quarta-feira, 22 de dezembro de 2021

CARLOS REHERMANN | Vanguardias en Uruguay

 


Las vanguardias históricas en Uruguay se manifestaron esporádicamente y no tuvieron seguidores durante el período de eclosión europeo, durante el primer tercio del siglo XX. Esa característica fue compartida en toda América, que, con excepciones, manifestó el espíritu rupturista característico de las vanguardias sólo después de la Segunda Guerra Mundial, simultáneamente con la segunda ola de las vanguardias europeas, cuando surge el expresionismo abstracto en pintura, el neorrealismo italiano y la nouvelle vague francesa en cine, el nouveau roman y el boom latinoamericano. Algunos artistas de teatro exploraban espacios que Artaud había abierto antes de la guerra. La temporada de “Teatro de la crueldad” que organizó Brook en Londres se presentó en 1962, el mismo año que Restuccia y los compañeros con quienes fundaría Teatro Uno comenzaban a realizar encuentros en los que comentaban textos de Artaud e intentaban generar situaciones escénicas que siguieran algunos de sus postulados.

El teatro de Alberto Restuccia, es decir, de Teatro Uno, es claramente una manifestación que comparte las características de las neovanguardias, y por eso parece pertinente comenzar a narrar el curso del arte asociado a los postulados de las vanguardias europeas en Uruguay, de modo de registrar las preexistencias que generaron el humus del cual se alimentó su teatro. El grado de preexistencia de movimientos de vanguardia en el país servirá de referencia para evaluar la magnitud del impacto del trabajo de Restuccia a partir de 1960.

 

Avant-garde avant-la-lèttre

En marzo y junio de 1935, los hermanos Álvaro y Gervasio Guillot publicaron en Buenos Aires dos artículos en La Nación, que daban noticia de Isidore Ducasse, nom de plume Comte de Lautréamont. Si bien Bloy (en 1896) y poco después Darío (probablemente porque leyó a Bloy) habían sido los primeros en mencionar al poeta montevideano, fueron los surrealistas quienes lo convirtieron en una figura tutelar. Una de las características de las vanguardias europeas fue su predilección por lo irracional, lo inarticulado, lo reprimido, lo oculto, lo marginal y lo extranjero: la bande à Picasso había difundido el interés por las artesanías africanas; Artaud encontró en las danzas de Bali rasgos apropiados para el nuevo arte teatral; Modigliani desarrolló su trabajo de escultura inspirándose en arte arcaico del mediterráneo. Montevideo, si bien había merecido el librito de Dumas “La nueva Troya”, era un reducto colonial remotísimo, cuyo exotismo —así lo vieron los surrealistas— había alimentado la creatividad de Lautréamont.

Al terminar la Gran Guerra europea, en 1918, Breton descubrió la poesía de Lautréamont, y su nombre quedó para siempre asociado a los surrealistas, que publicaron sus poesías en 1919, y que entre 1925 y 1930 lo elevaron a la categoría de patrón del surrealismo.

Los Guillot refieren que en las publicaciones montevideanas La alborada y Rojo y Blanco, durante la primera década del siglo XX, “[se rendía] un culto semirromántico a Lautréamont y contribuyeron a enriquecer y complicar la leyenda del mismo con los mitos y relatos más extravagantes” (Guillot Muñoz 7, 8). El culto a una libertad que se expresaba en repudio las costumbres pequeñoburguesas del patriciado montevideano fue común entre periodistas y poetas del 900, y algunos de ellos, probablemente luego de leer a Darío, simplemente adoptaron la idea de ruptura que evocaba, más allá de aceptar o no los rasgos de estilo asociados.

No necesariamente influidos, pero sí sintonizados con la actitud rebelde de Lautréamont, algunos poetas del 900 sentaron las bases de un tránsito hacia la vanguardia que nunca iba a ocurrir. Uno de ellos, Julio Herrera y Reissig, resumió en buena parte de su poesía y en su manera de presentarse discursivamente ante la comunidad, la energía agresiva característica de las vanguardias que iban a estallar poco después de su muerte en la lejana Europa.

Herrera, sin tener conocimiento de dos movimientos artísticos claves en la primera mitad del siglo XX, que estaban emergiendo justo al final de su vida, activó una lírica insólita en la que, no obstante, pueden advertirse elementos formales futuristas y expresionistas, caracterizados tanto por la incesante velocidad sintáctica de los poemas como por la superposición de una profusa visualidad […] (Espina).

Herrera murió en 1910, y sabía de la existencia de Lautréamont, aunque cuando se refirió lateralmente al montevideano lo trató de “vizconde” (Mazzucchelli), lo cual parece indicar que no tenía mucha familiaridad con libros donde estuviera escrito su nombre; es decir que es probable que no lo hubiera leído. Es natural, debido al escasísimo número de ejemplares difundidos por entonces de la obra de Lautréamont. Lo que los emparenta es un aire de rechazo que parece ser legado de algunos, y que en una comunidad pequeña y joven, creada por el sedimento extenuado de extranjeros desesperados, se muestra con mayor nitidez que en comunidades artísticamente más vigorosas.

Lautréamont y Herrera, por distintos motivos, no generaron escuela ni tuvieron seguidores, y sólo mucho después se asentó definitivamente su aceptación, cuando el paso del tiempo hizo imposible otra cosa que una rendida admiración pasiva.

Lautréamont portaba el germen de lo que cuarenta años más tarde las vanguardias iban a proponer como estrategias de acción artística. Pasó inadvertido en su lugar de nacimiento, y sólo después de Darío (escribiendo en París) se reivindicó su nacionalidad. En varios sentidos la figura de Lautréamont sirve de espejo a muchos poetas y artistas uruguayos. La ascendencia francesa de Lautréamont, y la conjunción de su genio y su desconocimiento en vida, debido a la marginalidad geográfica de su lugar de nacimiento, se unen a la extrañeza de su producción literaria. La publicación de sus libros fue fragmentaria, anónima, azarosa, rodeada del miedo de sus editores, retirada antes de llegar a las librerías.

El caso de Herrera tiene otras explicaciones. Su muerte temprana impidió, muy probablemente, el desarrollo de tendencias más cercanas a las vanguardias en aquel Montevideo tan atacado por el poeta a causa de su pacatería pequeñoburguesa. Pero, desaparecido del mapa territorial, su obra no bastó para modificar el panorama fuertemente retraído al romanticismo.

Lautréamont y Herrera nacieron y murieron antes de sí mismos. No encontraron campo fértil para su siembra, y sólo generaciones más tarde tuvieron reconocimiento, cuando ya pertenecían a un pasado clausurado. El espacio para las vanguardias quedó limitado a variaciones extravagantes de diletantes que la intelligentsia nunca tomó en serio.

Un contacto entre Herrera y las vanguardias que sí se manifestarían, aunque con escasa energía, dos décadas después de la muerte del poeta, es la prédica de un intelectual que, cuando jovencito, gritó un discurso fúnebre de Herrera. En ese momento escribía poesía y firmaba con el seudónimo Aurelio del Hebrón. En 1928 defendió lo que llamaba, muy tempranamente, “literatura vanguardista”. Ese intelectual era Alberto Zum Felde, y fue el mayor ensayista y crítico uruguayo (aunque nacido en Argentina) del período anterior a la segunda guerra mundial. Su trabajo intelectual y periodístico fue decisivo para la formación de generaciones de intelectuales y artistas, particularmente los de las generaciones que crearían el movimiento teatral independiente en el Uruguay.

 


Derrota de la vanguardia

Alberto Zum Felde escribía una sección en el diario El Día en la que respondía consultas de los lectores, con clara intención didáctica. El 10 de enero de 1928 publicó una nota titulada “Los tres principios del arte de nuestro tiempo”, en respuesta a una pregunta acerca de “las normas o principios del arte contemporáneo, en general, y en especial de la literatura de nuestro tiempo” (Pablo Rocca, ed.). Con estilo moderado y gran prudencia, Zum Felde define el arte de vanguardia como intuitivo, “antiliterario” (en el sentido de apartarse de las tradiciones), subjetivo, “super-realista, creacionista, antiacadémico, antirretórico”, y de absoluta libertad formal.

A la semana siguiente, uno de los directores del diario, que firma con seudónimo (y cuyo nombre era Francisco Alberto Schinca), acusa a Zum Felde de “[tener] parte de culpa en el alarmante desarrollo de la poesía macarrónica en nuestro país. […] [Todo lo que dice Zum Felde] me parece difícil, sibilino, esotérico. […] Sería conveniente que esas definiciones de arte vanguardista fueran más claras, pues al amparo de esa caliginosidad desconcertante se están perpetrando muchas herejías”. (Pablo Rocca, ed.).

La discusión no duró entre ambos periodistas más que un par de notas, pero durante todo ese verano Zum Felde publicó artículos teóricos sobre las vanguardias, muy informativos, que evidentemente chocaban contra la sensibilidad dominante, representada muy probablemente más por la opinión del director del medio para el que trabajaba Zum Felde que por la de éste, que tendía a la aceptación de lo nuevo. En algunos de esos artículos Zum Felde explica que buena parte de los poetas vanguardistas locales le tenían fastidio debido a sus juicios no siempre benévolos acerca de su producción. No tenía mucha base real y positiva para defender la praxis de la vanguardia, puesto que no había en el país suficiente número de poetas vanguardistas, y mucho menos buenos, y más bien predominaban los oportunistas y los esnobs. Incluso en la crítica a “El hombre que se comió un autobús”, del único vanguardista que perduró, Alfredo Mario Ferreiro, dice Zum Felde, al final de una reseña positiva: “El libro contiene muchas crudezas juveniles y estridencias de reclame, que no vale la pena señalar porque, además de ser más graciosas que censurables, el tiempo mismo se encargará de eliminarlas, en ediciones futuras de este poeta, que aparece con una marcada personalidad en el ambiente”. (Pablo Rocca, ed.).

Pero en esos años, cuando se celebraba el centenario de la independencia del país, dominaba el ambiente cultural uruguayo un grupo de poetas, pintores y músicos diletantes, tan superficiales como la generación de europeos cursis de les années vingtcinq (que pasaron a la historia con el nombre de estilo decorativo “Art Déco”), pero con mucho menos talento. Esa llamada “Generación del Centenario” sería desbancada por la Generación del 45, pero sólo después de treinta años de hegemonía. La prédica de Zum Felde, que sólo se limitaba a registrar la emergencia de un arte nuevo, no tendría éxito, y el país permanecería con los ojos fuertemente cerrados durante un cuarto de siglo.

La generación del 45 borró del mapa a la generación del Centenario. Según explícitamente dice Carlos Maggi, dramaturgo y ensayista, figura conspicua de la generación del 45, sus cogeneracionales consideraban a la generación del centenario como unos “viejos bobos”, y con deliberación y sin piedad se dedicaron a liquidarla para ocupar su lugar en la prensa, el teatro y en general el mundo de las artes. [1]

La generación del 45 se llamó a sí misma “generación crítica”, un punto a tener en cuenta acerca de su relación con las vanguardias.

Por edad y época en la que desarrollaron su profesión, deberían haber sido los miembros de la generación del centenario quienes se ocuparan de difundir las ideas de las vanguardias en el país; sin embargo, su producción fue en términos generales de nula calidad artística, y afiliada a tendencias románticas o, en el mejor de los casos (si se atiende a la cercanía con los movimientos contemporáneos europeos), modernistas. Los pocos poetas cercanos a las vanguardias trabajaron esporádicamente, mostrando bajo nivel de calidad, y se mantuvieron en los márgenes de la actividad cultural. Tal es el caso de Alfredo Mario Ferreira, el único poeta claramente identificable con las vanguardias (en su caso, el futurismo).

La generación del 45 se acercó a veces a las vanguardias, particularmente algunas poetas, como Amanda Berenguer, con esporádicos experimentos de ruptura formal hacia los años setenta. Con esa generación se asentó en el país una manera de entender el compromiso de los artistas e intelectuales que dominó el panorama de América latina de los años sesenta y setenta: el artista comprometido, que, en esta región se acercaba a algunas propuestas de la neovanguardia europea. Pero aun así, la generación crítica tendió más bien a rechazar el arte de ruptura, que se veía muchas veces como manifestación de una burguesía hastiada. Es así como en Uruguay, entre la muerte de Herrera, que parecía augurar un acceso a las vanguardias, y el advenimiento del movimiento teatral independiente que tuvo su punto más alto antes de que comenzara la década del 60, no hubo manifestaciones cercanas a las vanguardias europeas.

En ese período, y en el ámbito de las artes visuales y la música, dos fracasos estruendosos confirman la aridez del suelo cultural uruguayo.

 


Otras negaciones

El caso de los hermanos Barradas es ilustrativo del proceso de desintegración de la obra y la figura de artistas de vanguardia en los años de entreguerras, por causa del rechazo de la comunidad.

Rafael Barradas era pintor, y su hermana Carmen era pianista y compositora. Durante diez años Rafael hizo su carrera en España, donde conoció, en su estadía en Barcelona, a Joaquín Torres García, y, posteriormente, durante los años 20, instalado en Madrid, a García Lorca, Buñuel, Dalí, los poetas del 27, los ultraístas. Las penurias de la posguerra lo empujaron a pedir al gobierno uruguayo un pasaje de regreso al país, pero le fue negado. Su madre, viuda, y sus hermanos Carmen y Antonio de Ignacios — este último, poeta—, decidieron emigrar a España con la intención de unir fuerzas para salir adelante.

En Madrid, mientras Rafael trabajaba en el diseño de escenografías, o como ilustrador para revistas y periódicos, Carmen componía algunas de las piezas más renovadoras de la música uruguaya del siglo XX. Pero ambos hermanos no lograron encontrar un camino que les permitiera desarrollar satisfactoriamente sus carreras, y hacia fines de los años 20 toda la familia regresó a Uruguay. Al contrario de lo que iba a ocurrir diez años más tarde con Torres García, los Barradas fueron recibidos con notable frialdad. Poco después de llegar murió Rafael, cuando a través de su amigo Julio J. Casal comenzaba a difundir su trabajo en la revista Alfar. (Peluffo).

Carmen consiguió un empleo público como pianista en el Instituto Normal, y compuso algunas piezas más, pero la indiferencia del medio la fue arrinconando hasta que en los años sesenta dejó de componer. (Santos Melgarejo).

La crítica española había sido unánime en reconocer la originalidad y calidad artística de sus composiciones, pero el medio uruguayo no le permitió exponer su obra. Su caso es notable porque, tratándose de una de las mayores compositoras de la historia del país, buena parte de su obra se perdió por negligencia de sus herederos, y el propio Estado cometió errores de atribución (resueltos tardíamente a través de recursos judiciales), y en la actualidad, por motivos administrativos sólo atribuibles a la potencia de la censura que mereció en el país el arte asociado con las vanguardias históricas, su obra no puede ser editada en disco. (Santos Melgarejo). Escuchadas ahora, las composiciones de Barradas aparecen como muy cercanas a ideas que desarrollaron — desde otros puntos de partida y en medios muy distintos, y también con sensibilidades diferentes— los músicos atonalistas. Carmen Barradas no fue influida por lo que vio en España, sino que llegó a España con un bagaje que le permitió componer sus propias obras. Pero incluso si su originalidad pudiera ponerse en duda, lo que importa es que Uruguay no logró escucharla.

Con su hermano pasaba otro tanto, en el plano de lo visual, pero tenía una mínima ventaja: era varón, y por lo tanto tenía la posibilidad de insertarse con mayor fluidez en un medio dominado por varones. Su relación con poetas y editores le permitió la promesa de un trabajo que se vio incumplida por su muerte. Soltera, sin su hermano, acosada por la pobreza, Carmen no pudo superar las restricciones de las que con justicia se había quejado Herrera y Reissig, y finalmente fue aplastada por el entorno.

La generación del 45 no fue más benévola con los artistas vanguardistas que los viejos conservadores del Centenario. No rescataron del olvido y el ostracismo a algunos artistas como Barradas, ni ellos mismos produjeron una obra realmente renovadora. Aun hoy la importancia de Carmen Barradas es, como denunciaba Zum Felde en el entierro de Herrera, apenas un festejo social. Si la obra de Rafael Barradas tiene otra consideración entre los miembros de la crítica es debido a la vitalidad que impone a las obras transables la realidad del mercado internacional de pintura.

 

Torres y la nueva pintura

Los Barradas, Zum Felde, Julio J. Casal y numerosos intelectuales que veían con buenos ojos el arte de vanguardia recibieron en 1934 a Torres García, que volvía al país después de intentar en vano conquistar París y Nueva York. Su obra era la única producida por un uruguayo que encajaba perfectamente, sin dudas, en la más exacta definición de la vanguardia europea. Empujado por el clima de la guerra que se avecinaba, y por el fracaso de su carrera europea y norteamericana, Torres volvió a la patria con la esperanza de encontrar seguidores y financiadores. Y los encontró en una medida extraordinaria. La figura de Torres es responsable, de una manera que nunca podrá sobrevaluarse, de la extraña autopercepción de los uruguayos como un pueblo cultural y artísticamente progresista, aceptador del arte nuevo, afecto a la cultura y también vanguardista en un sentido amplio, es decir, promotor de nuevas vías para el arte.

La comunidad de artistas y políticos que recibió a Torres como a un maestro consagrado estaba compuesta tanto por los pocos intelectuales y artistas renovadores y con cierta voluntad de cambio, como por los más conservadores y conspicuos representantes de la generación del Centenario. La popularidad instantánea, explosiva, los espacios que se le abrieron sin condiciones, las becas estatales, sólo pueden entenderse si se recuerda que para una mirada marginal como la que podía ejercer Uruguay hacia Europa, admirativa, acomplejada, hacia el mundo del Art Déco, de rascacielos y fortunas tan altas como ellos, como el conjunto neoyorkino Rockefeller Center, el jazz de grandes bandas, las bailarinas liberales como Josephine Baker e Isadora Duncan, se unía naturalmente en el imaginario trasportado por las revistas ilustradas con obras como la de Picasso o Le Corbusier. Por otra parte, España aun significaba, para Uruguay, Europa, y los poetas, artistas e intelectuales españoles eran muy respetados por los uruguayos.

Torres parecía ser la figura ideal para colocar a Uruguay en ese espacio elusivo, difícil de conseguir para un país pequeño y jovencísimo, de centralidad en la corriente de la modernidad. Así fue percibido y así, incluso, es percibido hoy en día.

En la escala que hizo en Río de Janeiro el barco que traía a Torres y su familia a Montevideo, lo esperaba una carta en la que la Sociedad de Amigos del Arte le ofrecía pleno apoyo, espacio para clases, charlas y exposiciones. El mismo día de su llegada dio su primer discurso radial. Tres días después de su llegada, fue recibido por el Presidente de la República. En pocas semanas, la prensa recogía la voluntad de un enorme grupo de artistas e intelectuales que reclamaban becas, encargos y apoyos al artista uruguayo repatriado.

Sus discursos y conferencias tenían mucho éxito, y es fácil entender por qué, si uno los lee hoy: proponían una figura de artista heroica y romántica, amable, desinteresada y de elevadas miras, al servicio de la comunidad, de la educación y del progreso. Era exactamente lo que los uruguayos querían oír. Al mismo tiempo despreciaba el comercialismo, el ritmo acelerado de las grandes ciudades, el envejecimiento de la cultura europea. La situación se repetirá a lo largo de la historia de la cultura uruguaya: una ciudad sin edificios de más de ocho pisos añora un mundo sin rascacielos; una ciudad casi sin automóviles se queja de los embotellamientos; una comunidad de asalariados rechaza las carreras financieras. Torres había estado, como los estancieros ricos, en París y Nueva York, y trasmitía aquí la idea —justamente porque no era un estanciero rico, sino un artista preocupado por la felicidad pública— de que la esperanza estaba en el sur. Su dibujo de una América con el sur apuntando hacia arriba sigue siendo una poderosa imagen usada por un sector importantísimo de la intelectualidad uruguaya. En esa imagen se ve con claridad la idea de que el artista tiene el imperativo moral de cuestionar el orden establecido. Una idea curiosa, tratándose de Torres, que era un fiel y obediente seguidor de una serie de normas arbitrarias (como la partición de sus composiciones según la sección áurea o divina proporción de Pacioli) que justamente provenían de una autoridad y un orden establecido en el momento histórico del nacimiento del capitalismo.

A pesar del buen recibimiento, la crítica no lo trató bien. Incluso algunos de quienes habían ido a recibirlo al puerto, y que luego lo respaldaron en sus pedidos de apoyo económico al estado, no entendían su propuesta, no lograban conciliar su discurso romántico (ciertamente aplicable a cualquier estilo) con su práctica de una pintura fríamente descriptiva, muy estilizada, decorativa antes que figurativa. Si se atiende a la manera como Torres redactaba sus textos —inarticulada, fragmentariamente, lo que los hace ambiguos, opacos, contradictorios y en muchos casos incomprensibles— se percibe una gran concordancia con su propuesta visual, que en ese sentido es claramente vanguardista. La prensa rechazó su pintura, y sus numerosos alumnos, reunidos en torno al clan familiar Torres, se convirtieron en una vanguardia interna, que arrastró a la pintura uruguaya a través de las décadas y aun hoy divide dramáticamente el mundo de las artes visuales en partidarios y enemigos.

Su taller fue un espacio en el que los artistas más inquietos encontraban ocasión de reunirse, incluso si la figura de Torres era demasiado impositiva. No sólo pintores, sino también artistas de teatro (en los años treinta empezaban a crearse elencos de aficionados) poetas y narradores se reunían en tertulias espontáneas en el taller de Torres. El discurso mesiánico, su manera mayestática de referirse a sí mismo y su fanatismo pueril, que lo llevó a bautizar su propia concepción con un nombre ya utilizado por otras corrientes (constructivismo, universalismo constructivo), quizá por ignorancia, aunque más probablemente por megalomanía, eran al mismo tiempo un imán y un estorbo para quienes estaban interesados por la Nueva Sensibilidad, como se llamaba por entonces al arte de vanguardia. [2]

Por más que escribió y publicó muchísimo, y que dio cientos de conferencias, su discurso es desleído, romántico, ambiguo. La ambigüedad fue probablemente causa de su éxito instantáneo, ante una comunidad que ansiaba escuchar algo que ya sabía qué era.

 


La obra moderna uruguaya

El 23 de mayo de 1937 la Compañía nacional de Comedia estrenó en el teatro Urquiza de Montevideo la pieza de Francisco Espínola “La fuga en el espejo”. El texto había sido escrito durante los días 29 de enero, y 1, 2 y 6 de febrero de ese año. Espínola, nacido en 1901, había publicado para entonces sus libros más característicos

—su única novela, un libro de cuentos y un libro para niños—, y se había puesto a prueba como intelectual comprometido al tomar las armas en una guerrilla que se levantó contra la dictadura del presidente Terra en 1934. Sus personajes y ambientes son camperos, pero su literatura no es gauchesca, y se caracteriza por una composición cuidadosa y un uso perfectamente controlado de los recursos técnicos. Su pieza teatral tuvo una gran repercusión, en un Montevideo que aun estaba entusiasmado por el arribo de Torres García tres años antes. En el prólogo al libro de Espínola, el poeta y crítico Roberto Ibáñez dice, refiriéndose al texto: “los que hemos tenido oportunidad de leerla, podemos valorar la enorme distancia que existe entre su auténtica realidad artística y la opaca interpretación teatral que la dio a conocer. Infelicidad de la tramoya, deformación del texto, sobre todo en la pobre teatralización de la pantomima. Visible simplificación declamatoria, conciencia epidérmica de los papeles, turismo de superficie en los actores. No obstante, la calidad de la obra trascendía hasta el auditorio, defendiéndose, incluso, de sus propios intérpretes”. [3]

La obra se anunciaba en los programas y en la tapa del libro como “drama pantomima”. Una primera parte desarrolla el diálogo entre dos personajes que, en concordancia con el estilo de las vanguardias, no tienen nombre, sino que se definen por algunos atributos: una “joven triste” y un “hombre de cabello gris”. Esta información estaba a disposición del público en los programas de mano, pero en escena los personajes jamás se nombran mutuamente. El diálogo entre ambos discurre como una construcción de memoria compartida: ninguna información se aporta entre ellos ni al espectador. Buena parte de las frases tiene sentido alegórico o simbólico, o connota poéticamente, de manera enigmática, construyendo un universo emocional que a medida que avanza hacia el final se torna tenso y frágil. La segunda parte de la pieza es una pantomima, a la que se llega luego de un poema monologado por el personaje masculino. La transición es efectiva desde el diálogo sin acciones hasta las acciones sin diálogo.

Los personajes llegan a la escena sin contexto, dialogan sin explicarse ni presentarse, y sólo es posible entender que los personajes son dos amantes que no volverán a verse. El tono general es de tristeza. El personaje masculino asume una actitud vigilante, para no caer en la desesperación. La pantomima representa la puesta en movimiento de una serie de símbolos de cartón manejados por un titiritero, que antes habían sido puestos en palabras por los personajes.

La tensión de los diálogos y la insistencia en algunas imágenes de referente poco claro deja la impresión de que el autor no puede hablar del tema de la pieza. Los personajes hablan de sus experiencias como a través de un código privado que apenas permite atisbar el carácter erótico de la relación. El prologuista advierte: “Los símbolos no admiten equivalencias lógicas estrictas. Comprender el arte, exclusivamente, es empobrecerlo; hay, también, que sufrirlo y soñarlo”. Y a continuación hace la defensa más acorde a la idea que del arte y de la recepción tenían las vanguardias: “Cada lector o espectador […] puede verter a su gusto la significación intuitiva de esos elementos simbólicos y rebajarlos al nivel de una exhausta categoría racional” (Espínola 27). A continuación explica que hará una interpretación, y desliza una mención a Freud que da la pista de que hace una lectura no inocente del carácter rupturista de la pieza.

La dificultad de poner en palabras algunos asuntos, que parece aquejar a Espínola en esta obra, se manifestaría en la parquedad de Beckett o en la irracionalidad de Ionesco. En el caso de Espínola se sospecha una dificultad para abordar abiertamente la índole erótica del vínculo entre los personajes.

Probablemente parte de la expectativa que generó la obra, y la buena convocatoria que tuvo, se debieron a que fue la primera obra del elenco, una compañía de derecho privado, pero parcialmente subvencionada por el estado, entre otras formas, mediante el otorgamiento de la sala, que pertenecía al SODRE. [4] Los fundadores de la compañía eran hombres de radio y de teatro popular, ampliamente conocidos por el público.

El prólogo de Ibáñez y las notas de prensa aparecidas luego del estreno demuestran que la obra resultó incomprensible para el público de la época. La polémica entre Zum Felde y Schinca que había ocurrido casi diez años antes, con motivo del trabajo, formalmente cercano al futurismo, de Ferreiro, marca también en el caso de “La fuga en el espejo” los polos en pugna. La diferencia es, probablemente, que Espínola tenía una obra publicada más sólida y aceptada que Ferreiro. Curiosamente, esto lo hacía más inaceptable para algunos, ya que difícilmente podía calificarse el texto de Espínola de capricho juvenil. El reproche que entonces se hizo más reiteradamente fue el de la falta de compromiso del autor con la realidad. Ibáñez lo pone así en el prólogo: “La fuga en el espejo, se ha dicho, es indiferente a las preocupaciones fundamentales de nuestro tiempo” (Espínola). Y realiza allí una defensa del arte nuevo como resistencia efectiva al fascismo que se entronizaba en Europa. No menciona la participación de Espínola en el levantamiento armado contra la dictadura, ocurrido en 1935, que terminó con el encarcelamiento del escritor. La falta de mención se debe a que en el momento de publicarse el libro era presidente (aunque elegido, esta vez, a través de elecciones populares legítimas) quien había dado el golpe de estado y había encarcelado a Espínola. Pero la participación del autor en la llamada Batalla de Paso de Morlán era el argumento más claro para contradecir las tesis de la falta de compromiso con la realidad.

 

NOTAS

Capítulo inicial del libro-tesis: Vanguardias retrasadas en el teatro uruguayo: el rol actualizador de Teatro Uno. Montevideo, 2014.

1. Entrevista en el programa “Tormenta de cerebros”, 6 de junio de 2007, 1050 AM, Uruguay.

2. “Nueva sensibilidad” se debe a la traducción que José Ortega y Gasset hizo de la fórmula de Apollinaire “esprít nouveau” al titular una conferencia que dictó en Buenos Aires en 1916. Durante los años 20 y 30, la crítica se refería a las vanguardias históricas, con frecuencia, con esa denominación.

3. Esta referencia a la mala actuación es excepcional, si se exceptúan las críticas feroces a la mala actuación de los actores uruguayos de los años cuarenta y cincuenta, proferidas con firmeza y fundamento por Carlos Martínez Moreno desde el semanario Marcha, y debe ser atendida especialmente para hacerse una idea de la calidad escénica de las obras de teatro nacionales hasta los años sesenta y setenta. Algunos referentes del teatro independiente (ver infra) como Nelson Flores, también son duros, en declaraciones recientes, a la hora de calificar la calidad de los actores de mediados de siglo XX.

4. El SODRE era el Servicio Oficial de Difusión Radio Eléctrica, creado en 1929. Para alimentar los espacios radiales, el organismo comenzó a financiar elencos de cantantes, músicos y bailarines, a imagen de las empresas estatales de radio europeas. La creación de un elenco de teatro dependiente del organismo estuvo dentro de sus objetivos, y de hecho durante el año 1942 funcionó una “Comedia Nacional” completamente subvencionada.




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 196 | dezembro de 2021

Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)

Artista convidada: Cecilia Vignolo (Uruguai, 1971)

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