En el principio
era el pasmo, la admiración de los llamados descubridores del Nuevo Mundo ante la
prodigiosa naturaleza virgen de la isla, mirada europea deudora de una visión a
mitad de camino, entre el mundo mítico del Medioevo y el humanismo renacentista.
“Estaban todos
los árboles verdes y llenos de fruta, y las yervas todas floridas y muy altas, los
caminos muy anchos y buenos, los ayres eran como en abril en Castilla; cantava el
ruyseñor… Era la mayor dulcura del mundo”.
La descripción
aparece en el diario de Colón, fechada el 7 de diciembre de 1492, dos días después
de su llegada a la isla que los indígenas llamaban Haití, y que él, por sus semejanzas
con España bautizó Hispaniola. A la misma seguirían muchas otras representaciones
en las que el asombro auténtico ante lo extraordinario desconocido se confunde con
el interés del propagandista de convencer sobre el éxito de su empresa, la más audaz
que hombre alguno pueda haberse planteado en su tiempo: “buscar levante por poniente”,
navegar por el occidente para llegar al oriente, a los reinos fabulosos de Catay
y Cipango citados por Marco Polo en el Libro de las maravillas, tierras del
oro y las especias.
Para Pedro Henríquez
Ureña, “El diario de Colón, que conservamos extractado por Fray Bartolomé de las
Casas, contiene las páginas con que tenemos derecho a abrir nuestra historia literaria,
el elogio de nuestra isla, que, unido a la descripción del conjunto de las Antillas
creará para Europa la imagen de América”. El paisaje aparece, pues, en la aurora
de nuestra literatura. A través de los ojos y la palabra, irremediablemente condicionados,
del “gran paisajista” que fue, a juicio de Henríquez Ureña, el Almirante. Imágenes
de exuberancia y fecundidad que aparecerán también en los cronistas de Indias, y
que en consonancia con el culto renacentista a lo natural, identificarían a América
como el territorio de la utopía, de la naturaleza virgen donde vivía desnudo
y feliz el buen salvaje. Desde lo que Edmundo O´ Gorman llama, en lugar de “descubrimiento”
la Invención de América (1958), la idea de lo maravilloso aparece articulada
a la construcción del ser y la realidad americanos, reverdeciente de manera triunfante
cuatro siglos después en el realismo mágico y lo real maravilloso de García Márquez
y Alejo Carpentier.
Se ha dicho que
los cronistas, aunque encandilados por el sol y la lujuria del verde, prestaron
poco atención al entorno natural. Interesados sobre todo en narrar hechos y hazañas
de la conquista, o criticar sus abusos como Fray Bartolomé de las Casas. El alcaide
de la fortaleza de Santo Domingo, Gonzalo Fernández Oviedo, puede considerarse la
excepción. En su libro Sumario de la natural historia de las Indias (Toledo,
España, 1526), el primer cronista oficial de Indias es tambien el primero en establecer
una conexión vital y emocional con la isla, en la que dice, con tono emocional,
tiene su casa, asiento, mujer e hijos. En el Sumario, crónica destinada a
Carlos V, el colonizador describe, si con estilo expositivo también con énfasis
laudatorio, las características de la Española, haciendo inventario de la flora
y la fauna: cocos, palmas, pinos, caña, encina, higüero; frutos como el mamey y
la guanábana; aves e insectos.
Puesto que no
hay referencias al paisaje en los muy contados textos que nos han llegado de la
literatura colonial, el primer momento a destacar en el proceso de ideación del
paisaje insular, a fines del siglo XVIII, no lo encontramos en la poesía sino en
el libro Idea del valor de la isla Española (Madrid, 1785) del naturalista,
historiador, sacerdote Antonio Sánchez Valverde, quien ha sido considerado el primer
escritor de importancia nacido en Santo Domingo. “Intelectual del criollismo” lo
define Roberto Cassá. En su obra, cumbre de la historia, la geografía y la cultura
en la colonia española de Santo Domingo, Sánchez Valverde describe detalladamente
bahías, ensenadas, puertos, calas, islas y bajos, serranías, llanuras, ríos que
fertilizan, palmas, vegetales, minerales. Desde la perspectiva del racionalismo
ilustrado del que fue representante conspicuo, el territorio se convierte en paisaje
no solo para la contemplación, sino de utilidad para el bien común. La visión no
es ya la del extranjero asombrado ante el Nuevo Mundo, sino la del criollo empeñado
en defender la valía de los legítimos habitantes de Santo Domingo, resaltar las
riquezas naturales y analizar las causas de la decadencia de la isla..
Con el encarecimiento de la riqueza natural de
Santo Domingo. y sentido de pertenencia al territorio, Idea del valor de la isla
Española, es un referente temprano en la concepción del paisaje como elemento
de identidad.
La naturaleza
se convierte en paisaje cuando es percibida por alguien en un contexto que le da
sentido. Y en tanto implica la mirada humana, constructo cultural, histórico, que
como tal ha experimentado una evolución acorde con las épocas, el pensamiento filosófico
y los movimientos artísticos literarios.
Desde el siglo
XV del Renacimiento, cuando el paisaje hace su entrada al pensamiento y la literatura
de manos de la pintura. Con imágenes idealizadas en la recuperación de la herencia
griega y la comunión armónica con la naturaleza. Paisajes de ensueño a los que acudirá
el hombre en los siglos por venir para encontrar consuelo frente a las injusticias
de la vida social y en busca de la perdida unidad con el todo.
Y tras la armonía
renacentista, la complejidad y los claroscuros del Barroco.
La utilidad de
la naturaleza y finalidad educativa en la literatura y poesía del neoclásico.
El paisaje subjetivo
de los románticos en el siglo XIX, continuación del yo, de los estados del ánimo,
de la sed de libertad y de infinito.
Paisajes remotos
de los modernistas, que más que ver imaginan lo exótico, lo raro, en procesos
metafóricos que no parten de la percepción.
Y en el siglo
XX de los ismos, el paisaje abstracto, dúctil, cambiante de las vanguardias; la
emergencia del inconsciente, la ruptura con la tradición y las convenciones llevada
a la experiencia literaria del paisaje.
Estos cambios
en la representación paisajística, en conexión con el pensamiento y los movimientos
artísticos literarios, no solo corresponden a la literatura europea, sino tambien
a la literatura hispanoamericana, y dentro de ella la dominicana, como reflejo que
fueron estas, durante mucho tiempo, de la literatura europea, especialmente de la
española, con excepción del momento modernista.
3 | ¿Cuándo, en la poesía
dominicana, la naturaleza deja de ser espacio para convertirse en paisaje?
¿Cuándo el sol deslumbrante del Caribe, el mar
que nos rodea, los ocres de la tierra y las infinitas gradaciones del verde no solo
son vistos sino también sentidos, interpretados?
¿Ha tenido el
paisaje en nuestra poesía la fuerza que evidencia en la literatura de nuestra América,
“continente del Paisaje Triunfante”, al decir de Luis Alberto Sánchez? Tan rotundo
el influjo de la naturaleza que en los Seis ensayos Henríquez Ureña la considera
entre las fórmulas del americanismo, una de las soluciones ensayadas para el problema
de nuestra expresión en literatura.
En busca de las
respuestas a estas preguntas adentrémonos en el tema inexplorado del paisaje en
nuestra poesía en los siglos XIX y XX, no sólo para conocer cómo éste ha sido percibido
y recreado, bajo cuales condicionantes estéticas e históricas, sino también para
acercarnos al espíritu que a través de su imagen ha definido el ser y la expresión
dominicanos.
La primera estación
del viaje es la poesía que se produce en los albores de la república. La encontramos
en La lira de Quisqueya, la primera antología poética publicada en el país,
en 1874. Nueve años después de la Restauración, y dos del movimiento del 25 de noviembre
de 1873, que puso fin a los “seis años” del gobierno de Buenaventura Báez y sus
intentos de anexión a los Estados Unidos. La “revolución de noviembre” marcó el
inicio de una era nueva, de tono liberal y clara conciencia de nacionalidad, que
derrotó definitivamente la idea de anexión. En 1873, a juicio de Henríquez Ureña,
“llega a su término el proceso de intelección de la idea nacional”.
Estamos en el momento de la poesía patriótica y
de poetas en su mayoría también hombres de acción, algunos víctimas mortales de
las luchas políticas; periodistas, jurisconsultos, participantes en las gestas liberadoras
para quienes el paisaje era imagen de la patria, y la exaltación de la naturaleza
una expresión del sentimiento nacional. Entre los diecinueve poetas antologados,
solo unos pocos ejemplos entre los muchos que encontramos de tratamiento del paisaje.
Comencemos con Felix María del Monte, considerado “el padre de la poesía de la República
independiente”.
Del Monte, uno
de los próceres de “La Trinitaria”, escribe en Saint Thomas, donde está desterrado,
su conocido poema “El banilejo y la jibarita”. El sujeto poético, proscrito, describe
y realza frente a la mujer amada el valle de Baní. Lo recuerda “lleno de un encanto
irresistible”, con aves, flores, cielo azul, y nostálgico enumera árboles y frutas:
mameyes, caimoní, poma-rosas, algarrobos, hicacos, nísperos, jobos y montes de ajonjolí.
El proscrito,
que expulsado del edén acude al recuerdo del paisaje nativo para aliviar la pena,
aparece también en José María González. Igual, frente a la amada, el poeta describe
“la naturaleza hechicera”, e igual registra árboles, aves y frutas. En la tendencia
del paisaje se inscribe también Manuel Rodríguez Objío, General de Brigada en la
guerra restauradora, con un poema descriptivo que inicia con la imagen de la isla:
“una Antilla en medio del mar caribe/ que luz y vida recibe,/ del sol de la libertad”.
Otra figuración del paisaje desde el exilio aparece en Nicolás Ureña, ya no con
el color local y el énfasis en la vida del campo, sino con referencia culta a plazas
y templos en un poema de clara filiación romántica en la identificación de la noche
y el silencio del país extranjero con el alma atribulada del poeta, a la que opone
el recuerdo inspirador de “las brisas tropicales cargadas del perfume de las flores”.
Pero es el conocido poema “El guajiro predilecto”, por el cual el padre de Salomé
Ureña de Henríquez puede ser considerado uno de los más representativos poetas del
paisaje nativo:
Besa el Ozama al pasar
El pie de una alta ladera
Que conduce á una pradera
Circuida de un guayabar.
No mui léjos descollar
Se vé un grupo de colinas,
I entre lindas clavellinas
Matizadas de colores
Cual salido de entre flores
Se ve el pueblo de los Minas.
El amanecer del
paisaje es el amanecer del río Ozama como protagonista, motivo y símbolo de la ciudad.
Ningún otro elemento de la naturaleza ha merecido la atención del río a la vera
del cual se fundó la ciudad primada de América. Como expone Bernardo Vega en el
libro Me lo contó el Ozama, el río fue la principal vía de comunicación y
de tráfico de productos, puerto de contacto con el mundo, lugar de intercambio comercial,
testigo de nuestra historia, de los sueños y las pesadillas que han forjado el destino
de la isla. El Ozama de Nicolás Ureña, al pie de una alta ladera; para Felix Mota
“verde orilla/ Fértil y mansa del Ozama undoso”. En el poema “Al Ozama”, Javier
Angulo Guridi, en modo romántico identifica el río con el sujeto lírico: “Es cierto,
Ozama; los dos/ tenemos la misma
suerte;/ yo corro tras la muerte/ y tú te
lanzas al mar!” Vigil Díaz titula su libro de reportajes Del Sena al Ozama,
y José Joaquín Pérez, el poeta desterrado, cantor por excelencia del paisaje, contempla
gozoso la ribera del río al regresar a la patria tras el exilio en el antologado
“La vuelta al hogar”.
El arrebato del
paisaje se atenúa en el tránsito entre el siglo XIX al XX. La antigua sociedad agrícola
y patriarcal comienza a recibir atisbos de progreso, y nuevos temas e inquietudes
surgen en el ámbito poético. En la tríada fundacional de la poesía moderna: Salomé
Ureña, José Joaquín Perez y Fernando Arturo Deligne, solo José Joaquín Pérez trasluce
con efusión el sentimiento de la naturaleza. En “La llegada del invierno” Salomé
acude al tropo del “perenne encanto primaveral” para realzar el clima de Quisqueya
frente al de los países fríos, pero no hay en la composición, la única en su producciòn
inspirada en el paisaje, la intensidad romántica de Pérez o de Josefa Antonia Perdomo
Heredia. Con la vehemencia y sensibilidad características de su poesía religiosa
y patriótica, Perdomo Heredia recrea su relación de “placer indescriptible mezclado
de terror” con el mar, identificando el inmenso torbellino y la turbulencia de sus
olas con su “latiente, enfermo y ansioso corazón”.
El tratamiento
del paisaje no es igual en toda la poesía romántica. Cuando el sentimiento patriótico
es sustituido por eros, el sujeto amado, percibido con todos los sentidos pasa a
ser centro del poema, y la naturaleza escenario cómplice de la experiencia amorosa.
Así aparece en Fabio Fiallo: “Por la verde alameda, silenciosos,/ íbamos ella y
yo,/ la luna tras los montes ascendía,/ en la fronda cantaba un ruiseñor.” En Enrique
Henríquez el sentimiento amoroso determina el paisaje, mientras el bohemio Arturo
Pellerano Castro, en una de sus encantadoras criollas, lo convierte en escenario
donde el amante “en las noches tranquilas oscuras” caza cocuyos para la mujer evocada.
4 | El gran vuelco en la
poesía dominicana y en la percepción del paisaje, el que conduciría a los momentos
más altos y luminosos de su evolución, se produce en la primera mitad del siglo
XX, en el contexto de los cambios que en todos los órdenes transformaron aceleradamente
la vida y la literatura nacional, entre ellos los puntos negros de la intervención
militar norteamericana del 1916 y la dictadura trujillista.
En ese período,
el modernismo, la revolución literaria que encabezada por Rubén Darío desde finales
del XIX abarcó a todos los pueblos de habla hispana, y posteriormente se extendió
a España, aunque tardío y tímido en República Dominicana, contribuyó con la atmósfera
de ruptura y renovación estilística desde la melange de los ismos: criollismo,
parnasianismo, simbolismo. En la particular puesta en página del movimiento en República
Dominicana, nuestros modernistas, Valentín Giró, Osvaldo Bazil, Ricardo Pérez Alfonseca
y Luis Herrera, entre otros, si dan muestras de la sensibilidad modernista, utilizando
algunos de sus temas, procedimientos y símbolos, a diferencia de muchos otros en
Hispanoamérica no huyeron de la realidad cotidiana a lugares exóticos sino al interior
de sí mismos, acaso por la influencia simbolista tan presente en nuestra literatura;
y más que acudir al paisaje utilizaron elementos de la naturaleza en la elaboración
de la imagen y construcción metafórica. Elegantes, bohemios, cosmopolitas, los poetas
modernistas dominicanos no han resistido bien el paso del tiempo, excepto Federico
Bermúdez, y reveladoramente no con poemas escritos “en las altas torres de marfil”,
desvinculados de la naturaleza y la realidad concreta, sino, nada menos y nada más
con el primer libro de índole social en nuestra poesía, Los humildes (1916).
Bermúdez, petromacorisano, vivió la famosa “Danza de los Millones”, el período de
esplendor económico y cultural de San Pedro de Macorís favorecido por la industria
azucarera y el alza de los precios del producto en el mercado internacional, y es
esta circunstancia la que condiciona su mirada apreciativa del campo de caña en
el poema “La flor de la caña”. Bermudez sublima el paisaje, introduce la presencia
del labriego, y en giro interesante el proceso de corte. Pero el objetivo lírico
es resaltar la utilidad de la caña, que comienza “con la muerte fatal de la belleza/
por la belleza eterna de la vida”.
Más raro que
los modernistas por las asociaciones exóticas, y renovador en la recreación del
paisaje es Vigil Díaz. Al polémico creador del Vedrinismo podría discutírsele la
primacía en la introducción del versolibrismo, si inició o no la Vanguardia en América
Latina, pero no puede negársele el cambio significativo en la poetización del paisaje,
colindante con la atmósfera vanguardista.
Árboles de la
villa blanca de San Carlos:
uno,
dos,
tres,
cuatro,
cinco;
cinco aortas
llenas de sangre;
cinco basílicas de misteriosas sombras donde descansa
mi ánimula
desgarrada por las zarpas atorrantes de la hora;
Con su maletín lleno de libros y su figura estrafalaria, Moreno
Jimenes recorrió durante años todo el país, amando mujeres, compartiendo con campesinos
y lugareños. De esos viajes son los personajes, olores y colores, paisajes plasmados
en su poesía: el haitiano, “que todos los días hace lumbre en su cuarto”, la maestra
a la que pide recordar el amanecer con su vaca lechera, las meretrices que se hastían,
la niña Pola que estaba en el campo y su padre figuraba tonta, los sahumerios para
espantar los espíritus, la yerba, el framboyán, los piñonates, el cabrito que echó
a correr por la empalizá, el mar, bosques, montañas, bisbiseos de sombras en el
puerto..
El paisaje de la isla es uno de los nucleos de la obra de
Moreno, camino de identidad. Aparece desde los primeros poemas, igual que las pinceladas
criollas. Pero es a medida que la inmersión en lo dominicano se hace más telúrica,
más profunda, con el telón de fondo de la intervención militar norteamericana de
1916, y luego la dictadura trujillista, que el paisaje pasa a ser valor esencial
de la dominicanidad vivida y proyectada hacia el continente americano y lo cósmico,
hacia la unidad del ser con Dios y la Creación; trascendencia expresada hermosamente
en el poema “Plegaria”, cuando ruega por la comunión de la humanidad con la naturaleza:
Oremos porque sean
libres los caminos de la montaña;
Porque los arroyos
continúen con su linfa limpia; porque el sol no deje
De brillar en nuestras
conciencias aún cuando sea de noche.
El surgimiento
de La Poesía Sorprendida, en 1943, constituyó
otro viraje en la representacion del paisaje insular, un enriquecimiento a tono
con su rigurosa exigencia estética, reacción contra el nacionalismo y el realismo
imperantes, y ruptura con Moreno Jiménez y la estética postumista. Con el lema “Poesía
con el Hombre Universal” el movimiento liderado por Franklin Mieses Burgos, al decir
del sorprendido Manuel Rueda abrió sus puertas, introduciéndolas en el país, a todas
las corrientes literarias de Europa y América, desde los más desenfrenados ismos
hasta la “poesía pura” y la de tendencia social. Coherentes con este propósito,
los sorprendidos publicaron en cada número de su revista homónima correspondencia
y colaboraciones de connotados escritores extranjeros. Las afinidades, y también
las influencias de algunos de ellos son indudables, sobre todo del español Juan
Ramón Jiménez con su percepción interiorista del paisaje. En línea con las tendencias
de la época, La Poesía Sorprendida asumió conscientemente el subjetivismo. Y este
perfila su percepción del paisaje.
La apertura al mundo fue la respuesta de los sorprendidos
a la condición del isleño, obligado a vivir rodeado por el mar y tradicionalmente
predispuesto a sentirse separado del mundo. Frente
al aislamiento, la participación de la isla en la cultura universal, a través de
la cual se trasciende la distancia física.
La insularidad como condición ontológica aparece
por primera vez en nuestra poesía con los sorprendidos. Al mismo tiempo que en Cuba,
donde José Lezama Lima desarrolla, a partir de la visita de Juan Ramón Jiménez a
La Habana, en 1936, el famoso mito de la insularidad en el que se ha sustentado
buena parte de la literatura y la poesía cubanas. Los sorprendidos no acudieron,
como sus amigos cubanos del grupo Orígenes, a la mística de lo insular –la condición
de media isla la problematiza, así como en ese momento la ideología trujillista–ni
intentaron explicarse a partir de ese concepto la especifidad de nuestra cultura.
El postumismo había calmado la sed identitaria. Pero la isla y su paisaje sí alimentan
su visión metafórica de la dominicanidad. La isla subjetivizada, espiritualizada,
la que se lleva dentro y, expresada en el arte, la literatura y la poesía participa
de la universalidad.
La poesía de
Franklin Mieses Burgos es la más alta, brillante expresión de los postulados de
La Poesía Sorprendida, así como de su tratamiento del paisaje. Con manejo orfebre
de la palabra y hondura conceptual, Mieses Burgos subjetiviza el paisaje desde lo
concreto sensible, no ya contemplándolo sino reconociéndolo como parte del ser en
su fluir, devenir inacabado. “Trópico íntimo”, una de las cúspides de su poesía,
desarrolla ese proceso de transmutación de la realidad concreta a la realidad subjetiva
del sueño y el misterio, que inicia declarando la isla subjetiva como el lugar donde
tendrá lugar la búsqueda de la trascendencia, de la verdad sustancial: “Ahora, como
siempre en otros paralelos/ y en medio de mi isla subjetiva/ buscando la latitud
exacta de un mar definitivo”.
Los sorprendidos
continúan el interés por el paisaje que vimos en los postumistas –notable también
en Rubén Suro y Ramón Emilio Jiménez y, como veremos más adelante en los llamados
“Independientes”– pero hay en ellos mayor esplendor verbal , mayor cofiguración
simbólica y también diversidad por las diferentes visiones y registros particulares
que se extienden en el tiempo, después de concluida la condicionante dictadura trujillista.
Paisaje imaginativo en el más hermoso poema en prosa de la literatura dominicana,
Rosa de tierra, de Rafael Américo Henríquez; paisaje de resonancias clásicas
en Mariano Lebrón Saviñón; paisajes regionales en Freddy Gatón Arce –poeta social,
épico, viajero y descriptivo – y su poetización de toda la geografía nacional: desde
el sur polvoriento en “Magino Quezada”, el este de las leyendas y los cañaverales
en la crónica Y con auer tanto tiempo; la línea noroeste, de accidentados
terrenos, guasábaras y cambrones en El poniente; Pimental y San Francisco
en Son guerras y amores. Paisaje de armoniosa plasticidad en Aída Cartagena
Portalatín, meditativo en Manuel Valerio y Antonio Fernández Spencer; y en Manuel
Rueda, el poeta de Montecristi, de la frontera geográfica y metafísica, visiones
lacerantes de los paisajes rural y urbano, de la isla “tronchada donde más nos dolía”.
En ningún poeta como en Rueda el drama de la división de la isla: “Medias montañas/
medios ríos,/ y hasta la muerte/ compartida.”
En la convergencia
entre Postumismo y Poesía Sorprendida aparecen tres poetas vinculados al movimiento
literario Los Nuevos (1939) y a los llamados “Independientes del 40”, autores de
tres cumbres de la poesía dominicana: Tomas Hernández Franco y Yelidá ( San
Salvador, 1943), Manuel del Cabral, con su Compadre Mon (1943), Pedro Mir
y Hay un país en el mundo (La Habana, 1949).
En Yelidá,
epopeya del mestizaje de la isla, el espacio-tiempo es mítico, de fuertes contrastes
y dualidades, compuesto de unidades semejantes a la escenografía de una obra de
teatro. La acción se desarrolla no en la parte este de la isla, sino en Fort Liberté,
Haití, territorio de referencias culturales asociadas a la magia y lo maravilloso,
donde tiene lugar la aventura de deseo y muerte de Erick, “el muchacho noruego que
tenía alma de fiord y corazón de niebla”, y madam Suquí, antes mamasuel Suquiette,
“virgen suelta por el muelle del pueblo/ hecha de medianoche a toda hora”. Atado
a Suquiete por un filtro amoroso de vudú, Erick fue dejando su estirpe en “el vientre
de humus fértil de su esposa de tierra”. Muere, y nace Yelidá, “negra un día sí
y un día no”, y para salvarla, para que no quedara perdida en el flotante archipielago
encendido, viajan a la isla por los hondos caminos del subsuelo los liliputienses
dioses infantiles de la nieve. Buscaron al dios negro del atabal, a Badagris, Agoué,
Ayidé Queddó. Pidieron, imploraron salvar la última gota de sangre de Erick, pero
“aquella noche Yelidá había tenido su primer amante/ estaba tendida y fresca como
una hoja amarilla muy llovida” y “por los caminos de la lombriz y de la hormiga/
rota toda esperanza regresaron”. El fracaso de los dioses nórdicos es el triunfo
del instinto y de la identidad mestiza en la isla, epifanía de lo propio en el Caribe
preñado de mitos y misterios.
Con el flujo
impetuoso de sus imágenes deslumbrantes, con el brío metafórico, las adjetivaciones
sorprendentes, símiles, sinécdoque, sinestesias; con la urdimbre de símbolos, con
su aliento cósmico y sacralización de los elementos de la naturaleza, con su erotismo
primigenio, y su pluralidad de sentidos, Yelidá nos sumerge en la esencia
y el espíritu del paisaje insular, en “las islas de las montañas de azúcar, que
olían a cedro como las barricas de ron”, donde en la noche florecía el burdel con
hondo aliento de tam-tam, isla de sol y cocoteros, de coral y pimienta, de fuego.
En Compadre
mon, como en Yelidá, la isla está asociada a la aventura, al viaje, al
mito, a la conciencia y al discurso de identidad, que si bien surgió con el nacionalismo
decimonónico, alcanza su plenitud en este período. Compadre Mon es el héroe mítico
del campo dominicano, en una tradición que ha identificado lo campesino con la esencia
nacional. Compadre Mon es también metáfora de la naturaleza del país, que
él encarna, de manera memorable, en su cuerpo. Así lo revela el primer verso del
extenso poema épico: “Por una de tus venas me iré Cibao adentro”, identificando
las venas del héroe con los caminos geográficos y emocionales que llevan al centro
del país. Igual cuando el sujeto poético, en el Poema 2, dice en imagen connotativa
de la violencia histórica, que para saber el mapa de la tierra mira la piel de Mon
cosida a tiros, o cuando compara el río, en el que cabe el cielo, con la mano de
Mon en la que cabe su caserío. La barba de Mon es árboles, selva; la voz, agua;
las manos, ríos; los ríos, venas.
Como en Yelidá,
pero con sabia economía expresiva, los recursos poéticos fluyen con ímpetu en el
empeño de abarcar la totalidad y complejidad de la aventura criolla. En imágenes
sensoriales y sinestésicas el poeta oye el clima del país y sus toros desatados,
el aguacero preñador de río; con los ojos oye el discurso de las cicatrices y el
huracán: escoba de nublados. Del Cabral enaltece, como Moreno Jiménez, los personajes
rurales, las cosas pequeñas: “Qué grande estás Compadre Mon/ en esas cosas pequeñas”,
dice en el pórtico del libro.
Yelidá y Compadre
Mon fueron publicados con apenas tres años de diferencia. Los dos acusan similares
influencias vanguardistas y sentidos coincidentes, pero mientras la primera es un
poema que leemos como capítulo de la epopeya, Compadre Mon se nos presenta
como la epopeya entera en uno de los libros más ambiciosos de nuestra poesía. Ambos
trasladan la acción a Haití, pero en la obra de Del Cabral hay una exposición realista
y problematizada de la sociología y los estereotipos del haitiano. La conciencia
de isla, subyacente en Yelidá, la expresa con orgullo Compadre Mon cuando
asume la personificación de la isla y hace suya la contradicción y ambivalencias
del isleño atrapado entre la tierra y el mar, “verde fiera que siempre/ nos pone
un rabioso anillo”:
Lo que ayer dije aquí
a gritarlo
vuelvo ya:
¿tierra en
el mar?
No señor,
Aquí la isla
soy yo.
La última estación
de nuestro viaje es el poema que abrió las puertas a la tendencia social en los
años sesenta, el más leído y declamado en el país, referente del exilio anti trujillista
y emblema de la lucha democrática por la libertad y la justicia tras el ajusticiamiento
del dictador. Hay un país en el mundo, de Pedro Mir, fue publicado en La
Habana en 1949. La influencia del romancero español y del subjetivismo vanguardista
responde a las tendencias estéticas de la época, pero es en la década del 60 y con
el regreso al país de su autor, en 1962, que el poema irrumpe de manera triunfal
en nuestra poesía, sobre todo en las generaciones más jóvenes.
Hay un país en
el mundo
subvierte la tradicional imagen utópica
del paisaje, y la visión de paz y progreso impuesta por el régimen trujillista.
Poeta social, Mir amplía el cauce abierto por Federico Bermúdez, pero con una reciedumbre
crítica y un talante político que le diferencia de los poetas dominicanos de su
tiempo, y de los anteriores, y traza un arco con la poesía patriótica y política
de inicios de la República.
Poema épico, social, descriptivo, presenta la realidad del
país en los años de publicación del libro, a partir de dos imágenes opuestas que,
por el contraste, hacen más drámatica la denuncia de la desigualdad: una recrea
el tropo secular del hechizo de la isla, el imaginario de la naturaleza exhuberante:
país inverosímil, colocado en el mismo trayecto del sol, en un inverosimil achipiélago
de azùcar y de alcohol, liviano, claro, frutal, fluvial. La otra es la del país
oprimido, sencillamente tórrido y pateado, sencillamente triste y oprimido, sinceramente
agreste y despoblado. El poeta parte de la tradicional contemplación lírica de la
naturaleza: cuatro cordilleras cardinales, bahías, penínsulas, ríos verticales,
y de la abundancia de la tierra que brota y se derrama y cruje como una vena rota.
Pero en esa tierra recrecida los campesinos no tienen tierra. Todo es del ingenio,
la caña de la que vivimos –símbolo nacional más que la caoba, dijo alguna vez Héctor
Incháustegui Cabral–, y la vida, dependiente del capital extranjero, del dólar,
un borbotón de sangre. Tras la denuncia de tanta injusticia, el verso más terrible
y doloroso de la poesía dominicana: “Este es un país que no merece el nombre de
país. Sino de tumba, féretro, hueco o sepultura.” Pero el poeta social y el político
que pide “caiga el peso infinito de los pueblos sobre los hombros de los culpables”
cede el paso al poeta que afirma su fe en la palabra, que quiere oír, quiere verla
en cada puerta para después no querer más que paz, “un nido de constructiva paz
en cada palma”. Y quizás a propósito del alma, el perdón en unos besos, el olvido.
Naturaleza y
paisaje han estado presentes en la poesía dominicana desde las primeras luces del
amanecer, en cada momento de su evolución hasta estos días inciertos, al filo de
la sombra. El paisaje ha sido tema, motivo, personaje, espejo del yo, elemento y
símbolo de identidad. Reflejo de la nación. Ha expresado ideas, sentimientos, sueños.
Ha sido Íntimo y colectivo, de comunicación y comunión con lo sagrado.
En el mundo posmoderno de la hipertecnología y la globalización, del consumo irracional y la destrucción de los recursos naturales, la poesía, como expresión del alma, trozo del cosmos alojado en el hombre al decir de María Zambrano, sigue siendo llamada a preservar, a través de la frágil unidad con la palabra, la unidad sagrada entre el hombre y la naturaleza, que en la experiencia del paisaje se nos revela en la infinitud de su belleza. Así fue ayer. Hoy y mañana no será distinto.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 188 | novembro de 2021
Artista convidada: Ana Sabiá (Brasil, 1978)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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