segunda-feira, 14 de dezembro de 2020

NAUFRAGIOS DEL TIEMPO XXIII – XXVI

 

El hombre es divino en la experiencia de sus límites. 

GEORGES BATAILLE

 


XXIII
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– No entiendo cómo podemos recordar lo que nunca sucedió.

Cibele se repetía esa frase una y otra y otra vez– se le convirtió en una especie de mantra, en un estribillo pegajoso– y a medida que lo repetía su memoria se difuminaba cada vez más y más, mientras que el rostro de Lavinia se perdía inexorablemente en las sombras tenebrosas del olvido. Al mismo tiempo la voz de Teseo excavaba un túnel para llegar hasta sus oídos y abrirse así una senda para penetrar en su memoria.

– La memoria es frágil, nos pone trampas, juega con nosotros, nos hace caer, a veces nos lanza al vacío– por eso solemos olvidar– así vivimos más serenos.

Esa fue la primera frase que escuchó de una voz lejana, como de ultratumba, y luego, poco a poco, se hizo más nítida, más cercana– y con ella el rostro de Teseo fue tomando forma en sus ojos– el olor de su cuerpo le invadió los sentidos, la ausencia de sus caricias fue una especie de tortura insoportable. El camino que tomó esa mañana para olvidar a alguien que ya ni siquiera tenía un nombre se develó como un puente para recuperar la memoria– y a lo mejor para encontrar al amado con el que en un pasado muy remoto se regocijó en el fondo del mar.

 

XXIV.

 

Teseo-Alfredo, en una de sus tantas partidas de cartas jugadas en oscuros garitos, pudo recuperar una vez más la sombra perdida ante uno de sus innumerables contrincantes.

– Los dioses son paganos – solía decir, con una mirada irónica, como si quisiera desconcentrar a los jugadores. – La simple idea de renacer entre las cartas es un alcaide que contamina toda la mesa.

Teseo sabía que era un error hablar sobre asuntos cotidianos mientras jugaba– aún así estaba decidido a ofrecer la más abstracta de todas las preocupaciones:

– ¿Qué hacemos con la memoria cuando la vaciamos? ¿Es posible que ella llegue a un punto en el que ni siquiera se recuerde a sí misma? ¿Y qué influencia decisiva tendrá el deseo sobre ella?

La sala de juegos se convirtió en un fresco mal pintado, una total disociación de imágenes, con un fondo que se desvanecía hasta el punto de volverse irreconocible.

La efigie de esas almas abandonadas a los vaivenes del azar fecundaba toda forma de decadencia social que sumía al mundo en una conspiración, una catástrofe inevitable, un museo de cera con sus figuras infieles, los perfiles flácidos de esos eternos perdedores.

Teseo descartó sus rencores, había buscado durante mucho tiempo superar el presentimiento y la envidia que tan obstinadamente nublaban su naturaleza. O tal vez fue esa mancha defensiva lo que le impidió ver que había más en él que un dios. Era más un vagabundo bromista que el heroico guardián de las ambigüedades humanas.

En su corazón, Alfredo ganaba fuerzas, y allí, en la mesa de juego, reordenaba las cartas con la mano izquierda, deshaciéndose de toda soberbia, recuperando los pliegues del humor.

– Las lámparas giran alrededor de la oscuridad, con la inconfundible decisión de plantar un puñado de sombras allí. ¿Son estas sombras nuestras o simplemente la ilusión de alguien que duplica algo en nosotros?

Alfredo no pudo elegir otro momento para despojar a las precarias certezas de la existencia. Quizás así volvería a la infancia, cuando todavía creía en la magia de la paradoja. Las civilizaciones regurgitaron sus primeras ruinas– fábricas, iglesias, cárceles, cuarteles y asilos: el mundo parecía dejado a los diseños del mismo arquitecto. Por mucho que los vendedores ambulantes de la noticia se esparcieran por todo el país, dondequiera que nos despertáramos, fuimos llevados por la misma aterradora conveniencia: el credo. El patrón, el párroco, el carcelero, el general, el psiquiatra, nos obligaron triunfalmente a despedirnos de nosotros mismos.


Alfredo creció en medio de esta confusión de escombros humanos. La desesperación era su filarmónica espiritual. Temiendo ser devorado por el nihilismo, dejó que Teseo habitara su alma y lo condujera a otro infierno, la heroica saga de la resistencia, la sabiduría racional de las controversias, la enloquecedora revelación del orgullo.

Mientras Teseo salía al mundo a vencer enemigos, Alfredo, encorvado en ese cuerpo del héroe invencible, repetía el agotamiento de su demencia voluntaria, la voz escupía con profética indiferencia: – ¿Conoce el sabio el sabor de la sabiduría? Tan solemne como alucinado, tan patético como un espantapájaros invisible.

 

XXV.

 

Teseo y Alfredo ocupaban el mismo cuerpo y poseían la misma sombra, bien fuese que Alfredo la perdiera en antros miserables, o la cambiara por una botella de ron, o la asesinara si lo incomodaba demasiado– no obstante, llevaban dos máscaras completamente distintas. Teseo, navegante milenario, soldado dispuesto a enfrentar guerras, se sabía un héroe, una especie de divinidad al que infinidad de personas aún le rendían un culto ciego. Alfredo, en cambio, en cada paso que daba trastrabillaba, se caía de bruces, a veces se levantaba y otras se quedaba inerme hundiéndose en el barro y en sus propias heces. Era un maldito entre los malditos, un renegado entre los renegados, un paria entre los parias– y eso le gustaba. Solía decir que si una parte de él, Teseo, era un semidios, él, Alfredo era el dios de los ruines, el dios del averno, el dios de las cavernas. No en vano repetía una y otra vez que ese vientre húmedo, oscuro y caliente había dado a luz a la especie humana. Por eso miraba con condescendencia a Teseo, lo consideraba su hermano menor, al que hay que proteger y al que se castiga de cuando en cuando sólo para demostrarle quien manda. En realidad, entre Teseo y Alfredo la lucha era por el poder– un poder inane, absurdo, y por lo general letal.

Sin embargo, había algo que los unía mucho más que el cuerpo y la sombra, Cibele. Los dos lo sabían. Se la disputaban como leones heridos en un circo romano. Entonces surgía en ellos el macho cabrío que pelea por la hembra. Sabían muy bien que el perdedor debía apartarse, alejarse, emprender el camino del exilio con el rabo entre las piernas. Aunque en realidad la que elegía era ella, Cibele. En sus manos y en sus ojos estaba el verdadero poder. Era su sistema olfativo el que decidía cual debía partir y cual debía quedarse– si el valiente Teseo o el alucinado y patético espantapájaros de Alfredo.


Por algo se llamaba Cibeles, Cibele, Atis, Damia, nombres que la acompañan desde la noche de los tiempos -cuando aún vivía en el interior de las cavernas-– allí donde los abismos dejan de ser verticales para convertirse en laberintos que esperan a nuevos Teseos que saldrán victoriosos gracias al hilo que alguna Ariadna pone en su camino o a nuevos Alfredos que se arrastran como la Hidra de Lernia– la serpiente multicéfala. Los dos le lamerían los senos, y al hacerlo perderían la voluntad y la memoria.

 

XXVI.

 

Los dioses serán tantos que un día el hombre no podrá hacer nada contra ellos. Habrá tantas plagas que un día ningún hombre podrá evitarlas. Los peligros y pecados estaban tan perdidos en medio de una vegetación moral marchita que las religiones se convirtieron en nuestro mayor enemigo. Somos casi diez mil millones de egos llenando el planeta de cultos y humillaciones. Las heces triunfantes de la omnipresencia humana. Las máquinas de supresión de diferencias vertieron en los ríos la variedad tóxica de su absurda química. El capítulo sobre presunciones de hambruna desplazó toda la riqueza vegetal del planeta. La incomprensible relatividad del azar. El esfuerzo humano tomó un rumbo único: la síntesis de una anomalía que ahora nadie puede contener.

La torpeza de Narcizo contaminó la existencia– por eso pensé en asesinarlo. Corto en mil fragmentos las falsas virtudes que se convierten en el lenguaje natural de las catástrofes. El sueño decadente de la manipulación del alma. Las degradaciones cismáticas que definieron toda una cartografía de guetos. Incluyendo al semitismo patológico, testigo de un nuevo tratado sobre la implosión demográfica. Todo este repertorio me llevó a renunciar a la idea de matar a Narciso. ¿Qué hacer entonces? ¿Esperar a que los asesinos migren de una colonia a otra y a que una nueva cosecha de androides melancólicos reemplace a los actores de todo el mundo en el escenario? El tiempo era la gran imposibilidad de la justicia, el templo siniestro de todas las sorpresas, la enfermería insuperable de los deseos. Era necesario acabar con Él y con las icónicas sombras de sus tormentas. Hacer que el mundo sea absolutamente variable.

Esto no quiere decir que me engañe hasta el punto de pensar que su ausencia sería el mejor abono para el renacimiento de la especie humana. Era imposible alimentar a diez mil millones de habitantes. Los espíritus languidecían al repetir las mismas teorías salvacionistas. El concepto de propiedad -sea orgánica, ideológica, imaginaria-, hizo al hombre prisionero de un sacrificio que comprendía. Una treta virulenta que condujo a la comprensión a otras salas de sacrificio. En medio de este horror unos guardias me detuvieron por un crimen que desconozco. Encerrado en una celda, conocí a un tipo esquizofrénico que mató a su propia sombra. ¡Fiat lux! Era necesario acabar con los privilegios del tiempo. 

 


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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO

Número 162 | dezembro de 2020

Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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