María Josefa Mujía, considerada la primera poeta boliviana,
alimentó su intelecto y su fantasía de la mano de su hermano Agustín, quien, además
de leerle las obras de los clásicos del romanticismo español y francés, le dedicó
su tiempo durante veinte años, prácticamente hasta el día en que él falleció en
1854. Desde entonces, y por cerca de treinta cuatro años, la poeta chuquisaqueña
llevó una vida en soledad, privada del amor fraternal y sincero que le unía a su
hermano, a quien le dictaba sus versos bajo la recomendación de no revelar jamás
este “secreto”. Sin embargo, conmovido por la temática de los poemas, Agustín faltó
a la promesa y se los enseñó confidencialmente a un amigo. Ello bastó para que se
divulgase la condición poética de María Josefa Mujía, ya que, poco tiempo después,
su poema, “La ciega”, apareció publicado en el periódico “Eco de la Opinión” de
su ciudad natal.
El poema, que se supone dictó hacia 1850 y cuando frisaba
aproximadamente los treinta y ocho años de edad, retrata la particular situación
existencial de la autora, con un pesimismo que estrangula el corazón y un negativismo
que oscurece la razón: “Todo es noche, noche oscura,/ Ya no veo la hermosura.../
Ya no es bello el firmamento;/ Ya no tienen lucimiento/ Las estrellas en el cielo,/
Todo cubre un negro velo,/ Ni el día tiene esplendor,/ No hay matices, no hay colores/
Ya no hay plantas, ya no hay flores,/ Ni el campo tiene verdor.../ Lo que en el
mundo adorna y viste;/ Todo es noche, noche triste/ De confusión y pavor./ Doquier
miro, doquier piso./ Nada encuentro y no diviso/ Más que lobreguez y horror.../
Y en medio de esta desdicha,/ Sólo me queda una dicha/ Y es la dicha de morir”.
María Josefa Mujía, en el panorama de la literatura
boliviana, corresponde al periodo del romanticismo, que tuvo lugar durante el siglo
XIX; una época en la cual destacaron Manuel José Cortés, Mario Ramallo, Daniel Calvo,
Néstor Galindo, Adela Zamudio, Ricardo Mujía, Manuel José Tovar y Nataniel Aguirre,
entre otros. Se trataba de una generación de escritores que no sólo exaltó un espíritu
de individualismo y subjetivismo sentimental, sino que también se movió inspirado
por las ideas libertarias y las luchas anticolonialistas gestadas por los movimientos
sociales y políticos que se desarrollaban tanto en Europa como en Latinoamérica.
A María Josefa Mujía, de corazón tierno y sensitivo,
le tocó vivir la época en que los escritores, oponiéndose a la ilustración, el clasicismo
y la revolución industrial, criticaban a las tiranías encaramadas en el poder, mientras
se identificaban con las aspiraciones libertarias y se convertían en genuinos portavoces
del clamor popular. Claro está que los poetas románicos, cansados de la búsqueda
de la verdad y la razón, decidieron abrazar la belleza y la verdad, pero, sobre
todo, se preocuparon por darle mayor sentido a los aspectos emocionales del ser
y abogaron por el retorno del hombre a la naturaleza. Algunos poetas románticos,
que despreciaban abiertamente el materialismo burgués y pregonaban la sencillez,
fueron arrinconados por el avance avasallador del sistema capitalista, que los condujo
a acabar con su vida mediante el suicidio; una medida extrema que simbolizaba de
algún modo el descontento en una época en que los valores materiales parecían sobreponer
a los valores humanos.
La poeta chuquisaqueña, a diferencia de sus colegas
varones que eran mitad escritores y mitad políticos, se encerró en su mundo privado
y, a pesar de estar alejada de la vida pública, expresó abiertamente su admiración
por los padres de la patria, quienes crearon la República por sobre los intereses
del colonialismo español. Aquí es donde María Josefa Mujía cumplió con su misión
social y moral; primero, porque creía que la belleza era verdad y, segundo, porque
rescató los valores más nobles del ser humano. No en vano en su poema “Bolívar”,
escrito en circunstancias hasta hoy desconocidas, le dedicó versos de simpatía y
admiración al Libertador de cinco naciones americanas: “Aquí reposa el ínclito guerrero:/
Bolivia triste y huérfana‚ en el mundo,/ Llora a su padre con dolor profundo,/Libertador
de un hemisferio entero.../ Al resplandor de su invencible acero,/ Cayó el león
de Iberia moribundo;/ Nació la libertad, árbol fecundo,/ Al eco de su voz temible
y fiero.../ Honra a la historia y enaltece al hombre/ ¡Bolívar! genio de eternal
memoria,/ Nombre que dice: ¡Libertad y gloria!”.
María Josefa Mujía experimentó también las ataduras
sociales y morales de una época en que la mujer estaba condenada a vivir recluida
entre las cuatro paredes del hogar, dedicada al cuidado de sus atributos femeninos
y a los quehaceres domésticos, aparte de estar sometidas a los caprichos del varón,
el mismo que, amparado por la cultura patriarcal y la doble moral religiosa, tomaba
las decisiones sobre los aspectos concernientes a las superestructuras de la sociedad.
Por entonces no era fácil ser mujer y mucho menos una mujer intelectual que, a tiempo
de gozar de los mismos derechos que el hombre, influyera en el destino de la nación.
Quizás por eso, y en despecho de su entorno social, decidió alejarse de los compromisos
convencionales.
Si en su famoso poema “La ciega” revela la sombra de
su vista y su alma, en un afán de encontrar la luz y la paz sólo en los brazos de
la dama sombría que es la muerte; en su poema “Al amor” destila la amargura, la
desilusión y el sentimiento de quien se sabe encerrada en un horrible cautiverio,
donde no se siente la presencia de Dios sino de la desesperanza y el dolor. Aun
así, su poesía resalta la conciencia del Yo como entidad autónoma y crea un universo
propio de acuerdo a las circunstancias y necesidades que rodearon su situación existencial,
compuesta de escenarios lúgubres y sentimientos de honda melancolía, como quien
cumple al pie de la letra las aspiraciones profundas de los poetas más románticos
de su época.
LA CIEGA
Todo es noche, noche oscura,
Ya no veo la hermosura
De la luna refulgente,
Del astro resplandeciente
Sólo siento su calor.
No hay nubes que el cielo dora,
Ya no hay alba, no hay aurora
De blanco y rojo color.
Ya no es bello el firmamento;
Ya no tienen lucimiento
Las estrellas en el cielo;
Todo cubre un negro velo,
Ni el día tiene esplendor.
No hay matices, no hay colores,
Ya no hay plantas, ya no hay flores,
Ni el campo tiene verdor.
Ya no gozo la belleza,
Que ofrece naturaleza,
La que al mundo adorna y viste;
Todo es noche, noche triste
De confusión y pavor.
Do quier miro, no quier piso
Nada encuentro y no diviso
Más que lobreguez y horror.
Pobre ciega, desgraciada,
Flor en su abril marchitada
¿Qué soy yo sobre la tierra?
Arca do tristeza encierra
Su má tremendo amargor;
Y mi corazón enjuto,
Cubierto de negro luto,
Es el trono del dolor
En mitad de su carrera
Y cuando más luciente era
De mi vida el astro hermoso,
En eclipse tenebroso
Por siempre se oscureció.
De mi juventud lozana
La primavera temprana
En invierno se trocó.
Mil placeres halagüeños,
Bellos días y risueños
El porvenir me pintaba,
Y seductor me mostraba
Por un prima encantador.
Las ilusiones volaron
Y en mi alma sólo quedaron
La amargura y el dolor.
Cual cautivo desgraciado
Que se mira condenado
En su juventud florida
A pasar toda su vida
En una horrenda prisión;
Tal me veo, de igual suerte,
Sólo espero que la muerte
De mí tendrá compasión.
Agotada mi esperanza
Ya ningún remedio alcanza
Ni una sombra de delicia
A mi existencia acaricia;
Mis goces son el sufrir:
Y en medio de esta desdicha,
Sólo me queda una dicha
Y es la dicha de morir.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 166 | fevereiro de 2021
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