segunda-feira, 14 de dezembro de 2020

NAUFRAGIOS DEL TIEMPO XXVII – XXXI

 

El hombre es divino en la experiencia de sus límites. 

GEORGES BATAILLE

 


XXVII
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Si un pobre mortal había sido capaz de asesinar a su propia sombra, Yo, Cronos, el Dios del Tiempo, el que estaba antes del Caos y mucho antes que Zeus -y por lo tanto antes del dios crucificado, el que fuese protagonista del único deicidio de la historia de los dioses-, ¿cómo no iba a ser capaz de asesinar al tiempo?

Por eso una vez que salí de la prisión, donde compartí celda con el sombracida, me refugié en la casa de los riscos– sabía que estaba abandonada desde hacía decenios, tal vez siglos– y que la manigua, en cierta forma, la preservó de su desaparición. Y aunque su deterioro era más que evidente me instalé en el cuarto de san Alejo y me senté en la silla desvencijada para nunca más volver a levantarme– era consciente que al hacerlo las hiedras rápidamente me harían su presa favorita. En cierta forma era lo que esperaban desde siempre. Ellas son divinidades de la floresta. Los antiguos Tupi-Guaraní les rendían culto y ellas las respetaban.

Mientras que las lianas invadían el lugar de mi autocautiverio, mi pelo, en una especie de mimetismo, comenzó a trepar por las paredes adhiriéndose a ellas. En cierta forma se convirtieron también en mi cancerbero. Las uñas, al no poder rasgar el tiempo, crecieron de forma desmesurada– así que ya no podía darle cuerda a los relojes ni ponerlos en la hora adecuada. La hora en Nueva York imitó a la de Pekín y la de Buenos Aires a la de Moscú. No asesiné el tiempo– solo logré que cayera en el delirio. Luego, en una noche apocalíptica, el cielo se estremeció con un aguacero de pájaros que presagiaba el encuentro de la peste bubónica con otra tan voraz como ella– no venía de las ratas sino de las ratas-calvas-voladoras– no era un renacimiento sino la continuidad del fin. El tiempo cayó en la senectud, y el Caos volvió a reinar. Mis arrugas ya no eran zanjas sino abismos que se tragaron el poder que siempre ostenté– y La Hoz pasó a manos del nuevo Amo y Señor. Sin embargo, eso no me afectaba, ni a mí ni a mis cancerberas, sólo a los mortales que nos rinden culto.

No le gané la partida al Caos– aún así, no me siento derrotado.

 

XXVIII.

 

Las heladas noches de 2073 tallan sombras temblorosas en un bosque de árboles muertos, fantasmas que durante mucho tiempo persiguieron a Alfredo, espectros atormentados de la memoria, mutaciones de Teseo que heredó después del gran esfuerzo que resultó en el exterminio del héroe.

El cuerpo escamoso del paisaje conservaba aspectos de la animalidad de su antiguo doble, recintos erigidos bajo la vigilancia del enemigo. Teseo era una máquina de guerra y Alfredo ahora luchaba contra un nuevo sentimiento, el de un asesino arrepentido, vegetando en la pradera como un caníbal angustiado. Sus almas advierten del peligro de estos dolores fosilizados y de los venenos de la antropofagia. Alfredo era un anciano que deambulaba por pueblos al borde de la extinción, sobrevivientes hambrientos que masticaban los restos de vegetación, asando ratas flacas en el fuego, ruinas apiñadas por todas partes.

En medio de los esqueletos de grandes mamíferos, Alfredo descubrió un pasaje subterráneo, y más adelante una caverna con paredes de yeso por las que crecían enredaderas de diversos espesores que se entrelazaban las unas a las otras como un inmenso tejido. Pronto tuvo que acostumbrarse a la oscuridad total, porque si encendía una antorcha, terminaría quemando el poco oxígeno que había allí. Alfredo hizo de esa cueva su nuevo hogar.

 


XXIX
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Para el año 2173 hordas de hambrientos deambulaban por los campos abandonados desde hacía decenios– la tierra estéril albergaba en su interior un veneno peor que la cicuta. Esta jauría de dos patas ignoraba nombres comunes menos de dos siglos antes. El arroz, el maíz o las papas no formaban parte de su vocabulario ni de su memoria olfativa. El cielo era surcado por aves de carroña que esperaban el menor descuido de la caterva para caerle a algún crío que estuviese a su alcance. Los únicos animales terrestres eran las ratas, las cucarachas y los reptiles. Las fuentes de agua no albergaban peces, en cambio pululaban los Ness. Las temperaturas oscilaban entre los 65ºc y los 80ºc– una eterna canícula que en un pasado ya lejano quemó los pocos árboles que aún daban sombra. La antropofagia, aparte de las ratas, era la única posibilidad de encontrar proteína animal. Por eso abundaban las batallas entre clanes de no más de veinte o treinta individuos. Las viejas ciudades, convertidas en ruinas, escondían decenas de hachas– las turbas furiosas y hambrientas lo sabían muy bien. La guerra es una memoria que no desaparece.

 

XXX.

 

Alfredo ahora habitaba en una anomalía que en muchos sentidos lo satisfacía. Su vida se había transformado en un cuenco mágico de hechos de la memoria– la ausencia de tiempo le permitió ir y venir por situaciones vividas y por vivir. Una alegoría de la evidencia de que el núcleo suspendido de la conciencia no se atrevió a rechazar sus signos, sus heridas, el coloso de sus imprevistos. Los fantasmas de Alfredo actuaron como médiums prodigiosos que no buscaban la solución de ningún escenario, sino el empirismo de esas innumerables vidas que se derramaban en sus ojos.

En una de esas fábulas milagrosas, el enlucido de una de las paredes parecía un cuadro, uno de esos tableaux vivants que reproducían el hospicio donde conoció a Lavinia, cuyo retrato agonizante de sus días siempre repetía, incansablemente: – No tengo tiempo, no tengo tiempo. Un portal de interminables vacilaciones y pérdida de sentido. Lavinia teatralizó su vida como una obra maestra. Saltó de un punto a otro en su escenario imaginario en medio de múltiples confesiones y hechizos. Parecía respirar un aire lleno de astucia y contaminó a todos los presentes –pacientes, médicos y enfermeras– con el fraude de sus figuras, el ballet ridículo de su histeria.

Su cuerpo estaba transfigurado en una incesante paradoja escultórica. Con cada declaración de sus copias, una tensión distinta invadió todo el ambiente y logró convencernos de que jugáramos los papeles más abyectos.


Al final de una de estas transmisiones ascéticas, exhausta, sobre la cama improvisada de su camerino imaginario, Lavinia le confesó a Alfredo que sentía dentro de ella la presencia de un dios que la buscaba como última oportunidad para interpretar el mundo. Fue entonces cuando se dio cuenta que ella desplazaba el núcleo de sus éxtasis, abduciendo los sentidos, mezclando la lujuria de las formas que tomaba. Sentada en la cama, con las piernas casi cruzadas, lo miró en actitud beatificada, con una sonrisa que era la más pura burla, y dijo:

– Estoy ebria de amor por dios, soy una diosa alterada. Mi amor por él es recíproco y cuando pongo palabras en su boca lo hago mío hasta el orgasmo más escondido.

Es imposible predecir las consecuencias de esa inestabilidad escénica tan convencida. La pose psíquica de un doble que Lavinia albergó en su corazón. Una euforia que anunciaba sus muertes en las retorcidas imágenes con las que terminaba la participación de cada personaje en esa aterradora alegoría.

Lavinia se levantó de la cama. Quería bailar para Alfredo. Comenzó a agitar su cuerpo en una danza oscura y minimalista que rayaba en la catalepsia. Quizás esos espasmos casi inexistentes eran su recuerdo de un androide lisiado. Alfredo trató de tocarlo, sin embargo, de repente, la mirada de Lavinia se apoderó de dagas fulminantes y él retrocedió. Por un momento, su empatía fue desordenada. Un segundo más tarde comenzó a cacarear con los brazos levantados como si cantara una oración, sus ojos se arrugaron como si presenciara mil movimientos ante ella. Su médico y su enfermera se acercaron con una inyección.

Alfredo contemplaba ahora, en su nueva dirección clandestina, ese cuadro vivo en el que observaba el cuerpo de Lavinia en su cama de hospital. Décadas separaban una mirada de la otra, pero le parecía el retrato de una doble vida, las confidencias del inconsciente, la redirección de sus delirios. En ese anfiteatro inevitablemente desentrañaría los estados de ánimo de la esfinge y la gravedad de un planeta devastado.

 

XXXI.

 

La gruta, revestida de bejucos, representaba para Alfredo un enorme útero del que no quería ni podía salir. No sabía muy bien si ese refugio era el de la madre o el de la mujer que alguna vez amó y que ahora vegetaba en un ancianato. Salía tan poco que finalmente nadie volvió a pensar en él– ni siquiera Cibele. La eterna oscuridad le robó su sombra, así que ni siquiera se acordaba de las disputas que los alejaron o acercaron alguna vez. Su vida de rufián de esquina, de truhán de ocho centavos o de tahúr de garitos de mala muerte, quedó sepultada bajo estratos y estratos de movimientos geológicos. Su existencia misma fue un terremoto continuo, en el que las capas tectónicas destruyeron diez, veinte, mil veces la memoria que le impedía adentrarse en el laberinto de Teseo. Y ahora, en lo más profundo de la caverna, ya no necesitaba hacer ningún esfuerzo. El laberinto vino hacía él, se instaló en su espalda– mientras Teseo, oculto en algunos de sus recodos, lo llamaba en silencio. Lo esperaba con la paciencia de los gatos y sin armadura alguna. Teseo y Alfredo aprendieron a convivir en el mismo espacio– así, nunca se encontrasen el uno frente al otro. 

 


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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO

Número 162 | dezembro de 2020

Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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