quinta-feira, 15 de outubro de 2020

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN | Literatura y cine: las relaciones peligrosas

 


N
o es frecuente encontrar libros que estudien de manera precisa las relaciones entre literatura y cine. Abundan libros de técnica cinematográfica, acerca de cómo escribir guiones o editar filmes, y libros panorámicos de historia del cine. Pero hallar obras donde se ventilen los difíciles vínculos que el cine ha mantenido con la literatura, y ésta con aquél es otra cuestión. Es por ello que la lectura de Cine y literatura, (Seix Barral, Biblioteca Breve, 2000) de Pere Gimferrer depara no pocas sorpresas, tanto por la concisión como por la buena prosa del autor una prosa nerviosa-, que a veces viaja muy rápido. Las cinco partes de la obra son relativamente breves; no exhiben un estilo académico ni pretenden ser exhaustivas; se hallan abordadas de modo informal y temperamental. Ya es conocida en España menos en América Latina- la labor poética y ensayística de Gimferrer, y en este libro muestra un conocimiento especial de obras literarias y una pasión real por el arte cinematográfico; de hecho, casi todas las películas abordadas aquí son cine-arte, clásicos del género, obras representativas de cada época. No voy a hacer aquí una reseña o una sinopsis del libro, sino a glosar algunos de sus aspectos resaltantes. Se refieren aquí muchas obras, así que lo mejor es desechar el método descriptivo y pasar rápidamente a materia.

El método de Gimferrer es infalible: toma una idea y la ataca por todos los flancos; con sobrados ejemplos va demostrando cómo novelas, guiones, obras de teatro y películas mantienen sus relaciones de amor-odio, fortuna y pobreza, angustia y felicidad. Toma casos precisos y va despejando el camino, hasta conseguir un texto logrado.

El cine sirve esencialmente para contar historias. De los géneros literarios, el que más se acopla al arte de contar asociado con el cine es la novela, pero tampoco cualquier novela, sino la novela del siglo XIX. Esto es algo básico: fue el director David Griffith, quien lo concibió así, y Gimferrer lo afirma: el lenguaje narrativo del cine ha conocido dos épocas; la anterior a Griffith y la posterior a él. Gimferrer lo compara con Dickens, y a Luchino Visconti con Balzac, para establecer una diferencia de principios descriptivos. Griffith admite que lo que hace es trasponer al cine las novelas que leía, mientras Visconti admite que no hace sino describir en detalle los escenarios donde se mueven los personajes.

Ambos utilizan la estructura secuencial del la novela de folletín y tienen algo en común: cuentan con los hábitos mentales de un público que se puede dividir en dos: la masa amplia y alfabetizada en buena medida, pero poco letrada que se ha formado viendo narración cinematográfica o televisiva directamente, adquiriendo ese hábito de las historias contadas en imágenes, o bien lee, más que novelas del siglo XIX, sus derivaciones actuales: los bestsellers de Mario Puzo, Harold Robbins o Frederick Forsyth. Quisiera agregar aquí el ejemplo de las películas del agente 007, James Bond, las cuales revisten a mi modo de ver un caso atípico dentro de la filmografía del siglo XX. Los filmes de 007, basados en buenas novelas de género de Ian Fleming, no siempre fueron superadas por las películas, pero la gente recuerda más las películas de espías o detectives donde se utilizan los adelantos tecnológicos y donde el espía es un triunfador, un hombre de mundo, elegante, conquistador de mujeres, degustador de buenas bebidas y comidas; pues los detectives de la novela negra eran todo lo contrario: seres solitarios o grises, viviendo al margen de la sociedad y con un pasado a menudo triste. James Bond no tiene pasado: surge de le mera invención, es un personaje que tiene licencia para matar y la ejerce, avalado por su Majestad la Reina de Inglaterra. Al ser encarnado por el actor Sean Connery, el mismo actor sintió el impacto de tal emblema, hasta identificarse de modo neurótico con él. Histórica y culturalmente las películas sobre Bond, ideadas más por productores que por directores, pasaron a superar a las novelas, aún cuando éstas no eran precisamente malas, para convertirse en clásicos de un género que estaba naciendo: el del detective superpoderoso.

Y aquí comienza la historia peligrosa de esta relación, pues el cine es arte de la imagen y la novela lo es de la palabra. A la vez, el cine es obra de equipo y la novela obra de un solo autor. Gimferrer cita el caso de Lo que el viento se llevó, obra de un equipo de directores y ayudantes de dirección, pero filmada por uno solo de ellos, Víctor Fleming. Hoy por hoy, las historias del cine norteamericano se hallan en manos de la gran industria Gimferrer le llama puerilidad angosta- y esta supeditación de un arte a los requerimientos de una empresa determina el primer peligro de este arte de masas, pues juega con códigos demasiado elementales del espectador, al tiempo de manipular su gusto.

Pero el asunto no queda aquí. El cine también quiere zafarse de la rutina narrativa y crear atmósferas ppoéticas, plásticas o literarias, como es el caso de Jean Luc Godard. No es literatura a través de la narración, sino que hace redescubrir la lectura. La imagen reinventa las palabras, hace leer de nuevo. También la escuela alemana de cine de los años 70, en la que destacan Win Wenders y Werner Herzog tomaría el riesgo de explorar posibilidades latentes de la narración cinematográfica habitual, pero se hallan condenadas a una élite y no pueden incidir en el público masivo.

La noción de ambigüedad es importante para entender el cine no masivo, pues la imagen cinematográfica es a la vez inequívoca y ambigua y por tanto el cine artístico basa su eficacia justamente en esa ambigüedad, aún basándose en una obra literaria mediocre. Gimferrer ilustra aquí con el ejemplo de Tempestad sobre Washington (1962), de Otto Preminger, pero podrían ser muchas otras, como La dama de Shangai, de Orson Welles, o Corazón salvaje, de David Lynch. La novela en que se inspiró Welles para su Dama de Shangai tiene un bello nombre: Si muriera antes de despertar (1930), y la escribió Sherwood King.


Asimismo, el carácter no oral de la literatura contemporánea refuerza tal ambigüedad. Aquí se da un primer paso en la ruptura con la tradición griffithiana, en el sentido de dar espacio a la distancia entre el punto de vista de los personajes y punto de vista del narrador, esto es, el ojo de la cámara se identifica con la mirada del espectador. Ello tiene la ventaja de que el espectador se sitúa en una posición analítica respecto de los hechos y personajes, como la del director, es decir, crea una neutralidad intelectual y consigue un lenguaje artístico que hacen del cine lo que es. En este sentido Persona, de Ingmar Bergman representa la ambigüedad extrema, lo incompleto, la máscara de la identidad, mientras que El reportero de Antonioni muestra la ausencia de una personalidad individual, y el hombre parece ser sólo un objeto del decorado. Hay, ciertamente, muchísimos ejemplos más, pero concluiremos aquí la primera relación conflictiva entre estos dos lenguajes.

En lo que concierne al proceso de adaptación de novelas al cine, la relación se torna aún más peligrosa. Aquí voy prescindir un poco de las ideas de Gimferrer, y a usar unas pocas mías.

Lo peor que podría decirse de una novela cuando ésta es llevada al cine es la película es tan buena, que no hace falta leer la novela. Esto es, que la película se trague, por así decirlo, los atributos de la novela hasta hacerla prescindible, algo ciertamente lamentable. Recuerdo, en este sentido, a Macedonio Fernández cuando dijo: Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando vida…”, porque para presenciar vida, es obvio, no necesitamos leer novelas. En este sentido el cine realista, documentalista, basado en hechos reales, testigo directo de épocas y procesos, resulta tremendamente plano cuando no existe en él ni un ápice de fantasía, ese toque mágico del director, de lenguaje de autor, que le saca del montón y le imprime un sello personal. De ahí que no me guste el término adaptación para usarlo en el caso de la novela en el cine: no se puede adaptar lo literario a lo filmado; a lo sumo se le puede versionar, tal se hace con una obra literaria cuando se la traslada de idioma: no se traduce o se adapta en otro lenguaje la obra, se hace siempre una versión, lo menos literal posible, lo más abierta y creativa, de la pieza literaria elegida, con la intención de imprimirle el sello anímico de quien la pone en idioma distinto.

Mientras más eficazmente sean llevadas novelas al cine, más innecesario se hará leer libros originales, sean éstos de calidad literaria o no, por la sencilla razón de que una película llega más rápido al lector-espectador. Si encima de ello agregas todas las ventajas mediáticas y comerciales de una película, publicidad, actores famosos, promoción en TV, videos, música y menor costo para el lector-espectador (adquirir un libro es más oneroso que ir al cine, o en el momento actual verlos en tu televisor, compitador o teléfono) e incluso la desventaja que posee la literatura para los lectores de edad avanzada, tenemos que en el siglo actual los libros de ficción narrativa siempre estarán jugando un papel elitista en el concierto de la cultura popular. Por eso es tan absurdo esperar que una novela tenga el mismo éxito y lectores de una película. Podríamos hablar, desde ya y sin ambages, del lector de cine en el caso de las películas originales con guiones originales e ideas propias, que no han necesitado nutrirse de novelas para ser realizadas. Contemos también con la menor audiencia de la literatura, contentándonos con su lenguaje discreto, íntimo y a veces secreto, que sólo oímos mientras tenemos al libro frente a nosotros.

Lo que debería ser orgullo para una novela es que no fuese susceptible de ser llevada al cine. Esto parecería un sinsentido, pero no me gusta el verbo adaptar una película a una novela; es cuestión que, aún pareciendo inverosímil, se suele practicar en Estados Unidos, y los resultados son esos bodrios, a duras penas redactados. En efecto, una cosa es la estructura de un relato o el desmenuzamiento de hechos para planificar el montaje, otra las palabras para referir esos hechos y luego las imágenes que se ven en pantalla. Es decir, los argumentos carecen de importancia, pues un argumento no es una obra. En este sentido, es mejor partir de cero para armar una película, y ni siquiera tomar en cuenta la estructura de la novela en que ésta se inspira. Es hasta más válido intentar el llamado método de la cámara subjetiva el cual intenta que la cámara se identifique con la mirada del narrador, aunque no lo logre. El propio Orson Welles intentó llevar al cine El corazón de las tinieblas de Conrad, pero desistió del proyecto. Después vimos cómo Francis Ford Coppola lo intentó en los años 80 sin apegarse tanto a la novela, y consiguió resultados interesantes con Apocalypse now.

Habrá que tomar en cuenta, sí, un aspecto central de esta relación, el cual resulta desventajoso para el cine, que ha tenido que luchar con la tremenda dificultad de ser un medio de expresión balbuciente e imperfecto en una época culturalmente avanzada. Por la importancia que comporta esta afirmación, voy a citar in extenso a Gimferrer: Una dificultad doble. El cine debía descubrir y hacer evolucionar a ritmo acelerado su propio lenguaje para tratar de ponerse en pie de igualdad con las demás artes narrativas o representativas- y además, el cine debía llevar a cabo descubrimientos estrictamente técnicos equivalentes a lo que para la pintura habían supuesta la perspectiva o el claroscuro, o para la poesía el soneto y luego el verso libre, o para la novela el tránsito de la narrativa medieval y renacentista a la narrativa moderna, desde Cervantes a Balzac. Y todo esto, además, debía ser hecho por el cine a toda prisa, quemando etapas, porque por mucho que adelantase, siempre iría rezagado: cuando Griffith llegaba a Dickens, Dickens estaba a punto de ceder el puesto a Joyce. Y algo más grave aún: no había sólo un problema de consolidación de un lenguaje, sino un problema, además de pura y simple posibilidad de expresión. Primero faltaba sonido, luego era difícil rodar planos largos, desplazar la cámara, usar la profundidad de campo, emplear escenarios naturales en vez de decorados, rodar con la cámara en mano, trabajar con sonido directo, resolver técnicamente ciertos trucajes, prescindir de las transparencias, obtener mayor nitidez en la imagen. Cada una de estas conquistas ha sido trabajosamente obtenida, a costa de esfuerzo y perfeccionamiento técnico. No es de extrañar que, en época aún reciente, poder rodar una obra que en su estructura responde a un modelo literario bastante tradicional, como es el caso de Novecento, pueda haber tentado a un realizador como Bertolucci, que, caso de relatar la misma historia en forma de novela, habría utilizado con toda probabilidad módulos narrativos mucho más distorsionados y posjoyceanos. Es una verdad general que en el arte no hay progreso, y que en este sentido Picasso ni es superior ni inferior a quienes pintaron las cuevas de Altamira, ni Dante es superior ni inferior a Homero, sino que unos y otros representan, simplemente, momentos distintos de la historia espiritual de la humanidad. Es verdad que un fotograma de una película muda de Griffith o Murnau no sólo no es inferior, sino que posiblemente sea superior en validez estética y capacidad de expresión a un fotograma de cualquier película actual en color y panavisión.

De esta cita se infiere que en el cine puede haber, más que progreso estético, un progreso en posibilidades expresivas reales, en tanto que con los medios técnicos de hoy se pueden solucionar problemas que antes se hacían engorrosos. De cualquier modo, nos queda claro que el progreso técnico no significa necesariamente progreso estético.


Para Gimferrer la vuelta a cierto clasicismo procura, en este sentido, la venganza cinematográfica acerca de las limitaciones técnicas que tenía hace cuarenta años. Para la fecha actual habría que agregarle dos década mas, y serían sesenta. Las peligrosas relaciones entre novela y
adaptación fílmica no se libran en el terreno de las equivalencias de lenguaje, sino en el de las equivalencias acerca del resultado estético conseguido. Ya dije que no me gusta el verbo adaptar, prefiero el de versionar, tal como se procura en la interpretación literaria de un idioma a otro. En el lenguaje periodístico o técnico puede hablarse de traducir de una lengua a otra, pero en el caso de la literatura es preferible usar versión, cosa que yo propondría para el cine.

Gimferrer afirma: Cada lenguaje es lo que es y ni aún en el más óptimo de los supuestos el lenguaje visual podrá obtener equivalencias plenas de recursos que son propios únicamente del lenguaje literario, como es el caso del monólogo interior empleado por Faulkner y Joyce o la técnica del punto de vista desarrollada por Henry James. Cita de seguidas el autor otros ejemplos extremos: Días tranquilos en Clichy (1970), del danés J. Thorsen, que adapta el libro homónimo de Henry Miller, y según él no queda maniatada cinematográficamente por su fidelidad a la letra y el espíritu del texto. En cambio, El sonido y la furia, de Faulkner, llevada al cine por Martín Ritt, representaría para Gimferrer el polo opuesto, la mala adaptación.

En el lenguaje literario, la ocultación de unos aspectos de la realidad relatada o simplemente su omisión forman parte de la esencia del lenguaje literario, que es un lenguaje sucesivo y no puede abarcar de una vez todos los aspectos de la realidad que designa; inversamente el lenguaje fílmico se caracteriza porque, en el terreno visual, es un lenguaje no sucesivo, sino simultáneo, ya que puede mostrar de una sola vez en el encuadre aspectos de una realidad única que el relato literario deberá mostrar unos tras otros. Gimferrer parece radical cuando afirma que ninguno de los grandes clásicos de la novela ha llegado a ser un gran clásico de cine.

Aquí, por supuesto, el concepto de clásico es relativo si se toma en cuenta una película como La muerte en Venecia, de Luchino Visconti, que ha logrado ser un clásico del cine, basada en una novela de Thomas Mann que me parece extraordinaria, aunque ignoro si el canon occidental la considera clásico literario. Los italianos parecen haber acertado en cuanto a impecables versiones de novelas. Luchino Visconti vuelve a hacerlo en su cinta El Gatopardo (sobre la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa) y Lina Wertmuller con La piel (basada en la novela de Curzio Malaparte), dos obras que narran momentos importantes de la historia de ese país. No olvidemos la excepcional versión de Michelangelo Antonioni sobre un cuento de Julio Cortázar (Las babas del diablo) que tiene como título Blow up, expresión que en inglés significa ampliar una fotografía.

Acaso sea necesario admitir que esta relación entre cine y novela ha ido acentuando su distancia hasta producir un divorcio. Según parece, la novela contemporánea se aleja cada vez más de la posibilidad de ser versionada en cine. Se citan aquí los casos de En busca del tiempo perdido de Proust que, en su intención de comprimir la estructura dramática convencional de un guión, dio origen no a una película, sino a otro libro espejo y reflejo del de Proust, es decir a un guión, pues la película no se estrenó nunca.

Igualmente ocurre con Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, llevada al cine por John Huston. Según Gimferrer estamos frente a un guión trivial, trivialmente filmado por Huston, surgido de la pluma de Guillermo Cabrera Infante y Jorge Semprún. Con todas sus fallas, la película de Huston me ha parecido buena, sobre todo por la extraordinaria actuación del actor inglés Albert Finney, encarnando al Cónsul borracho Geoffrey Firmin. Uno de los realizadores a quienes se ofreció la película, Luis Buñuel, comprendió en forma elocuente el problema básico de tal adaptación: Es imposible adaptar esta novela. Todo ocurre en la cabeza del protagonista. Por cierto, un escritor realista como Benito Pérez Galdós puede dar origen a versiones totalmente libres y surrealistas de sus obras como Nazarín y Viridiana, realizadas por el propio Buñuel.

Justamente Joyce y Proust indican el inicio de la novela contemporánea. Así, obras de la nueva novela francesa o Cien años de soledad de García Márquez, Terra Nostra de Carlos Fuentes, Paradiso de Lezama Lima o Rayuela de Cortázar se resisten a ello. Como dato final, se cita lo que Gimferrer llama el efecto boomerang, es decir, cuando el cine influencia y hasta modifica la estructura de la narración literaria.

Ahora pasamos al teatro, con el cual la relación no es menos peligrosa. Primero porque en éste se tiende más a lo visual o a lo gestual que a las palabras. En un texto clásico se da ya por sabido, y a partir de éste se pretende ofrecer una visión diferente, al tiempo que se asimila el diálogo a un contexto cinematográfico preciso. Curiosamente, el cine sonoro ha redescubierto el teatro, al punto de que éste se ve quizá más en el cine que en el propio teatro. La palabra tiene peso específico tanto en el cine como en producciones televisivas y tiene en cuenta posibilidades combinadas de imagen y diálogo, cuestión que le permite a Gimferrer afirmar que el cine sonoro, una vez evolucionado y consolidado como lenguaje nuevo, está más próximo a las intenciones del teatro isabelino que a las del teatro actual. Esto lo ha llevado a afirmar que si Shakespeare viviera hoy sería guionista cinematográfico.


El campo del cine difiere en esencia del campo teatral. Esto conforma lo que Gimferrer llama
el rechazo de la ilusión realista, y en subordinar la palabra a los demás elementos del espectáculo. Teniendo en cuenta que lo filmado es realidad excepción hecha de los trucajes y efectos especiales del cine fantástico o de catástrofes- y del antiguo recurso del forillo (un telón pequeño que se pone detrás del telón del foro), tal el usado en películas como Cortina rasgada (1966) de Hitchcock, se buscaba justamente que ello pasara inadvertido, para ser aceptado como parte de la ilusión realista. Si bien la expresión ilusión realista contiene una paradoja, una ambigüedad, -pues se crea artificialmente un decorado para que haga las veces de realidad-. También está claro que el teatro perdió la batalla a favor del cine, pues el espectador medio prefiere ver en pantalla, por ejemplo, un campo de batalla real; en cambio el teatro no busca suplantar la realidad, sino proponer la realidad en escena con la acción desarrollada directamente ante el espectador en el momento: es más concreta y tangible que una realidad filmada. Ello comporta una realidad simultánea a la percepción del espectador, pero no se pide al espectador que crea estar viendo una batalla medieval vivida por los personajes de un Shakespeare, por ejemplo, sino cosa muy distinta-la estilización de una batalla medieval evocada ritualmente por un grupo de actores que en el escenario suscitan una realidad poética, de naturaleza peculiar, propia únicamente del teatro. Más claro no puede haber descrito nadie tal fenómeno.

El teatro ha influenciado el espacio fílmico en el campo de la dramaturgia, de la sintaxis y de la progresión expresiva del relato. Existe, pues, un triple juego entre cine, teatro y novela. Si la novela del siglo XIX suele ser una sucesión de escenas equivalentes a las teatrales y el diálogo en pantalla amplía a mejores posibilidades el patrón de la novela, entonces tenemos al sonido entrando en la estética del cine, para cohesionarlo. Tanto el teatro, como la TV y el video aportan aquí nuevos elementos. Ello lo ha mostrado el cine con creces. Gimferrer ilustra con los ejemplos de Jacques Rivette y de Volker Schondorf en Alemania en otoño. Sobre todo Rivette, que en su film La religiosa (1966), -sobre la novela de Diderot-, filma la teatralización que él mismo ha hecho. La cámara glacial y torrente es un paso decisivo hacia el cine atonal.

Por otra parte, están las adaptaciones fílmicas de obras teatrales que confrontan otra situación: se proponen ser creaciones cinematográficas auténticas, huir de la teatralidad mientras se filma, captando cosas que no pueden aparecer en un escenario. Y por allí, justamente, se cuela la otra relación peligrosa: la de hacer secuencias de relleno para introducir exteriores o cambios de escenario, con el fin de reducir el recuerdo de la obra primigenia: ahí justamente se pierde el suspense o el clima dramático. En el teatro hay menos libertad para cambiar de escenario y de menos movilidad, que el cine sí posee. Sin embargo, modificar forzosamente esta estructura puede resultar peligroso y dañar la película a pesar de que en ella se respeten los escenarios como aparecían en el teatro, y ello es debido a que la planificación, la dirección de actores y el tratamiento del espacio se ha efectuado eficazmente, pues eso fundamentalmente es el cine: lenguaje de planificación, como bien anota Gimferrer, aunque incluyendo otro asunto importante: el de los diálogos.

Un autor teatral puede ser un guionista mediocre y un autor teatral menor puede escribir excelentes guiones, porque las leyes son distintas en cada caso. Cabe aquí el ejemplo de Shakespeare, pues siendo éste un paradigma del teatro de todos los tiempos realiza un teatro de la palabra, en el que los demás aspectos son secundarios, y hasta se pudiera prescindir de ellos en montajes contemporáneos. De hecho en la película de Baz Lurhmann sobre Romeo y Julieta, el director hace gala de un decorado y una escenografía fastuosos, pero no se atreve a modificar los diálogos, que permanecen intactos.

Poco importa que sean malas o buenas, las adaptaciones no afectan las relaciones entre palabra y teatro y palabra y cine. Que sean transposiciones libres o fidedignas, ni cuando se usa un mismo texto de Shakespeare para versionarlo. De la copiosa filmografía sobre el dramaturgo isabelino destacan las cintas de Laurence Olivier y de Orson Welles. Shakespeare en el cine construye, en efecto, el tercer nivel de peligro de esta relación. Con Enrique V (1944), Olivier intenta realizar la eficacia estética de la pieza teatral que versiona, sin subestimar al cine: es filmación de una obra teatral, pero ésta tiene en cuenta lo visual; Gimferrer lo llama esplendoroso tratamiento cromático realizado por un hombre culto haciendo cine, quien se vale de la pintura de la época, libros de horas, manuscritos y culmina en la Batalla de Azincourt, la cual evoca a Paolo Ucello.

Por su parte en Hamlet (1948), Olivier intenta introducir datos psicológicos y un punto de vista nuevo. El dato de que hubo de aceptar hacer el papel principal debido a presiones de los productores su prestigio de actor garantizaba la taquilla- habla aún mejor de sus esfuerzos por lograr una obra limpia. Sin embargo, Gimferrer no está convencido de ello, pues según él no se logra integrar el ritmo de la palabra dentro del tiempo y el espacio propios del ritmo de un filme, lo cual hace extensivo a cualquier adaptación teatral, al comunicar la sensación de que o bien sobren palabras o bien faltan metros de película: se habla demasiado o se ve muy poco, en los parlamentos hay demasiada carga significante y ello arroparía innecesariamente el contenido visual de los encuadres. Aquí no estoy de acuerdo con Gimferrer: la película es una obra maestra de los encuadres, y las actuaciones y dirección tapan cualquier desperfecto. El Hamlet es probablemente la obra teatral más perfecta jamás escrita, y no he visto nada mejor ni en el cine ni en el teatro que la actuación de Olivier. Lástima que no sepamos quienes o cómo fueron sus actores originales. Es verdad que el Macbeth y el Otelo de Orson Welles alcanzan el nivel de clásicos del cine, pero nunca su Hamlet, en cambio el Macbeth de Roman Polanski y el Enrique VIII de Kenneth Branagh también logran niveles hasta ahora insuperables. En cuanto a decorados y escenografías, el Hamlet de Branagh un shakesperiano empedernido- también logra un lenguaje visual pocas veces igualado, así como el Enrique IV de Al Pacino antítesis como personaje de Enrique VIII- que involucra en su versión el testimonio de los actores mientras hacen la película, lo cual pone en evidencia que el teatro en el cine tiene nuevas posibilidades. Lástima que Gimferrer no aborde películas más recientes como las del teatro norteamericano, especialmente las extraordinarias obras de Tenesee Williams (Un tranvía llamado deseo) o de Sam Shepard (Locos de amor), las cuales alcanzan cimas altas dentro del cine justamente porque saben combinar palabra con cámara y estructurar bien las escenas. El guión es considerado aquí género literario anfibio y es un elemento de familiaridad directa con la naturaleza del cine, es una realidad compleja y propia que desaparece en cuanto la película concluye, su nombre lo dice: es una simple guía, un esquema hecho de palabras al servicio de otra realidad, pero sin él tampoco existiria la película. 

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO

Número 159 | outubro de 2020

Artista convidada: Mariana Palova (México, 1990)

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