El hombre es divino en la experiencia de sus límites.
GEORGES BATAILLE
XXXII.
Es posible que el año sea ahora 2097,
pero ¿quién determinaría estas fechas? ¿Y qué importancia podrían tener?
Mientras Alfredo se hace estas preguntas, sus ojos, ya más acostumbrados a la
oscuridad de la cueva, comienzan a distinguir finalmente, en la tejida maraña
de una de las paredes, una silueta que poco a poco se identifica como Cronos.
Cuanto más se retuercen los enredos, más claramente aparecen los contornos de
la figura de ese anciano, con barbas y cabellos despeinados, en el deleite de
una inercia que escapa a toda mecánica racional. No hay duda que es Él, el dios
del tiempo.
El azar engordó las
pequeñas catástrofes forjadas por la memoria. Los relojes de arena revelaron a
regañadientes el falso fondo de sus absurdos. ¿Cómo contrarrestar los opuestos
cuando cada uno esconde pedazos de sus caprichos? Junto con los rasgos
corporales de Cronos, lo que la intuición de Alfredo le reveló es que la
obsesión por el tiempo era una enfermedad aún más exorbitante que la voluntad
de poder. La gran tragedia del hombre es su incapacidad para olvidar los
fantasmas de sus herejías más misteriosas. Las insinuantes vitrinas de los
males. Las cartillas baratas del aburrimiento. La obra de arte eternamente
falsificada que mantuvo su precio alto en el mercado negro.
Alfredo limpió las
ventanas de sus vislumbres. Rompió el vacío en busca de lo que creía que era el
único ejemplo de su propia agonía. Las páginas envejecidas de la duración
indefinida de sus tormentos, contenía toda la miseria de la raza humana.
Incluso, si abdicaba del repulsivo heroísmo que lo convertía en un monstruo,
los restos de su naturaleza todavía intercambiarían las reliquias de sus lamentos.
Al rechazar a Teseo, todo en él se redujo a una mitad perforada y devorada.
Alfredo no era más que una maldición cuya factura no tenía a quien cobrar.
Cada vez que miraba la indiferencia de
Cronos, y veía en ella la civilización carbonizada entregada al parlamento de
su aniquilación, lloraba desconsoladamente. Ya no quedaba Lavinia ni la oscura
suntuosidad de aquella casa de los delirios. Tampoco la obsesión original por
el tiempo le brindó apoyo. No quedaba nada de las descuidadas limosnas de la
razón o de los pergaminos adictos a los aforismos redentores. Esa cueva ya no
era parte del mundo. Afuera no quedaba ni una sola alma viviente. Alfredo gritó
el nombre de Cibele, pero su voz lo sorprendió como la de un imbécil arruinado.
La oscuridad era un último hechizo, y sus enormes ojos ya no reflejaban el
altruismo de los dioses. Se olvidaría la propia animalidad. Intuía que Cibele
no lo despertaría de su sueño irrecuperable.
XXXIII.
Alfredo entró ineluctablemente en un
eterno duermevela– en cierta forma una gruta aún más profunda que la que
albergaba su cuerpo lacerado por el deterioro del tiempo y por la vida
ignominiosa que alguna vez llevó y que ahora solo aparecía ante sus ojos en
forma de pesadilla, de condena. No porque alguien lo hubiese lanzado al averno
sino porque el mismo encontraba en el acto de autoflagelarse una especie de
láudano– a lo mejor porque le recordaba las drogas que consumió en una de las
vidas ya muy lejanas y olvidadas. Y es que el arrepentimiento rara vez es
verdadero. Y por supuesto, eso no le inquietaba. A lo mejor esa era la causa de
su longevidad, de su incapacidad de morir y de la maestría que tuvo cientos de
veces de reinventarse en un cuerpo joven e incorrupto. Él no necesitaba ni de
pinturas ni de espejos para repetirse en una juventud infinita. No obstante, el
refugio húmedo, caliente y silencioso, que ahora lo acogía, lo lanzó en una
senectud sin retorno. Su cuerpo perdió el brío de antaño, las mejillas se
pegaron a los huesos, y la memoria se extravió por laberintos desconocidos
incluso para Teseo. Poco a poco se fue encorvando, volvió a la posición fetal y
por último se convirtió en un ovillo diminuto. Las arañas lo usaron para ser el
centro de sus telas– una especie de mapa del cosmos que ellas mismas inventaban
cada segundo, cada minuto de esa noche eterna que era el tiempo de la caverna
que las cobijaba. Alfredo no hizo nada para impedirlo– poco le importaba si
vivía en una celda hecha de hilos o si era una pesadilla más de las muchas que
lo atormentaban desde el inicio de los tiempos.
XXXIV.
Cuando el big-bang se disipó, Cibele se
preguntó de nuevo cómo era posible olvidar lo que nunca sucedió. En la bañera
con Lavinia o intentando inventar la manzana con Alfredo o asombrada por la
alucinación del tiempo, Cibele quiso volver a escenarios equidistantes. ¿Pero,
cómo hacerlo sin la certeza de haberlos vivido? Las imágenes espectrales se
reproducen frente a ella con sus seductores abismos. Una iniciación
respiratoria de silencios y vacíos. Las deidades emergieron con cada sílaba
pronunciada en su corazón. Cibele buscó el vértigo del solipsismo. Quería amar
a Cronos y Lavinia y Alfredo como una forma de disolver toda moral, una especie
de mística licenciosa. Su cuerpo quería retener al barquero y al río, a la
espada y a la ley, al cadáver y a la lágrima. Extinción de símbolos hasta que
la paradoja rasgara los velos del inconsciente y ella se convirtiera en la
cortesana de los preciosos refugios de la existencia.
XXXV.
Cibele era consciente que con cada máscara su rostro adoptaba a una persona diferente. Con ella asumía la vida de un personaje, su historia, sus frustraciones, odios, rencores e incluso sus propios e ineluctables olvidos. Las batallas, las guerras perdidas, y nunca abandonadas del todo, le ponían un escudo en su pecho y una espada en la mano. Espada que a veces tomaba la apariencia de una catapulta, de un arcabuz o de una bomba atómica. Como si su destino fuese la destrucción ad infinitum– la anticreación. En cierta forma ella, y su verdadero ego, sumado a los egos de sus múltiples compañeros de lecho y lascivia, eran la representación del caos. La metamorfosis continua, y al mismo tiempo repetitiva, lejos de esculpir la memoria taladraba el olvido. Por lo que no se acordaba que Mnemosine era su eterna contrincante, desde que se batió en duelo con ella, mucho antes de arder en el fondo del mar en compañía de Teseo. Ese era su karma, su destino trágico– por el que era una y otra y otra vez condenada al suplicio tártaro. Cuando eso sucedía era presa de una sed insaciable– y a pesar de estar rodeada de agua estas se apartaban cada vez que quería sorber una gota. O bien, en sus sueños, se veía a sí misma recostada en un inmenso árbol donde pendían diversos frutos, y cuando alzaba sus manos, para calmar su hambre, la fruta desaparecía antes de ser tocada. El acto reiterativo la conducía inexorablemente al delirio, luego perdía la conciencia y caía en una especie de letargo abisal del que era muy difícil despertar.
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Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA
NO MUNDO INTEIRO
Número 162 |
dezembro de 2020
Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)
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