terça-feira, 23 de fevereiro de 2021

VÍCTOR RODRÍGUEZ NÚÑEZ | María Mercedes Carranza o el peso de la tierra sobre el cuerpo

 


La noche del 11 de julio de 2003, en ese apartamento de Bogotá que había sido el locus fundamental de su poética, María Mercedes Carranza se quitó la vida.[1] Dos días después, en una sentida y lúcida nota de adiós, Daniel Samper Pizano señalaba que la autora había ejercido “una de las pocas libertades que nos van quedando a los colombianos, que es la de escoger morir antes de que tomen la decisión por uno”. Y hacía a renglón seguido este significativo paralelo: José Asunción Silva “murió agobiado por la vida”, y Carranza “ha terminado por imitarlo agobiada por la muerte”. A su juicio, la destacada poeta, editora, periodista y promotora cultural optó por el suicidio “porque ya no resistía tanto atropello, tanta injusticia, tanta locura”.

Samper Pizano hacía referencia al último libro de versos publicado por Carranza, El canto de las moscas (versión de los acontecimientos) (Bogotá: Arango Editores, 1998), que

 

no es ya un recorrido interior sobre los apremios del amor y la existencia, sino un canto funeral a Colombia. Un canto estremecedor y desolado, cuya música emerge de los nombres de las aldeas romotas donde la violencia ha dejado su huella. Quiso contarnos que en esas masacres, emboscadas y ejecuciones ya no había dignidad ni ideales: solo sinrazón y muerte, muerte, muerte.

 

Estas páginas abordan precisamente esa obra final de Carranza, cuya edición príncipe data de 1997 y debemos a la revista Golpe de dados. Se enfocan en cómo representa la crisis de la sociedad colombiana de nuestros días, donde los actores se han multiplicado y todos recurren a la extrema violencia, y el papel del poeta en este enmarañado y letal contexto. Intenta probar que el hablante lírico, sin renunciar a la consciencia de género desarrollada en sus libros anteriores, adquiere en “estos fragmentos del espacio patrio hechos poemas” (Rivero) una conciencia social que abarca a otros subalternos. El sujeto poético se expande hasta incluir –más allá de las marcas de clase, etnia, sexualidad e, incluso, género– a todas las víctimas del conflicto que devasta a la sociedad colombiana de nuestros días.

Carranza pertenece a la promoción de poetas que James Alstrum llama Generación de Golpe de Dados, y que también ha sido definida como Generación Desencantada. O sea, la de los autores responsables de “la lírica colombiana posterior al Nadaísmo que emerge en la década de los setentas”. En el plano social, estos autores fueron marcados por complejas circunstancias “como la Violencia (1948-1962) entre liberales y conservadores, acaecida durante su infancia, y su ineludible consecuencia desalentadora conocida como el Frente Nacional (1958-1974), que coincide con los años de su juventud”.

En el plano cultural, agrega Alstrum, estos poetas se han caracterizado por

 

un rechazo colectivo ante el nihilismo desaforado y alboroto escandaloso provocado por los nadaístas. Gracias a los nadaístas podían aprovecharse, sin embargo, de una desmitificación total de las vacas sagradas culturales e ideológicas y también, con el ejemplo de los poetas de Mito, se liberó su logos para evocar eros sin recato ni temor […]. Proclamaban la marginalidad de la poesía como emblema de honor mientras que enjuiciaban un ensimismamiento nacional cuyo único legado a su parecer había sido una poesía generalmente mediocre. […] Más tarde, se reconciliaban con parte de su patrimonio lírico, que tanto habían criticado al principio de sus actas agnósticas de fe poética, para abrazar entonces la revista Golpe de Dados, la cual, bajo la dirección de Mario Rivero desde 1973, ha constituido un gran foro abierto…

 

El crítico concluye que en esta promoción “ha prevalecido una disposición anímica de desencanto ante las circunstancias”, y “se ha observado una indagación obsesionante acerca de la esencia de la poesía y el papel del poeta en el mundo actual”.

La caracterización generacional de Alstrum explica, en una aceptable medida, la poética específica de María Mercedes Carranza. No es esta la ocasión para siquiera reseñar sus poemarios: Vainas y otros poemas (Bogotá: Editorial Ponce de León, 1972); Tengo miedo (Bogotá: Oveja Negra, 1983); Hola, soledad (Bogotá: Oveja Negra, 1987); De amor y desamor y otros poemas (Norma, 1995). Tampoco, para establecer una posición ante sus críticos –además de los aquí citados, Ernesto Volkening, Helena Araújo, Darío Jaramillo Agudelo, y Juan Gustavo Cobo-Borda. Baste resaltar que, como sostiene Patricia Valenzuela, Carranza “[n]o es la primera voz femenina en la historia de la poesía colombiana […], pero sí la que con mayor rigor ha asumido el oficio poético como un ejercicio crítico y de ruptura”. Su quehacer tiende raíces hasta “la ‘antipoesía’ inaugurada en Colombia por Gotas amargas de […] Silva”, y se proyecta siempre “en el reconocimiento de una realidad que se desintegra […]. El resultado es una poesía de la cotidianidad, […] conversada, que tiende a un deliberado prosaísmo” y que concede el mayor interés al ser humano “de carne y hueso, al existir concreto”. En fin, “un poeta de personalidad definida estilística e ideológicamente, para quien la poesía es impensable solamente como objeto estético”.

En franco desacuerdo con varios de sus críticos, Carranza reconocía que “más que el desencanto mi tema es el deterioro. El deterioro de las esperanzas, el deterioro de las creencias, el deterioro del amor, el deterioro de sí mismo en todos los sentidos”. Y al volver la mirada sobre El canto de las moscas…, declaraba a Martínez León que no es un libro

 

que invoque ni que solicite la paz, es un libro sobre la muerte violenta en Colombia. No quise ser obvia, y por eso es un libro sumamente concentrado. Cada canto lleva el nombre de un municipio colombiano donde ha habido masacres. Quise nombrar ese dolor, nombrar esa muerte, y quise dejar una constancia del dolor que ha sido para mí vivir en Colombia y convivir con el terror con el que amanecemos todos los días. Es un libro terrible y desolado.

 

Una de las primeras cosas que llama la atención en el poemario es la dedicatoria “A Luis Carlos: siempre”. Como lo confirma Rivero, se trata de Luis Carlos Galán, “la más intensa y representativa víctima de éstos convulsos años de violencia en Colombia”. Carranza había sido su compañera de trabajo en la revista Nueva Frontera y se había integrado en 1982 a su movimiento Nuevo Liberalismo. Y a raíz del asesinato del líder en 1989, cuando era el candidato favorito a la presidencia de Colombia, escribió un revelador poema donde se mezclan el duelo por el mártir y el duelo por el amigo. En la misma cuerda, esta dedicatoria –que no forma parte del texto poético, aunque actúa como su marco– se establece un vínculo nada común entre el sujeto poético y la realidad social: la asunción de lo público como privado, de la historia como cuestión personal.

El subtítulo del cuaderno, de franco corte periodístico, alerta al lector de que se trata de ciertos acontecimientos. Hechos relatados desde un determinado punto de vista, sin pretensión de objetividad ni de imparcialidad. Esos acontecimientos son los que han conmocionado a Colombia en los últimos años, a pesar de su larga historia de violencia –recuérdese la Guerra de los Mil Días (1899-1902), con sus 100 mil muertos, y La Violencia (1948-1962), con sus otras 100 mil vidas cegadas. En el más reciente reporte sobre Colombia del Banco Mundial, Elsie Garfield y Jairo Arboleda señalan que, desde la década de 1980, “el problema multidimensional de la violencia se ha extendido y es una epidemia económica y social”. En términos de duración y pérdida de vidas, este conflicto armado “está entre los cinco más prolongados e intensos del mundo, comparable sólo a países como Afganistán, Angola, Ruanda y Sudán”.


El cuaderno de Carranza se abre con una terrible advertencia sobre el fin inminente de la poesía en Colombia: “en Necoclí/ se oirá nada más/ el canto de las moscas”. En este caso, las moscas no son los seres familiarizados en el célebre poema de Antonio Machado, sino desfamiliarizados símbolos del deterioro espiritual de la sociedad colombiana bajo la violencia. En “Tamborales”, el sujeto poético nos hace saber que ya no es posible vivir, sino sólo soñar que se vive; la vida ha sido reducida al sueño:

 

Bajo

el siseo sedoso

del platanal

alguien

sueña que vivió.

 

Mas en “Amaime”, conocemos que para los colombianos –y entre ellos, los intelectuales, los poetas– la sustitución del vivir por el soñar carece de tiempo, de espacio: “los sueños se cubren/ de tierra como/ si fueran podredumbre”. En fin, han sido clausuradas tanto la realidad como la imaginación, y en consecuencia no es posible escapar.[2]

No se juega con las palabras en El canto de las moscas… cuando se afirma que, en Colombia, “la muerte/ pasa de mano en mano”. Así lo ratifican Garfield y Arboleda:

 

Si se usa la tasa de homicidios como un indicador de los niveles de violencia, las cifras oficiales ascienden de 15 a 92 por 100 mil habitantes entre 1974 y 1995, cuyos niveles crecen dramáticamente en el período posterior a 1985. Esa tasa de homicidios es una de las más altas en el mundo: […] siete veces más alta que en los Estados Unidos, y 50 veces más alta que en un país europeo típico.

 

Según estos investigadores: “[t]odo tipo de delitos –incluyendo la extorsión, el secuestro, el robo de carros, y el robo a mano armada– florecieron en la década de 1980 y continuaron incrementándose significativamente durante la de 1990”. Agregan que entre 1985 y 1998, “el número de secuestros reportados pasó de cerca de nueve por millón de personas a cerca de 80, siendo la mayoría de las víctimas civiles; este es una de las fuentes principales de financiamiento para algunos grupos armados”.

La célebre metáfora hemingwayana del iceber podría ayudar a una mejor comprensión del poemario de Carranza, que con su brevedad y hermetismo esconde una inmensa masa sumergida de significados. Más que nombrar las cosas se les sugiere, casi nada se hace explícito, en una suerte de hipérbole metonímica. Lo más relevante aquí, como apunta Juan Liscano, es “el reverso de la realidad”; es decir, “la otredad, materia y espíritu de [estos] mini-poemas inagotables”. Sí, en esta ocasión el lector no puede ser pasivo, debe hacer lo suyo –que es completar el todo insinuado por la mención de las partes.

Para cumplir esa tarea, no queda otra alternativa que acercarse a la realidad social colombiana, tratar de entenderla en su doloroso esplendor. Durante las últimas cinco décadas

 

el número de actores involucrados en el conflicto armado se ha expandido de la guerrilla y las fuerzas armadas para incluir los carteles de la droga y los grupos armados paramilitares de extrema derecha. […] Las municipalidades con algún tipo de presencia de la guerrilla aumentaron del 17 por ciento en 1985 al 58 por ciento en 1995. Si se suman las áreas que experimentan actividades de los paramilitares, las drogas y las fuerzas armadas, aproximadamente el 75 por ciento del país sufre algún nivel del conflicto armado. El ejército y la policía de Colombia han sido incapaces de asegurar la seguridad de los ciudadanos, y la impunidad se ha extendido en confrontación con las crecientes violaciones de los derechos humanos de todo tipo. (Garfield y Arboleda)[3]

 

En El canto de las moscas… conocemos de esos acontecimientos por medio de una exposición fragmentada, con profusión de imágenes breves e intensas como relámpagos. El único hilo conductor, la única fuente de coherencia, es la violencia que reina en Colombia y su corolario, la muerte. Resulta inevitable que, ante este diluvio de sangre, el lector se interrogue sobre las causas del conflicto. Garfield y Arboleda argumentan que

 

El crecimiento del movimiento guerrillero ha corrido paralelo al deterioro de todos los indicadores de la distribución de ingresos. El número de frentes guerrilleros ha aumentado de 14 en 1980 a 102 a mediados de la década de 1990; simultáneamente, entre 1982 y 1999 la parte del ingreso del 20 por ciento más pobre calló en un 30 por ciento (de 4.9 por ciento a 3.4 por ciento del total del ingreso […]). Al mismo tiempo, el 10 por ciento más rico ha aumentado su parte en un cinco por ciento (de un 37.1 por ciento a un 43.6 por ciento). En los últimos 20 años, no sólo ha aumentado la separación entre ricos y pobres, sino también entre las ciudades y las áreas rurales. En 1975, una familia urbana ganaba 1.5 veces más que una familia rural, y 20 años después, 4.5 veces más.

 

No sería ocioso detenerse al menos en una de las matanzas denunciadas en el poemario en cuestión. En “Mapiripán”, se alude un lugar, y a lo que allí ocurrió, como “una fecha”. Con este gesto, el sujeto poético propone una narrativa histórica que incluya este tipo de acontecimientos, no menos relevantes digamos que los cambios de presidentes. ¿Qué ocurrió en esa aldea del sureste de Colombia? Según Garry M. Leech, en julio de 1997

 

más de 100 paramilitares masacraron a 49 campesinos en un período de cinco días […]. Las armas escogidas por los paramilitares fueron machetes y motosierras, que fueron utilizadas para decapitar a muchas de las víctimas. Los investigadores posteriormente descubrieron que las tropas del ejército habían guardado el corredor que los asesinos habían usado para entrar y salir de la región dominada por los rebeldes [de las FARC]. Los fiscales colombianos acusaron formalmente a Carlos Castaño y al coronel del ejército Lino Sánchez, comandante de la Segunda Brigada Móvil entrenada por Estados Unidos, de ser los “autores intelectuales” de la masacre. Los cargos contra Sánchez han sido sobreseídos, mientras Castaño permanece libre a pesar de las más de 22 órdenes de captura en su contra libradas a lo largo de la pasada década.[4]

 


En el El canto de las moscas…, como en toda poesía lograda, la forma juega una función activa. El texto tiene a penas 117 versos; y versos todos de arte menor, de métrica irregular y muchas veces en disposición quebrada. No hay en propiedad estrofas, y cada “canto” parece más bien estrofa de un poema mayor; los más extensos sólo tienen siete líneas, y los menores, tres. Tampoco en ningún caso –algo común en la poesía de la autora en general– se usa la rima. Como sostiene Rivero, “[e]n sagas muy breves, que por su precisión geométrica compararía al haikai, Carranza elabora estéticamente el espectáculo de la barbarie diaria en la comunidad cercada por la muerte. El érase-una-vez de los hechos consumados y de la violencia nacional”. Estamos ante “una larga meditación que madura al paso de las heridas del país, página a página. Carranza siluetea un panorama de arrasada belleza”.

En El canto de las moscas…. se da también particular relevancia al deterioro de lo material –y específicamente de la materialidad humana. Con seguridad ha sido su aguda conciencia de género, puesta de relieve en los poemarios anteriores y documentada por la crítica, lo que le haya permitido a Carranza centrar la atención en el cuerpo. Este constituye “un sitio crucial de inscripción”, “de representación y de control” (Ashcroft), y por ende, es un error suponerlo “neutral (natural) y no en sí mismo parte de instituciones y prácticas culturales más amplias y contestatarias”.[5] La masiva descomposición del cuerpo de los colombianos está patente en esta desolada pregunta:

 

¿Quién

llega a Caldono enciende

el fuego fatuo

y convoca

a los gusanos?

 

En otro sitio constatamos la inutilidad de las arterias y las venas, ya que se ha impuesto otra circulación, y lo que tiñe las aguas del río Dabeiba: “No son rosas,/ es la sangre/ que toma otros caminos”. En Colombia, como en “Uribia”:

 

Cae un cuerpo

y otro cuerpo.

Toda la tierra

sobre ellos pesa.

 

En última instancia, como sentencia el sujeto poético de Carranza en “Pore”, la muerte es “carne de tierra”. Sí, es la tierra de Colombia lo que absorbe, consume, destruye a la materialidad humana. En el canto “Tierralta”, se reconoce que el disfrute del cuerpo, el erotismo y el amor, e incluso sus diferencias, son cosas del pasado: “Ahora solo tierra: tierra/ entre la boca quieta”. Y en otro canto vemos la dislocación del orden natural, un mundo vuelto al revés, donde nadie sabe si está vivo o muerto:

 

Bajo la tierra de Encimadas

el terror fulgura aún

en los ojos florecidos

sobre la tierra de Encimadas.

 

Como señala Guigale, en Colombia “el 80 por ciento de la población rural permanece pobre y sujeta al trauma de un conflicto armado cuyo epicentro vertical es el control de la tierra”. El país “tiene uno de las estructuras de propiedad de la tierra más concentradas del mundo” y que continúa en pleno proceso de una mayor concentración. Más de la mitad de la tierra es considerada “grandes fincas”, y sólo dos tercios de los lotes –sobre todo los dos tercios mayores– tienen títulos. El lavado de dinero de la ilegal industria de la droga facilita la concentración de la tierra”. Esta situación se hace más grave por el monocultivo, pues “el ingreso de un quinto de los hogares, y un cuarto de los puestos de trabajos en el campo, dependen del café. El café representa sólo el cinco por ciento del PIB y el seis por ciento de las exportaciones. El país controla una décima del mercado mundial del café”, mas “los precios internacionales están en su punto más bajo en casi 200 años”.

A la aldea indígena de “Cumbal”, según el sujeto poético de Carranza, llega uno de estos días la muerte

 

En bluyines

y con la cara pintada

[…]. Guerra Florida

a filo de machete.

 

Se pone así de manifiesto que, aunque todos los colombianos han sido afectados terriblemente por la violencia, hay unos que sufren más: “la población rural en general, los jóvenes, y las minorías étnicas”. Como señalan Garfield y Arboleda, “[l]os más jóvenes, de bajos ingresos, y menos educados son los que tienden a ser los perpetradores y las víctimas de los homicidios”.[6] Por otra parte, la catástrofe en el orden social que se denuncia tiene implicaciones no menos catastróficas en el orden natural. Por eso, hay que contemplar con cuidado las flores de “Paujil”, pues “[e]n las corolas/ aparecen las bocas/ de los muertos”. Las masacres se han naturalizado en “Sotavento”: “Como las nubes, la muerte”. Y en “Ituango”: “El viento/ ríe en las mandíbulas/ de los muertos”. En última instancia, la violencia no es sólo un genocidio sino además un etnocidio.[7]

Se debe notar que el sujeto poético de Carranza no recurre a ninguna creencia religiosa para enfrentar estas inhumanas circunstancias. En definitiva, la iglesia católica, en el País del Sagrado Corazón, es parte del conflicto. Esta poesía es una de las más agudas representaciones de la falta de fe en las letras hispanoamericanas de nuestros días. Así, en “Soacha”, el pueblo donde fue asesinado Galán:

 

   Un pájaro

negro husmea

las sobras de

   la vida.

Puede ser Dios

   o el asesino:

da lo mismo ya.

 


A un desaliento similar arriba Marcelo M. Giugale en el nada poético reporte sobre Colombia del Banco Mundial: “Desde 1980, unas 100 mil personas han muerto como resultado directo del conflicto, y dos millones de desplazados han perdido sus trabajos, casas y, cada vez más, la esperanza, y ahora se encuentran paralizados en los márgenes de la sociedad. Otro millón, posiblemente el millón más educado, abandonó el país.” Después de detallar la factura de la violencia –entre otras cosas, “sólo las pérdidas debidas a los sabotajes de los oleoductos (unos 500 millones de dólares por año) sería suficiente para doblar el presupuesto anual del país para la asistencia social”–, el investigador concluye que “detrás de estos costos, descansa la consecuencia menos cuantificable pero más inquietante del conflicto –la disolución del ‘capital social’ de Colombia, esto es, la confianza básica de sus ciudadanos en los contratos e instituciones sociales que hacen funcionar a una nación”.[8]

En El canto de las moscas…, a pesar de que se denota la masacre, los detalles son irrelevantes, la anécdota es suprimida. Estamos ante un caso radical de poesía lírica:

 

El alto tallo

espectral,

quemada, yerta,

solitaria

flor de páramo.

 

Como apunta Fernando Charry Lara, “una afortunada poética que se niega a complacerse en la exuberancia y prefiere, por intensa, por comprometida con lo real, perseguir las mínimas palabras que lleguen finalmente a traslucirla”. Se reitera la tendencia anterior de Carranza “a llamar a las cosas por su nombre, en utilizar las palabras de todos los días, en acercarse al habla corriente”. Sin dudas, se trata de una poesía que asume “una actitud crítica ante la vida”. Concluye Charry Lara que, “[c]omo huye de la altisonancia, se explica también su horror al sentimentalismo y a la solemnidad. […] El pacto entre la pasión y la reticencia. Su inteligencia es decir y, a la vez, en callar”.

La actitud de Carranza, que podría ser definida como intimismo social, tiene su correlato en la casi desaparición del hablante lírico. En El canto de las moscas… no se encuentra, ni una sola vez, el sujeto pronominal de la primera persona del singular. Tampoco, ese nosotros que ha sido en definitiva máscara del yo, cuando la poesía hispanoamericana ha pretendido, más que la representación, la suplantación de la voz subalterna. Ni siquiera ese yo lírico gradualmente “autocaracteriz[ándose] como un sujeto femenino”, ya revolucionario en sí, que Lucía Tono ha rastreado en el quehacer poético de Carranza. Estamos ante un sujeto poético que, en vez de diferenciarse, busca identificarse con lo otro –y sobre todo, con los otros.

Este abandono de la perspectiva individual, predominante en obras anteriores de Carranza, para asumir una perspectiva colectiva, ha sido reconocido por críticos como Rivero y Liscano. Para el primero, el libro en cuestión es “un doloroso parte de guerra”, que “salva la distancia que va de la inenarrable conmoción social a la modulación de un sentimiento individual”. Se trata de “diversos momentos de una anonadante experiencia”, donde el impulso creador viene “[d]e las vertientes trágicas de lo real […] y no de ninguna fabulación”. Por su parte, Liscano ha recordado que, “ese decir en unas pocas líneas los acontecimientos más profundos, es la poesía liberada de la literatura. Sus poemas son símbolos, adivinanzas, suspiros, terrores y en su brevedad alcanzan una elocuencia interior poco frecuente. [Carranza] redime el poema breve de su chatura personalizadora y ególatra.”

Vale la pena destacar que a pesar de su vuelta a la materia, de su identificación con lo otro y con los otros, el sujeto poético de Carranza no renuncia jamás a la agencia. De ahí que enérgicamente se nos interpele, se nos pida:

 

Ve a

Humadea y mira

sus calles de aire:

ríos rojos repletos

de garzas blancas.

Ríos quietos.

 

No es válido juzgar, a la luz o la sombra de cualquier ideología, el suicidio de María Mercedes Carranza. En cambio, es posible establecer que, entre otras cosas sustanciales, su caso contradice “la muerte del autor” propuesta por Roland Barthes, en su reclamo de que la crítica se concentre únicamente en el texto. El quehacer poético de la autora colombiana, especialmente en el último de sus libros, debe ser entendido no sólo en relación con su contexto, sino también como una intervención radical en el mismo, como una práctica cultural de transformación social. Paradójicamente, en “Taraira” el sujeto poético sostiene que mañana todo “será tierra y olvido”; permítase, como conclusión, contradecirlo, y también contrariar a la amiga malograda: no tu poesía, no tu recuerdo.

 

NOTAS

[1] María Mercedes Carranza nació el 24 de mayo de 1945 en Bogotá. Su padre fue el renombrado poeta Eduardo Carranza, quien la introdujo desde niña en la órbita intelectual del mundo hispano. En 1966 inició estudios de Filosofía y Letras en la bogotana Universidad de los Andes, que debido a su temprana e intensa actividad cultural sólo concluiría 20 años más tarde. En 1967 dirigió el suplemento literario del periódico El Siglo, Vanguardia, que fue tribuna de muchos escritores de su promoción. En 1976 entró al semanario Nueva Frontera, como columnista y correctora; pronto sería ascendida a jefe de redacción, posición que ocupó por más de una década. Allí trabó amistad con Luis Carlos Galán, el creador del movimiento Nuevo Liberalismo. Animada por lo que definía como “vocación de servicio” (cit. en Martínez León), Carranza fundó en 1986 la Casa de Poesía Silva, institución única en Latinoamérica. Allí promovió innumerables conferencias y recitales, creó un sistema de talleres y una biblioteca especializada, y publicó la espléndida Revista de la Casa Silva. En 1990 fue invitada por el M-19 a participar en la Asamblea Constituyente, donde luchó por la legalización del aborto, contra el monopolio de los medios masivos de difusión, y en favor de la extradición, entre otras causas. Poco antes de su muerte organizó un concurso de poesía contra la violencia, cuya premiación se llevó a cabo durante el masivo evento “Descanse en paz la guerra”. Había llegado a pensar, como le confesó a Sandra Martínez León, “que la poesía debe estar en la canasta familiar de los colombianos”.

[2] En El canto de las moscas… conmueve la paradoja de que se nos pida a gritos de silencio volver los ojos hacia un país que agoniza a la vista de todos. Un país donde, en la segunda mitad de la década de 1990, retrocedieron las tasas de crecimiento económico “a los niveles de 1988” (Garfield y Arboleda). Un país donde “el nivel de extrema pobreza en las áreas rurales es tres veces mayor que el de las áreas urbanas”. Un país donde “la pobreza favorece la aparición del conflicto violento, y el conflicto violento en sí mismo es una causa mayor de la pobreza […]. Tanto en las fuerzas armadas regulares como en los grupos armados ilegales, los jóvenes varones de las familias pobres ocupan la primera línea de fuego del conflicto armado”. Un país donde sólo crece sostenidamente la desigualdad: “Esto no sólo afectó la distribución del ingreso sino también las ventajas y el acceso a la infraestructura –las dos décimas superiores controlan el 60 por ciento del ingreso, mientras las dos más bajas reciben menos del cinco por ciento; […] y la cobertura de electricidad, agua, drenajes, y otros servicios públicos mayormente se detienen a la puerta de los rápidamente crecientes asentamientos informales donde vive la mayoría de los pobres urbanos” (Giugale). Un país donde “[e]l diez por ciento de la población más rica supera el doble de la educación del diez por ciento más pobre”, y donde “el sector rural tiene 30 años de retraso en relación con el sector urbano. Unos dos millones de niños y jóvenes con edad escolar, principalmente pobres, han quedado fuera de la escuela […]. La gran mayoría de los estudiantes de la educación superior provienen de los dos quintos más altos de la distribución del ingreso”.

[3] En su historia de Colombia, Frank Safford y Marco Palacios apuntan que, entre 1986 y 1996, las guerrillas crecieron más que en las tres décadas anteriores. “Las FARC pasaron de unos tres mil 600 insurrectos en 32 frentes en 1986 a unos siete mil en 60 frentes en 1995. En 2000 sus integrantes fueron estimados en alrededor de 15 mil. En el mismo período, el ELN pasó de unos 800 insurrectos en 11 frentes a unos tres mil en 32 frentes. En el 2000 se calculó que tiene alrededor de cinco mil combatientes”. Estos autores estiman que “cerca del 60 por ciento de las municipalidades colombianas experimentaron alguna forma de presencia guerrillera en 1996”. Entre 1986 y 1989, añaden Safford y Palacios, “los líderes paramilitares-narcos-terratenientes desataron una compaña de exterminio contra los partidos políticos, sindicatos, asociaciones campesinas, funcionarios públicos y periodistas”. Los paramilitares “ahora buscan proyectarse a sí mismos a escala nacional como un modelo de anticomunismo. Ellos también tratan de ganar un status político por medio de la oposición activa a las iniciativas de paz”. “En 1993 se dijo que había 24 frentes paramilitares”, compuestos “por 80 grupos paramilitares, que mantenían algún tipo de actividad en 373 municipalidades. Recientemente se ha especulado que los paramilitares suman entre cuatro mil 500 y cinco mil hombres armados.”.

[4] En el canto, “Barrancabermeja”, llegamos a otra situación límite, la de “la sangre desangrada”. Valdría la pena en este punto volver a Leech: “La más intensa guerra urbana ha azotado Barrancabermeja (conocida localmente como Barranca), localizada en el Río Magdalena y hogar de la mayor refinería de petróleo del país. En diciembre de 2000, las fuerzas paramilitares lanzaron una ofensiva urbana contra el ELN y las FARC alcanzando no sólo a las guerrillas sino además a trabajadores de derechos humanos, sindicalistas, y grupos cívicos locales”.

[5] En cierta medida, agregan Ashcroft y sus colaboradores, el cuerpo “es un texto, es decir, un espacio en que los discursos en conflicto pueden ser escritos y leídos, [aunque] es un texto especialmente material, que demuestra cómo la subjetividad, por muy construida que puede ser, es sentida como inevitablemente objetiva y permanente”. En fin, es un error “suponer que el cuerpo es neutral (natural) y no en sí mismo parte de instituciones y prácticas culturales más amplias y contestatarias”.

[6] Según Giugale, “la discriminación de raza y de género todavía distorsiona la manera en que muchos colombianos pueden beneficiarse del proceso de crecimiento. Colombia es una nación pluriétnica con 800 mil indígenas (pertenecientes a 82 grupos diferentes) y más de un millón de afro-colombianos. El país tiene una fuerte tradición de reconocimiento de los derechos étnicos […] enriquecidos en la Constitución de 1991. Sin embargo, varios factores se han combinado ahora para debilitar la propiedad de esas poblaciones sobre uno de los recursos definitorios –su tierra– y, entonces, su capacidad para el desarrollo basado en el mercado”.

[7] Giugale recuerda que Colombia es “el tercer país con mayor biodiversidad en el mundo”. Y agrega: “La diversidad de sus pájaros, anfibios, y plantas vasculares no tiene paralelo en el planeta. Con cerca de mil ríos permanentes, su abastecimiento de agua es el cuarto mayor; el país alberga las fuentes de grandes afluentes de las cuencas del Amazonas y del Orinoco. Mucho de esta riqueza natural está siendo rápidamente destruida, por tres factores principales. Primero, y más importante, el conflicto armado protege y promueve los cultivos ilícitos. […] Segundo, buena parte del crecimiento de Colombia […] depende de manera creciente de las industrias extractivas (como petróleo, gas y carbón). Tercero, […] los incentivos perversos en la agricultura han caudado una separación mayor entre la vocación natural de la tierra y su uso real”.

[8] Con el impávido lenguaje de los economistas, Giugale apunta que en Colombia “el conflicto lastra el crecimiento del PIB cada año en un dos por ciento –en otras palabras, si la guerra hubiera cesado, digamos, hace 20 años, el ingreso del colombiano promedio podría ahora ser un 50 por ciento mayor, y un estimado de 2.5 millones más de niños podría estar por encima de la línea de pobreza.” Y añade que “el conflicto ha motivado una baja y mala asignación de recursos: atemorizados por la violencia, las inversiones privadas, en los últimos 30 años, han raramente sobrepasado una décima parte del PIB, y sólo las pérdidas debidas a los sabotajes de los oleoductos (unos 500 millones de dólares por año) sería suficiente para doblar el presupuesto anual del país para la asistencia social”. 



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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 166 | fevereiro de 2021

Fotógrafos convidados: Désiré-Magloire Bourneville (França, 1840-1909) & Paul-Regnard (França, 1850-1927)

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