terça-feira, 23 de novembro de 2021

SOLEDAD ÁLVAREZ | El paisaje insular en la poesía dominicana (siglo xix-xx)

 


1 | En el principio era el paisaje. Valles inabarcables “que era maravilla ver su hermosura”, campiñas “rebosantes de árboles con “hojas que dexavan de ser verde, y eran prietas de verduras”, ríos de “buenas aguas”, montañas que parecían llegar al cielo.

En el principio era el pasmo, la admiración de los llamados descubridores del Nuevo Mundo ante la prodigiosa naturaleza virgen de la isla, mirada europea deudora de una visión a mitad de camino, entre el mundo mítico del Medioevo y el humanismo renacentista.

“Estaban todos los árboles verdes y llenos de fruta, y las yervas todas floridas y muy altas, los caminos muy anchos y buenos, los ayres eran como en abril en Castilla; cantava el ruyseñor… Era la mayor dulcura del mundo”.

La descripción aparece en el diario de Colón, fechada el 7 de diciembre de 1492, dos días después de su llegada a la isla que los indígenas llamaban Haití, y que él, por sus semejanzas con España bautizó Hispaniola. A la misma seguirían muchas otras representaciones en las que el asombro auténtico ante lo extraordinario desconocido se confunde con el interés del propagandista de convencer sobre el éxito de su empresa, la más audaz que hombre alguno pueda haberse planteado en su tiempo: “buscar levante por poniente”, navegar por el occidente para llegar al oriente, a los reinos fabulosos de Catay y Cipango citados por Marco Polo en el Libro de las maravillas, tierras del oro y las especias.

Para Pedro Henríquez Ureña, “El diario de Colón, que conservamos extractado por Fray Bartolomé de las Casas, contiene las páginas con que tenemos derecho a abrir nuestra historia literaria, el elogio de nuestra isla, que, unido a la descripción del conjunto de las Antillas creará para Europa la imagen de América”. El paisaje aparece, pues, en la aurora de nuestra literatura. A través de los ojos y la palabra, irremediablemente condicionados, del “gran paisajista” que fue, a juicio de Henríquez Ureña, el Almirante. Imágenes de exuberancia y fecundidad que aparecerán también en los cronistas de Indias, y que en consonancia con el culto renacentista a lo natural, identificarían a América como el territorio de la utopía, de la naturaleza virgen donde vivía desnudo y feliz el buen salvaje. Desde lo que Edmundo O´ Gorman llama, en lugar de “descubrimiento” la Invención de América (1958), la idea de lo maravilloso aparece articulada a la construcción del ser y la realidad americanos, reverdeciente de manera triunfante cuatro siglos después en el realismo mágico y lo real maravilloso de García Márquez y Alejo Carpentier.

Se ha dicho que los cronistas, aunque encandilados por el sol y la lujuria del verde, prestaron poco atención al entorno natural. Interesados sobre todo en narrar hechos y hazañas de la conquista, o criticar sus abusos como Fray Bartolomé de las Casas. El alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, Gonzalo Fernández Oviedo, puede considerarse la excepción. En su libro Sumario de la natural historia de las Indias (Toledo, España, 1526), el primer cronista oficial de Indias es tambien el primero en establecer una conexión vital y emocional con la isla, en la que dice, con tono emocional, tiene su casa, asiento, mujer e hijos. En el Sumario, crónica destinada a Carlos V, el colonizador describe, si con estilo expositivo también con énfasis laudatorio, las características de la Española, haciendo inventario de la flora y la fauna: cocos, palmas, pinos, caña, encina, higüero; frutos como el mamey y la guanábana; aves e insectos.

Puesto que no hay referencias al paisaje en los muy contados textos que nos han llegado de la literatura colonial, el primer momento a destacar en el proceso de ideación del paisaje insular, a fines del siglo XVIII, no lo encontramos en la poesía sino en el libro Idea del valor de la isla Española (Madrid, 1785) del naturalista, historiador, sacerdote Antonio Sánchez Valverde, quien ha sido considerado el primer escritor de importancia nacido en Santo Domingo. “Intelectual del criollismo” lo define Roberto Cassá. En su obra, cumbre de la historia, la geografía y la cultura en la colonia española de Santo Domingo, Sánchez Valverde describe detalladamente bahías, ensenadas, puertos, calas, islas y bajos, serranías, llanuras, ríos que fertilizan, palmas, vegetales, minerales. Desde la perspectiva del racionalismo ilustrado del que fue representante conspicuo, el territorio se convierte en paisaje no solo para la contemplación, sino de utilidad para el bien común. La visión no es ya la del extranjero asombrado ante el Nuevo Mundo, sino la del criollo empeñado en defender la valía de los legítimos habitantes de Santo Domingo, resaltar las riquezas naturales y analizar las causas de la decadencia de la isla..

 Con el encarecimiento de la riqueza natural de Santo Domingo. y sentido de pertenencia al territorio, Idea del valor de la isla Española, es un referente temprano en la concepción del paisaje como elemento de identidad.

 


2 | La naturaleza ha sido pieza esencial en el imaginario colectivo. Desde el Libro Primero de Moisés, génesis del cielo, de la tierra, de las aguas que Dios reunió y llamó mares; de toda planta del campo, toda hierba, todo río que salía del Edén para regar el huerto.

La naturaleza se convierte en paisaje cuando es percibida por alguien en un contexto que le da sentido. Y en tanto implica la mirada humana, constructo cultural, histórico, que como tal ha experimentado una evolución acorde con las épocas, el pensamiento filosófico y los movimientos artísticos literarios.

Desde el siglo XV del Renacimiento, cuando el paisaje hace su entrada al pensamiento y la literatura de manos de la pintura. Con imágenes idealizadas en la recuperación de la herencia griega y la comunión armónica con la naturaleza. Paisajes de ensueño a los que acudirá el hombre en los siglos por venir para encontrar consuelo frente a las injusticias de la vida social y en busca de la perdida unidad con el todo.

Y tras la armonía renacentista, la complejidad y los claroscuros del Barroco.

La utilidad de la naturaleza y finalidad educativa en la literatura y poesía del neoclásico.

El paisaje subjetivo de los románticos en el siglo XIX, continuación del yo, de los estados del ánimo, de la sed de libertad y de infinito.

Paisajes remotos de los modernistas, que más que ver imaginan lo exótico, lo raro, en procesos metafóricos que no parten de la percepción.

Y en el siglo XX de los ismos, el paisaje abstracto, dúctil, cambiante de las vanguardias; la emergencia del inconsciente, la ruptura con la tradición y las convenciones llevada a la experiencia literaria del paisaje.

Estos cambios en la representación paisajística, en conexión con el pensamiento y los movimientos artísticos literarios, no solo corresponden a la literatura europea, sino tambien a la literatura hispanoamericana, y dentro de ella la dominicana, como reflejo que fueron estas, durante mucho tiempo, de la literatura europea, especialmente de la española, con excepción del momento modernista.

 

3 | ¿Cuándo, en la poesía dominicana, la naturaleza deja de ser espacio para convertirse en paisaje?

 ¿Cuándo el sol deslumbrante del Caribe, el mar que nos rodea, los ocres de la tierra y las infinitas gradaciones del verde no solo son vistos sino también sentidos, interpretados?

¿Ha tenido el paisaje en nuestra poesía la fuerza que evidencia en la literatura de nuestra América, “continente del Paisaje Triunfante”, al decir de Luis Alberto Sánchez? Tan rotundo el influjo de la naturaleza que en los Seis ensayos Henríquez Ureña la considera entre las fórmulas del americanismo, una de las soluciones ensayadas para el problema de nuestra expresión en literatura.

En busca de las respuestas a estas preguntas adentrémonos en el tema inexplorado del paisaje en nuestra poesía en los siglos XIX y XX, no sólo para conocer cómo éste ha sido percibido y recreado, bajo cuales condicionantes estéticas e históricas, sino también para acercarnos al espíritu que a través de su imagen ha definido el ser y la expresión dominicanos.

La primera estación del viaje es la poesía que se produce en los albores de la república. La encontramos en La lira de Quisqueya, la primera antología poética publicada en el país, en 1874. Nueve años después de la Restauración, y dos del movimiento del 25 de noviembre de 1873, que puso fin a los “seis años” del gobierno de Buenaventura Báez y sus intentos de anexión a los Estados Unidos. La “revolución de noviembre” marcó el inicio de una era nueva, de tono liberal y clara conciencia de nacionalidad, que derrotó definitivamente la idea de anexión. En 1873, a juicio de Henríquez Ureña, “llega a su término el proceso de intelección de la idea nacional”.

 Estamos en el momento de la poesía patriótica y de poetas en su mayoría también hombres de acción, algunos víctimas mortales de las luchas políticas; periodistas, jurisconsultos, participantes en las gestas liberadoras para quienes el paisaje era imagen de la patria, y la exaltación de la naturaleza una expresión del sentimiento nacional. Entre los diecinueve poetas antologados, solo unos pocos ejemplos entre los muchos que encontramos de tratamiento del paisaje. Comencemos con Felix María del Monte, considerado “el padre de la poesía de la República independiente”.

Del Monte, uno de los próceres de “La Trinitaria”, escribe en Saint Thomas, donde está desterrado, su conocido poema “El banilejo y la jibarita”. El sujeto poético, proscrito, describe y realza frente a la mujer amada el valle de Baní. Lo recuerda “lleno de un encanto irresistible”, con aves, flores, cielo azul, y nostálgico enumera árboles y frutas: mameyes, caimoní, poma-rosas, algarrobos, hicacos, nísperos, jobos y montes de ajonjolí.

El proscrito, que expulsado del edén acude al recuerdo del paisaje nativo para aliviar la pena, aparece también en José María González. Igual, frente a la amada, el poeta describe “la naturaleza hechicera”, e igual registra árboles, aves y frutas. En la tendencia del paisaje se inscribe también Manuel Rodríguez Objío, General de Brigada en la guerra restauradora, con un poema descriptivo que inicia con la imagen de la isla: “una Antilla en medio del mar caribe/ que luz y vida recibe,/ del sol de la libertad”. Otra figuración del paisaje desde el exilio aparece en Nicolás Ureña, ya no con el color local y el énfasis en la vida del campo, sino con referencia culta a plazas y templos en un poema de clara filiación romántica en la identificación de la noche y el silencio del país extranjero con el alma atribulada del poeta, a la que opone el recuerdo inspirador de “las brisas tropicales cargadas del perfume de las flores”. Pero es el conocido poema “El guajiro predilecto”, por el cual el padre de Salomé Ureña de Henríquez puede ser considerado uno de los más representativos poetas del paisaje nativo:

 

Besa el Ozama al pasar

El pie de una alta ladera

Que conduce á una pradera

Circuida de un guayabar.

No mui léjos descollar

Se vé un grupo de colinas,

I entre lindas clavellinas

Matizadas de colores

Cual salido de entre flores

Se ve el pueblo de los Minas.

 

El amanecer del paisaje es el amanecer del río Ozama como protagonista, motivo y símbolo de la ciudad. Ningún otro elemento de la naturaleza ha merecido la atención del río a la vera del cual se fundó la ciudad primada de América. Como expone Bernardo Vega en el libro Me lo contó el Ozama, el río fue la principal vía de comunicación y de tráfico de productos, puerto de contacto con el mundo, lugar de intercambio comercial, testigo de nuestra historia, de los sueños y las pesadillas que han forjado el destino de la isla. El Ozama de Nicolás Ureña, al pie de una alta ladera; para Felix Mota “verde orilla/ Fértil y mansa del Ozama undoso”. En el poema “Al Ozama”, Javier Angulo Guridi, en modo romántico identifica el río con el sujeto lírico: “Es cierto, Ozama; los dos/ tenemos la misma suerte;/ yo corro tras la muerte/ y tú te lanzas al mar!” Vigil Díaz titula su libro de reportajes Del Sena al Ozama, y José Joaquín Pérez, el poeta desterrado, cantor por excelencia del paisaje, contempla gozoso la ribera del río al regresar a la patria tras el exilio en el antologado “La vuelta al hogar”.

El arrebato del paisaje se atenúa en el tránsito entre el siglo XIX al XX. La antigua sociedad agrícola y patriarcal comienza a recibir atisbos de progreso, y nuevos temas e inquietudes surgen en el ámbito poético. En la tríada fundacional de la poesía moderna: Salomé Ureña, José Joaquín Perez y Fernando Arturo Deligne, solo José Joaquín Pérez trasluce con efusión el sentimiento de la naturaleza. En “La llegada del invierno” Salomé acude al tropo del “perenne encanto primaveral” para realzar el clima de Quisqueya frente al de los países fríos, pero no hay en la composición, la única en su producciòn inspirada en el paisaje, la intensidad romántica de Pérez o de Josefa Antonia Perdomo Heredia. Con la vehemencia y sensibilidad características de su poesía religiosa y patriótica, Perdomo Heredia recrea su relación de “placer indescriptible mezclado de terror” con el mar, identificando el inmenso torbellino y la turbulencia de sus olas con su “latiente, enfermo y ansioso corazón”.

El tratamiento del paisaje no es igual en toda la poesía romántica. Cuando el sentimiento patriótico es sustituido por eros, el sujeto amado, percibido con todos los sentidos pasa a ser centro del poema, y la naturaleza escenario cómplice de la experiencia amorosa. Así aparece en Fabio Fiallo: “Por la verde alameda, silenciosos,/ íbamos ella y yo,/ la luna tras los montes ascendía,/ en la fronda cantaba un ruiseñor.” En Enrique Henríquez el sentimiento amoroso determina el paisaje, mientras el bohemio Arturo Pellerano Castro, en una de sus encantadoras criollas, lo convierte en escenario donde el amante “en las noches tranquilas oscuras” caza cocuyos para la mujer evocada.

 

4 | El gran vuelco en la poesía dominicana y en la percepción del paisaje, el que conduciría a los momentos más altos y luminosos de su evolución, se produce en la primera mitad del siglo XX, en el contexto de los cambios que en todos los órdenes transformaron aceleradamente la vida y la literatura nacional, entre ellos los puntos negros de la intervención militar norteamericana del 1916 y la dictadura trujillista.

En ese período, el modernismo, la revolución literaria que encabezada por Rubén Darío desde finales del XIX abarcó a todos los pueblos de habla hispana, y posteriormente se extendió a España, aunque tardío y tímido en República Dominicana, contribuyó con la atmósfera de ruptura y renovación estilística desde la melange de los ismos: criollismo, parnasianismo, simbolismo. En la particular puesta en página del movimiento en República Dominicana, nuestros modernistas, Valentín Giró, Osvaldo Bazil, Ricardo Pérez Alfonseca y Luis Herrera, entre otros, si dan muestras de la sensibilidad modernista, utilizando algunos de sus temas, procedimientos y símbolos, a diferencia de muchos otros en Hispanoamérica no huyeron de la realidad cotidiana a lugares exóticos sino al interior de sí mismos, acaso por la influencia simbolista tan presente en nuestra literatura; y más que acudir al paisaje utilizaron elementos de la naturaleza en la elaboración de la imagen y construcción metafórica. Elegantes, bohemios, cosmopolitas, los poetas modernistas dominicanos no han resistido bien el paso del tiempo, excepto Federico Bermúdez, y reveladoramente no con poemas escritos “en las altas torres de marfil”, desvinculados de la naturaleza y la realidad concreta, sino, nada menos y nada más con el primer libro de índole social en nuestra poesía, Los humildes (1916). Bermúdez, petromacorisano, vivió la famosa “Danza de los Millones”, el período de esplendor económico y cultural de San Pedro de Macorís favorecido por la industria azucarera y el alza de los precios del producto en el mercado internacional, y es esta circunstancia la que condiciona su mirada apreciativa del campo de caña en el poema “La flor de la caña”. Bermudez sublima el paisaje, introduce la presencia del labriego, y en giro interesante el proceso de corte. Pero el objetivo lírico es resaltar la utilidad de la caña, que comienza “con la muerte fatal de la belleza/ por la belleza eterna de la vida”.

Más raro que los modernistas por las asociaciones exóticas, y renovador en la recreación del paisaje es Vigil Díaz. Al polémico creador del Vedrinismo podría discutírsele la primacía en la introducción del versolibrismo, si inició o no la Vanguardia en América Latina, pero no puede negársele el cambio significativo en la poetización del paisaje, colindante con la atmósfera vanguardista.

Árboles de la villa blanca de San Carlos:

 

uno,

dos,

tres,

cuatro,

cinco;

 cinco aortas llenas de sangre;

cinco basílicas de misteriosas sombras donde descansa

 mi ánimula desgarrada por las zarpas atorrantes de la hora;

 


El creador y Sumo Pontífice del Postumismo, Domingo Moreno Jimenéz, protagoniza, en la década del 20, la entrada espectacular del paisaje nacional a la poesía dominicana. Libérrimo, transgresor en su rechazo a la estética modernista y hasta a la propia Vanguardia, a la vez de liberar el verso de las ataduras formales, y en su sed de infinito plantearse liberar la poesía de la palabra, vuelve los ojos y todos los sentidos a la realidad que le rodea, a la naturaleza, al paisaje, a los hombres y las mujeres del pueblo, con una comprensión de lo nacional y una dimensión espiritual desconocidas hasta entonces. La expresión es otra, inédita. La mirada de la realidad y del paisaje, desconcertante y nueva. Porque a diferencia de la exaltación romántica y del criollismo, no es externa sino consustancial, de compenetración emocional y espiritual con el hombre y la naturaleza nativa, con lo más pequeño y humilde. Exaltación de las cosas simples, del sentir del pueblo, del paisaje real que, al decir de José Rafael Lantigua, son expuestos dentro de una tónica sensible y esencialmente nacional.

Con su maletín lleno de libros y su figura estrafalaria, Moreno Jimenes recorrió durante años todo el país, amando mujeres, compartiendo con campesinos y lugareños. De esos viajes son los personajes, olores y colores, paisajes plasmados en su poesía: el haitiano, “que todos los días hace lumbre en su cuarto”, la maestra a la que pide recordar el amanecer con su vaca lechera, las meretrices que se hastían, la niña Pola que estaba en el campo y su padre figuraba tonta, los sahumerios para espantar los espíritus, la yerba, el framboyán, los piñonates, el cabrito que echó a correr por la empalizá, el mar, bosques, montañas, bisbiseos de sombras en el puerto..

El paisaje de la isla es uno de los nucleos de la obra de Moreno, camino de identidad. Aparece desde los primeros poemas, igual que las pinceladas criollas. Pero es a medida que la inmersión en lo dominicano se hace más telúrica, más profunda, con el telón de fondo de la intervención militar norteamericana de 1916, y luego la dictadura trujillista, que el paisaje pasa a ser valor esencial de la dominicanidad vivida y proyectada hacia el continente americano y lo cósmico, hacia la unidad del ser con Dios y la Creación; trascendencia expresada hermosamente en el poema “Plegaria”, cuando ruega por la comunión de la humanidad con la naturaleza:

 

Oremos porque sean libres los caminos de la montaña;

Porque los arroyos continúen con su linfa limpia; porque el sol no deje

De brillar en nuestras conciencias aún cuando sea de noche.

 

El surgimiento de La Poesía Sorprendida, en 1943, constituyó otro viraje en la representacion del paisaje insular, un enriquecimiento a tono con su rigurosa exigencia estética, reacción contra el nacionalismo y el realismo imperantes, y ruptura con Moreno Jiménez y la estética postumista. Con el lema “Poesía con el Hombre Universal” el movimiento liderado por Franklin Mieses Burgos, al decir del sorprendido Manuel Rueda abrió sus puertas, introduciéndolas en el país, a todas las corrientes literarias de Europa y América, desde los más desenfrenados ismos hasta la “poesía pura” y la de tendencia social. Coherentes con este propósito, los sorprendidos publicaron en cada número de su revista homónima correspondencia y colaboraciones de connotados escritores extranjeros. Las afinidades, y también las influencias de algunos de ellos son indudables, sobre todo del español Juan Ramón Jiménez con su percepción interiorista del paisaje. En línea con las tendencias de la época, La Poesía Sorprendida asumió conscientemente el subjetivismo. Y este perfila su percepción del paisaje.

 La apertura al mundo fue la respuesta de los sorprendidos a la condición del isleño, obligado a vivir rodeado por el mar y tradicionalmente predispuesto a sentirse separado del mundo. Frente al aislamiento, la participación de la isla en la cultura universal, a través de la cual se trasciende la distancia física.

 La insularidad como condición ontológica aparece por primera vez en nuestra poesía con los sorprendidos. Al mismo tiempo que en Cuba, donde José Lezama Lima desarrolla, a partir de la visita de Juan Ramón Jiménez a La Habana, en 1936, el famoso mito de la insularidad en el que se ha sustentado buena parte de la literatura y la poesía cubanas. Los sorprendidos no acudieron, como sus amigos cubanos del grupo Orígenes, a la mística de lo insular –la condición de media isla la problematiza, así como en ese momento la ideología trujillista–ni intentaron explicarse a partir de ese concepto la especifidad de nuestra cultura. El postumismo había calmado la sed identitaria. Pero la isla y su paisaje sí alimentan su visión metafórica de la dominicanidad. La isla subjetivizada, espiritualizada, la que se lleva dentro y, expresada en el arte, la literatura y la poesía participa de la universalidad.

La poesía de Franklin Mieses Burgos es la más alta, brillante expresión de los postulados de La Poesía Sorprendida, así como de su tratamiento del paisaje. Con manejo orfebre de la palabra y hondura conceptual, Mieses Burgos subjetiviza el paisaje desde lo concreto sensible, no ya contemplándolo sino reconociéndolo como parte del ser en su fluir, devenir inacabado. “Trópico íntimo”, una de las cúspides de su poesía, desarrolla ese proceso de transmutación de la realidad concreta a la realidad subjetiva del sueño y el misterio, que inicia declarando la isla subjetiva como el lugar donde tendrá lugar la búsqueda de la trascendencia, de la verdad sustancial: “Ahora, como siempre en otros paralelos/ y en medio de mi isla subjetiva/ buscando la latitud exacta de un mar definitivo”.

Los sorprendidos continúan el interés por el paisaje que vimos en los postumistas –notable también en Rubén Suro y Ramón Emilio Jiménez y, como veremos más adelante en los llamados “Independientes”– pero hay en ellos mayor esplendor verbal , mayor cofiguración simbólica y también diversidad por las diferentes visiones y registros particulares que se extienden en el tiempo, después de concluida la condicionante dictadura trujillista. Paisaje imaginativo en el más hermoso poema en prosa de la literatura dominicana, Rosa de tierra, de Rafael Américo Henríquez; paisaje de resonancias clásicas en Mariano Lebrón Saviñón; paisajes regionales en Freddy Gatón Arce –poeta social, épico, viajero y descriptivo – y su poetización de toda la geografía nacional: desde el sur polvoriento en “Magino Quezada”, el este de las leyendas y los cañaverales en la crónica Y con auer tanto tiempo; la línea noroeste, de accidentados terrenos, guasábaras y cambrones en El poniente; Pimental y San Francisco en Son guerras y amores. Paisaje de armoniosa plasticidad en Aída Cartagena Portalatín, meditativo en Manuel Valerio y Antonio Fernández Spencer; y en Manuel Rueda, el poeta de Montecristi, de la frontera geográfica y metafísica, visiones lacerantes de los paisajes rural y urbano, de la isla “tronchada donde más nos dolía”. En ningún poeta como en Rueda el drama de la división de la isla: “Medias montañas/ medios ríos,/ y hasta la muerte/ compartida.”

En la convergencia entre Postumismo y Poesía Sorprendida aparecen tres poetas vinculados al movimiento literario Los Nuevos (1939) y a los llamados “Independientes del 40”, autores de tres cumbres de la poesía dominicana: Tomas Hernández Franco y Yelidá ( San Salvador, 1943), Manuel del Cabral, con su Compadre Mon (1943), Pedro Mir y Hay un país en el mundo (La Habana, 1949).


Tomás Hernández Franco, poeta del mar en Canciones del litoral alegre, y Manuel del Cabral, uno de los fundadores de la poesía negra en el Caribe con Trópico negro, recuperan el paisaje insular en el espacio del mito, Pedro Mir nos lo muestra en su connotación histórico-social en Hay un país en el mundo. En los tres poemas, clasificados épicos-líricos, la isla aparece ya no subjetivizada sino de materialidad profunda en color, música, sensualidad.

En Yelidá, epopeya del mestizaje de la isla, el espacio-tiempo es mítico, de fuertes contrastes y dualidades, compuesto de unidades semejantes a la escenografía de una obra de teatro. La acción se desarrolla no en la parte este de la isla, sino en Fort Liberté, Haití, territorio de referencias culturales asociadas a la magia y lo maravilloso, donde tiene lugar la aventura de deseo y muerte de Erick, “el muchacho noruego que tenía alma de fiord y corazón de niebla”, y madam Suquí, antes mamasuel Suquiette, “virgen suelta por el muelle del pueblo/ hecha de medianoche a toda hora”. Atado a Suquiete por un filtro amoroso de vudú, Erick fue dejando su estirpe en “el vientre de humus fértil de su esposa de tierra”. Muere, y nace Yelidá, “negra un día sí y un día no”, y para salvarla, para que no quedara perdida en el flotante archipielago encendido, viajan a la isla por los hondos caminos del subsuelo los liliputienses dioses infantiles de la nieve. Buscaron al dios negro del atabal, a Badagris, Agoué, Ayidé Queddó. Pidieron, imploraron salvar la última gota de sangre de Erick, pero “aquella noche Yelidá había tenido su primer amante/ estaba tendida y fresca como una hoja amarilla muy llovida” y “por los caminos de la lombriz y de la hormiga/ rota toda esperanza regresaron”. El fracaso de los dioses nórdicos es el triunfo del instinto y de la identidad mestiza en la isla, epifanía de lo propio en el Caribe preñado de mitos y misterios.

Con el flujo impetuoso de sus imágenes deslumbrantes, con el brío metafórico, las adjetivaciones sorprendentes, símiles, sinécdoque, sinestesias; con la urdimbre de símbolos, con su aliento cósmico y sacralización de los elementos de la naturaleza, con su erotismo primigenio, y su pluralidad de sentidos, Yelidá nos sumerge en la esencia y el espíritu del paisaje insular, en “las islas de las montañas de azúcar, que olían a cedro como las barricas de ron”, donde en la noche florecía el burdel con hondo aliento de tam-tam, isla de sol y cocoteros, de coral y pimienta, de fuego.

En Compadre mon, como en Yelidá, la isla está asociada a la aventura, al viaje, al mito, a la conciencia y al discurso de identidad, que si bien surgió con el nacionalismo decimonónico, alcanza su plenitud en este período. Compadre Mon es el héroe mítico del campo dominicano, en una tradición que ha identificado lo campesino con la esencia nacional. Compadre Mon es también metáfora de la naturaleza del país, que él encarna, de manera memorable, en su cuerpo. Así lo revela el primer verso del extenso poema épico: “Por una de tus venas me iré Cibao adentro”, identificando las venas del héroe con los caminos geográficos y emocionales que llevan al centro del país. Igual cuando el sujeto poético, en el Poema 2, dice en imagen connotativa de la violencia histórica, que para saber el mapa de la tierra mira la piel de Mon cosida a tiros, o cuando compara el río, en el que cabe el cielo, con la mano de Mon en la que cabe su caserío. La barba de Mon es árboles, selva; la voz, agua; las manos, ríos; los ríos, venas.

Como en Yelidá, pero con sabia economía expresiva, los recursos poéticos fluyen con ímpetu en el empeño de abarcar la totalidad y complejidad de la aventura criolla. En imágenes sensoriales y sinestésicas el poeta oye el clima del país y sus toros desatados, el aguacero preñador de río; con los ojos oye el discurso de las cicatrices y el huracán: escoba de nublados. Del Cabral enaltece, como Moreno Jiménez, los personajes rurales, las cosas pequeñas: “Qué grande estás Compadre Mon/ en esas cosas pequeñas”, dice en el pórtico del libro.

Yelidá y Compadre Mon fueron publicados con apenas tres años de diferencia. Los dos acusan similares influencias vanguardistas y sentidos coincidentes, pero mientras la primera es un poema que leemos como capítulo de la epopeya, Compadre Mon se nos presenta como la epopeya entera en uno de los libros más ambiciosos de nuestra poesía. Ambos trasladan la acción a Haití, pero en la obra de Del Cabral hay una exposición realista y problematizada de la sociología y los estereotipos del haitiano. La conciencia de isla, subyacente en Yelidá, la expresa con orgullo Compadre Mon cuando asume la personificación de la isla y hace suya la contradicción y ambivalencias del isleño atrapado entre la tierra y el mar, “verde fiera que siempre/ nos pone un rabioso anillo”:

 

Lo que ayer dije aquí

 a gritarlo vuelvo ya:

 ¿tierra en el mar?

 No señor,

 Aquí la isla soy yo.

 

La última estación de nuestro viaje es el poema que abrió las puertas a la tendencia social en los años sesenta, el más leído y declamado en el país, referente del exilio anti trujillista y emblema de la lucha democrática por la libertad y la justicia tras el ajusticiamiento del dictador. Hay un país en el mundo, de Pedro Mir, fue publicado en La Habana en 1949. La influencia del romancero español y del subjetivismo vanguardista responde a las tendencias estéticas de la época, pero es en la década del 60 y con el regreso al país de su autor, en 1962, que el poema irrumpe de manera triunfal en nuestra poesía, sobre todo en las generaciones más jóvenes.

Hay un país en el mundo subvierte la tradicional imagen utópica del paisaje, y la visión de paz y progreso impuesta por el régimen trujillista. Poeta social, Mir amplía el cauce abierto por Federico Bermúdez, pero con una reciedumbre crítica y un talante político que le diferencia de los poetas dominicanos de su tiempo, y de los anteriores, y traza un arco con la poesía patriótica y política de inicios de la República.

Poema épico, social, descriptivo, presenta la realidad del país en los años de publicación del libro, a partir de dos imágenes opuestas que, por el contraste, hacen más drámatica la denuncia de la desigualdad: una recrea el tropo secular del hechizo de la isla, el imaginario de la naturaleza exhuberante: país inverosímil, colocado en el mismo trayecto del sol, en un inverosimil achipiélago de azùcar y de alcohol, liviano, claro, frutal, fluvial. La otra es la del país oprimido, sencillamente tórrido y pateado, sencillamente triste y oprimido, sinceramente agreste y despoblado. El poeta parte de la tradicional contemplación lírica de la naturaleza: cuatro cordilleras cardinales, bahías, penínsulas, ríos verticales, y de la abundancia de la tierra que brota y se derrama y cruje como una vena rota. Pero en esa tierra recrecida los campesinos no tienen tierra. Todo es del ingenio, la caña de la que vivimos –símbolo nacional más que la caoba, dijo alguna vez Héctor Incháustegui Cabral–, y la vida, dependiente del capital extranjero, del dólar, un borbotón de sangre. Tras la denuncia de tanta injusticia, el verso más terrible y doloroso de la poesía dominicana: “Este es un país que no merece el nombre de país. Sino de tumba, féretro, hueco o sepultura.” Pero el poeta social y el político que pide “caiga el peso infinito de los pueblos sobre los hombros de los culpables” cede el paso al poeta que afirma su fe en la palabra, que quiere oír, quiere verla en cada puerta para después no querer más que paz, “un nido de constructiva paz en cada palma”. Y quizás a propósito del alma, el perdón en unos besos, el olvido.

Naturaleza y paisaje han estado presentes en la poesía dominicana desde las primeras luces del amanecer, en cada momento de su evolución hasta estos días inciertos, al filo de la sombra. El paisaje ha sido tema, motivo, personaje, espejo del yo, elemento y símbolo de identidad. Reflejo de la nación. Ha expresado ideas, sentimientos, sueños. Ha sido Íntimo y colectivo, de comunicación y comunión con lo sagrado.

En el mundo posmoderno de la hipertecnología y la globalización, del consumo irracional y la destrucción de los recursos naturales, la poesía, como expresión del alma, trozo del cosmos alojado en el hombre al decir de María Zambrano, sigue siendo llamada a preservar, a través de la frágil unidad con la palabra, la unidad sagrada entre el hombre y la naturaleza, que en la experiencia del paisaje se nos revela en la infinitud de su belleza. Así fue ayer. Hoy y mañana no será distinto.



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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 188 | novembro de 2021

Artista convidada: Ana Sabiá (Brasil, 1978)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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