terça-feira, 1 de dezembro de 2020

CÉSAR DÁVILA ANDRADE | Magia, yoga y poesía

 


Las líneas grabadas en las rocas nos revelan el primer impulso del arte hacia sus símbolos. Su lenguaje larvado repta sobre la pared rupestre y, al descender al hogar, rodea la cintura de la cerámica más antigua.

Entre las estilizadas figuras de los ciervos y los jabalíes, dibujados para espejo de muerte, brilla la más remota poesía del hombre, casi independiente de las formas animales, leve como una aurora.

Por entre los ejidos del inconsciente y los contornos de la primitiva obra manual, asoma su destello en un hilo de hierba sanguínea.

Es el impulso de la conciencia más elemental en reciente vecindad con la materia y que al ascender, chisporrotea sobre sus obras, pero es incapaz aún de reconocerse sobre la oscuridad de su primer espejo.

Entre los primeros remolinos del espíritu parece girar el de la imaginación, como una virtualidad en la que se gestan las titubeantes criaturas por las que la vida circundante se torna en sueño interior y se alimenta de lo más cálido de la sangre. Es un telar en forma de vértice, dotado de una gran complejidad porque su trama extraordinariamente móvil teje los hilos de la existencia turbia con las hebras más luminosas de la cascada espiritual. Así, su producto es dual a cada instante; y conforme asciende el ser y se polarizan sus secretas elecciones, toda la textura se vuelve imprognosticable.

Es en este punto de la libertad creadora preconsciente en donde se insinúa la semejanza del hombre con los dioses. Constantemente, aunque lo ignore, es él un creador de imágenes que le afectan en forma sutil y sin embargo, decisivamente. Acaso bordeando este sentido, Pierre Reverdy concibió aquella frase suya: “La imagen es una creación pura del espíritu. No puede nacer de una comparación, sino que es el resultado de la aproximación o reconciliación de dos realidades alejadas entre sí... cuyas relaciones sólo el espíritu ha aprehendido”.

Esta aprehensión de dos realidades o dos sustancias por parte del espíritu, establece el nudo germinal de la imagen con sus formidables consecuencias, pues coexisten en él los elementos antagónicos que se encuentran en todos los puntos de la eterna y circular batalla del universo.

Si consideramos que nuestro vocablo “imagen”, nos viene de la “imago” latina, habremos descubierto la vía filológica de un nuevo esclarecimiento, porque sabremos al mismo tiempo que la “imago” es la obra del “mago”, del operador de magia, en su campo natural, la imaginación.

En este territorio tan real como huidizo, modela el mago sus formas de evocación y de muerte; ejercita con ellas recursos deletéreos y amatorios. A su vez, el imaginativo asienta en ella su mundo, y el círculo de sus representaciones tornase el inventario de su soledad. En el poeta, estas entrañables criaturas de la imaginación surgen más allá de la conciencia y emergen en el plano propio de ésta, de una manera imperceptible. La emoción que desencadena su aparición exige un reconocimiento caluroso del sentimiento y la mente entrefundidos: esta co-vibración constituye el modo más eficaz de reconocer el mundo de que dispone el poeta. Puede ser obscuro o enigmático al principio, y puede, muchas veces ignorarse a sí mismo este conocer, sin que deje de ser conocimiento, aunque sea diametralmente opuesto al modo conceptual ejercido por el espíritu en su plano.

Su tonalidad emocional y su vibración en las capas más profundas del sentimiento, enturbian su intelección y sus resonancias; pero, conforme ocurre el despertamiento del espíritu, sus mensajes primarios, teñidos de euforia visceral y oscuridad subjetiva, decrecen o se clarifican; y en las cimas, el universo se entrega al contemplador en la más alquitarada visión. Eliot señala lúcidamente este dominio cuando afirma que “el fin del goce de la poesía es una pura contemplación de la que quedan eliminados todos los accidentes de la emoción personal”. Sin embargo, la emoción personal subsiste sutilmente trasmutada, y la transmutación tiene lugar en contacto con el fuego de la emoción creadora universal, fuente y receptáculo de la primera. Pero, en estas difíciles alturas, irradian sólo los más acendrados diagramas de la intuición poética y los destellos del ser espiritual. Para encontrar las relaciones con la magia en poesía, no debemos abandonar el clima en que éstas se dan, correspondiendo en el poeta a sus más secretas uniones con el plástico limo de las emociones primarias y sus vínculos con la materia hechizada, las tendencias viscerales y las voces telúricas. No sin razón, en piedra, arcilla y hueso, fueron modeladas las primeras figuras de uso mágico que conoce la historia.

 


II.

La magia, aún colindando con la superstición y la impostura, las rebasa victoriosamente, porque en los más hondos senos del alma humana alienta su virtud operativa. En su inocencia, se hace visible aún a través de las mallas de los embusteros. Es mucho más que un mecanismo de la irremediable duplicidad del género humano, y aunque se la encuentre articulada “en una serie de asociaciones de ideas, razonamientos analógicos, o aplicaciones falsas del principio de causalidad”, es anterior a estos tipos de pensamiento.

La magia es un estado de conciencia sumamente remoto, y la delegación y manifestaciones de su existencia, no tienen nada de pueriles, aunque sean primitivas. Aparece en la aurora más inverosímil del mundo; en los primeros contactos de modelación de la materia por las fuerzas conformadoras del espíritu. Aparece al día siguiente de la pronunciación de las palabras “Hagamos al Hombre”, por la boca del Imaginífico.

El poder mágico tiene un prestigio semejante en todas las sociedades y grupos humanos, desde el brujo infra-amazónico, hasta el moderno fabricante de talismanes religiosos de Roma o de Ceilán. A un mismo tiempo, su noción crece y se diversifica; llega a consistir “a la vez, en un poder, una fuerza, una causa, una cualidad, una sustancia y un medio”. Es sustantivo, adjetivo y verbo. En poesía, su fascinación, evocada conscientemente por el creador, se hace perceptible como un halo reflejado. Los sensitivos experimentan la sutil atracción de los elementos constitutivos del planeta y la de los reinos elementales, entre los que eligen sus aceites, sus resinas, sus cuarzos y metales. Pero la clave maestra, se halla únicamente en la íntima y, a veces desconocida para sí misma, actitud de artífice, del poeta o del pintor.

Es un bien alejarse de los inextricables setos de la nomenclatura y de las construcciones de los teóricos en el trato con esta materia escurridiza y proteica. Encontrándola en todos los ámbitos geográficos, culturales y religiosos, desde la India védica hasta la jungla polinesia; desde el recetario de magia sexual, hasta las más esclarecidas concepciones de Frazer, Gevons o Hubert; y desde su intromisión en el rito y la liturgia, hasta su ajusticiamiento en la plaza pública; preferimos su noción dinámica situada en la primera invasión de la materia por el espíritu, en trance arquetípico, en función de Imaginero apasionado. (Por cierto que su existencia adjetiva, como la que corre en las copiosísimas clasificaciones literarias, en las etiquetas: “poesía mágica”, “realismo mágico”, esa, no cuenta aquí).

Absorbiendo, evocando, “aspirando a” esta subterránea cualidad para la obra de arte, el artífice consigue superficies mágicas, y el poeta carga sus creaciones con la fascinación de lo mágico; en tanto que, a fuerza de estas íntimas ceremonias de la personalidad, uno u otro se tornan acumuladores y transformadores de esta energía.

Así como hay objetos, utensilios, joyas o huesos cargados de este fluido, existen también cuadros, esculturas y poemas en los que parece haberse concretado este iris subterráneo, que no por pertenecer al mundo sumergido, es menos bello.

Cuando Rimbaud profirió su inquietante grito: “Yo es otro”, aceptó, “se abrió a una suerte de posesión de su yo, de su propio ser invadido y habitado por todas las cosas, por todos los misteriosos poderes errantes del mundo, por el ánima mundi”.

Y, cuando Lautréamont escribió en su paroxismo ateo ese verso: “si existo, no soy otro”, declaró el terror y la rebelión de todo su ser ante tal invasión, y echó la culpa en Dios, su viejo y personal enemigo.

Cuando Neruda ejecuta el “ritual de sus piernas”, reconoce a través de sus raíces biológicas la existencia de ese mundo en el que se mueven los efluvios y los depósitos de la magia terrestre, que después elaborará tan variadamente.

En cambio, Vicente Gerbasi, aunque su voz se halle imantada por el polo de los reinos naturales, no ha pactado nunca con ellos hasta comprometer su identidad. El poeta venezolano los refleja en su poesía de espejos deslumbrados ante el día, pero una condición de perpetua inocencia le preserva de la temida identificación.


En variadísimas proporciones, los poetas de todos los tiempos, han experimentado la punzante vecindad y la llamada de este centro de fascinación elemental que no se halla lejos de ningún hombre viviente.

En todos aquellos poetas en los que predomina el hombre claroscuro, apegado a la noche genésica, con la mitad de su alma, por lo menos, se constata una marcada tendencia a penetrar y dominar el alma de las cosas, como creadores. La tentación de transmutar los cuerpos y las sustancias, es poderosa en ellos, y continuamente, se valen de la evocación instintiva, de desórdenes provocados, de fuerza ejercida sobre el lado oculto de las cosas.

En otro lugar están los que de algún modo saben. Baudelaire preconizó con la lucidez que le era característica: “Es menester querer soñar y saber soñar. Evocación de la inspiración. Arte mágico”, apunta en su Diario Íntimo. Rimbaud, en su aprendizaje de mago o de brujo, a través del “Desorden de los Sentidos”, escogió un sendero espúreo, y su empresa de creador se alimentó de la agonía y del desastre vital del hombre.

Más allá de la superficial alquimia del verbo, que proclamó, puede escucharse el clamor desgarrado de su sinceridad tardía: “He tratado de inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevos idiomas. He creído adquirir poderes sobrenaturales. Bella gloria de artista y de narrador, arrebatada ¡Yo! que me he dicho mago o ángel, que me he dispensado de toda moral, vuelvo a la tierra con un deber que buscar...”

El choque del creador que equivoca el camino, con las formaciones de una época superada por la conciencia de la humanidad, como es la magia por sí misma, tiene graves repercusiones en el devenir individual, y muchas desintegraciones lamentables, sin aparente explicación, la han tenido por causa. Y es que, en el fondo, aquellos que han alcanzado los niveles de la percepción sumergida, no juegan con literatura, sino con vida, con vida elemental, tumultuosa, sedienta de formas que colmar. Pero, sería falso el temor de usar las preciosas cristalizaciones subterráneas en la cinceladura de un cáliz, siempre que su distribución no corrompa la forma típica, ni desvirtúe la función esencial del orfebre.

En lo concerniente a las áreas de la poesía mágica, o de la magia en poesía, es curioso observar que es Europa, y Francia particularmente, la logia geográfica de este movimiento intencional hacia lo preconsciente. De allá partió la “buena nueva de la condenación” que decía Bloy. En ella se organizaron los extravíos estetizantes polarizados por esta búsqueda hacia abajo, entre los que se puede incluir tanto la llamada escritura automática, como las elaboraciones mediúmnicas del surrealismo.

En Indoamérica, desde la Península de Yucatán hasta el Estrecho de Magallanes, se ha hecho, más bien, una honda poesía telúrica, cuyos cables raigales se hunden en limos más profundos que los del actual Continente Americano.

 

III

Si no el fin, por lo menos el límite de esa senda hacia el abismo de la magia, fue precisado por Rimbaud, en las siguientes líneas: “El primer estudio del hombre que quiere ser poeta, es el de su propio conocimiento, de un modo total. Comienza por buscar su alma... Una vez que la conoce tiene que cultivarla: esto parece una cosa sencilla... Pero, es que se trata de hacer que su alma se vuelva monstruosa... Digo que tiene que ser un vidente, que tiene que hacerse vidente. El poeta se convierte en vidente, en virtud de un largo, inmenso, y razonado trastorno de todos los sentidos... De aquí que se convierta entre todos los otros hombres, en el gran enfermo, en el gran criminal, en el gran maldito”.

Lo que pretendía el autor de “Las Iluminaciones” era forzar las puertas del conocimiento superior con armas tenebrosas. Su obsesión por la evidencia y el conocimiento mágico le condujeron a la tragedia, a la desesperación y a la fuga. Ahora quería sólo llenarse los ojos y los sentidos con la “rugosa realidad” de la tierra, y partió hacia África.

Pero, este apetito desenfrenado de conocer y poseer aquello que es más allá de los límites del conocimiento poético, por medios turbios e irregulares, sigue conduciendo al desequilibrio a muchas almas singulares. Aquellos que no se han anquilosado, han caído en estados crepusculares de conciencia, han enloquecido, o se han desterrado a la estupefacción.

Refiriéndose a este lamentable aspecto de la vida interior de los creadores, ha escrito Jacques Maritain, en su libro “La Poesía y el Arte”: “No se trata aquí de la tragedia de la poesía y del arte moderno, sino en un pequeño grupo de poetas y amantes de la poesía, de una tragedia del espíritu humano”.

Contemporáneamente, esclarecidas personalidades de la literatura occidental, han sentido la aguda incitación de una vía nueva para la realización del ser a través de la poesía como experiencia del conocimiento.

Con significante simultaneidad en la labor, ha sido expresado su anhelo. Sobre los hombres más representativos y cultos del mundo literario de nuestros días, ha pasado el soplo milenario del más excelso Yoga d la India, el contenido de los Aforismos de Patanjali, en el texto radiante del Baghavad Gita y los himnos de los Upanishads.

Romain Rolland penetró en los antiquísimos monasterios hindúes de Yoga, y encontró la presencia luminosa de Ramakríshna y de Vivekananda; departió con los discípulos actuales de estos “mahatmas”, y escribió sus biografías, en las que consignó, en capítulos reveladores, los pasos de la ascesis psico-fisiológica de la iluminación.


Eliot, reconoció el campo de batalla de Krishna con el Señor del Universo y realizó, en poemas de estupendo equilibrio, la tensión de los antagonismos esenciales.

Hermann Hesse, reconoció las huellas de la “ruta interior” hacia el conocimiento supremo y escuchó las vibraciones de la Palabra Sagrada en el transonido de los elementos, las bestias y los seres.

Aldous Huxley, llegó hasta los umbrales de las “puertas de la percepción” y creyó vislumbrar las inmensas llamaradas del fuego cósmico que reducen a cenizas las más refinadas obras de las manos humanas.

Por otra parte, Henry Michaux se ha esforzado durante toda su vida en “ahondar las raíces del misterio poético, rasgar el velo de Hermes, agitar y exorcizar en su propio corazón, a sus monstruos”. Ha llegado a usar la vieja droga de los misteriosos tributarios del Sol de los Aztecas, a fin de obtener ese estado del alma cuyo sentido “rebasa toda comprensión”. La experiencia poética ha sido ensanchada así, por un crecimiento espiritual orientado hacia los confines del universo y hacia el centro del ser en el conocedor del mundo y sus formas.

En cierta medida, ha sido escuchada, con intensidad que varía según el hombre, la vocación de infinito y de absoluto, y la necesidad de integrar los ritmos inmediatos de la obra personal con el Verbo que sostiene y revela el Universo.

Marginando de algún modo esta fecunda dirección, Reverdy, escribía: “El valor de una obra es proporcional al punzante contacto del poeta con su propio destino”. La conciencia de un destino trascendental ha sido conseguida por los mejores, y sus señalamientos son múltiples, aunque todos se nos aparecen como diluidos en los textos, quizás porque la sensibilidad y la facultad de captación modernas, carecen todavía de una vivificación especial, relacionada con esas esferas de maravillosa tenuidad.

Pero, aparte de la toma de este tipo de conciencia, le es menester al poeta -creo yo-, obtener en su vida -a lo largo de toda su vida- la oportunidad de estos contactos con el destino vislumbrado; pues, sólo la ilación ascendente de esta clase de experiencias puede guiar su percepción interna y articularla con la realidad, en destellos que sobrepasan el espacio y el tiempo.

T. S. Eliot, en su estilo flexible y consistente, que nos recuerda la trama del mejor casimir inglés, al referirse a estos niveles de la experiencia poética consciente, nos informa: “que en tales momentos, caracterizados por una repentina cesación de las cargas de ansiedad y temor que pesan sobre nosotros, en nuestra vida diaria, lo que ocurre es algo negativo; es decir, no se trata de la inspiración tal como se la entiende corrientemente, sino de un derrumbamiento de barreras o impedimentos habituales... El sentimiento que acompaña a esto, se asemeja... a un repentino alivio debido a la desaparición de un peso intolerable”.

En estos instantes, que duran una fulguración de tiempo, el espíritu del poeta hace contacto silente con el Espíritu, más allá del tiempo. Pero, como esta clase de accesos pueden conducir a imprevisibles estados colindantes con la mística y el esoterismo; algunos poetas contemporáneos, buscadores de una realización poética superior, han polarizado su sensibilidad y su conciencia en un esfuerzo común, hacia los milenarios procedimientos del Yoga. Y así, algunos, parecen haber bordeado, por una extrema tensión de todo ser, los primeros repliegues de ese ignoto Continente de lo incondicionado, dándonos después en forma sensible, la noticia poética más cercana posible, de esas lúcidas exploraciones.

Michaux, nos da una muestra -si bien, muy imprecisa y desorientada aún- de una fórmula yogui, en el siguiente poema titulado “Magia”: “Antes era yo muy nervioso. Mas heme aquí en una nueva senda. Coloco una manzana sobre mi mesa. Luego, me introduzco en esa manzana. Qué tranquilidad... Los pensamientos de la capa de abajo, rara vez son bellos... Vuelvo a mi manzana... Sufrir es la palabra. Cuando llegué dentro de la manzana estaba yo helado”.

Aunque este poema constituye un alarde de fantasía, subyace en el poeta, en medio de su fracaso, una voluntad de internación en la esencia del objeto, propia de cierto procedimiento de identificación Yoguístico, cuyas características podemos reconocer en el siguiente Aforismo de Patanjali: “Mediante el proceso de meditación en la Unión, se reconocen los dos aspectos de todo objeto; se llega a conocer y realizar en conciencia las características morfológicas de los mismos, su naturaleza simbólica en el universo y su utilidad específica en la condición temporaria, dentro del devenir”. Muchos poetas han realizado únicamente borrosas transposiciones intelectuales y literarias, de la germinal posibilidad que ofrece a la conciencia del conocedor, el cabal cumplimiento de esta disciplina; pero, aunque no hayan obtenido el éxito real de su interior tentativa, la belleza de algunos de los poemas emparentados con este sistema, es suficiente resarcimiento a su empeño.

Considerando en esta dimensión extra literaria, y sin disminuir el alcance de su excepcional poesía, es Neruda quien ha conseguido en este aspecto singulares aproximaciones a la experiencia secreta, y creemos que las debe a su constitución elemental y a la profunda imantación de telurismo de que es capaz.

Es oportuno recordar aquí sus “cantos materiales” titulados: Entrada a la Madera, Apogeo del Apio, y Estatuto del Vino; y constatar su clarividente exploración del objeto elegido, así como la aprehensión de los símbolos y de los vagos tesoros suspensos en la atmósfera interior de cada uno de ellos.

Inmerso en la madera, oigámosle decir:

“Dulce materia, o rosa de alas secas,/ en mi hundimiento tus pétalos subo/ con pies pesados de roja fatiga/ y en tu dura catedral me arrodillo/ golpeándome los labios con un ángel./ Pozos, vetas, círculos de dulzura,/ peso, temperatura silenciosa,/ flechas pegadas a tu alma caída,/ seres dormidos en tu boca espesa,/ polvo de dulce pulpa consumida,/ ceniza llena de apagadas almas,/ venid a mí, a mi sueño sin medida”.

Se vuelve impronosticable lo que el poeta y el hombre en general, puedan alcanzar por estas vías que, en último término conducen a una visión suprasensual del mundo, libre de los elementos de la personalidad y del espejismo del tiempo. Debemos únicamente reconocer que el movimiento de auto-conciencia en poesía está en pleno desenvolvimiento, y que todo lo que se consiga en este sentido será para esclarecimiento de la visión de los auténticos investigadores, y no es difícil que sus mismas obras reciban el toque de un sortilegio hoy apenas discernible. 

[1961] 

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO

Número 161 | dezembro de 2020

Artista convidado: Zdzisław Beksiński (Polônia, 1929-2005)

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editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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