terça-feira, 23 de fevereiro de 2021

SERGIO RAMÍREZ | Un tigre con alas (Celebración de Claribel Alegría)

           


Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo veinte, cuando el correo electrónico era sólo uno de esos presentimientos futuristas del Valiente Mundo Nuevo de Aldous Huxley, me escribía a menudo con Claribel Alegría, ella en Mallorca y yo en San José de Costa Rica, una amistad epistolar propiciada por Italo López Vallecillo, otro salvadoreño de esos que pueblan el mundo en diáspora perpetua, de la misma generación de Roque Dalton y Roberto Armijo.

Eran cartas de verdad las de Claribel, unas cartas en papel de seda color verde, papel de verdad, metidas en sobres aéreos, sobres de verdad, y con estampillas, también de verdad, desde las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado del Generalísimo Francisco Franco, para nada virtual, caudillo de todas les Españas.      

Nos conocíamos, pues, por correspondencia, sin habernos visto nunca las caras. Y su dirección, a esa edad en que el mundo bate como una mar inquieta frente a los ojos en la lontananza desconocida, tenía para mí una signatura misteriosa: C’an Blau Vell, Dejá, y por virtud mágica llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertinas del valle central, el vago aliento de las islas Baleares de que hablaba Rubén en su Epístola a Juana de Lugones. Una tierra mítica para mí Mallorca desde aquel poema de incansables alejandrinos pareados que he releído siempre con renovada fascinación.

Mítica también Mallorca gracias a los relatos de Claribel en sus cartas, en las que sus palabras tintineaban entusiastas ¾sino temiera a lo cursi diría que tintineaban con alegría, como su apellido¾ invitándome siempre a llegar a verla a aquel pueblo encantado, con atractivos de feria para un escritor en ciernes como yo, nada menos que el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos, desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya, un pueblo que me expliqué mejor cuando leí años después Pueblo de Dios y Mandinga, el relato de Claribel que mejor he gozado, porque la magia se trastoca con la risa, como si uno entrara por una trampa de doble fondo a la cueva de Montesinos y saliera de ella atormentado por las cosquillas.

       No llegué a Mallorca sino más de treinta años después, cuando me refugié en una finca entre Pollensa y Alcudia para terminar de escribir mi novela Margarita, está linda la mar, y buscaba al mismo tiempo las huellas de Rubén Darío, del Archiduque Luís Salvador, y del enigmático fotógrafo nicaragüense Castellón, personajes de la que ahora terminé, y que se llamará Nadie quiera saber de mi pasado. Entonces, fui, por fin, a Dejá, en busca de C´an Blau Vell, la casa ahora desierta. Una casa campesina, que uno encuentra a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hace más de trescientos años, con sus dos pisos comunicados por escaleras estrechas y empinadas, y coronada por una terraza que entre tiestos de flores mira a la mole del Teix, la más alta de las eminencias de la sierra Tramontana, que parece cercana a la mano.

Las llaves las había dejado Claribel en manos del padre Miquel Moll, todo un personaje memorable de la misma raza de los que entran y salen por las páginas de Pueblo de Dios y Mandinga, un cura prestado a Quevedo, y fue el padre Miquel quien me la abrió, treinta años en los que tantas cosas habían ocurrido, entre ellas una revolución en Nicaragua, razón de que aquella casa hubiera sido abandonada por sus moradores, Claribel y Bud Flakoll, su marido, que se trasladaron a Managua para ya nunca más dejar Nicaragua, esta tierra que siempre estuvo reclamando a Claribel, porque en Estelí tenía enterrado su ombligo, valga la frase tan relamida, pero tan útil.

Bud Flakoll. Cuenta la leyenda que el padre de Claribel, acérrimo partidario de Sandino y por tanto acérrimo antiimperialista, exiliado en El Salvador por obra de la intervención, hizo jurar en su lecho de muerte a sus dos hijas, Claribel una de ellas, que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que las dos hicieron. Y gracias a la violación de aquel juramento, es que recibimos la gracia de tener a Bud entre nosotros, un ejemplar de ser humano fuera de serie, enterrado ahora en el cementerio campesino de Las Sierritas, en una colina que mira hacia el Lago de Managua, como bien pudiera estar enterrado en el cementerio de Dejá, en otra colina que mira hacia el mar Mediterráneo, donde lo está su vecino Robert Graves.


Hubiera creído que no me vi por fin con Claribel sino en Managua para los primeros e intensos días de la revolución, pero es José Coronel Urtecho quien viene a mi rescate en las páginas de su libro Líneas para un boceto de Claribel Alegría: “Conocí a Claribel Alegría en la casa de Sergio Ramírez en San José de Costa Rica como seis meses antes de la victoria de la revolución en Nicaragua. Fue, no me olvido, en una fiesta de las que a veces daban en la casa donde aún vivían Sergio y Tulita, su esposa”

Desde 1979 fuimos vecinos en Managua, y lo somos hoy aún más cuando mi vida está apartada para siempre del tráfago ensordecedor de la vida oficial, y podemos sentarnos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, a disfrutar de largas conversaciones a la caída de la tarde. Su vida, a estas alturas, da para muchas horas de conversación, y para varios libros, suyos, como el que aún no ha publicado, Mágica Tribu, o de otros sobre ella, como esa estupenda reflexión conversacional que le dedicó Coronel Urtecho. Una vida para la literatura.

La mítica Claribel Alegría, desde su infancia entre personajes de la literatura, como Jesús en el templo entre los doctores. Inquieta niña enamorada de Salarrué, galán en sus recuerdos como un artista de cine. Y cuando apenas tenía seis años, José Vasconcelos, quien había llegado a Santa Ana para dictar una conferencia en el Teatro Municipal, a la que sólo asistieron, eterno riesgo de los conferencistas, doce personas, profetizó que sería poetisa ¾como decíamos antes¾ pero le advirtió que primero debía cambiarse el nombre; “Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?”.

Es decir, también la bautizó con su nombre de pluma, que empezó a usar cuando don Joaquín García Monge le publicó sus primeros poemas en la mejor revista de entonces, El Repertorio Americano, Jesús entre los doctores, un nombre que según Coronel Urtecho “además de su nombre legítimo y no seudónimo, resulta ser un anagrama de las palabras claridad, belleza y alegría”.

Diez años más tarde Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus primeros poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos pondría el prólogo a su primer libro Anillo de Silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde del año de 1945, de paso sea dicho, la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth, siempre Claribel entre divinas potestades.

Juan Ramón, que vivía exiliado en Estados Unidos, fue guardando pacientemente todos los poemas que Claribel le daba a leer, y apartaba, en secreto, los que más le parecían. Una tarde en que llegó a visitarlo a su casa, Zenobia, su mujer, le anunció una sorpresa. “Sobre la mesita de centro había un legajo mecanografiado. Eran mis poemas”, recuerda Claribel. “Juan Ramón había elegido los que a él más le gustaron, hizo correcciones y se los dio a Zenobia para que los pasara a máquina. Tienes un librito, le dijo entregándole el manuscrito, ahora debes encontrar dónde publicarlo”.

Un maestro riguroso Juan Ramón, como recuerda Claribel, nunca dispuesto a engañar a nadie acerca de sus virtudes literarias; a otro discípulo que quería saber si había leído sus poemas, le respondió mirándolo a los ojos: “Sí, los he leído. ¿no te gustaría ser ingeniero o médico o cualquier otra cosa?”.

Miguel Ángel Asturias llegó también a Santa Ana en los años treinta del siglo pasado, otro conferencista de escaso público, e invitado a almorzar por sus padres en la casa solariega de su infancia, lo conoció allí Claribel, y volvería a encontrarlo en Santiago de Chile en 1954, ya casada con Bud, tras el golpe que derrocó al general Jacobo Arbenz, presidente constitucional de Guatemala. En Santiago vivía exiliado Tito Monterroso. Y Asturias la llevaría a Isla Negra para encontrarse con Pablo Neruda, quien después de un almuerzo de erizos y sopa de congrio leyó ante la íntima concurrencia varias de sus aún inéditas Odas Elementales.

Y está también, por su puesto, su larga amistad con Robert Graves, cuyos poemas, para la antología que publicó la editorial Lumen en Barcelona, ella tradujo al español, por propio encargo del poeta. Viejo de residir en Deyá, Graves había llegado a Mallorca por recomendación de Gertrude Stein, la eficaz madrina de la generación perdida, y Ernesto Cardenal lo había ido a visitar, en peregrinación devota, a finales de los años cuarenta. Graves, uno de los grandes poetas de la lengua inglesa, era también novelista, oficio, que según confesó a Claribel, sólo ejercía porque pagaba más que la poesía, y aún así escribió su famosa novela Yo, Claudio, y otra que prefiero, tan buena como aquella, La hija de Homero.

Claribel cuenta como se conocieron en junio de 1969, cuando junto con Bud se hallaba dedicada a remodelar la casa de Blau Vell: “Eran como las seis de la tarde. Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio. Sabíamos que Robert Graves vivía en Deyá y ambos éramos grandes admiradores suyos. De pronto vimos pasar por la calle, bajo nuestro balcón, a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping pong.

- ¿Es Robert Graves, verdad? –le pregunté a Bud. Antes de que él pudiera contestarme, levanté la voz y dije:

- ¿Es usted Robert Graves?

Alzó su mirada azul: -Sí, ¿y ustedes quiénes son?


Conversamos un rato y lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985. Venía a casa por lo menos dos veces por semana. Hablábamos de todo. Nos contaba riéndose, de por qué de un puñetazo le había quedado la nariz aplastada; se entusiasmaba defendiendo su teoría de que el mundo sería mejor si lo gobernaran las mujeres”.

Juan Rulfo, otra alta potestad, a quien conoció en México en 1951 en casa de Tito Monterroso. “Rulfo trabajaba en ese entonces en la Good Year vendiendo llantas y aún no había publicado nada, fuera de uno o dos cuentos en alguna revista. Era tímido, arisco, delgado, de estatura mediana y hablaba poco y muy quedito. Tenía ojos encapotados y mirada triste”, dice Claribel. Vendía llantas de pueblo en pueblo por todo México, y eso le dio una honda imagen del país oscuro que devela en sus cuentos de El llano en llamas, y en Pedro Páramo. Delante de Claribel se confesó un gran deudor de Salarrué, aquel clásico cuentista salvadoreño con imagen de actor de cine: “Para escribir un buen cuento, decía, hay que ser como Salarrué, crear al personaje, crear el ambiente, sentir cómo hablan los personajes y luego mentir, mentir”.           

El 17 de julio de 1979, mientras Somoza volaba hacia Miami, Julio Cortázar y Carol Dunlop volaban hacia Mallorca para encontrarse en Dejá con Bud y Claribel, y esa noche, en la terraza frente al Teix celebraron aquel acontecimiento, sellado dos días después con el triunfo de la revolución, que cambiaría sus vidas, las vidas de los cuatro ellos. Casi llegaron juntos a Nicaragua, Claribel y Bud, en septiembre, Julio y Carol en noviembre.

Y esto recuerda Claribel de Cortázar, una noche en C´an Blau Vell: “hacía frío, estábamos apretujados frente a la chimenea escuchando jazz: Thelonius Monk, Betty Smith, Charlie Parker, Louis Armstrong, Miles Davis y no recuerdo quiénes más. Nadie profería una sola palabra. Los rostros de Bud y de Julio estaban transfigurados. Como a las dos de la mañana yo me sentí cansada y subí de puntillas al dormitorio. Ellos se quedaron hasta que amaneció. El jazz era un rito sagrado, el tiempo no existía, nada existía, salvo la música.”

Y el fantasma de Roque Dalton que siempre está entre nosotros, con el que ni Claribel ni yo llegamos a encontrarnos nunca, y que para ella, igual que para mí, fue siempre un invisible amigo presente, por cartas, y por teléfono, y lo sigue siendo ahora cuando cada día que pasa es todavía mejor poeta que antes, riéndose siempre de sí mismo porque era tan feo, un feo incorregible, riéndose de que su padre hubiera sido un asaltante de bancos y de trenes perseguido por la justicia en Estados Unidos, llorando por sus hermanos los eternos indocumentados, los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo, los primeros en sacar el cuchillo, los tristes más tristes del mundo..., y asesinado por la barbarie.

Una mujer, pues Claribel, nacida para la literatura, y que ha hecho la literatura parte sustancial de su vida, desde el día aquel en que en el colegio en Santa Ana prefirió para la composición escolar sobre el volcán Izalco, escribir sobre sus misterios, y no sobre su altura, el volcán al que siempre debería regresar para leer el terrible paisaje de fuego de El Salvador:

 

El Izalco que ruge

exigiendo más vidas

los eternos chacmol

que recogen la sangre

y los que beben sangre

del chacmol

y los huérfanos grises

y el volcán babeando

toda esa lava incandescente

y el guerrillero muerto

y los mil rostros traicionados

y los niños que miran

para contar la historia...

 


Del fuego a las cenizas. Su novela Cenizas del Izalco, escrita al alimón con Bud, y finalista en 1964 del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa con La ciudad y los perros, es capital en la literatura centroamericana, y una de las puertas de entrada hacia nuestra modernidad literaria, baste citar como ejemplo de prosa deslumbrante las páginas que narran la masacre de indígenas perpetrada por el ejército del dictador Maximiliano Hernández Martínez, el teósofo vegetariano que mandaba cubrir con papel rojo los faroles en las calles, como medida sanitaria contra las epidemias.

“Su persona y sus versos y sus prosas me parecen o son diferentes aspectos de su misma entidad”, dice Coronel Urtecho de Claribel, “imposible descubrir la línea separatoria entre persona y poeta, de la misma manera que en la poeta Claribel Alegría es imposible descubrirla entre poeta y persona”.

La poesía, cuando se hace carne con el universo doliente, se vuelve una crónica del alma adolorida, y también crónica de tiempos adoloridos, como los que de manera recurrente vivimos en Centroamérica. Cuando se abren los ojos al mundo, la pupila arriesgar quemarse en ese fuego negro de que ya nos previene San Juan en el Apocalipsis. Pero junto a las visiones de pesadumbre, nunca faltarán las visiones de esperanza, como lo enseña Claribel en su poema Pandora:

 

Aún podemos hacernos la ilusión

de transformar al mundo

en un tigre con alas

en un tigre amarillo

de ariscas rayas negras

sobre el que todos podamos cabalgar.

 

Celebremos entonces al tigre con alas en el que cabalga Claribel Alegría.



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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 166 | fevereiro de 2021

Fotógrafos convidados: Désiré-Magloire Bourneville (França, 1840-1909) & Paul-Regnard (França, 1850-1927)

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