El hombre es divino en la experiencia de sus límites.
GEORGES BATAILLE
XXIII.
– No entiendo cómo podemos recordar lo que nunca sucedió.
Cibele se repetía esa
frase una y otra y otra vez– se le convirtió en una especie de mantra, en un
estribillo pegajoso– y a medida que lo repetía su memoria se difuminaba cada
vez más y más, mientras que el rostro de Lavinia se perdía inexorablemente en
las sombras tenebrosas del olvido. Al mismo tiempo la voz de Teseo excavaba un
túnel para llegar hasta sus oídos y abrirse así una senda para penetrar en su
memoria.
– La memoria es frágil, nos pone trampas, juega con
nosotros, nos hace caer, a veces nos lanza al vacío– por eso solemos olvidar–
así vivimos más serenos.
Esa fue la primera
frase que escuchó de una voz lejana, como de ultratumba, y luego, poco a poco,
se hizo más nítida, más cercana– y con ella el rostro de Teseo fue tomando
forma en sus ojos– el olor de su cuerpo le invadió los sentidos, la ausencia de
sus caricias fue una especie de tortura insoportable. El camino que tomó esa
mañana para olvidar a alguien que ya ni siquiera tenía un nombre se develó como
un puente para recuperar la memoria– y a lo mejor para encontrar al amado con
el que en un pasado muy remoto se regocijó en el fondo del mar.
XXIV.
Teseo-Alfredo, en una de sus tantas
partidas de cartas jugadas en oscuros garitos, pudo recuperar una vez más la
sombra perdida ante uno de sus innumerables contrincantes.
– Los dioses son paganos – solía decir, con
una mirada irónica, como si quisiera desconcentrar a los jugadores. – La simple idea de renacer entre las cartas
es un alcaide que contamina toda la
mesa.
Teseo sabía que era un
error hablar sobre asuntos cotidianos mientras jugaba– aún así estaba decidido
a ofrecer la más abstracta de todas las preocupaciones:
– ¿Qué hacemos con la memoria cuando la vaciamos? ¿Es
posible que ella llegue a un punto en el que ni siquiera se recuerde a sí
misma? ¿Y qué influencia decisiva tendrá el deseo sobre ella?
La sala de juegos se
convirtió en un fresco mal pintado, una total disociación de imágenes, con un
fondo que se desvanecía hasta el punto de volverse irreconocible.
La efigie de esas
almas abandonadas a los vaivenes del azar fecundaba toda forma de decadencia
social que sumía al mundo en una conspiración, una catástrofe inevitable, un
museo de cera con sus figuras infieles, los perfiles flácidos de esos eternos
perdedores.
Teseo descartó sus
rencores, había buscado durante mucho tiempo superar el presentimiento y la
envidia que tan obstinadamente nublaban su naturaleza. O tal vez fue esa mancha
defensiva lo que le impidió ver que había más en él que un dios. Era más un
vagabundo bromista que el heroico guardián de las ambigüedades humanas.
En su corazón, Alfredo
ganaba fuerzas, y allí, en la mesa de juego, reordenaba las cartas con la mano
izquierda, deshaciéndose de toda soberbia, recuperando los pliegues del humor.
– Las lámparas giran alrededor de la oscuridad, con la
inconfundible decisión de plantar un puñado de sombras allí. ¿Son estas sombras
nuestras o simplemente la ilusión de alguien que duplica algo en nosotros?
Alfredo no pudo elegir
otro momento para despojar a las precarias certezas de la existencia. Quizás
así volvería a la infancia, cuando todavía creía en la magia de la paradoja.
Las civilizaciones regurgitaron sus primeras ruinas– fábricas, iglesias,
cárceles, cuarteles y asilos: el mundo parecía dejado a los diseños del mismo
arquitecto. Por mucho que los vendedores ambulantes de la noticia se
esparcieran por todo el país, dondequiera que nos despertáramos, fuimos
llevados por la misma aterradora conveniencia: el credo. El patrón, el párroco,
el carcelero, el general, el psiquiatra, nos obligaron triunfalmente a
despedirnos de nosotros mismos.
Mientras Teseo salía
al mundo a vencer enemigos, Alfredo, encorvado en ese cuerpo del héroe
invencible, repetía el agotamiento de su demencia voluntaria, la voz escupía
con profética indiferencia: – ¿Conoce el
sabio el sabor de la sabiduría? Tan solemne como alucinado, tan patético
como un espantapájaros invisible.
XXV.
Teseo y Alfredo ocupaban el mismo cuerpo
y poseían la misma sombra, bien fuese que Alfredo la perdiera en antros
miserables, o la cambiara por una botella de ron, o la asesinara si lo
incomodaba demasiado– no obstante, llevaban dos máscaras completamente
distintas. Teseo, navegante milenario, soldado dispuesto a enfrentar guerras,
se sabía un héroe, una especie de divinidad al que infinidad de personas aún le
rendían un culto ciego. Alfredo, en cambio, en cada paso que daba
trastrabillaba, se caía de bruces, a veces se levantaba y otras se quedaba
inerme hundiéndose en el barro y en sus propias heces. Era un maldito entre los
malditos, un renegado entre los renegados, un paria entre los parias– y eso le
gustaba. Solía decir que si una parte de él, Teseo, era un semidios, él,
Alfredo era el dios de los ruines, el dios del averno, el dios de las cavernas.
No en vano repetía una y otra vez que ese vientre húmedo, oscuro y caliente
había dado a luz a la especie humana. Por eso miraba con condescendencia a
Teseo, lo consideraba su hermano menor, al que hay que proteger y al que se
castiga de cuando en cuando sólo para demostrarle quien manda. En realidad,
entre Teseo y Alfredo la lucha era por el poder– un poder inane, absurdo, y por
lo general letal.
Sin embargo, había
algo que los unía mucho más que el cuerpo y la sombra, Cibele. Los dos lo
sabían. Se la disputaban como leones heridos en un circo romano. Entonces
surgía en ellos el macho cabrío que pelea por la hembra. Sabían muy bien que el
perdedor debía apartarse, alejarse, emprender el camino del exilio con el rabo
entre las piernas. Aunque en realidad la que elegía era ella, Cibele. En sus
manos y en sus ojos estaba el verdadero poder. Era su sistema olfativo el que
decidía cual debía partir y cual debía quedarse– si el valiente Teseo o el
alucinado y patético espantapájaros de Alfredo.
XXVI.
Los dioses serán tantos que un día el
hombre no podrá hacer nada contra ellos. Habrá tantas plagas que un día ningún
hombre podrá evitarlas. Los peligros y pecados estaban tan perdidos en medio de
una vegetación moral marchita que las religiones se convirtieron en nuestro
mayor enemigo. Somos casi diez mil millones de egos llenando el planeta de
cultos y humillaciones. Las heces triunfantes de la omnipresencia humana. Las
máquinas de supresión de diferencias vertieron en los ríos la variedad tóxica
de su absurda química. El capítulo sobre presunciones de hambruna desplazó toda
la riqueza vegetal del planeta. La incomprensible relatividad del azar. El
esfuerzo humano tomó un rumbo único: la síntesis de una anomalía que ahora
nadie puede contener.
La torpeza de Narcizo
contaminó la existencia– por eso pensé en asesinarlo. Corto en mil fragmentos
las falsas virtudes que se convierten en el lenguaje natural de las
catástrofes. El sueño decadente de la manipulación del alma. Las degradaciones
cismáticas que definieron toda una cartografía de guetos. Incluyendo al
semitismo patológico, testigo de un nuevo tratado sobre la implosión
demográfica. Todo este repertorio me llevó a renunciar a la idea de matar a
Narciso. ¿Qué hacer entonces? ¿Esperar a que los asesinos migren de una colonia
a otra y a que una nueva cosecha de androides melancólicos reemplace a los
actores de todo el mundo en el escenario? El tiempo era la gran imposibilidad
de la justicia, el templo siniestro de todas las sorpresas, la enfermería
insuperable de los deseos. Era necesario acabar con Él y con las icónicas
sombras de sus tormentas. Hacer que el mundo sea absolutamente variable.
Esto no quiere decir que me engañe hasta el punto de pensar que su ausencia sería el mejor abono para el renacimiento de la especie humana. Era imposible alimentar a diez mil millones de habitantes. Los espíritus languidecían al repetir las mismas teorías salvacionistas. El concepto de propiedad -sea orgánica, ideológica, imaginaria-, hizo al hombre prisionero de un sacrificio que comprendía. Una treta virulenta que condujo a la comprensión a otras salas de sacrificio. En medio de este horror unos guardias me detuvieron por un crimen que desconozco. Encerrado en una celda, conocí a un tipo esquizofrénico que mató a su propia sombra. ¡Fiat lux! Era necesario acabar con los privilegios del tiempo.
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Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA
NO MUNDO INTEIRO
Número 162 |
dezembro de 2020
Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)
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