El hombre es divino en la experiencia de sus límites.
GEORGES BATAILLE
XXVII.
Si un pobre mortal había sido capaz de
asesinar a su propia sombra, Yo, Cronos, el Dios del Tiempo, el que estaba
antes del Caos y mucho antes que Zeus -y por lo tanto antes del dios
crucificado, el que fuese protagonista del único deicidio de la historia de los
dioses-, ¿cómo no iba a ser capaz de asesinar al tiempo?
Por eso una vez que
salí de la prisión, donde compartí celda con el sombracida, me refugié en la
casa de los riscos– sabía que estaba abandonada desde hacía decenios, tal vez
siglos– y que la manigua, en cierta forma, la preservó de su desaparición. Y
aunque su deterioro era más que evidente me instalé en el cuarto de san Alejo y
me senté en la silla desvencijada para nunca más volver a levantarme– era
consciente que al hacerlo las hiedras rápidamente me harían su presa favorita.
En cierta forma era lo que esperaban desde siempre. Ellas son divinidades de la
floresta. Los antiguos Tupi-Guaraní les rendían culto y ellas las respetaban.
Mientras que las
lianas invadían el lugar de mi autocautiverio, mi pelo, en una especie de
mimetismo, comenzó a trepar por las paredes adhiriéndose a ellas. En cierta
forma se convirtieron también en mi cancerbero. Las uñas, al no poder rasgar el
tiempo, crecieron de forma desmesurada– así que ya no podía darle cuerda a los
relojes ni ponerlos en la hora adecuada. La hora en Nueva York imitó a la de
Pekín y la de Buenos Aires a la de Moscú. No asesiné el tiempo– solo logré que
cayera en el delirio. Luego, en una noche apocalíptica, el cielo se estremeció
con un aguacero de pájaros que presagiaba el encuentro de la peste bubónica con
otra tan voraz como ella– no venía de las ratas sino de las
ratas-calvas-voladoras– no era un renacimiento sino la continuidad del fin. El
tiempo cayó en la senectud, y el Caos volvió a reinar. Mis arrugas ya no eran
zanjas sino abismos que se tragaron el poder que siempre ostenté– y La Hoz pasó
a manos del nuevo Amo y Señor. Sin embargo, eso no me afectaba, ni a mí ni a
mis cancerberas, sólo a los mortales que nos rinden culto.
No le gané la partida
al Caos– aún así, no me siento derrotado.
XXVIII.
Las heladas noches de 2073 tallan sombras
temblorosas en un bosque de árboles muertos, fantasmas que durante mucho tiempo
persiguieron a Alfredo, espectros atormentados de la memoria, mutaciones de
Teseo que heredó después del gran esfuerzo que resultó en el exterminio del
héroe.
El cuerpo escamoso del
paisaje conservaba aspectos de la animalidad de su antiguo doble, recintos
erigidos bajo la vigilancia del enemigo. Teseo era una máquina de guerra y
Alfredo ahora luchaba contra un nuevo sentimiento, el de un asesino
arrepentido, vegetando en la pradera como un caníbal angustiado. Sus almas
advierten del peligro de estos dolores fosilizados y de los venenos de la
antropofagia. Alfredo era un anciano que deambulaba por pueblos al borde de la
extinción, sobrevivientes hambrientos que masticaban los restos de vegetación,
asando ratas flacas en el fuego, ruinas apiñadas por todas partes.
En medio de los
esqueletos de grandes mamíferos, Alfredo descubrió un pasaje subterráneo, y más
adelante una caverna con paredes de yeso por las que crecían enredaderas de
diversos espesores que se entrelazaban las unas a las otras como un inmenso
tejido. Pronto tuvo que acostumbrarse a la oscuridad total, porque si encendía
una antorcha, terminaría quemando el poco oxígeno que había allí. Alfredo hizo
de esa cueva su nuevo hogar.
XXIX.
Para el año 2173 hordas de hambrientos
deambulaban por los campos abandonados desde hacía decenios– la tierra estéril
albergaba en su interior un veneno peor que la cicuta. Esta jauría de dos patas
ignoraba nombres comunes menos de dos siglos antes. El arroz, el maíz o las
papas no formaban parte de su vocabulario ni de su memoria olfativa. El cielo
era surcado por aves de carroña que esperaban el menor descuido de la caterva
para caerle a algún crío que estuviese a su alcance. Los únicos animales
terrestres eran las ratas, las cucarachas y los reptiles. Las fuentes de agua
no albergaban peces, en cambio pululaban los Ness. Las temperaturas oscilaban
entre los 65ºc y los 80ºc– una eterna canícula que en un pasado ya lejano quemó
los pocos árboles que aún daban sombra. La antropofagia, aparte de las ratas,
era la única posibilidad de encontrar proteína animal. Por eso abundaban las
batallas entre clanes de no más de veinte o treinta individuos. Las viejas
ciudades, convertidas en ruinas, escondían decenas de hachas– las turbas
furiosas y hambrientas lo sabían muy bien. La guerra es una memoria que no
desaparece.
XXX.
Alfredo ahora habitaba en una anomalía
que en muchos sentidos lo satisfacía. Su vida se había transformado en un
cuenco mágico de hechos de la memoria– la ausencia de tiempo le permitió ir y
venir por situaciones vividas y por vivir. Una alegoría de la evidencia de que el
núcleo suspendido de la conciencia no se atrevió a rechazar sus signos, sus
heridas, el coloso de sus imprevistos. Los fantasmas de Alfredo actuaron como
médiums prodigiosos que no buscaban la solución de ningún escenario, sino el
empirismo de esas innumerables vidas que se derramaban en sus ojos.
En una de esas fábulas
milagrosas, el enlucido de una de las paredes parecía un cuadro, uno de esos tableaux vivants que reproducían el
hospicio donde conoció a Lavinia, cuyo retrato agonizante de sus días siempre
repetía, incansablemente: – No tengo
tiempo, no tengo tiempo. Un portal de interminables vacilaciones y pérdida
de sentido. Lavinia teatralizó su vida como una obra maestra. Saltó de un punto
a otro en su escenario imaginario en medio de múltiples confesiones y hechizos.
Parecía respirar un aire lleno de astucia y contaminó a todos los presentes
–pacientes, médicos y enfermeras– con el fraude de sus figuras, el ballet
ridículo de su histeria.
Su cuerpo estaba
transfigurado en una incesante paradoja escultórica. Con cada declaración de
sus copias, una tensión distinta invadió todo el ambiente y logró convencernos
de que jugáramos los papeles más abyectos.
– Estoy ebria de amor por dios, soy una diosa alterada.
Mi amor por él es recíproco y cuando pongo palabras en su boca lo hago mío
hasta el orgasmo más escondido.
Es imposible predecir
las consecuencias de esa inestabilidad escénica tan convencida. La pose
psíquica de un doble que Lavinia albergó en su corazón. Una euforia que
anunciaba sus muertes en las retorcidas imágenes con las que terminaba la
participación de cada personaje en esa aterradora alegoría.
Lavinia se levantó de
la cama. Quería bailar para Alfredo. Comenzó a agitar su cuerpo en una danza
oscura y minimalista que rayaba en la catalepsia. Quizás esos espasmos casi
inexistentes eran su recuerdo de un androide lisiado. Alfredo trató de tocarlo,
sin embargo, de repente, la mirada de Lavinia se apoderó de dagas fulminantes y
él retrocedió. Por un momento, su empatía fue desordenada. Un segundo más tarde
comenzó a cacarear con los brazos levantados como si cantara una oración, sus
ojos se arrugaron como si presenciara mil movimientos ante ella. Su médico y su
enfermera se acercaron con una inyección.
Alfredo contemplaba
ahora, en su nueva dirección clandestina, ese cuadro vivo en el que observaba
el cuerpo de Lavinia en su cama de hospital. Décadas separaban una mirada de la
otra, pero le parecía el retrato de una doble vida, las confidencias del
inconsciente, la redirección de sus delirios. En ese anfiteatro inevitablemente
desentrañaría los estados de ánimo de la esfinge y la gravedad de un planeta
devastado.
XXXI.
La gruta, revestida de bejucos, representaba para Alfredo un enorme útero del que no quería ni podía salir. No sabía muy bien si ese refugio era el de la madre o el de la mujer que alguna vez amó y que ahora vegetaba en un ancianato. Salía tan poco que finalmente nadie volvió a pensar en él– ni siquiera Cibele. La eterna oscuridad le robó su sombra, así que ni siquiera se acordaba de las disputas que los alejaron o acercaron alguna vez. Su vida de rufián de esquina, de truhán de ocho centavos o de tahúr de garitos de mala muerte, quedó sepultada bajo estratos y estratos de movimientos geológicos. Su existencia misma fue un terremoto continuo, en el que las capas tectónicas destruyeron diez, veinte, mil veces la memoria que le impedía adentrarse en el laberinto de Teseo. Y ahora, en lo más profundo de la caverna, ya no necesitaba hacer ningún esfuerzo. El laberinto vino hacía él, se instaló en su espalda– mientras Teseo, oculto en algunos de sus recodos, lo llamaba en silencio. Lo esperaba con la paciencia de los gatos y sin armadura alguna. Teseo y Alfredo aprendieron a convivir en el mismo espacio– así, nunca se encontrasen el uno frente al otro.
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Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA
NO MUNDO INTEIRO
Número 162 |
dezembro de 2020
Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)
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