1 | Voces desde mi exilio, el poemario de Antonio Dumetz Saher
El mundo de la virtualidad nos ha cambiado la vida para siempre; antes teníamos
un puñado de conocidos y algunos amigos con los que eventualmente podíamos establecer
algún contacto; una llamada por teléfono fijo si vivíamos en la misma ciudad, muy
pocas veces una llamada de larga distancia y el correo que se tardaba al menos cinco
días para llegar de un país al otro. La correspondencia terminaba por desaparecer
con los cambios de ánimo, el trasegar diario o los cambios de residencia. Esto que
estoy escribiendo, tan común para la gente de mi generación, debe ser un mundo distópico
para los menores de cuarenta años. Pues bien, los que hemos sabido aceptar esta
aldea global –como la llamara Mc Luhan– en el buen sentido de la palabra, hemos
ampliado nuestro círculo de conocidos y de amigos. En muchos casos esos amigos se
han convertido en parte de nuestras vidas bien sea íntimas o profesionales; e incluso
hemos construido con ellos verdaderos lazos de amistad, de aprecio y respeto, en
unos casos, y de afecto, respeto y admiración, en otros. Y muchas de esas nuevas
amistades, con las que permanentemente estamos en contacto, jamás las hemos tenido
a nuestro lado físicamente hablando; y no por eso son menos verdaderas. Pues bien,
si hablo de esta nueva forma de relacionarnos es porque precisamente el vínculo
que me une a Antonio Dumetz Saher es el de una amistad virtual que hemos venido
cultivando desde hace al menos cuatro años. No necesitamos conocer nuestras vidas
privadas, lo que nos interesa es la poesía, la literatura; ese es nuestro pan común.
Sin embargo, tenemos otro vínculo
mucho más antiguo y visceral que la poesía; aunque él no lo sabe o no lo intuye
o no me ha dicho nada al respecto. Antonio Dumetz Saher es judío sefardita; y yo
soy descendiente de los judíos conversos, también sefarditas, que poblaron el sur
de Antioquia a finales del s XIX, y que tan bien cuenta Héctor Abad Faciolince en
su novela La Oculta. Conozco ocho apellidos
y los ocho son sefarditas. Incluso algunos de los miembros de mi familia ya tienen
la nacionalidad española gracias al reconocimiento tardío que hizo el Estado español
a los descendientes de esa diáspora que tuvo que huir de la península ibérica para
poder sobrevivir y alejarse de la persecución de la que eran objeto; incluso ahora
hay algunos miembros de mi familia que están haciendo los trámites para obtener
la ciudadanía portuguesa; también por el mismo motivo.
Y si digo visceral es porque comencé
a leer sobre La Shoah (Holocausto) cuando
aún estaba en el colegio, en ese entonces aun sabía nada de mis orígenes sefarditas,
ni siquiera conocía la palabra; y sin embargo, el horror me habitó y nunca más pude
desprenderme de él. La película Un violinista
en el tejado me hizo conocer los pogroms: otro horror que se sumaba al que ya
habitaba en el fondo de mi alma. Más recientemente lecturas sobre La 2ª Guerra Mundial,
o novelas como las de Primo Levi o Jorge Semprún, o el poemario Oficios en clave de Atenea, de Clara Schoenborn,
se sumaron a esta íntima sensación de desamparo y orfandad que he sentido por ejemplo
en una visita que hice a Varsovia, y donde fui a buscar inútilmente el que fue el
Gueto Judío; y digo inútilmente porque fue arrasado por los soviéticos; así que
recorrí una parte de lo que anteriormente albergó las murallas del gueto. Lo hice
con un sentimiento de dolor inimaginable; como si el dolor fuese parte de mi ADN.
Pocos años después visité Lisboa, y allí me paseé como en una especie de peregrinación
por las dos plazas donde decenas, tal vez centenas, de judíos sefarditas fueron
quemados en la hoguera por el fanatismo religioso de los católicos que los querían
exterminar de una vez por todas. Y nuevamente ese dolor milenario volvió a quemarme
las entrañas.
Habré experimentado todo el dolor de la Shoah y comprendido el
secreto del Muntù. (Poema Vetas
del pasado en presente).
Por eso este hermoso y profundo poemario
de Antonio Dumetz Saher, Voces desde mi exilio,
me ha llegado tan hondo; al encontrar allí pasajes de La Shoah y de los pogroms,
así como ese sentido de orfandad –¿por qué qué es el exilio sino una especie de
orfandad?-. En sus versos pude establecer con él un diálogo íntimo en el que nos
reconocemos el uno al otro como eternos viajeros que tienen como único equipaje
el desamparo y la soledad que dan el desarraigo, la pérdida violenta de una tierra
a la que ya no podemos regresar.
Antonio Dumetz Saher lo dice de este
modo:
Un país situado en el centro de mi alma/. Ese, es mi país./ Allí las
noches desgajan ríos con historias que narran mis sueños.../ No necesito
descoloridos visados ni un pasaporte general para refugiarme en él... (Poema Mi país)
soy único hijo, letra viviente, palabra de fuego, aeda del tiempo... (Poema Hipocresía)
Por lo que el poemario también es
un hermoso reconocimiento a la cultura y a la lengua árabe. Voces desde mi exilio es, pues, una obra
necesaria para hurgar en los orígenes y sobre todo para mostrar a las nuevas generaciones
colombianas esta parte de nuestra historia escondida, relegada al olvido, e incluso
vilipendiada. Siempre insisto en que para entender el presente tengo que conocer
el pasado; sino es imposible proyectarme a un futuro. No en vano esto es lo que
escribí en el ensayo que escribí La Shoah
en clave de Atenea, el poemario de Clara Schoenborn al que aludía anteriormente:
“El oficio en
Clave de Atenea tienen en común el rescate de la memoria colectiva; al mismo
tiempo que es una forma de contar la historia de otro modo, la historia personal,
pero también colectiva, a los nietos y bisnietos; pero también al resto de la humanidad.
Primo Levi lo resumió así: Sabemos de dónde
venimos: los recuerdos del mundo pueblan nuestros sueños y nuestra vigilia, nos
damos cuenta con estupor de que no hemos olvidado nada, cada recuerdo evocado surge
ante nosotros dolorosamente nítido.”
Voces en el exilio y El oficio en Clave de Atenea también tienen
en común que los dos poemarios relatan, aunque sea en una mínima parte, la historia
del pueblo judío. En este caso preciso la diáspora, el desarraigo, el exilio permanente,
la huida en la oscuridad, el miedo ancorado en la memoria colectiva, ya que no se
sabe que habrá al final del túnel. No en vano Primo Levi nos recuerda que Heimweh es la palabra en alemán que nos habla
de este dolor, y quiere decir dolor de hogar.
Y nadie mejor para describir este
Heimweh que Antonio Dumetz Saher:
IDENTITATEM
Soy un poeta judío como Yehuda Amijai o Abraham Shlonsky y, de la palabra
profeta como mis ancestros. Soy hijo del Valle del Jordán y la Aravá que se erigen
en mi cuerpo y de la tierra de Judea transformada en mis huesos...
Un poeta judío resucitado de la muerte en Egipto, Babilonia, Persia, Grecia
y Roma; en los Pogroms y en la Shoah. Sus flechas, espadas, fusiles y hornos no
me mataron, pero forjaron de mí una torre de inexpugnable heredad, resucitada en
mi lengua tejida con el hilo hebreo del alma judía.
Como Yeshayahu Hanabí, profetizo con mis letras, trazando sobre el amargo
lienzo de la historia el óleo de mi esperanza, porque he sido paciente al aguardar
el instante a que la desesperación callara para mostrar en mi mano este poema viviente
que jamás olvida a Sión. Pero de algo estoy seguro, allí tu nombre jamás y nunca
se recordará...
2 | Chino, una caja de Pandora – La novela de Antonio Ostornol
Conocí a Antonio Ostornol (Chile, 1954) en 1984 cuando estudiábamos en la
Universidad de la Sorbona; luego, durante muchos años no supe nada de él hasta que
un día, en el 2007, me escribió a mi correo electrónico; un reencuentro maravilloso;
desde entonces nunca más hemos dejado de estar en comunicación. Su amistad es uno
de los grandes obsequios que me ha dado la vida.
De sus cinco libros he leído cuatro,
y el último, Chino, lo leí esta semana
de un tirón; primero leí las primeras sesenta páginas en las que me sumergí en el
horror que significa el abandono de la madre y el encuentro posterior de Chino con
la rectora del colegio y con el que será su casero. Mientras Chino se rebela en
silencio a la partida ineluctable de la madre, y siente antes de que ella se aleje
la nostalgia que su partida va a dejarle tatuada en el centro de su sistema límbico,
contempla a la rectora del colegio, una mujer entrada en años, con los ojos del
deseo. Trata al mismo tiempo de asimilar el ambiente que él ya considera hostil
y sombrío. Luego está la descripción de la pensión oscura, sucia y ruinosa donde
va a vivir por espacio de un año. El encuentro con el viejo casero, con aliento
a ajo y a vino barato, va a ser poco menos que brutal. Estas primeras sesenta páginas
me las leí como cuando se bebe un vaso de agua de un solo sorbo. Al día siguiente,
y en menos de tres horas, me devoré el libro. Debo decir que a medida que envejezco
me hago cada vez más exigente con la literatura; debo también decir que lo que yo
busco cuando leo una obra nueva, o a un autor nuevo, es quedar perpleja; y perplejidad
es el estado en el que me sumió Chino.
Una obra muy bien escrita tanto desde el punto de vista narrativo como desde su
estructura temática.
Chino es una caja de pandora donde a cada
instante saltan elementos de un pasado lleno de secretos, odios, rencores; y donde
su protagonista, un músico que interpreta un saxofón imaginario mientras la música
sale de su caja toráxica, emprende el descenso a los infiernos; allí, donde su padre,
un anciano violento, lo encerraba horas enteras cuando era adolescente, seguramente
para que se convirtiera en un “hombre”; o a lo mejor para deshacerse de él; o para
olvidar su existencia; o para reventarlo. Un lugar donde al mismo tiempo Chino conoce
el paraíso; allí escucha a los clásicos del jazz, allí puede hablar con su hermano
saxofonista al que nunca ha visto; y allí se inicia en la vida sexual. En cierta
forma sus estadías en el sótano son a la vez una antesala del infierno y del paraíso.
El descenso a ese lugar oscuro, húmedo y maloliente, es una especie de útero que
le permite hacer un viaje a los orígenes; donde algunas veces se encuentra cara
a cara con el horror y otras con el placer en toda su dimensión. Posiblemente porque
todo viaje iniciático pasa por la tortura y el goce más absolutos.
Todo en Chino habla de un personaje
marginado; es negro en un país donde el pasado de la esclavitud no dejó mella, un
país con una gran composición europea, o sea, blanca; pero, además, tiene los ojos
rasgados como los orientales; otro aspecto que lo hace foráneo, diferente, que lo
excluye porque lo asimila a minorías mal integradas en los años de la dictadura
pinochetista. Y además es enorme; una especie de gigante que molesta a los otros
al recordarles su poca estatura física. Chino es un ser roto en mil pedazos –reventado
sería la palabra adecuada-; alberga dentro de sí toda la rabia de una existencia
en la que ha trasegado como si fuese un barco a punta de naufragar en un mar inhóspito
que solo busca hacerlo desaparecer en sus entrañas. Chino es una especie de toro
de lidia dispuesto a atacar a la menor amenaza. Él lo sabe; y por eso al mismo tiempo
que su sangre bulle y le revuelve el estómago, él trata de respirar y de controlarse;
sabe muy bien que un solo golpe, dado con sus puños cerrados, puede ser fatal. En
cierta forma Chino vive en un estado de conciencia en que la muerte lo acecha; sabe
que puede matar y que en esa misma medida él sería un cadáver; por eso se retiene
y respira hondo; así bajar la cabeza sea en cierta forma doblegarse y humillarse.
Chino comienza a beber, se hace amigo
de ese casero que inicialmente quiso violarlo, beben juntos; y un día en que Chino
le da un concierto, el viejo desdentado y arrugado como un desierto, se conmueve
hasta las lágrimas. Poco tiempo después lo invita a un concierto de jazz en Santiago,
y lo lleva a un bar de mala muerte, el Misisipi. El primer concierto al que Chino
asiste. Allí conoce al Profesor, el saxofonista que va a pulirlo y a enseñarle a
tocar un saxofón de verdad. Chino comienza cada vez más a ser un mejor y mejor músico
y al mismo tiempo su rendimiento en el colegio se va cada vez más al traste. Es
como si el colegio, las materias y los profesores, sobre todo el de inglés, fuesen
sus enemigos más acérrimos. Y por supuesto, su etapa escolar fracasa, mientras que
el Misisipi, y una de las mujeres que allí trabajan, se convierten en su nueva vida.
Tiempo después encontrará las fuerzas necesarias para regresar al norte, a Coquimbo,
a la casa de sus padres. No los encontrará. Su madre está muerta y su padre ha regresado
a China. Sin embargo, ese viaje, ya no iniciático, le abrirá las puertas para otro
más largo, donde podrá buscar al hermano del que heredó la pasión por el jazz.
Por último, quisiera decir que Chino (Ediciones de la Lumbre, 2020-215 páginas) es una novela prodigiosa, muy bien concebida; estoy segura que dentro de poco va a convertirse en un clásico de la literatura chilena en particular y de la hispanoamericana en general. También estoy segura que va a ser traducida a varios idiomas, libros así no se escriben todos los días. Y espero que gane muchos premios, lo merece. Antonio Ostornol ya forma parte de los grandes escritores de habla castellana. Brindo por él y por esta novela que me ha dejado perpleja.
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 169 | abril de 2021
artista convidada: Elsa María Meléndez (Puerto Rico, 1974)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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