quarta-feira, 22 de dezembro de 2021

CARLOS REHERMANN | Alberto Restuccia, una teatralidad sin pausa

 


Desde el comienzo de su carrera, Alberto Restuccia asumió un rol provocador, desestabilizador y resistente. De las vanguardias, especialmente de Artaud, tomaba sus posturas de provocación; de sus convicciones políticas su militancia contra el orden político establecido. El teatro y la literatura de los años sesenta en Uruguay buscaban una justificación ideológica para su práctica en la selección de un repertorio “comprometido”, lo que venía a significar alineado con algunos nombres extranjeros identificados con la izquierda. En ese sentido, el nombre más influyente en el teatro uruguayo fue el de Bertolt Brecht, que colocó al teatro El galpón en un lugar de preeminencia en el movimiento del teatro independiente uruguayo.  

Los cincuenta años de trayectoria artística de Alberto Restuccia pueden organizarse, para el análisis, en cuatro períodos. 

La década de 1960 supuso la construcción de su personalidad artística de compromiso político y perfil rupturista en el plano artístico. Hasta el año 1970, Restuccia dirigió una decena de obras: La rabia entra en la ciudad, Hamlet, Las sirvientas, Los enanos, Guay Uruguay y En Familia. Otras cuatro obras incluyen creaciones colectivas, textos propios y una pieza de García Lorca.  

La década del 70 lo encuentra como un director con experiencia, consciente de su solvencia para la puesta en escena. 

El segundo período está marcado por la dictadura, que forzaba al público a interpretaciones muy finas (o muy gruesas, ya que había un grado de sobreinterpretación importante) de todos los mensajes que se emitían desde el escenario. En ese período, Restuccia trabajó dando clases de teatro y presentando espectáculos en todo el país. Pero la dictadura le impedía muchas veces el trabajo, por lo cual decidió, a mediados de la década de los setenta, abrir su propio teatro en el centro de Montevideo, el Teatro Tablas, donde puso en escena su obra más exitosa, Esto es cultura, animal, espectáculo en el que una especie de profesor orate explicaba el mundo usando un idioma inventado. Fue también el momento en el que puso a punto su estilo cercano al café concert, sin cuarta pared, y con un personaje que se confundía evidentemente con el actor. La obra tuvo un extraordinario éxito de público, tanto por el eficiente humor como por las interpretaciones acerca de le realidad política que el público hacía del idioma inventado.

El tercer período comienza al final de la dictadura, cuando propone un espectáculo cuya puesta en escena estuvo a cargo de Luis Cerminara, acerca de la matanza de Salsipuedes, cuando el general Rivera emboscó al último grupo charrúa organizado. La puesta tenía un aire de performance improvisada, con la presencia del director y el dramaturgo en el hall del teatro, charlando con grupos de espectadores antes de entrar, ocasiones en las que explicaba aspectos de la historia del país, y luego, en la sala, una invasión de actores por los pasillos, un vestuario de ensayos de danza, un discurso inarticulado, y estímulos visuales y acústicos múltiples. La estrategia era similar a la de Guay Uruguay, aunque con textos mucho menos panfletarios, de mayor carga poética, y una mucho más débil estructura narrativa. Esos rasgos convirtieron la pieza en un paradigma del teatro más rupturista de los ochenta. Para el ambiente teatral uruguayo Salsipuedes supuso la recolocación de Restuccia en el lugar del artista teatral más innovador del país, posición que había sostenido justo antes del golpe de Estado. 

La pieza tuvo mucho éxito e inició una serie de relecturas, por parte del público y de algunos autores no académicos, del tema aborigen en Uruguay. Una nota de Jorge Abbondanza la analizaba en contraste con la obra Artigas, general del pueblo, del entonces recién regresado teatro El galpón. Ante el engolamiento marmóreo del retrato que El galpón hacía del prócer, Abbondanza rescataba la vitalidad de la propuesta revulsiva de Restuccia. 

Finalmente, la cuarta etapa de su carrera, un período artístico que aun se mantiene activo, en el que Restuccia decide travestirse y asumir la personalidad de Beti Faría, una especie de fenómeno de labios y uñas pintados, de calva reluciente y tetillas al aire con un discurso que insiste con que “hay que asumir la bisexualidad esencial de los seres humanos”. Por más que a lo largo de su vida tuvo varias parejas mujeres y varios hijos, en esta etapa se autodefine como “un viejo puto” [1] y sus espectáculos proponen invariablemente travestismo y una defensa de la homosexualidad. 

 


Beti Faría

Alberto Restuccia Farías asume un discurso acerca de la identidad de género que puede rastrearse en la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty, en Simone de Beauvoir, en Michel Foucault y más recientemente en la teoría feminista. Propone un personaje que llama Beti Faría, tomando partes de su propio nombre personal y familiar, y lo hace jugar en espectáculos de estilo café concert, con diálogos con el público.

Viste una bata roja, abierta, que deja ver panty-medias de red y una especie de camiseta también calada, con frecuencia con aberturas para dejar a la vista las tetillas y el ombligo, y sandalias, caravanas brillantes y collares de perlas, labios y ojos pintados. No lleva peluca, sino que exhibe sin disimulo la calva, y las uñas, cortas, están también pintadas con colores oscuros, rasgo que Alberto Restuccia conserva en su vida cotidiana. 

La gestualidad de Beti Faría no se diferencia en absoluto de la de Alberto Restuccia, aspecto del estilo de actuación del actor que ha sido una constante en su teatro, salvo en ocasiones en las que representa mujeres, en las que puede asumir una voz en falsete y una caricaturesca gestualidad de actor travestido.  

Alberto Restuccia exhibe una gestualidad y una entonación al hablar que, si uno sigue los criterios de asignación de roles de género en nuestra cultura, pueden calificarse de marcadamente masculinos. Este rasgo pudo, a lo largo de la vida del actor, compaginarse de una manera tradicional, como estrategia de disimulo de su homosexualidad, especialmente si el dato se agrega a sus varias parejas con mujeres. Sin embargo, parece ser más que una máscara. En los últimos años, en los que mantiene una pareja masculina estable, ha acentuado sus expresiones discursivas acerca de su preferencia homosexual, al punto que sus expresiones de admiración o de deseo por una mujer son en general factores de desencadenamiento de sorpresa, una especie de búsqueda de un anti-escándalo, en la medida en que sus abundantes manifestaciones de su preferencia homosexual hacen suponer que no le interesan las mujeres en un plano erótico, lo cual es constantemente desmentido tanto por la práctica como por esas irrupciones sorpresivas. Es muy interesante observar el desconcierto de quienes han asistido en primer lugar a sus expresiones de preferencia homosexual (sea en un espectáculo o en reuniones privadas) y de pronto se encuentran con exclamaciones de gusto y deseo por una mujer. La aceptación de que el individuo debe ser calificado de “homosexual” se encuentra con la ruptura drástica que supone la expresión clásica del varón heterosexual cuando califica a una mujer deseable. En este aspecto cabe analizar las estrategias de manejo del estigma, y de testeo del grupo entre los que puede encontrarse un “sabio” (Goffman 35-44). El actor manipula aquí un saber y una posición de dominio que le otorga el oficio y su carácter de “dueño” del espacio escénico, y dueño especialmente de la partitura gestual, es decir, de la clave performática. 

Su personaje Beti Faría es travestido en sentido estricto, ya que es sólo la indumentaria y el maquillaje lo que lo emparenta con ciertas imágenes de lo femenino en nuestra cultura, pero su gestualidad y su entonación verbal parecen desmentir las proposiciones del vestuario. 

Lo que suele llamarse “amaneramiento”, marcas gestuales con las que algunos individuos definen socialmente su espacio de preferencia erótica o su intención de desarrollo de una sensibilidad, está fuera del universo gestual de Beti Faría. Con mucha claridad se puede identificar una elaboración de la performance que conscientemente manipula los factores que emparentan la estrategia del teatro y de la vida cotidiana (Butler).  El travesti que quiere tener una imagen de mujer fracasa cuando afloran rasgos masculinos que ponen de manifiesto la máscara. Las Drag Queens y los travestis de escenario utilizan el vestuario y el maquillaje como máscaras, es decir, para crear personae, personajes que habilitan un afloramiento performático (gestual) distinto al de la vida cotidiana, y, en ese sentido, liberador, al permitir que un aspecto expresivo del individuo se manifieste sin limitaciones, aunque con la protección de la máscara. Lo expresivo de la gestualidad está presente en todo momento, pero en Beti Faría actúa como represa conceptual: se ve la máscara, se entiende que el actor nos habla de que él lleva consigo (adentro de sí, puesto en su cuerpo) un personaje, pero al mismo tiempo el personaje retiene la gestualidad que estamos habituados a esperar en esa máscara. Eso rompe la estructura esperada de “ser y por consiguiente mostrar”, que el travesti invierte para que entendamos que muestra algo que antes no sabíamos o no queríamos o no estábamos capacitados para ver. Beti Faría muestra una apariencia que no deja salir aquella esencia supuestamente oculta. La desarticulación del personaje travesti opera como desarticulación de todo el mecanismo performático social por el cual se define socialmente el género. 

 

Beti Faría en escena

Cuando se presenta Beti Faría en un escenario, ocurre un fenómeno peculiar, que ha venido siendo explorado por el teatro del siglo XX de diversas maneras: la ruptura de la cuarta pared. El teatro especializó el espacio y el tiempo a lo largo de la historia. Se puede hablar de dos clases de espacio en el teatro: por un lado el espacio donde se desarrolla la ficción, que es el escenario y los espacios ocultos pero referidos, normalmente conectados espacialmente con el escenario a través de tres lados por donde puede haber salidas de los actores; y por otro lado el espacio propio de los espectadores, que no es un espacio cotidiano, sino una clase especial de espacio de la realidad cotidiana que en ese espacio (la platea) sólo permite a quien lo habita el rol de espectador. Este espacio no es el mundo de referencia en el teatro burgués naturalista de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX; el mundo de referencia del naturalismo es el mundo de los espectadores antes de penetrar en el edificio teatral. Para que sea posible la ficción (la voluntaria suspensión de la incredulidad de Coleridge), el espectador debe estar contenido en una cápsula que no pueda ser dañada por la ficción. Así, la ficción del escenario puede referirse a todo el universo, menos a dos espacios: el escenario donde se realiza y la platea donde están los espectadores. 

Las vanguardias y las neo vanguardias manipularon esas prohibiciones, hicieron salir a los personajes del espacio escénico, hicieron entrar a los espectadores al escenario, y jugaron de todas las maneras posibles con la ruptura de los límites entre ambos espacios y también entre los espacios adyacentes, es decir los espacios latentes extra escénicos pero ficcionales y los espacios referenciales extra teatrales, el mundo de los espectadores y de los actores antes de maquillarse.   

La presentación de Beti Faría en un escenario supone elaboraciones ya no acerca de los espacios tridimensionales, sino de los espacios conceptuales también tradicionalmente necesarios para el cumplimiento de la ficción: la extravagancia del aspecto del personaje choca de inmediato con la “naturalidad” del habla y los gestos del actor, y con su continua ruptura de la cuarta pared. Lo que llamo “naturalidad” es una partitura gestual que los espectadores identifican con la performance de la vida en los espacios extra escénicos, que en este caso está marcada por varias ausencias: ausencia de estilización artística (el actor en escena no parece un actor) y ausencia de estilización de género (el actor no parece homosexual porque no es “amanerado”). 

Al mismo tiempo, el espacio escénico no es un espacio donde ocurre una ficción, sino un espacio donde un personaje realiza un discurso, cuenta un cuento o lee una poesía. La mayor parte de las veces lo que hace Bati Faría es referirse al mundo real de los espectadores, tanto al mundo extrateatral como al mundo de la platea, en un gesto típico del café concert, para el cual el único mundo fuera del escenario es el de la platea. Esos discursos están cargados de crítica política y social. 

El personaje se apropia de una manera radical y absoluta del fenómeno: supera las distinciones espaciales, supera también los espacios conceptuales de la performance, y redefine el universo de la performance de una manera que abarca al mismo tiempo al propio personaje, al actor que lo produce y a los espectadores, que reconocen de inmediato su propio carácter de construcción performática.

 


Performatividad y género restucciano

La cada vez más explicitada homosexualidad de Restuccia, básicamente a través de discursos verbales directos, se encuentra, por vía de su personaje Beti Faría, problematizada de una manera inusual. No se trata de una homosexualidad indicada o difundida por un universo gestual y melódico (“amaneramiento”), ni de una homosexualidad enmascarada detrás de una construcción de género cuya performance está destinada a producir una ficción, sino que se genera la idea de que Alberto Restuccia es el mismo siempre, cuando es Alberto Restuccia y cuando es Beti Faría, cuya indumentaria no logra cambiar lo que forma parte de lo esencial.

Aquí es donde “lo esencial” concentra los rasgos de lo problemático y reafirma las teorías de la performance. 

Un mundo material, corpóreo, en el que la anatomía marca ciertos territorios, se superpone con un mundo de gestualidad, de inmaterialidad en tanto expresividad o en tanto sistema de signos, es decir, espacios perceptibles portadores de significados, que son interpretados como contenidos inmateriales (espirituales, mentales, ideológicos, etc.). Si las teorías anatomistas proponen una definición de géneros “natural”, en el sentido esencialista de ser consecuencias de la conformación del cuerpo, y toda otra definición cae dentro de lo patológico, “lo esencial” en una teoría de la performance es justamente lo que queda comprendido en el universo de lo gestual, marcado por una serie de contratos, prohibiciones, castigos y otros actos reguladores. 

Beti Faría muestra que Alberto Restuccia no es un individuo que ha construido una fachada de gestos viriles para ocultad su preferencia homosexual, sino que simplemente no hay ninguna fachada. Su identidad de género y su preferencia sexual no entran en conflicto porque, como actor, su trabajo (su arte) ha sido siempre la elaboración de mundos gestuales. Lo performático ha sido el trabajo consciente de Restuccia a lo largo de toda su vida y su carrera. 

La propuesta de Butler acerca de la institución de una identidad de género a través de la repetición estilizada de actos, y como resultado performativo que la sanción social y el tabú compelen a dar, que en definitiva conduce a concluir que el género puede leerse como un “estilo corporal”, trae a colación la noción de performance teatral y acto teatral, aunque Butler aclara que numerosas teorías teatrales no serían adecuadas para esta asociación de ideas.

En efecto, antes de Artaud, las teorías teatrales (no así las prácticas) establecían que una elaboración previa del actor, un diseño del personaje, conduce a la elección de una partitura gestual que describe o expresa a ese personaje previamente fijado. Stanislawski comenzó a desarticular esa idea de personaje predefinido cuando en los ejercicios de entrenamiento de sus actores los hacía reaccionar de distintas maneras ante un estímulo dado, sin llegar a elaborar una personalidad del personaje. El teatro físico e irracional reclamado por Artaud puso sobre el escenario unos actores que no sabían cómo era su personaje, que en realidad comienza a nacer a partir de juegos escénicos propuestos por la dirección y de partituras gestuales que, en Europa, los actores comenzaron a buscar (tal el caso de Artaud) en universos cerrados y exóticos como las danzas de Bali, las ceremonias de grupos aborígenes americanos o africanos, etc. 

Movimientos que son evidentemente totalidades coherentes, pero que los occidentales no saben a qué obedecen, qué significan ni por qué se realizan, sirven a los actores para comenzar a moverse, para adueñarse de movimientos hasta ese momento “puros”, no significantes. 

Esa estrategia nació de seguidores de Artaud y de artistas que luego se acercarían a la antropología, como Jerzy Grotowski o Eugenio Barba. Un término clave en el trabajo de los maestros contemporáneos (desde Meyerhold hasta Kantor) es “extrañamiento”. El extrañamiento, el alejamiento de universos de gestos conocidos, culturalmente marcados, sea cotidianos o celebratorios, siempre muy codificados, permite al actor dar nacimiento a un personaje que no proviene del análisis psicológico, como pedía, todavía, Stanislawski. En cambio, el actor consciente de su enorme carga histórica corporal, explora movimientos de los que no sabe nada, o que codifica según un código improvisado o muy personal, que nada podría significar para otros. De esa manera, comienza a navegar a través de una posibilidad de personaje. La plena ignorancia del decoro exótico evita la contaminación gestual que forma parte de la herencia cultural del actor. 

En realidad, el actor que construye un personaje a través de una estrategia performática muestra que es posible construir no sólo la identidad de género sino casi cualquier cualidad, sea compartida por otros individuos, sea decodificable socialmente o sean aspectos estilísticos personales e irrepetibles, interpretados por la comunidad justamente como rasgos individuales. 

Esta estrategia de los actores del siglo XX (en realidad, de algunos grupos de artistas de teatro, quizá los más innovadores o con mayor vocación por la investigación de sus medios) no es nueva, aunque sí es nueva la conciencia de la técnica. Los teatros altamente codificados como el Nô y el Kabuki japonés, y también su teatro de marionetas Bunraku, que, aunque más naturalista, está estrictamente codificado), la ópera tradicional china, los teatros regionales de la India o la commedia dell’arte italiana, se trasmiten de generación en generación mediante el trasvase incuestionado de una serie de partituras gestuales estrictamente fijadas, que incluyen maquillaje, vestuario y decorados. 

La comprensión y el disfrute de estos teatros supone una inmersión profunda de los espectadores en esos universos sígnicos. Un espectador que no domine su significado no entenderá las piezas, y por otra parte, la comprensión de los signos tampoco garantiza el disfrute y la comprensión última de las obras, sino que se hace necesaria esa cierta naturalización de la estilización, una pérdida del carácter artificioso de los gestos y la vocalización, para que sea posible la suspensión de la incredulidad. La naturalización es el proceso por el cual la artificiosidad de la performance se hace imperceptible. Esto se produce por la repetición de la exposición a esos espectáculos.

De manera que la “repetición estilizada de actos” de Butler tiene su contrapartida necesaria en la repetición a la exposición por parte de quienes interpretan lo que ven. 

La diferenciación que hace Butler entre expresión y performance es esencial para comprender la esencia de la institución de identidades (Butler): 

 

En consecuencia, el género no puede ser entendido como un papel que, o bien expresa, o bien disfraza, un yo interior, siendo que este "yo" se conciba sexuado o no. En tanto que representación performativa, el género es un "acto", en amplio sentido, que construye la ficción social de su propia interioridad psicológica. En oposición a un punto de vista como el de Erving Goffman, que plantea un yo que asume e intercambia varios papeles dentro de las complejas expectativas sociales del juego de la vida moderna, estoy sugiriendo no sólo que este yo es un irreparable afuera constituido en el discurso social, sino también que la adscripción de la interioridad es ella misma una forma de la fabricación de la esencia, públicamente regulada y sancionada. Los géneros, entonces, no pueden ser verdaderos o falsos, reales o aparentes. Es más, uno se ve forzado a vivir en un mundo en que los géneros constituyen significantes unívocos, en que el género está estabilizado, polarizado, diferenciado e intratable. En efecto, el género está hecho para cumplir con un modelo de verdad y de falsedad que no solamente contradice su propia fluidez performativa, sino que sirve a una política social de regulación y control del género. Actuar mal el propio género inicia un conjunto de castigos a la vez obvios e indirectos, y representarlo bien otorga la confirmación de que a fin de cuentas hay un esencialismo en la identidad de género.

 

Restuccia manipula eficientemente la naturalización de su partitura gestual mediante un procedimiento que invierte las técnicas tradicionales: no reproduce performances instaladas en el imaginario (travesti caricaturesco, travesti ilusionista), sino que reviste de una máscara estática (cierto vestuario, cierto maquillaje) un universo gestual que corresponde al espacio extra teatral, y lo instala en un escenario. Si la suspensión de la incredulidad requiere la trasparencia de la partitura gestual, Restuccia convierte en opacos todos los gestos a través de la negativa a usar repertorios preconcebidos.

 


Beti Faría /Betty Farías

Restuccia usa en la construcción de Beti Faría un recurso que ha sido muy común en el teatro independiente uruguayo, que es el de construir metapersonajes cuando se instituye al actor como figura pública. Fue común que actores y actrices tomaran como seudónimo el nombre de un actor o actriz extranjero. [2]

Aquí la referencia es a la actriz de televisión brasilera Betty Farías, tan popular en Uruguay como en su país. 

Algunos espectáculos de Teatro Uno tienen un título que es una parodia del título de otro espectáculo. Algunos ejemplos en su carrera: El amor tiene cara de monstruo —parodia de El amor tiene cara de mujer, una de las primeras telenovelas argentinas; Esperando la buseca, una “bajada a tierra” según expresión de Restuccia, de Esperando a Godot”, ya que el problema metafísico de Beckett se convierte en problema alimenticio básico en Uruguay (También puede haber influido el enorme éxito que tenía, en esos años, la comedia Esperando la carroza); La revancha será temible, parodia teatral del programa radial realizado por el argentino Alejandro Dolina, La venganza será terrible.

El uso de nombres de actores y de títulos de piezas extranjeras es, para Restuccia, un homenaje, un reconocimiento de la maestría del parodiado, y un acto simplemente gracioso y simpático.

Pero probablemente ese uso indique una marca generacional, por un lado, que señala cierta subordinación a medios percibidos como de mayor peso profesional y al mismo tiempo el deseo de un reconocimiento rápido por parte de un público que, si no conoce al parodiador, sí puede simpatizar o empatizar con él ya que sí conoce al parodiado. Por otro lado, es posible encontrar en la estrategia de la parodia una contaminación de los géneros teatrales populares, difundido en los escenarios de carnaval, como la murga, que construye toda su obra en términos de parodia, sea en su parte musical como en su sección dramática. El teatro de generaciones posteriores a las de los fundadores del teatro independiente comienza a abandonar esta práctica, pero en Restuccia (que pertenece a la segunda generación de teatreros independientes) se mantiene aun como un rasgo estilístico.

Aquí se puede observar otra característica del trabajo de Restuccia, que tiene que ver con la nula renovación de los integrantes de Teatro Uno. Los elencos independientes de cierta importancia, como El Galpón y El Circular, mantienen un proceso continuo de integración de artistas a sus elencos. Eso produce una renovación de concepciones, de estilos, de estrategias de creación de repertorio. Teatro Uno, si bien ha tenido a lo largo de los años variadísima integración, se mantiene como una idea sostenida por Alberto Restuccia. Como se ha visto, esto no significa que no haya habido cambios a lo largo de su historia, sino que ciertas concepciones y aun ciertos gustos se mantienen incambiados ya que pertenecen a Restuccia.  

 

NOTAS

Capítulo 6 del libro-tesis: Vanguardias retrasadas en el teatro uruguayo: el rol actualizador de Teatro Uno. Montevideo, 2014.

1. Es decir, homosexual. La exresión es peyorativa, y debe interpretarse como jerga entre “sabios”,  en el sentido de Goffman.

2. El caso de Cristina Morán es uno de ellos: esta actriz tomó como seudónimo el nombre y el apellido de una actriz argentina del momento. Otros casos tomaban el nombre de un actor y el apellido de otro (Roberto Fontana), casi invariablemente argentinos.




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO

Número 196 | dezembro de 2021

Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)

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