar in extenso a Gimferrer: “Una dificultad doble. El cine debía descubrir y hacer evolucionar
a ritmo acelerado su propio lenguaje –para tratar
de ponerse en pie de igualdad con las demás artes narrativas o representativas-
y además, el cine debía llevar a cabo descubrimientos estrictamente técnicos equivalentes
a lo que para la pintura habían supuesta la perspectiva o el claroscuro, o para
la poesía el soneto y luego el verso libre, o para la novela el tránsito de la narrativa
medieval y renacentista a la narrativa moderna, desde Cervantes a Balzac. Y todo
esto, además, debía ser hecho por el cine a toda prisa, quemando etapas, porque
por mucho que adelantase, siempre iría rezagado: cuando Griffith llegaba a Dickens,
Dickens estaba a punto de ceder el puesto a Joyce. Y algo más grave aún: no había
sólo un problema de consolidación de un lenguaje, sino un problema, además de pura
y simple posibilidad de expresión. Primero faltaba sonido, luego era difícil rodar
planos largos, desplazar la cámara, usar la profundidad de campo, emplear escenarios
naturales en vez de decorados, rodar con la cámara en mano, trabajar con sonido
directo, resolver técnicamente ciertos trucajes, prescindir de las transparencias,
obtener mayor nitidez en la imagen. Cada una de estas conquistas ha sido trabajosamente
obtenida, a costa de esfuerzo y perfeccionamiento técnico. No es de extrañar que,
en época aún reciente, poder rodar una obra que en su estructura responde a un modelo
literario bastante tradicional, como es el caso de Novecento, pueda haber tentado a un realizador como Bertolucci, que,
caso de relatar la misma historia en forma de novela, habría utilizado con toda
probabilidad módulos narrativos mucho más distorsionados y posjoyceanos. Es una
verdad general que en el arte no hay progreso, y que en este sentido Picasso ni
es superior ni inferior a quienes pintaron las cuevas de Altamira, ni Dante es superior
ni inferior a Homero, sino que unos y otros representan, simplemente, momentos distintos
de la historia espiritual de la humanidad. Es verdad que un fotograma de una película
muda de Griffith o Murnau no sólo no es inferior, sino que posiblemente sea superior
en validez estética y capacidad de expresión a un fotograma de cualquier película
actual en color y panavisión”.
De esta
cita se infiere que en el cine puede haber, más que progreso estético, un progreso
en posibilidades expresivas reales, en tanto que con los medios técnicos de hoy
se pueden solucionar problemas que antes se hacían engorrosos. De cualquier modo,
nos queda claro que el progreso técnico no significa necesariamente progreso estético.
Para Gimferrer la vuelta a cierto clasicismo procura, en este sentido, la venganza cinematográfica acerca de las limitaciones técnicas que tenía hace cuarenta años. Para la fecha actual habría que agregarle dos década mas, y serían sesenta. Las peligrosas relaciones entre novela y “adaptación” fílmica no se libran en el terreno de las equivalencias de lenguaje, sino en el de las equivalencias acerca del resultado estético conseguido. Ya dije que no me gusta el verbo adaptar, prefiero el de versionar, tal como se procura en la interpretación literaria de un idioma a otro. En el lenguaje periodístico o técnico puede hablarse de “traducir” de una lengua a otra, pero en el caso de la literatura es preferible usar versión, cosa que yo propondría para el cine.
Gimferrer
afirma: “Cada lenguaje es lo que es y ni aún en
el más óptimo de los supuestos el lenguaje visual podrá obtener equivalencias plenas
de recursos que son propios únicamente del lenguaje literario, como es el caso del
monólogo interior empleado por Faulkner y Joyce o la técnica del punto de vista
desarrollada por Henry James”. Cita de
seguidas el autor otros ejemplos extremos: Días
tranquilos en Clichy (1970), del danés J. Thorsen, que adapta el libro homónimo
de Henry Miller, y según él no queda maniatada cinematográficamente por su fidelidad
a la letra y el espíritu del texto. En cambio, El sonido y la furia, de Faulkner, llevada al cine por Martín Ritt,
representaría para Gimferrer el polo opuesto, la mala adaptación.
En el lenguaje
literario, “la ocultación
de unos aspectos de la realidad relatada o simplemente su omisión forman parte de
la esencia del lenguaje literario, que es un lenguaje sucesivo y no puede abarcar
de una vez todos los aspectos de la realidad que designa; inversamente el lenguaje
fílmico se caracteriza porque, en el terreno visual, es un lenguaje no sucesivo,
sino simultáneo, ya que puede mostrar de una sola vez en el encuadre aspectos de
una realidad única que el relato literario deberá mostrar unos tras otros.” Gimferrer parece radical cuando afirma que “ninguno de los grandes clásicos de la novela ha llegado
a ser un gran clásico de cine.”
Aquí, por
supuesto, el concepto de “clásico” es relativo si se toma en cuenta una película como La muerte en Venecia, de Luchino Visconti,
que ha logrado ser un clásico del cine, basada en una novela de Thomas Mann que
me parece extraordinaria, aunque ignoro si el canon occidental la considera clásico
literario. Los italianos parecen haber acertado en cuanto a impecables versiones
de novelas. Luchino Visconti vuelve a hacerlo en su cinta El Gatopardo (sobre la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa) y Lina
Wertmuller con La piel (basada en la novela
de Curzio Malaparte), dos obras que narran momentos importantes de la historia de
ese país. No olvidemos la excepcional versión de Michelangelo Antonioni sobre un
cuento de Julio Cortázar (“Las babas
del diablo”) que tiene
como título Blow up, expresión que en
inglés significa ampliar una fotografía.
Acaso sea
necesario admitir que esta relación entre cine y novela ha ido acentuando su distancia
hasta producir un divorcio. Según parece, la novela contemporánea se aleja cada
vez más de la posibilidad de ser versionada en cine. Se citan aquí los casos de
En busca del tiempo perdido de Proust
que, en su intención de comprimir la estructura dramática convencional de un guión,
dio origen no a una película, sino a otro libro “espejo y reflejo del de Proust”, es decir
a un guión, pues la película no se estrenó nunca.
Igualmente
ocurre con Bajo el volcán, de Malcolm
Lowry, llevada al cine por John Huston. Según Gimferrer estamos frente a “un guión trivial, trivialmente filmado por Huston”, surgido de la pluma de Guillermo Cabrera Infante y Jorge
Semprún. Con todas sus fallas, la película de Huston me ha parecido buena, sobre
todo por la extraordinaria actuación del actor inglés Albert Finney, encarnando
al Cónsul borracho Geoffrey Firmin. “Uno de los
realizadores a quienes se ofreció la película, Luis Buñuel, comprendió en forma
elocuente el problema básico de tal adaptación: “Es imposible adaptar esta novela. Todo ocurre en la cabeza del protagonista.” Por cierto, un escritor realista como Benito Pérez Galdós
puede dar origen a versiones totalmente libres y surrealistas de sus obras como
Nazarín y Viridiana, realizadas por el
propio Buñuel.
Justamente
Joyce y Proust indican el inicio de la novela contemporánea. Así, obras de la “nueva novela” francesa
o Cien años de soledad de García Márquez,
Terra Nostra de Carlos Fuentes, Paradiso de Lezama Lima o Rayuela de Cortázar se resisten a ello. Como
dato final, se cita lo que Gimferrer llama el “efecto boomerang”, es decir,
cuando el cine influencia y hasta modifica la estructura de la narración literaria.
Ahora pasamos
al teatro, con el cual la relación no es menos peligrosa. Primero porque en éste
se tiende más a lo visual o a lo gestual que a las palabras. En un texto clásico
se da ya por sabido, y a partir de éste se pretende ofrecer una visión diferente,
al tiempo que se asimila el diálogo a un contexto cinematográfico preciso. Curiosamente,
el cine sonoro ha redescubierto el teatro, al punto de que éste se ve quizá más
en el cine que en el propio teatro. La palabra tiene peso específico tanto en el
cine como en producciones televisivas y tiene en cuenta “posibilidades combinadas de imagen y diálogo”, cuestión que le permite a Gimferrer afirmar que “el cine sonoro, una vez evolucionado y consolidado como
lenguaje nuevo, está más próximo a las intenciones del teatro isabelino que a las
del teatro actual”. Esto lo
ha llevado a afirmar que “si Shakespeare
viviera hoy sería guionista cinematográfico”.
El campo del cine difiere en esencia del campo teatral. Esto conforma lo que Gimferrer llama “el rechazo de la ilusión realista”, y en subordinar la palabra a los demás elementos del espectáculo. Teniendo en cuenta que lo filmado es realidad –excepción hecha de los trucajes y efectos especiales del cine fantástico o de catástrofes- y del antiguo recurso del forillo (un telón pequeño que se pone detrás del telón del foro), tal el usado en películas como Cortina rasgada (1966) de Hitchcock, se buscaba justamente que ello pasara inadvertido, para ser aceptado como parte de la ilusión realista. Si bien la expresión “ilusión realista” contiene una paradoja, una ambigüedad, -pues se crea artificialmente un decorado para que haga las veces de realidad-. También está claro que el teatro perdió la batalla a favor del cine, pues el espectador medio prefiere ver en pantalla, por ejemplo, un campo de batalla real; en cambio el teatro no busca suplantar la realidad, sino proponer la realidad en escena con la acción desarrollada directamente ante el espectador en el momento: es más concreta y tangible que una realidad filmada. Ello comporta una realidad simultánea a la percepción del espectador, pero no se pide al espectador que crea estar viendo una batalla medieval vivida por los personajes de un Shakespeare, por ejemplo, sino –cosa muy distinta-“la estilización de una batalla medieval evocada ritualmente por un grupo de actores que en el escenario suscitan una realidad poética, de naturaleza peculiar, propia únicamente del teatro”. Más claro no puede haber descrito nadie tal fenómeno.
El teatro
ha influenciado el espacio fílmico en el campo de la dramaturgia, de la sintaxis
y de la progresión expresiva del relato. Existe, pues, un triple juego entre cine,
teatro y novela. Si la novela del siglo XIX suele ser una sucesión de escenas equivalentes
a las teatrales y el diálogo en pantalla amplía a mejores posibilidades el patrón
de la novela, entonces tenemos al sonido entrando en la estética del cine, para
cohesionarlo. Tanto el teatro, como la TV y el video aportan aquí nuevos elementos.
Ello lo ha mostrado el cine con creces. Gimferrer ilustra con los ejemplos de Jacques
Rivette y de Volker Schondorf en Alemania
en otoño. Sobre todo Rivette, que en su film La religiosa (1966), -sobre la novela de Diderot-, filma la teatralización
que él mismo ha hecho. La cámara “glacial
y torrente” es un paso
decisivo hacia el cine atonal.
Por otra
parte, están las “adaptaciones” fílmicas de obras teatrales que confrontan otra situación:
se proponen ser creaciones cinematográficas auténticas, huir de la teatralidad mientras
se filma, captando cosas que no pueden aparecer en un escenario. Y por allí, justamente,
se cuela la otra relación peligrosa: la de hacer secuencias de relleno para introducir
exteriores o cambios de escenario, con el fin de reducir el “recuerdo” de la obra
primigenia: ahí justamente se pierde el suspense o el clima dramático. En el teatro
hay menos libertad para cambiar de escenario y de menos movilidad, que el cine sí
posee. Sin embargo, modificar forzosamente esta estructura puede resultar peligroso
y dañar la película a pesar de que en ella se respeten los escenarios como aparecían
en el teatro, y ello es debido a que la planificación, la dirección de actores y
el tratamiento del espacio se ha efectuado eficazmente, pues eso fundamentalmente
es el cine: lenguaje de planificación, como bien anota Gimferrer, aunque incluyendo
otro asunto importante: el de los diálogos.
Un autor
teatral puede ser un guionista mediocre y un autor teatral menor puede escribir
excelentes guiones, porque las leyes son distintas en cada caso. Cabe aquí el ejemplo
de Shakespeare, pues siendo éste un paradigma del teatro de todos los tiempos realiza
un teatro de la palabra, en el que los demás aspectos son secundarios, y hasta se
pudiera prescindir de ellos en montajes contemporáneos. De hecho en la película
de Baz Lurhmann sobre Romeo y Julieta, el
director hace gala de un decorado y una escenografía fastuosos, pero no se atreve
a modificar los diálogos, que permanecen intactos.
Poco importa
que sean malas o buenas, las adaptaciones no afectan las relaciones entre palabra
y teatro y palabra y cine. Que sean transposiciones libres o fidedignas, ni cuando
se usa un mismo texto de Shakespeare para versionarlo. De la copiosa filmografía
sobre el dramaturgo isabelino destacan las cintas de Laurence Olivier y de Orson
Welles. Shakespeare en el cine construye, en efecto, el tercer nivel de peligro
de esta relación. Con Enrique V (1944),
Olivier intenta realizar la eficacia estética de la pieza teatral que versiona,
sin subestimar al cine: es filmación de una obra teatral, pero ésta tiene en cuenta
lo visual; Gimferrer lo llama “esplendoroso
tratamiento cromático” realizado
por un hombre culto haciendo cine, quien se vale de la pintura de la época, libros
de horas, manuscritos y culmina en la Batalla de Azincourt, la cual evoca a Paolo
Ucello.
Por su parte en Hamlet (1948), Olivier intenta introducir datos psicológicos y un punto de vista nuevo. El dato de que hubo de aceptar hacer el papel principal debido a presiones de los productores –su prestigio de actor garantizaba la taquilla- habla aún mejor de sus esfuerzos por lograr una obra limpia. Sin embargo, Gimferrer no está convencido de ello, pues según él no se logra integrar el ritmo de la palabra dentro del tiempo y el espacio propios del ritmo de un filme, lo cual hace extensivo a cualquier adaptación teatral, al comunicar la sensación de que “o bien sobren palabras o bien faltan metros de película: se habla demasiado o se ve muy poco, en los parlamentos hay demasiada carga significante y ello arroparía innecesariamente el contenido visual de los encuadres. Aquí no estoy de acuerdo con Gimferrer: la película es una obra maestra de los encuadres, y las actuaciones y dirección tapan cualquier desperfecto. El Hamlet es probablemente la obra teatral más perfecta jamás escrita, y no he visto nada mejor ni en el cine ni en el teatro que la actuación de Olivier. Lástima que no sepamos quienes o cómo fueron sus actores originales. Es verdad que el Macbeth y el Otelo de Orson Welles alcanzan el nivel de clásicos del cine, pero nunca su Hamlet, en cambio el Macbeth de Roman Polanski y el Enrique VIII de Kenneth Branagh también logran niveles hasta ahora insuperables. En cuanto a decorados y escenografías, el Hamlet de Branagh –un shakesperiano empedernido- también logra un lenguaje visual pocas veces igualado, así como el Enrique IV de Al Pacino –antítesis como personaje de Enrique VIII- que involucra en su versión el testimonio de los actores mientras hacen la película, lo cual pone en evidencia que el teatro en el cine tiene nuevas posibilidades. Lástima que Gimferrer no aborde películas más recientes como las del teatro norteamericano, especialmente las extraordinarias obras de Tenesee Williams (Un tranvía llamado deseo) o de Sam Shepard (Locos de amor), las cuales alcanzan cimas altas dentro del cine justamente porque saben combinar palabra con cámara y estructurar bien las escenas. El guión es considerado aquí “género literario anfibio” y es un elemento de familiaridad directa con la naturaleza del cine, es una realidad compleja y propia que desaparece en cuanto la película concluye, su nombre lo dice: es una simple guía, un esquema hecho de palabras al servicio de otra realidad, pero sin él tampoco existiria la película.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO
Número 159 | outubro de 2020
Artista convidada: Mariana Palova (México, 1990)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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