El hombre es divino en la experiencia de sus límites.
GEORGES BATAILLE
XXXVI.
Un tatuaje que rodeaba el ombligo de
Lavinia reveló uno de los acertijos de su naturaleza: no todas somos Cibeles. Adonis encontró el cuerpo frío, rígido y
desnudo, y se lo llevó a Cibele. Ella abrazó a su amante, y mientras sus
lágrimas bañaban su rostro, se reveló un manuscrito final: El olvido no dura para siempre. Esa frase trajo de vuelta los
sueños del árbol, la mansión y Alfredo– y Cibele pronto concluyó que el puente
entre ellos era la misma puerta que se repetía, a veces entreabierta, otras
sellada y sin conocer el paradero de la llave.
Las iteraciones son un
río lleno de descuidos. El que se reproduce lo hace porque no encuentra el
sentido de su mensaje. También se duplicaron las lágrimas de Cibele dedicadas
al cariño de Adonis sobre sus pesados hombros. Los aforismos del rostro de la difunta
resonaron en la memoria de su amante. Sus sombras vagaban como criaturas por la
necesaria expresión de cada dolor.
Frases milenarias, unas con ideologías
repugnantes, otras incrédulas de cualquier idealismo, unas invertidas, otras
ocultas, imperfectas y malvadas. El rostro de Lavinia fue una gran obra de
relatividad.
Cibele transcribió
innumerables procesos de condena a inocentes. Una contaminación de valores
superfluos. La irreparable difamación de los desencuentros. Decadencia de
dioses y verdugos. La elocuencia podrida del absurdo. Tales juicios proclamaban
crímenes inexistentes, maldecían la inocencia, laceraban a los holgazanes.
Miles de mujeres, avergonzadas, brutalizadas, torturadas. Todas las ramas del
martirio. Todo el follaje ensangrentado de un árbol de la plaga.
Los aceites sagrados,
que Adonis encendió, ahora circulan por la pira destinada a incinerar el cuerpo
de Lavinia. Las flores blancas elípticas y la rama de incienso. Ceremonia sin
culto. Dejar que el cuerpo desaparezca, que el alma se lleve la carne consigo.
Una despedida del Yo sin intermediarios. Lavinia en su vida fue una politeísta
litúrgica. Ahora, nada más está a su alcance.
XXXVII.
Un cuervo taladró el tercer ojo de
Cibele, lo engulló y le dejó una herida abierta– una nube de aves depredadoras
cruzó el firmamento– el cielo se oscureció y auguró una larga época invernal
donde el sol quedó proscrito. Fue cuando Cibele se vio a sí misma sentada al
frente de un cenotafio. El recuerdo de la mujer que amó en alguna de sus otras
vidas le laceró su frágil memoria. Se vistió con un quitón negro y cubrió su
rostro con un velo. Solo entonces pronunció el nombre de Lavinia tres veces. Se
trataba de un ritual antiguo para que el alma, que ya no habitaba en un cuerpo,
fuese guiada al lugar donde descansaría hasta el fin de los tiempos.
El delirio y la
senilidad, en la que Cibele vivía desde hacía decenios, la precipitaron a un
abismo del que no había retorno. El duelo tuvo la fuerza de un rayo– la fulminó
y un olor a carne quemada invadió el ancianato donde vivió los últimos años–
luego, la casa de los riscos desapareció detrás del humo. En ese preciso
momento, tal vez en un último intento de recuperar a Lavinia, atravesó el
umbral del Hades.
XXXVIII.
Las imágenes temblaban por sus propias descripciones.
La casa amargada por un imperio de cenizas todavía vagaba como una herencia
implacable. Tus extravagantes personajes ahora se aflojan por los corrosivos
bancos del Hades. Tres mujeres alargadas, cadavéricas, en marcada
desproporción, protegían a sus inusuales fetos: la primera bajo el manto,
sentada en un pasillo– la segunda balanceando la sombra de una pequeña cuna– la
tercera se arrastraba por la arena con una pequeña figura debajo. El tormento
electrizante que estas imágenes proyectaban en los ojos de Cibele abrió la boca
fantasmal del río por donde fluían los mensajes más repugnantes.
Se desprendieron
huesos de cuerpos humanos en esa provincia de asombros, cuyos rostros no valía
la pena ver. Sus fisionomías desaparecieron en medio de su sufrimiento. Los
dolores en la subasta, las lágrimas calumniadas, los gritos raspados hasta el
silencio. Pequeñas criaturas infestaban ese maldito velorio. A los monos,
rinocerontes y jirafas les amputaron el cuerpo, y de la ausencia de sus
extremidades extraviadas aparecieron varillas de metal, piedras cortadas
imitando carne purulenta, gasas bajo el efecto de uno de esos muchos hechizos
de inmortalidad. No eran los únicos y fueron seguidos a la deriva por mujeres
con sus cuerpos metamorfoseándose en vainas, tronos rotos, círculos
incompletos.
El velorio de Lavinia
crecía como una calamidad hermética. A lo largo de los pasajes barajados, ese
verdadero credo de herejes forjó sus bestiales perdones. ¿Cómo seguir esa
colección de ordalías? ¿Dónde refugiarse cuando se han tomado todas las tierras
y se han disuadido todas las reliquias? Nada tiene más valor que una expedición
de virtudes. Criaturas físicas dementes, bañadas en falsas pretensiones. Urnas
encadenadas a los pies de sus muertos que huían. Niebla dedicada a cambiar el
origen de todas las cosas.
¿Cómo pudo Cibele
creer en esa fortaleza de la nada? Sus nubes envueltas en velos imitando
criaturas traficadas por la memoria. Libros fusilados, puentes podridos,
arañazos adulterados. Una región de instintos depredadores, niños abusados,
moral en declive. Sólo ahora Cibele se dio cuenta de la monstruosa deformidad
de su vida. Cuántos engaños se materializaron en su núcleo. Víctimas
agonizantes de las tierras que no supo recrear. La ausencia del otro ahora la
dejaba indefensa y ridícula. Entre lágrimas repitió como un látigo que ese
velorio no era de Lavinia. Esa muerte es suya.
XXXIX.
Cibele confundió el umbral del Hades con
el paso del río Estigia. El estado de derrumbe moral y físico que tenía al
llegar al embarcadero hizo que Caronte se apiadara de ella por lo que no le
exigió los tres óbolos obligatorios para el paso a la otra orilla. De todas
formas, Cibele no oía ni veía nada. Una vez en la barca, en ese viaje del que
no hay retorno, las imágenes del averno se sucedieron una tras otra. Los
recuerdos necesarios para su rescate se perdieron inexorablemente en el tablero
de ajedrez del que algún día intentó rescatar a su amado Teseo-Alfredo, por lo
que quedaron errantes saltando de un escaque a otro para volver siempre al
centro– allí donde estaba Cronos con su cuervo y su Hoz.
Cibele se confundió
con las sombras que emergían de las aguas. Luchaba con ellas para no caer en
sus profundidades. Envuelta en el quitón de Eurídice trató de esquivar las
imágenes horrendas que trataban de desgarrar el fino lienzo. Le dio la mano a
la muerte y aceptó el exilio en una tumba sin nombre. La llama que la alumbró
por centurias estaba extinta y el árbol de la eternidad ya no existía.
XL.
El diario de Adonis fue encontrado en una
de las cajas enmohecidas en el sótano de su sombría residencia en La Habana
Vieja. En su interior había una sola foto amarillenta que mostraba un pozo
abierto en la cocina– tenía fecha de agosto de 2034 y la indicación de una
página del diario, cuya lectura narraba que el agujero fue abierto cuando
Alfredo visitó a Adonis para pedirle que lo ayudara a sacar a Teseo de su
propio ser.
– Creo que podríamos eliminarlo mediante hipnosis y
confío en sus dones para hacerlo.
– No sé si lo logremos, puesto que el héroe indeseable
está incrustado en tu vida desde que llegaste a este mundo.
– No importa. Necesito deshacerme de esta sombra que una
vez me dijo que su mayor orgullo provenía de su dominio sobre mí.
– ¿Y si no podemos?
– Te pido que me entierres en esa tumba, cimentándome a
mí y a esa despreciable criatura.
Según las siguientes
páginas del diario, Adonis ató a Alfredo a una silla, y después de hipnotizarlo
utilizó todo su poder de sugestión para que Teseo abandonara el cuerpo que
usurpaba– luego, sin tener en cuenta su respuesta, decidió exorcizarlo.
– ¡Alfredo soy yo! Si nos desconectamos, nos rompemos en
pedazos.
– Esta es la voluntad de Alfredo, demonio, debes
renunciar a él.
– Ninguno de los dos puede dejar al otro.
– El hombre te ordena, dios delirante, que dejes este
cuerpo y te vayas a vivir a otra imaginación.
Amenazas, hechizos, evocaciones, todo fue inútil. El cuerpo de Alfredo, casi desfallecido, mantuvo solo una voz duradera, negándose a alejarse. Entonces Adonis arrastró la silla y el cuerpo hasta la cocina donde lo lanzó a la tumba, la cubrió con cemento, y una vez terminada la extenuante tarea pudo descansar. Mientras la tumba se secaba, se puso a narrar en su diario el exorcismo que acababa de llevar a cabo.
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Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA
NO MUNDO INTEIRO
Número 162 |
dezembro de 2020
Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)
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