El hombre es divino en la experiencia de sus límites.
GEORGES BATAILLE
XLI.
Lo que Adonis ignoraba es que los
agujeros, así tengan la apariencia de cavernas, son una trampa que impiden el
descanso y que son la representación del caos y de la angustia. Así que, si
Alfredo anhelaba el exterminio de su propia sombra, solo consiguió acrecentar
el ahogo que lo acompañaba desde hacía centurias. Teseo se abrió paso por entre
el laberinto de su espalda y se dedicó a narrarle una y otra vez la serie de
existencias en las que reptaba y emulaba a la más atroz de las criaturas que
pueblan el imaginario del erebo– y luego recreó una especie de puesta en escena
de miles de sombras que lo acorralaban mientras gritaban y hacían gestos que
imitaban su existencia indigna. Una forma de recordarle el fraude de su vida.
Alfredo comprendió que el pasado no puede ser ignorado– y que si alguna vez
sintió arrepentimiento era sólo para regresar poco después a la verdadera
condición de la vil criatura que gobernaba todos sus actos. La palabra “perdón”
nunca formó parte de su vocabulario– por el contrario, las imágenes dantescas
que poblaban su memoria eran un aliciente para no caer en el pozo profundo del
olvido.
XLII.
Los estertores de la agonía humana
saltaban de vez en cuando, crepitando como una confusión sin principio ni fin.
Una agonía que enfureció la causalidad y la ilusión de propiedad. Una agonía
que duró tanto como la extraña creencia en su extinción. Este era el horrible
credo de los herejes que empaña el brillo de las asociaciones y hace de la
moral un arte en descomposición. En un mundo así, de nada sirve buscar sentido
a las pérdidas y otros trucos migratorios. El hombre siempre subestima el
romance de sus ideales. Sus reflejos descontrolaron la máquina de equilibrio
construida precisamente para inflar la apariencia polifónica de los exterminios.
Con tales máquinas, nada puede durar. Y los sueños destinados a imitar una
memoria doctrinal deben pudrirse en las marismas de la soledad. Ningún hombre
debería creer en otro. Los recorridos se cuelgan al anochecer, para que tengan
toda la noche dedicada al olvido. El hombre se convierte en la perspectiva de
perder el laberinto en su núcleo. Un día los dioses ya no estarán aquí para
borrar los bocetos.
XLIII.
El hombre, en una especie de naufragio,
olvidó conjurar el tiempo y la historia– quiso entonces buscarse en los espejos
rotos en millones de micropartículas. Fue en ese instante en que perdió el
boceto de sí mismo. El hombre se paró ante la rueda de la fortuna y vio su
sombra repetida hasta el infinito– su cabeza era la de un lobo y de su mano derecha
colgaba una pitón inerte. Símbolo del fracaso. La máquina infernal, que hacía
girar la rueda, tiraba de sus extremidades, sólo se escuchaba el aullido de la
bestia.
El ojo del cíclope
incendió el horizonte– el paisaje se vistió de carbones humeantes. Mientras,
los buitres rasgaban el aire envenenado y dejaban caer toneladas de detritus en
los océanos.
Caronte abandonó su
barca –ya no había ningún pasajero que le pidiera atravesar el río–, y se
sumergió en las aguas que surcó desde el inicio de los tiempos.
XLIV.
Las fechas se extrajeron de todas las
frases. Los exiliados eran recíprocos sin importar el ángulo en el que se
abrieran las puertas. Los molinetes soplaron hacia adentro, hacia el abismo de
sus direcciones equívocas. La vieja taza de latón contenía pociones que
destruían la vegetación. Los molinos de viento regurgitaron por la boca de los
convulsivos gigantes. No había belleza en nada de lo que se manifestaba. ¿Cómo
vestir a los monstruos en manos del azar? Los pozos de agua bendita fueron
castigados con la semilla negra del holocausto. Un diablillo cojo escupió fuego
en los tobillos de los gigantes. Los dioses corruptos, borrachos, caídos sobre
las páginas rasgadas del evangelio. Con ellos la tabernera mantenía encendido
el fuego para calentar la sopa con la que daba de comer a todos. Malvados,
degenerados, encubiertos, cabreados, traficantes. Todos los días, el mismo
guión, transmitido como simulacro del anterior, decretaba el fin de la especie.
El comercio de almas consistía en intercambiar capones disecados por hadas
ancianas. Cronos determinó que se recopilaran todas las fechas. Pasó algún
tiempo antes que los hombres y los demonios aprendieran a saltar de un vacío a
otro. La realidad quedó desfigurada como un agujero de gusano o el falso fondo
del pecho del ilusionista que, dos milenios atrás, se contentó con ser dios. La
intención cifrada de Cronos tardó aún más en funcionar porque en el mercado
negro los relojes de arena y los digitales alcanzaron precios exorbitantes. El
Cronos herético, que ahora teníamos ante nosotros, rompió los párrafos de la
extravagancia humana e hizo que todos se sintieran igualmente perdidos.
Los días ya no son
días. Convalecen incrédulas las esperas. Se prescribieron los recuerdos. El
hombre se arrastra como un animal fantástico al que ya no puede alimentar.
Escuchen el grito devastado del terror, el caos saqueado por el asombro, la
catástrofe redentora de un mundo que se tragó a sí mismo.
– Al diablo con el tiempo.
*****
Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA
NO MUNDO INTEIRO
Número 162 |
dezembro de 2020
Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)
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