Eran cartas de verdad las
de Claribel, unas cartas en papel de seda color verde, papel de verdad, metidas
en sobres aéreos, sobres de verdad, y con estampillas, también de verdad, desde
las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado
del Generalísimo Francisco Franco, para nada virtual, caudillo de todas les Españas.
Nos conocíamos, pues, por
correspondencia, sin habernos visto nunca las caras. Y su dirección, a esa edad
en que el mundo bate como una mar inquieta frente a los ojos en la lontananza desconocida,
tenía para mí una signatura misteriosa: C’an
Blau Vell, Dejá, y por virtud mágica llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra
de las eternas lluvias vespertinas del valle central, el vago aliento de las islas
Baleares de que hablaba Rubén en su Epístola
a Juana de Lugones. Una tierra mítica para mí Mallorca desde aquel poema de incansables
alejandrinos pareados que he releído siempre con renovada fascinación.
Mítica también Mallorca
gracias a los relatos de Claribel en sus cartas, en las que sus palabras tintineaban
entusiastas ¾sino temiera a lo cursi diría que tintineaban
con alegría, como su apellido¾ invitándome siempre a llegar
a verla a aquel pueblo encantado, con atractivos de feria para un escritor en ciernes
como yo, nada menos que el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos,
desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya, un pueblo
que me expliqué mejor cuando leí años después Pueblo de Dios y Mandinga, el relato de Claribel que mejor he gozado,
porque la magia se trastoca con la risa, como si uno entrara por una trampa de doble
fondo a la cueva de Montesinos y saliera de ella atormentado por las cosquillas.
No llegué a Mallorca sino más de treinta años después, cuando me
refugié en una finca entre Pollensa y Alcudia para terminar de escribir mi novela
Margarita, está linda la mar, y buscaba
al mismo tiempo las huellas de Rubén Darío, del Archiduque Luís Salvador, y del
enigmático fotógrafo nicaragüense Castellón, personajes de la que ahora terminé,
y que se llamará Nadie quiera saber de mi
pasado. Entonces, fui, por fin, a Dejá, en busca de C´an Blau Vell, la casa
ahora desierta. Una casa campesina, que uno encuentra a la vuelta de un estrecho
callejón de lajas, construida en piedra hace más de trescientos años, con sus dos
pisos comunicados por escaleras estrechas y empinadas, y coronada por una terraza
que entre tiestos de flores mira a la mole del Teix, la más alta de las eminencias
de la sierra Tramontana, que parece cercana a la mano.
Las llaves las había dejado
Claribel en manos del padre Miquel Moll, todo un personaje memorable de la misma
raza de los que entran y salen por las páginas de Pueblo de Dios y Mandinga, un cura prestado a Quevedo, y fue el padre
Miquel quien me la abrió, treinta años en los que tantas cosas habían ocurrido,
entre ellas una revolución en Nicaragua, razón de que aquella casa hubiera sido
abandonada por sus moradores, Claribel y Bud Flakoll, su marido, que se trasladaron
a Managua para ya nunca más dejar Nicaragua, esta tierra que siempre estuvo reclamando
a Claribel, porque en Estelí tenía enterrado su ombligo, valga la frase tan relamida,
pero tan útil.
Bud Flakoll. Cuenta la leyenda
que el padre de Claribel, acérrimo partidario de Sandino y por tanto acérrimo antiimperialista,
exiliado en El Salvador por obra de la intervención, hizo jurar en su lecho de muerte
a sus dos hijas, Claribel una de ellas, que nunca se casarían con un gringo. Fue
lo primero que las dos hicieron. Y gracias a la violación de aquel juramento, es
que recibimos la gracia de tener a Bud entre nosotros, un ejemplar de ser humano
fuera de serie, enterrado ahora en el cementerio campesino de Las Sierritas, en
una colina que mira hacia el Lago de Managua, como bien pudiera estar enterrado
en el cementerio de Dejá, en otra colina que mira hacia el mar Mediterráneo, donde
lo está su vecino Robert Graves.
Desde 1979 fuimos vecinos
en Managua, y lo somos hoy aún más cuando mi vida está apartada para siempre del
tráfago ensordecedor de la vida oficial, y podemos sentarnos en la terraza de su
casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, a disfrutar
de largas conversaciones a la caída de la tarde. Su vida, a estas alturas, da para
muchas horas de conversación, y para varios libros, suyos, como el que aún no ha
publicado, Mágica Tribu, o de otros sobre
ella, como esa estupenda reflexión conversacional que le dedicó Coronel Urtecho.
Una vida para la literatura.
La mítica Claribel Alegría,
desde su infancia entre personajes de la literatura, como Jesús en el templo entre
los doctores. Inquieta niña enamorada de Salarrué, galán en sus recuerdos como un
artista de cine. Y cuando apenas tenía seis años, José Vasconcelos, quien había
llegado a Santa Ana para dictar una conferencia en el Teatro Municipal, a la que
sólo asistieron, eterno riesgo de los conferencistas, doce personas, profetizó que
sería poetisa ¾como decíamos antes¾ pero le advirtió
que primero debía cambiarse el nombre; “Clara
Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo
cambias a Claribel?”.
Es decir, también la bautizó con su nombre de pluma, que empezó a usar cuando
don Joaquín García Monge le publicó sus primeros poemas en la mejor revista de entonces,
El Repertorio Americano, Jesús entre los
doctores, un nombre que según Coronel Urtecho “además de su nombre legítimo y no
seudónimo, resulta ser un anagrama de las palabras claridad, belleza y alegría”.
Diez años más tarde Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso
Reyes para que el sabio juzgara sus primeros poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos
pondría el prólogo a su primer libro Anillo
de Silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan
Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y
quien una tarde del año de 1945, de paso sea dicho, la llevó a conocer a Ezra Pound,
recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth, siempre Claribel entre divinas
potestades.
Juan Ramón, que vivía exiliado en Estados Unidos, fue guardando pacientemente
todos los poemas que Claribel le daba a leer, y apartaba, en secreto, los que más
le parecían. Una tarde en que llegó a visitarlo a su casa, Zenobia, su mujer, le
anunció una sorpresa. “Sobre la mesita de centro había un legajo mecanografiado.
Eran mis poemas”, recuerda Claribel. “Juan Ramón había elegido los que a él más
le gustaron, hizo correcciones y se los dio a Zenobia para que los pasara a máquina.
Tienes un librito, le dijo entregándole el manuscrito, ahora debes encontrar dónde
publicarlo”.
Un maestro riguroso Juan Ramón, como recuerda Claribel, nunca dispuesto a
engañar a nadie acerca de sus virtudes literarias; a otro discípulo que quería saber
si había leído sus poemas, le respondió mirándolo a los ojos: “Sí, los he leído.
¿no te gustaría ser ingeniero o médico o cualquier otra cosa?”.
Miguel Ángel Asturias llegó también a Santa Ana en los años treinta del siglo
pasado, otro conferencista de escaso público, e invitado a almorzar por sus padres
en la casa solariega de su infancia, lo conoció allí Claribel, y volvería a encontrarlo
en Santiago de Chile en 1954, ya casada con Bud, tras el golpe que derrocó al general
Jacobo Arbenz, presidente constitucional de Guatemala. En Santiago vivía exiliado
Tito Monterroso. Y Asturias la llevaría a Isla Negra para encontrarse con Pablo
Neruda, quien después de un almuerzo de erizos y sopa de congrio leyó ante la íntima
concurrencia varias de sus aún inéditas Odas
Elementales.
Y está también, por su puesto, su larga amistad con Robert Graves, cuyos
poemas, para la antología que publicó la editorial Lumen en Barcelona, ella tradujo
al español, por propio encargo del poeta. Viejo de residir en Deyá, Graves había
llegado a Mallorca por recomendación de Gertrude Stein, la eficaz madrina de la
generación perdida, y Ernesto Cardenal
lo había ido a visitar, en peregrinación devota, a finales de los años cuarenta.
Graves, uno de los grandes poetas de la lengua inglesa, era también novelista, oficio,
que según confesó a Claribel, sólo ejercía porque pagaba más que la poesía, y aún
así escribió su famosa novela Yo, Claudio,
y otra que prefiero, tan buena como aquella, La hija de Homero.
Claribel cuenta como se conocieron en junio de 1969, cuando junto
con Bud se hallaba dedicada a remodelar la casa de Blau Vell: “Eran como las seis
de la tarde. Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana
de nuestro dormitorio. Sabíamos que Robert Graves vivía en Deyá y ambos éramos grandes
admiradores suyos. De
pronto vimos pasar por la calle, bajo nuestro balcón, a un viejo alto de largos
cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía
pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping pong.
- ¿Es Robert Graves, verdad? –le pregunté a Bud. Antes de que él pudiera
contestarme, levanté la voz y dije:
- ¿Es usted Robert Graves?
Alzó su mirada azul: -Sí, ¿y ustedes quiénes son?
Juan Rulfo, otra alta potestad, a quien conoció en México en 1951 en casa
de Tito Monterroso. “Rulfo trabajaba en ese entonces en la Good Year vendiendo llantas
y aún no había publicado nada, fuera de uno o dos cuentos en alguna revista. Era
tímido, arisco, delgado, de estatura mediana y hablaba poco y muy quedito. Tenía
ojos encapotados y mirada triste”, dice Claribel. Vendía llantas de pueblo en pueblo
por todo México, y eso le dio una honda imagen del país oscuro que devela en sus
cuentos de El llano en llamas, y en Pedro Páramo. Delante de Claribel se confesó
un gran deudor de Salarrué, aquel clásico cuentista salvadoreño con imagen de actor
de cine: “Para escribir un buen cuento, decía, hay que ser como Salarrué, crear
al personaje, crear el ambiente, sentir cómo hablan los personajes y luego mentir,
mentir”.
El 17 de julio de 1979, mientras Somoza volaba hacia Miami, Julio Cortázar
y Carol Dunlop volaban hacia Mallorca para encontrarse en Dejá con Bud y Claribel,
y esa noche, en la terraza frente al Teix celebraron aquel acontecimiento, sellado
dos días después con el triunfo de la revolución, que cambiaría sus vidas, las vidas
de los cuatro ellos. Casi llegaron juntos a Nicaragua, Claribel y Bud, en septiembre,
Julio y Carol en noviembre.
Y esto recuerda Claribel de Cortázar, una noche en C´an Blau Vell: “hacía
frío, estábamos apretujados frente a la chimenea escuchando jazz: Thelonius Monk,
Betty Smith, Charlie Parker, Louis Armstrong, Miles Davis y no recuerdo quiénes
más. Nadie profería una sola palabra. Los rostros de Bud y de Julio estaban transfigurados.
Como a las dos de la mañana yo me sentí cansada y subí de puntillas al dormitorio.
Ellos se quedaron hasta que amaneció. El jazz era un rito sagrado, el tiempo no
existía, nada existía, salvo la música.”
Y el fantasma de Roque Dalton que siempre está entre nosotros, con el que
ni Claribel ni yo llegamos a encontrarnos nunca, y que para ella, igual que para
mí, fue siempre un invisible amigo presente, por cartas, y por teléfono, y lo sigue
siendo ahora cuando cada día que pasa es todavía mejor poeta que antes, riéndose
siempre de sí mismo porque era tan feo, un feo incorregible, riéndose de que su
padre hubiera sido un asaltante de bancos y de trenes perseguido por la justicia
en Estados Unidos, llorando por sus hermanos los eternos indocumentados, los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,
los primeros en sacar el cuchillo, los tristes más tristes del mundo..., y asesinado
por la barbarie.
Una mujer, pues Claribel, nacida para la literatura, y que ha hecho la literatura
parte sustancial de su vida, desde el día aquel en que en el colegio en Santa Ana
prefirió para la composición escolar sobre el volcán Izalco, escribir sobre sus
misterios, y no sobre su altura, el volcán al que siempre debería regresar para
leer el terrible paisaje de fuego de El Salvador:
El Izalco que ruge
exigiendo más vidas
los eternos chacmol
que recogen la sangre
y los que beben sangre
del chacmol
y los huérfanos grises
y el volcán babeando
toda esa lava incandescente
y el guerrillero muerto
y los mil rostros traicionados
y los niños que miran
para contar la historia...
“Su persona y sus versos y sus prosas me parecen o son diferentes aspectos
de su misma entidad”, dice Coronel Urtecho de Claribel, “imposible descubrir la
línea separatoria entre persona y poeta, de la misma manera que en la poeta Claribel
Alegría es imposible descubrirla entre poeta y persona”.
La poesía, cuando se hace carne con el universo doliente, se vuelve una crónica
del alma adolorida, y también crónica de tiempos adoloridos, como los que de manera
recurrente vivimos en Centroamérica. Cuando se abren los ojos al mundo, la pupila
arriesgar quemarse en ese fuego negro de que ya nos previene San Juan en el Apocalipsis.
Pero junto a las visiones de pesadumbre, nunca faltarán las visiones de esperanza,
como lo enseña Claribel en su poema Pandora:
Aún podemos hacernos la
ilusión
de transformar al mundo
en un tigre con alas
en un tigre amarillo
de ariscas rayas negras
sobre el que todos podamos
cabalgar.
Celebremos entonces al tigre con alas en el que cabalga Claribel Alegría.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 166 | fevereiro de 2021
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¡Excelente ensayo! Lo disfruté mucho, sensible sin dejar de ser analítico.
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