Académica activa de la facultad de filosofía de la UNA de
Costa Rica, es una poeta para la cual tanto conciencia histórica como la tensión
del pensamiento docto no se contradicen, más que para retroalimentarse dolorosamente,
con la tensión lírica de sus intensas exploraciones poéticas. Y si con ella aceptamos
que sólo el lenguaje puede explicarse a sí mismo, puesto que si él es incapaz de
explicarse ya no hay nada que pueda explicarlo (según afirma R.G Collingwood), arribaremos
a ese territorio de la incierta certidumbre donde redescubrimos, acaso con asombro,
que el lenguaje de la filosofía que nos heredaron los grandes filósofos no es en
modo alguno un lenguaje técnico ( en el sentido positivista del término), sino un
lenguaje pérfidamente literario en el sentido polisémico del concepto.
Alejandra Solórzano es una poeta filosófica. ¿Y qué verdadero
poeta no ha de serlo?
Una mujer
estudia la geometría
la distancia
más corta
entre un cuerpo
y el suyo
el trazo de una
paralela
con que dos bocas
dibujan una conversación
al infinito
(…)
Una mujer
aferra a su pecho
un astrolabio
y estudia el
sueño como un eje sereno
y meditabundo
sobre el abismo
de una sábana
(…)
Solo
un cuerpo se
pregunta
un cuerpo reza
por el eco, el
impacto
el sentido
que ocasionó
otro cuerpo sobre el suyo
(Euclides)
Animal de lenguaje (ese término acuñado por los griegos antiguos
como una propuesta aventurada para definir a los hombres y mujeres, en tanto que
la designación del lenguaje y la comunicación lingüística, tal como lo apunta George
Steiner en su estupendo libro La
poesía del pensamiento, constituyen el atributo definitorio de identidad
y pertenencia de la experiencia humana) no sería un término arbitrario para denominar
el fuerte y conmovedor daimón
que alienta la poética de los últimos poemarios de Alejandra Solórzano. Un daimón que se apodera, a través
de un lenguaje indagatorio a veces violento, del diálogo con la tradición desde
una tensa situación interpretativa donde el sujeto, signo que designa, participa
y nos participa de ese devenir entre el silencio y el canto que constituyen la dialéctica
milenaria entre la penetración del pensamiento y la aprensión de la realidad ex-puesta y ex-presada que ha desvivido a
los poetas filosóficos y a los filósofos poéticos desde Heráclito hasta Safo; desde
Arquíloco hasta Platón; desde Plotino hasta San Agustín; desde Netzahualtcoyotl
hasta Octavio Paz; desde Hölderlin hasta Celan; en esa línea donde la filosofía
y el lenguaje poético, peligrosamente, deshacen sus fronteras. Ahí transita descalza,
con los labios sabiendo a ceniza y a espuma, desarraigada de todos los himnos públicos,
la voz de Alejandra Solórzano. Porque a sabiendas de los límites mortales de las
palabras, ella sabe que no sabe, y es este querer
saber que precede su voz lo que la conduce, desde la militancia de sus
límites, a una palabra poética, precaria y poderosa a la vez, a reconstruir el recuerdo
y articular el futuro aunque sea en la oscuridad de los silencios históricos.
El primer libro publicado por Alejandra Solórzano, De vez en cuando hablo con ella
(Editorial Folio, 114, Guatemala), es una plaquette
de poemas y, como ella misma lo define, «un primer ejercicio poético,
una abertura tímida sobre quién era yo en ese momento. Yo en el ejercicio autodescriptivo
de cómo vivía una forma de amor en relación con mi soledad. Una suerte de espejo
de quién era en ese momento». En esta afirmación de la poeta sobre su primera ascesis,
encontramos no sólo a la pensadora, sino también una voz con capacidad histriónica
para encarnar, a través del monólogo dramático, un diálogo consigo misma que nos
presenta dos de las características más marcadas de su poética: la fuerte introspección
meditativa y la capacidad para invocar otras voces en una dialéctica intensa, donde
la soledad es un espacio conquistado por las voces al silencio o es el silencio
enseñoreado sobre las voces falsas del «afuera».
El segundo poemario de Solórzano, Detener la Historia (Ediciones
Espiral, 2015), abre con una pieza contundente dedicada a Evelyn McHale, la autora
espeluznante del célebre suicidio
más hermoso. Acaso porque la tristeza inefable, las ganas de morirse
de gozo y sin explicaciones, con la belleza que eso implica en ciertos casos específicos
de la historia, nos recuerdan, como a Camus, que a la larga el único problema filosófico
es el suicidio.
Derribé mi cuerpo
mi rostro
perfectamente
maquillado
desde el Empire
State
junto a las fotos
de familia
que guardé
en mi cartera
de sobre
antes de partir
Una perla
cada palabra
alrededor de
mi escote
guardaba para
vos su ecuación (…)
La vida es eso
amor
Una caída
Aferrarme al
collar de perlas
con una mano
y sostenerme
de él
con la ciudad
a los pies
antes del salto
La vida es eso
amor
Una caída
La dedicatoria
detrás de las fotografías
una inscripción
que te salve
desde el piso
86
de lo que alguna
vez seremos.
Acudo feliz
para seguir con
mis dedos y mi olfato
su relieve que
respira.
Vuelvo de mi
ayuno
a la fiesta nocturna.
Hundo en ella
mi rostro, mis garras.
Poseo la tierra.
Soy un animal.
Sobre tu espalda
miro la noche. Me elevo.
Soy un animal
que ha venido para morder la tierra.
Las escenas nos muestran a la niña guatemalteca lejos de su
vecindario de nacimiento, huyendo con sus padres de la represión violenta contra
los líderes de izquierda hacia el único lugar donde el paraíso parecía cercano en
aquellos días; los de los últimos estertores de la guerra fría. «Venís a explicarme,
con tus siete años, cómo se lavan las tumbas de toda una ciudad» o «vuelvo a hincarme
frente a la cama y repaso la lección de la escuela, mientras el cuadernito soviético
recibe mis garabatos en una noche de 29 grados de Nicaragua». Es una estampa de
la infancia cuyo trasfondo, a pesar del tono celebratorio, no esconde la tragedia
individual y colectiva de los ochenta para los perseguidos políticos de ese entonces.
Porque rápidamente el escenario cambia, desde las impresiones de esa niña pequeña,
emocionalmente precoz, elegida Reina de los Carlitos (la Asociación de Niños Sandinistas
llamada así en honor a Carlos Fonseca durante los ochenta en Nicaragua, la cual
seguía los moldes cubanos de adoctrinamiento estatal en las políticas públicas de
la educación primaria) gracias a su excelencia artística y académica, hacia las
emocionantes escenas de la iniciación erótica, con su fuerte pathos de vida y muerte,
de celebración y pérdida, que pareciera tener de fondo la lujuria mortífera de un
ritual mexica con fondo de ácida música norteña.
Olvídalo,
no hablaremos más de la estación en Taxqueña,
la consternación sobre el andén
que me dejó inmóvil (…)
Ese chico de 9 años lo sabía
Y no había forma de disimular esto.
Le sorprendí hurgando mi gesto
mientras despertaba mi instinto asesino (…)
Ese pequeño dios musical y comerciante
lo sabía todo.
Yo también hui de esa tristeza fluorescente,
me dejé absorber buscando
salvación entre la marea humana
como un pez dormido.
Seguí empañando junto a los otros las ventanas.
Pude olvidarme de todo
casi todo.
(…)
A bordo, todos exhalan tibios suspiros que llevan o traen
sus fantasmas, se conserva al vacío esta ciudad que arde. Aquí estamos y es verdad
que soy otra tú que se inmola por el perfil solitario que encontró en la estación
a las 2 de la tarde.
(Confesión con Juana Inés
de la Cruz)
Una epifanía contemplativa tremendamente lacerante que la
prepara para los años más salvajes, porque «La Verdad cualquier adolescente la sabe
(…) es ahí donde el dolor debuta», y a nosotros nos prepara para la última sección
del poemario, titulada «Leer la espuma», donde el ejercicio del lenguaje sobre la
memoria histórica, la traditzio nutricia, hunde sus raíces en el sustrato nahuatl
y mexica de su más profunda feminidad en pugna, para ofrecernos sus mejores cuotas
poéticas mientras escuchamos una canción con acento a éxodo:
Hablé de mi niñez
de los viajes
de mi padre
de un tiburón de agua dulce
perdiéndome
entre las luces
del Herediano.
Es cierto que
no volveremos a vernos…
León Trostsky cuenta en algún lugar de su autobiografía que
sus hijos, quienes desde pequeños lo acompañaron en su exilio por Europa y luego
por América, solían aprender con una velocidad sorprendente el idioma de cada país
que los acogía; una velocidad solo comparable con la que lo olvidaban para aprender
otro nuevo idioma, cada vez que les tocaba mudarse durante la persecución internacional
stalinista. La pequeña Alejandra sabe de esos éxodos, pero, al contrario de los
hijos del comunista ruso, no olvidó ningún acento de la tierra que conoció en la
búsqueda de su experiencia migratoria, sino que aprendió a leer la espuma de la
historia desde el ejercicio del pensamiento desmitificador y desde la contundencia
del lenguaje.
La segunda sección es mucho más agresiva en ese sentido. Pasamos
de la anamnesis subjetiva al desmantelamiento de los ropajes lineales de la historia
oficialista. Porque «La distancia es una niña profanando el pasado», nos advierte en el primer texto
de esta sección, donde
la evocación de un nombre turbulento
marcará el tour de nuestro descenso a su propio Xibalbá, que a la larga
también es el nuestro.
No en vano ese portal infernal está señalado por unos versos de Olga Orozco. Y la
figura de la Malinche va sustituyendo, como una terrible deidad subterránea, los
referentes femeninos de la primera sección.
Una cicatriz
que prolonga mi sombra
ese nombre incesante
que sube por
mis remos,
amuleto y escondite
imposible
para esta mordedura.
Ese nombre no
es otro que Malitzín Tenépatl.
Seré obsequiada
al Señor Quetzalcóatl
Seré obsequiada
a los señores de Mayab
Seré obsequiada
al foráneo Hernán Cortés
Seré obsequiada
al capitán Alonso Hernández
Portocarrero
Seré obsequiada
al hildalgo Juan Jaramillo
Seré obsequiada
a Diego Rivera
Seré obsequiada
a los historiadores
filólogos
políticos.
A cada boca seré
un obsequio
cuando me llamen
Malinche
para decir
vendida
traidora
servil
interesada
puta
Seré un obsequio
hoy
mañana
y los días venideros
siempre a la
víspera
de dejar de ser
y antes de presentarme
ante mi última dueña:
Nan Kemé
Nanita muerte.
Si, como afirmaba H. G Gadamer, el modo específicamente humano
de comprender es hermenéutico, puesto que como hemos señalado antes el modo de ser
humano es de naturaleza lingüística, entonces estamos ante un texto que no hay que
leer a la ligera, un pre-texto cargado cuyo proceso de interpretación interpelante
de la historia nos propone una posible alternativa para la ontología lingüística.
Los antiguos griegos, con los que Solórzano se encuentra familiarizada, propusieron
el ónoma como la palabra
indisolublemente ligada a la cosa, y nos sugieren que ser es ser lenguaje. En ese
sentido, Malítzin ES porque la voz la nombra. La voz la invoca. Y con un giro de
ironía agudísimo la desmantela de los accesorios violentos con que la historia lineal
la ha aprisionado desligándola de su ser, distanciándola de su significancia original.
Porque al fin y al cabo lo que hace que Malítzin aparezca ante nosotros con su oscura
luminosidad es el lenguaje que la invoca en silencio contra la palabra de la historia
pública que la acalla o la ensombrece. A través de la magia evocadora del poema
el evento Malinche permanece y se reactualiza, de manera irreverente, desde la situación
límite del sujeto evocador: la voz poética que lo reinterpreta desde su propio contexto.
Sin querer caer en encasillamientos reduccionistas, uno detecta a la segunda y tercera
lectura de este texto aparentemente transparente hasta rozar lo naïf, lo que Gadamer
solía llamar la «historia efectual», es decir la capacidad de un nombre o de un
texto, en tanto que acontecimiento histórico, para reactualizarse por el poder del
lenguaje bajo la óptica de cualquier intérprete encarnado en cualquier tiempo.
Pero más allá de estas digresiones acerca del tenso diálogo
con la traditzio histórica
que esta segunda parte del poemario nos ofrece utilizando el tropo de la Espuma
y del acto de leer como acto privilegiado de interpretación mnemotécnica con posibilidades
verbales sibilinas, queremos centrarnos en el hecho del diálogo lúdico que la narradora
lírica establece sin trampas ni pre-juicios con la figura de Malítzin. Ya no es
Evelyn McHale dialogando desde la muerte con el prometido ausente, ni la niña asombrada
de su sexualidad, atónita ante su epifanía, delante de su confesora femenina, sino
la mujer desarraigada, asida a su voz, que interpela y se deja interpelar por ese
texto encendido, fuego sagrado le llama, que responde al nombre de Malinche. Es
una experiencia de descenso a las cavernas de la identidad y de la pertenencia.
Toda la segunda sección pareciera un tenso contrapunto entre ambas voces, no un
alarido lírico, sino un drama a dos voces:
El retorno es
un espejo borroso Malítzín,
una siempreviva
petrificada,
un viento preso.
(…)
Adoramos al tiempo
Aunque a veces
se nos muestre incomprensible
Malítzin. (…)
Aunque a veces
no conozcamos ya nuestros nombres,
pero sí el signo
de la que mira desde nosotras.
Me encorvo
entre espuma
y tu humo de
copal.
Mi sombra conmigo,
mi hermana.
Sin ver tus ojos
tu espalda inclinada
sobre mis pensamientos.
endureciéndome
entre miel, guaro, humo
como si hubiese
tratado de decirte: amor
en el momento
más frío.
La muerte y el Eros definen la melodía de la espuma. Por eso
el cuerpo, recién inaugurado, se convierte en el campo de batalla entre el tiempo
y la experiencia mística del no tiempo, donde se puede detener la historia desde
una cierta sed de eternidad donde lo único que perdura, si el oxímoron nos es permitido,
es la violencia de lo efímero.
Mi cuerpo
es un Aj,
armadillo de bambú
trozo de panela
en la mano de
una niña.
El fuerte pathos
de Solórzano ha encontrado su logos.
Y es en este juego del lenguaje que des-nombra para poder nombrar desde el origen
que las preguntas vuelven a cerrar, serpiente que se muerde la cola, el ethos mismo del misterio:
Malítzin, camino
de fuego, mujer que duerme
sobre preguntas:
¿Dónde dejaste
la última palabra de este siglo
que fue mi insignia?
¿Dónde deberé
buscarla, eco del cabello
de mis abuelas?
El pensamiento y el lenguaje han tergiversado la historia.
De esa manera el lenguaje ha redescubierto el origen bajo la historia oficial. Y
esa imagen de la niña apátrida, errabunda sin nombre, que descubre el origen de
su abolengo en el lenguaje de las abuelas, como si su patria fuese ese mismo lenguaje,
es una imagen mucho más alentadora, y no menos poderosa, que la de la chica neoyorkina
aferrada a sus palabras, sus perlas, sobre esa limosina destrozada, y que de manera
íntegra jamás será la esposa de nadie.
El tercer poemario de Alejandra Solórzano, Todo esto sucederá siempre (Ediciones
Espiral, 2017), nos muestra una voz más firme en su manejo de sus recursos retóricos.
Todavía es una practicante de la economía verbal casi minimalista que trasluce cierta
deuda con algunos poetas del pensamiento como Wallace Stevens, Marianne Moore y
la que acaso sea la más poderosa de los herederos de estos: Elizabeth Bishop; amistad
necrofílica reconocida por Solórzano en una reciente entrevista.
La estricta economía del lenguaje ya era una característica
manifiesta en su anterior poemario, pero ahora los símiles ceden paso a las metáforas
más directas, imágenes más atrevidas, aunque controladas con rigor para expresar,
desde lo mínimo necesario y no lo máximo permitido, las más profundas experiencias
de su introspección personal. El pathos
de Solórzano también sigue guardando distancia con lo demasiado público y lineal,
que para ella no es más que otra manera de nombrar la falsedad. Y aunque su emoción
intensa, estrictamente vigilada desde su soledad innegociable, la conecta de manera
subterránea con los otros en el pasado y en el presente como en un rizoma apasionante,
su pathos, y por lo
tanto su ethos, proviene
más de la traditzio
de Heráclito y de los poetas del intelecto que de cualquier forma escolástica de
poesía confesional o testimonial o socialmente (entiéndase partidariamente) comprometida.
Sería interesante contrastar, incluso en ese sentido, ciertas actitudes intuitivas
de Solórzano con algunos gestos y visiones de Emily Dickinson en algunos de sus
breves, pero luminosos textos.
Podría resultar interesante explorar por qué la mente de una
niña inmigrante, formada en la tradición marxista latinoamericana en la época más
álgida de la misma (la reina de Los
Carlitos que al fin y al cabo era también una niña profundamente sensible
e introvertida), llega a convertirse en una fuerte poeta de la introspección, en
cuyos textos desmantela las pavadas de la retórica social de los mismos mitos del
comunismo leninista. Los teóricos más famosos del marxismo aborrecen el yo. Y en
esto siguen a Marx que despreciaba el culto al yo en el romanticismo tardío de su
propio contexto. Se desprecia la excesiva individualidad, puesto que para Marx el
yo es un mito. Hoy por hoy estamos claros de que hay mitos que son más reales que
ciertas supuestas verdades históricas del qué hacer político. Y que para muchos
de nosotros las poéticas marxistas también son un mito desmontable; un tótem con
una alta dosis de aburrimiento al que no dejamos de acercarnos con cierta sensación
de abulia (siempre y cuando la policía estatal lingüística no nos procure la repentina
emoción de ponernos al filo de las rejas, como por desgracia sigue aconteciendo
en ciertos ministerios públicos en algunos de nuestros países). En todo caso, hablando
del ethos de la poética
ascética de Solórzano, una de sus originalidades, que agradecemos como eventuales
consumidores de poesía, es que ella es un ejemplo vivo de lo difícil que es la subjetividad
genuina, y que precisamente es de ahí de donde viene el pathos y el logos (y no de las meras fuerzas
sociales), que caracterizan el fuerte perfil de su ethos. Y escribir desde las profundidades de su
yo a contracorriente de quienes siguen en la moda de evitarlo (el yo) como si fuera
el mismísimo diablo, constituye una de las fuerzas de su poética parricida. Por
supuesto, ella sabe que el solipsismo lingüístico es imposible, pues toda palabra
pronunciada, y en este caso escrita, expresa una interioridad construida (y des-construida)
de misterio y epifanía. La forma sonora de una profunda realidad que se transforma
en comunicación y en eventual comunión. La soledad solidaria de la que hablaba Octavio
Paz, siguiendo a los existencialistas.
Por cada mínimo
pedrusco
una palabra que
no alcanza a decirse
mundos posibles
para abrazar o separarse
despedidas aleatorias
una sola noche
y la copia de
la copia de esa noche
en un eco al
infinito
El Amor
o la Nada
y su reverberación.
El acto del amor como sinónimo de una destrucción celebratoria:
«Tu desnudez por mi sombra». Como si el tú y el yo sólo pudiesen reencontrase bajo
la música dionisíaca del origen. (cf. el exquisito poema «La Fuente» y el poema
de cierre: «Feliz aniquilación del mundo».
La segunda sección, titulada «Sin auxilio de nadie», consta
de diez y seis piezas meditativas sobre la pérdida amorosa, ese rito interior que
es quizá el denominador común emocional más universal tanto para la masculinidad
como para la feminidad, porque su duelo es también una prefiguración de la muerte.
Hago un recuento
de tus miedos.
Guardo los míos.
-Que son buenos-,
dije a la terapeuta. A la gata,
a la puerta,
al siniestro vacío
que esconde la
lluvia…
(La vigilante)
La inmediatez de su pathos
nos golpea y ya no sabemos definir la frontera entre la emoción genuina
y el lenguaje. La soledad de Solórzano también es nuestra soledad en ese preciso
instante. Y el silencio es la mejor manera de disfrutar del rompeolas pétreo de
su palabra contra el maridaje.
En la tercera y última sección, ese silencio es un tropo del
Vacío: «¿Qué soy? pregunté, y el bumerán del Vacío golpeó mis manos». Una imagen
remota de la infancia, acaso la primera epifanía del amor que nos deshace el tiempo
para detener la pesadilla de la historia, reaparece:
Un lago de suaves
y piadosos movimientos
mi timidez de
infancia
un tren viajando
solo
a merced del
viento
un tren alanceado
por suaves espadas de cálida luz
sin pasajeros
ni estaciones.
(El silencio)
Como en El
banquete de Platón, la pérdida amorosa provoca un cráter donde la identidad
y el nombre parecen estar también perdidos, vaciados de sentido. La sabiduría consistiría
en reencontrar ese nombre y esa identidad que nos define a partir de esas manifestaciones
cotidianas no exentas de involuntaria soledad o de una dosis de humillación. Pero
la literatura, por más que la meditación filosófica sea el núcleo de la experiencia
sapiencial, no es más que una manera de buscar la sabiduría, pero jamás ha sido
la receta para encontrarla.
Salir de la celda
que hospeda la criminal
Monotonía
Caminar con naturalidad,
eso es todo.
Como si nadie
escuchara el compás que
esconde un ritmo
feliz
escoltado por
la tristeza que usurpó el lugar
de tu sombra.
En «Una bestia llamada Berkeley» (la tercera sección del poemario),
el nombre y la identidad, luego de las elegías por los amigos, por los poetas que
le han dejado flotando ante la cercanía de la muerte, en el punto culmen de la pérdida,
se recupera gracias al poder invocatorio del lenguaje: «Frágil animal que baila en
rito, Soy». Porque es la muerte de los otros, su inoportuna travesía sin adioses,
lo que la regresa, a través del tono tenso de la elegía, a sus raíces y a su nombre.
Porque la vida y la muerte son engendradas por palabras. Y, como diría Steiner,
«la fuerza del silencio es la de un negador eco del lenguaje». Esa bestia que baila
y se define es el animal del lenguaje. Incluso se puede amar calladamente, pareciera
susurrar Solórzano en sus últimos textos dedicados a sus muertos, pero sólo hasta
cierto punto. Porque la auténtica capacidad de hablar (o de re-signar al escribir)
nos viene a todos con la muerte. De ahí el triunfo indiscutible de la elegía que
hace hablar, desde la muerte repentina, ese estricto límite de la carne, la sabiduría
del encuentro con el otro, y con los otros: los anónimos.
Voy a obsequiarte
un pájaro que no necesita
nombre que viene
solo y que no necesita ser
llamado como la muerte.
La Muerte de
la única
y de las miles
que sos.
Esa imagen de la muerte del artista Francisco Auyón, la visión
de la mesa de pino, y de los nombres de los masacrados en Guatemala durante el conflicto
(la muerte anónima de la que huyó en su infancia), estampados en las columnas de
una Catedral tristemente célebre, nos recuerda que la muerte, como el lenguaje,
también es un camino hacia los otros.
Pero no quisiera quedarme con el tono agridulce de esa voz
delante del tropo de la sucesión indetenible, sino con la persona de esta filósofa
y promotora artística, incansable luchadora por los derechos humanos que, desde
su más celosa intimidad, nos promete para un futuro próximo un arco considerable
dentro de la poesía mesoamericana actual que a nosotros, a veces descreídos de una
época donde la parafernalia y la estulticia festivalera se han enmascarado de buena
poesía, vislumbrar una esperanza subversiva de que aún la palabra y la emoción genuina
nos pueden desmontar, sin remordimientos, los mitos atroces de cualquier caverna.
La poesía, respuesta
a este Silencio
cretino y frágil
el más nostálgico
entre nosotros.
Nostalgia de la belleza y de la verdad. El ethos que justifica a regañadientes el logos y el pathos de Alejandra Solórzano. La muerte es cierre físico sobre el que no podemos gobernar… pero si ese Silencio se conquista de esa manera tan auténtica, entonces sólo la palabra puede congregarnos de nuevo para un festín de amigos, el ágape o banquete de la vida, en derredor de una rústica mesa de pino. Es ahí donde al menos seremos sombras con lenguaje. Espectros de aire con destino.
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 169 | abril de 2021
artista convidada: Elsa María Meléndez (Puerto Rico, 1974)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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