Esta
polifacética intelectual -residente en el Paraguay desde 1927- fue uno de tantos
españoles que transportaron grano a grano la mies de nuestra cultura a esas tierras
hermanas e ignoradas frecuentemente como son las hispanoamericanas. No estamos ante
la personalidad que se enfrentó a las circunstancias del exilio político del año
39, y que tanto engrandeció el hermanamiento intelectual entre España e Hispanoamérica;
estamos frente a quien se marchó de motu propio, y, de paso, alimentó
la relación firme entre nuestra cultura y la de un país de un continente que maneja
el mismo código que nosotros. Ella nos ha dejado, pero ha forjado a lo largo de
casi sesenta años un sustrato cultural y de hermanamiento que sigue vivo. Sin embargo,
esta española madre de la cultura paraguaya contemporánea, y Dama de la Orden de
Isabel la Católica nombrada en 1977, es una personalidad poco conocida en España
y de cuya muerte apenas se han publicado noticias breves de agencia para tristeza
de quienes observamos la paupérrima presencia de Paraguay en la crónica de la humanidad,
en el mundo cultural y en la prensa.
Pero
Josefina Pla fue una figura intelectual insigne. El día que conocí la noticia de
su fallecimiento, releí por enésima vez aquel currículum que me entregó personalmente
en su casa de Asunción en agosto de 1995, actualizado por su secretario dos meses
antes. Sus veintinueve páginas con párrafos escritos a un espacio dan que pensar
sobre todo cuando las obras que en ellas figuran se traman en un país tan poco proclive
a tener autores con una obra extensa como es Paraguay. Examinando sus distinciones
y homenajes, además del que ya he citado de Dama de Honor de la Orden de Isabel
la Católica, se encuentran algunos curiosos, entre otros, como Miembro de la Academia
Internacional de Cerámica (con sede en Ginebra), Miembro fundador del Pen Club paraguayo,
Trofeo Ollantay a la investigación teatral de Venezuela (1984), Mujer paraguaya
del año (1977), Medalla del Bicentenario de los Estados de Unidos de América (1976),
Consejera del Viceministro de Cultura paraguayo, la Orden Nacional al Mérito en
el Grado de Comendador del gobierno de Paraguay (1994), a su defensa de los derechos
humanos por la Sociedad Internacional de Juristas, Medalla de Oro de las Bellas
Artes de España (1995), o la Medalla Johann Gottfried von Herder. Junto a estos
galardones, figuran nombramientos como el de miembro de la Academia Paraguaya de
la Lengua, y sus homónimas de la Historia paraguaya y española, y otras menciones
que hoy en día parecen olvidadas como el haber sido finalista en el concurso de
méritos para el Premio Príncipe de Asturias en 1981, y su postulación y candidatura
para el Premio Cervantes entre los años 1989 y 1994, recordando que en 1989 lo obtuvo
Augusto Roa Bastos, el conocido escritor paraguayo. Su currículum continúa con una
interminable relación de actividades y publicaciones artísticas, entre las que destacan
sus estudios sobre el barroco hispano-guaraní y sobre cerámica y artesanía paraguayas.
Algunas de sus cerámicas pueden encontrarse en los fondos del Museo Nacional de
Cerámica de Valencia (España), junto a las de quien fue su marido, el insigne artista
paraguayo de este arte tan nuestro, Julián de la Herrería, descendiente de españoles
que conquistó el amor de Dña. Josefina mientras ampliaba estudios en España con
una beca. Las pinturas de nuestra compatriota sobre motivos indígenas son muy apreciadas,
y cualquier reproducción de una de ellas alcanza un precio elevado en Asunción.
Su
narrativa es cuantiosa y valiosa. De ella destaca su libro El espejo y el canasto
(1981), recopilación de algunos cuentos escritos a lo largo de su vida en Paraguay.
E incluso escribió una novela en colaboración con Ángel Pérez Pardiella titulada
Alguien muere en San Onofre de Cuarumí (1984), donde se aprecia su estilo
vigoroso, con frases imitativas de los registros populares, y con cierto sentido
vanguardista de la rebeldía ortográfica. Sus concisos artículos sobre la narrativa
de su país publicados en tantas revistas científicas internacionales han sido el
punto de partida para que otros estudiáramos las obras de sus compatriotas de adopción
muchos años más tarde. Su periodismo ha sido un modelo seguido sobre todo por las
mujeres paraguayas dedicadas al articulismo. Y su poesía, que camina desde el posromanticismo
amoroso de su primer poemario, El precio de los sueños (1934), hasta la dureza
de la lírica más expresiva del intimismo en La llama y la arena (1987), pasando
por las influencias del modernismo y las vanguardias, ha sido considerada como iniciadora
del movimiento renovador de la poesía paraguaya, junto con la de otros autores compañeros
de generación como Hérib Campos Cervera y el propio Augusto Roa Bastos, en aquel
grupo de principios de los cuarenta llamado Vi’a Raity (El nido de
la alegría). Como bien me comentó una vez el investigador Raúl Amaral, Dña.
Josefina renovó el espíritu y los temas de la poesía paraguaya; no sus formas, pero
sí la concepción de los contenidos del género.
Así,
pues, su labor social e intelectual -como literata, pintora, ceramista, dramaturga,
periodista, indigenista y hasta como bordadora de tejidos típicos paraguayos-, inmensa
como el infinito, ha sido apreciada por los paraguayos y creo que merece un reconocimiento
explícito de los españoles. Su biografía cultural es un ejemplo y un modelo de trabajo
realizado con generosidad y sin ánimo materialista, justo al contrario de lo que
ocurre en la actualidad. Y en el Paraguay, donde se vive un provincianismo cultural
asfixiante, resulta sorprendente la práctica unanimidad de la valoración positiva
de su obra y de su papel impulsor de la cultura, dentro de un país con escasos intelectuales
de verdad y con un ambiente plagado de disputas, donde las dictaduras, sobre todo
la tan extensa de Stroessner, provocaron que la vida cultural destacara por la corrupción
y los enfrentamientos personales, característica aún vigente en la actualidad.
Por
eso, desde mi pequeño papel de conocedor de la cultura y de la literatura paraguaya
deseo exponer también algunas impresiones personales sobre Dña. Josefina surgidas
a raíz de mis contactos con ella, contactos personales y como lector.
Nació
el 9 de noviembre de 1909, según consta en su currículum, aunque esta fecha suele
ser motivo de duda y discusión, porque parece que nació antes -el 9 de noviembre
de 1902 como ha comunicado recientemente Paco Feito-, en Fuerteventura; concretamente
en Isla de Lobos. Hay quien ha comentado que nació en San Sebastián y otros que
nació no se sabe cuándo. La coquetería alimenta la esperanza del divino tesoro de
la juventud, y es posible que ésta fuera la razón que condujo a Josefina Pla a quitarse
algunos años de encima. Algunos creemos en su origen mediterráneo, no su nacimiento,
por sus apellidos oriundos de estas zonas, y por algunos datos que permiten plantear
dudas biográficas, aunque es cierto que naciera en Canarias y que su ascendencia
fuera alicantina, en concreto de la localidad de Villajoyosa. Y en Villajoyosa conoció
a quien sería su marido. Pero el lugar de nacimiento es indiferente, porque, como
dijo nuestro Max Aub, uno es de donde hizo el bachillerato. Oí hace poco que se
es universal cuando se pertenece a una tierra concreta y no existen muros alrededor
de ella. Josefina Pla era hispano-paraguaya, pero también universal, hecho que acredita
su preocupación constante por la mujer.
Un
día, visité a Josefina Pla. Su gesto fue extraño cuando le respondí a su pregunta
sobre de qué lugar de España yo era, Valencia, gesto que contenía expresión de agrado
mezclada con algo de fastidio. Evidentemente, ella guardaba grandes recuerdos de
Valencia, recuerdos que nunca desveló profusamente. Yo, sin embargo, conservo grabada
en mi mente mi visita y estancia en su casa en el 95, allá en la calle Estados Unidos
1146 esquina con Colombia de Asunción, no muy lejos del centro de la ciudad. Ya
algunas personas me habían hablado de su deteriorado estado de salud, pero no esperaba
encontrarme con detalles distintos a los de una anciana de piel arrugada por los
93 años vividos. En virtud de su importancia cultural, esperaba encontrar una casa
majestuosa, si bien descuidada, pero sólo con la sensación del desorden particular
de la extravagancia bohemia de mucha gente de la literatura y de la pintura. No
fue así. Llegué a su casa a las once de la mañana del día 13 de agosto de ese 1995.
Encontré una muralla donde por el hueco de la reja de la puerta se veía una selva
en lugar de un jardín armónico; esa selva virgen, exenta de fracturas provocadas
por la mano del hombre, con plantas sin poda y desastradas, que se encuentra entre
el amor al abandono y a la naturaleza pura. Llamé al timbre y apareció su secretario,
de nombre Marciano, quien abrió amablemente y me permitió pasar. Me comentó que
esperara un rato. Yo iba acompañado de mi esposa, algo que recordé cuando casi se
sienta encima de un gato al tomar aposento. Entonces descubrimos que había felinos
caseros por todas partes; felinos ariscos a más señas, y los observábamos con algo
de pavor porque eran los verdaderos dueños de la casa. De repente salió Dña. Josefina
con su bata casera al ser invierno allá, bastante desaliñada, algo normal en muchos
poetas, y terriblemente casi ciega y sorda. Su personalidad me impuso un respeto
como nunca he sentido jamás. Me presenté, se alegró de que un español volviera a
visitar su casa -posiblemente yo fuera de los últimos a quienes concedió una-, y
estuvimos conversando bastante tiempo, a pesar de que Marciano intentaba que no
se quebrantara más su salud. Dña. Josefina ya no ofrecía entrevistas, ni apenas
hablaba, pero realizó una excepción conmigo, detalle que siempre le agradeceré con
mi fidelidad, siempre con la condición de que no fuera grabada. Entre saltos de
gatos, pudimos seguir conversando sobre todo de España y de sus impresiones sobre
la vida. Estaba conversando con una persona que prácticamente había dicho que ya
no deseaba vivir más. Sentía lástima porque no podía leer a causa de su avanzada
pérdida de vista. Sin embargo, entre detalles de senectud, daba muestras de lucidez
juvenil, como cuando se le ocurrió encargarme el rastreo de un libro sobre los indígenas
payaguá de un alemán llamado Lehmann-Nitzsche (nada que ver con el célebre filósofo),
por si lo encontraba en una librería de viejo o en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Nunca lo encontré y es una deuda que tendré siempre pendiente con ella y que espero
no me reclame en el Parnaso o en el Paraíso. Conservo entre mis reliquias esa nota
suya donde me anotó el título y autor de la obra, de enorme significado para mí
por ser un certificado de mi hipoteca con ella. También recuerdo que me solicitó
el recorte de prensa de su nombramiento como miembro de la Orden de Isabel la Católica,
detalle que sí correspondí, aunque no sé si le llegó porque ella no solía responder
a la correspondencia que no fuera vital en los últimos años.
Me
despedí de ella entre la esquizofrenia de querer escapar del ambiente dominado por
los felinos domésticos y el deseo de quedarme a seguir conversando con la madre de
la relación cultural real hispano-paraguaya contemporánea (el padre podría ser Viriato
Díaz-Pérez). Le di dos besos de agradecimiento, saludé a Marciano, quien me facilitó
la dirección de Osvaldo Salerno, el galerista que vendía las reproducciones de sus
cuadros de figurines indígenas, creo que guaikurúes, no sé cierto. Sentí pena por
irme y por el estado de Dña. Josefina y de su casa, que no era pequeña, pero sí
un laberinto del desorden. Mi impresión personal sigue siendo la misma: ella es
Dña. Josefina, la más grande intelectual española en Paraguay, la impulsora de la
cultura, y, como piensan la mayor parte de las escritoras de allá -así lo he oído
de Renée Ferrer, Lourdes Espínola, Susy Delgado y otras-, la mujer que abrió las
puertas a que ellas puedan tener protagonismo en asuntos públicos culturales. Las
escritoras paraguayas tienen dificultades para "competir", pero no tantas
como cuando Dña. Josefina se enfrentaba al dominio absoluto del varón. Sus labores
sociales y culturales han dejado herencias firmes en las voces de escritores como
Carlos Villagra Marsal, Guido Rodríguez Alcalá, Renée Ferrer, Helio Vera y otros.
Ellos la recuerdan, la recordamos en un Encuentro de Escritores del Paraguay celebrado
en la Casa de las Américas en 1996, y la recordaremos siempre como esa mujer infatigable
que ha unido las culturas española y americana. La pena es que los españoles no
puedan gozar de su literatura y de su largo elenco de escritos, como ocurre con
toda la de los escritores paraguayos, a excepción de Roa Bastos. Pidamos su recuerdo.
Josefina Pla merece un homenaje nuestro, el mejor posible de la España profunda,
para lo cual valgan estos versos suyos de amor con los que finaliza el último poema
de su primer libro, El precio de los sueños:
Te
encontraré por fin, amor perfecto y sumo.
¡Amor
que serás toda la muerte, en un abrazo
total,
como las gotas de la lluvia en el vaso
y las savias diversas en la llama y el humo!
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 163 | janeiro de 2021
Artista convidado: Ricardo Migliorisi (Paraguai, 1948-2019)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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