Los cincuenta años
de trayectoria artística de Alberto Restuccia pueden organizarse, para el
análisis, en cuatro períodos.
La década de 1960
supuso la construcción de su personalidad artística de compromiso político y
perfil rupturista en el plano artístico. Hasta el año 1970, Restuccia dirigió
una decena de obras: La rabia entra en la ciudad, Hamlet, Las sirvientas, Los
enanos, Guay Uruguay y En Familia. Otras cuatro obras incluyen creaciones
colectivas, textos propios y una pieza de García Lorca.
La década del 70 lo
encuentra como un director con experiencia, consciente de su solvencia para la
puesta en escena.
El segundo período
está marcado por la dictadura, que forzaba al público a interpretaciones muy
finas (o muy gruesas, ya que había un grado de sobreinterpretación importante)
de todos los mensajes que se emitían desde el escenario. En ese período,
Restuccia trabajó dando clases de teatro y presentando espectáculos en todo el
país. Pero la dictadura le impedía muchas veces el trabajo, por lo cual
decidió, a mediados de la década de los setenta, abrir su propio teatro en el
centro de Montevideo, el Teatro Tablas, donde puso en escena su obra más
exitosa, Esto es cultura, animal, espectáculo en el que una especie de profesor
orate explicaba el mundo usando un idioma inventado. Fue también el momento en
el que puso a punto su estilo cercano al café concert, sin cuarta pared, y con
un personaje que se confundía evidentemente con el actor. La obra tuvo un
extraordinario éxito de público, tanto por el eficiente humor como por las interpretaciones
acerca de le realidad política que el público hacía del idioma inventado.
El tercer período
comienza al final de la dictadura, cuando propone un espectáculo cuya puesta en
escena estuvo a cargo de Luis Cerminara, acerca de la matanza de Salsipuedes,
cuando el general Rivera emboscó al último grupo charrúa organizado. La puesta
tenía un aire de performance improvisada, con la presencia del director y el
dramaturgo en el hall del teatro, charlando con grupos de espectadores antes de
entrar, ocasiones en las que explicaba aspectos de la historia del país, y
luego, en la sala, una invasión de actores por los pasillos, un vestuario de
ensayos de danza, un discurso inarticulado, y estímulos visuales y acústicos
múltiples. La estrategia era similar a la de Guay Uruguay, aunque con textos
mucho menos panfletarios, de mayor carga poética, y una mucho más débil
estructura narrativa. Esos rasgos convirtieron la pieza en un paradigma del
teatro más rupturista de los ochenta. Para el ambiente teatral uruguayo
Salsipuedes supuso la recolocación de Restuccia en el lugar del artista teatral
más innovador del país, posición que había sostenido justo antes del golpe de
Estado.
La pieza tuvo mucho
éxito e inició una serie de relecturas, por parte del público y de algunos
autores no académicos, del tema aborigen en Uruguay. Una nota de Jorge
Abbondanza la analizaba en contraste con la obra Artigas, general del pueblo,
del entonces recién regresado teatro El galpón. Ante el engolamiento marmóreo
del retrato que El galpón hacía del prócer, Abbondanza rescataba la vitalidad
de la propuesta revulsiva de Restuccia.
Finalmente, la
cuarta etapa de su carrera, un período artístico que aun se mantiene activo, en
el que Restuccia decide travestirse y asumir la personalidad de Beti Faría, una
especie de fenómeno de labios y uñas pintados, de calva reluciente y tetillas
al aire con un discurso que insiste con que “hay que asumir la bisexualidad
esencial de los seres humanos”. Por más que a lo largo de su vida tuvo varias
parejas mujeres y varios hijos, en esta etapa se autodefine como “un viejo
puto” [1] y sus espectáculos
proponen invariablemente travestismo y una defensa de la homosexualidad.
Beti Faría
Alberto Restuccia Farías asume un
discurso acerca de la identidad de género que puede rastrearse en la
fenomenología de Maurice Merleau-Ponty, en Simone de Beauvoir, en Michel
Foucault y más recientemente en la teoría feminista. Propone un personaje que
llama Beti Faría, tomando partes de su propio nombre personal y familiar, y lo
hace jugar en espectáculos de estilo café concert, con diálogos con el público.
Viste una bata
roja, abierta, que deja ver panty-medias de red y una especie de camiseta
también calada, con frecuencia con aberturas para dejar a la vista las tetillas
y el ombligo, y sandalias, caravanas brillantes y collares de perlas, labios y
ojos pintados. No lleva peluca, sino que exhibe sin disimulo la calva, y las
uñas, cortas, están también pintadas con colores oscuros, rasgo que Alberto
Restuccia conserva en su vida cotidiana.
La gestualidad de
Beti Faría no se diferencia en absoluto de la de Alberto Restuccia, aspecto del
estilo de actuación del actor que ha sido una constante en su teatro, salvo en
ocasiones en las que representa mujeres, en las que puede asumir una voz en
falsete y una caricaturesca gestualidad de actor travestido.
Alberto Restuccia
exhibe una gestualidad y una entonación al hablar que, si uno sigue los
criterios de asignación de roles de género en nuestra cultura, pueden
calificarse de marcadamente masculinos. Este rasgo pudo, a lo largo de la vida
del actor, compaginarse de una manera tradicional, como estrategia de disimulo
de su homosexualidad, especialmente si el dato se agrega a sus varias parejas
con mujeres. Sin embargo, parece ser más que una máscara. En los últimos años,
en los que mantiene una pareja masculina estable, ha acentuado sus expresiones
discursivas acerca de su preferencia homosexual, al punto que sus expresiones
de admiración o de deseo por una mujer son en general factores de
desencadenamiento de sorpresa, una especie de búsqueda de un anti-escándalo, en
la medida en que sus abundantes manifestaciones de su preferencia homosexual
hacen suponer que no le interesan las mujeres en un plano erótico, lo cual es
constantemente desmentido tanto por la práctica como por esas irrupciones
sorpresivas. Es muy interesante observar el desconcierto de quienes han
asistido en primer lugar a sus expresiones de preferencia homosexual (sea en un
espectáculo o en reuniones privadas) y de pronto se encuentran con
exclamaciones de gusto y deseo por una mujer. La aceptación de que el individuo
debe ser calificado de “homosexual” se encuentra con la ruptura drástica que
supone la expresión clásica del varón heterosexual cuando califica a una mujer
deseable. En este aspecto cabe analizar las estrategias de manejo del estigma,
y de testeo del grupo entre los que puede encontrarse un “sabio” (Goffman
35-44). El actor manipula aquí un saber y una posición de dominio que le otorga
el oficio y su carácter de “dueño” del espacio escénico, y dueño especialmente
de la partitura gestual, es decir, de la clave performática.
Su personaje Beti
Faría es travestido en sentido estricto, ya que es sólo la indumentaria y el
maquillaje lo que lo emparenta con ciertas imágenes de lo femenino en nuestra
cultura, pero su gestualidad y su entonación verbal parecen desmentir las
proposiciones del vestuario.
Lo que suele
llamarse “amaneramiento”, marcas gestuales con las que algunos individuos
definen socialmente su espacio de preferencia erótica o su intención de
desarrollo de una sensibilidad, está fuera del universo gestual de Beti Faría.
Con mucha claridad se puede identificar una elaboración de la performance que
conscientemente manipula los factores que emparentan la estrategia del teatro y
de la vida cotidiana (Butler). El
travesti que quiere tener una imagen de mujer fracasa cuando afloran rasgos
masculinos que ponen de manifiesto la máscara. Las Drag Queens y los travestis
de escenario utilizan el vestuario y el maquillaje como máscaras, es decir,
para crear personae, personajes que habilitan un afloramiento performático
(gestual) distinto al de la vida cotidiana, y, en ese sentido, liberador, al
permitir que un aspecto expresivo del individuo se manifieste sin limitaciones,
aunque con la protección de la máscara. Lo expresivo de la gestualidad está
presente en todo momento, pero en Beti Faría actúa como represa conceptual: se
ve la máscara, se entiende que el actor nos habla de que él lleva consigo
(adentro de sí, puesto en su cuerpo) un personaje, pero al mismo tiempo el
personaje retiene la gestualidad que estamos habituados a esperar en esa
máscara. Eso rompe la estructura esperada de “ser y por consiguiente mostrar”,
que el travesti invierte para que entendamos que muestra algo que antes no
sabíamos o no queríamos o no estábamos capacitados para ver. Beti Faría muestra
una apariencia que no deja salir aquella esencia supuestamente oculta. La
desarticulación del personaje travesti opera como desarticulación de todo el
mecanismo performático social por el cual se define socialmente el género.
Beti Faría en escena
Cuando se presenta Beti Faría en un
escenario, ocurre un fenómeno peculiar, que ha venido siendo explorado por el
teatro del siglo XX de diversas maneras: la ruptura de la cuarta pared. El
teatro especializó el espacio y el tiempo a lo largo de la historia. Se puede
hablar de dos clases de espacio en el teatro: por un lado el espacio donde se
desarrolla la ficción, que es el escenario y los espacios ocultos pero
referidos, normalmente conectados espacialmente con el escenario a través de
tres lados por donde puede haber salidas de los actores; y por otro lado el
espacio propio de los espectadores, que no es un espacio cotidiano, sino una
clase especial de espacio de la realidad cotidiana que en ese espacio (la
platea) sólo permite a quien lo habita el rol de espectador. Este espacio no es
el mundo de referencia en el teatro burgués naturalista de finales del siglo
XIX y comienzos del siglo XX; el mundo de referencia del naturalismo es el
mundo de los espectadores antes de penetrar en el edificio teatral. Para que
sea posible la ficción (la voluntaria suspensión de la incredulidad de
Coleridge), el espectador debe estar contenido en una cápsula que no pueda ser
dañada por la ficción. Así, la ficción del escenario puede referirse a todo el
universo, menos a dos espacios: el escenario donde se realiza y la platea donde
están los espectadores.
Las vanguardias y
las neo vanguardias manipularon esas prohibiciones, hicieron salir a los
personajes del espacio escénico, hicieron entrar a los espectadores al
escenario, y jugaron de todas las maneras posibles con la ruptura de los
límites entre ambos espacios y también entre los espacios adyacentes, es decir los
espacios latentes extra escénicos pero ficcionales y los espacios referenciales
extra teatrales, el mundo de los espectadores y de los actores antes de
maquillarse.
La presentación de
Beti Faría en un escenario supone elaboraciones ya no acerca de los espacios
tridimensionales, sino de los espacios conceptuales también tradicionalmente
necesarios para el cumplimiento de la ficción: la extravagancia del aspecto del
personaje choca de inmediato con la “naturalidad” del habla y los gestos del
actor, y con su continua ruptura de la cuarta pared. Lo que llamo “naturalidad”
es una partitura gestual que los espectadores identifican con la performance de
la vida en los espacios extra escénicos, que en este caso está marcada por
varias ausencias: ausencia de estilización artística (el actor en escena no
parece un actor) y ausencia de estilización de género (el actor no parece
homosexual porque no es “amanerado”).
Al mismo tiempo, el
espacio escénico no es un espacio donde ocurre una ficción, sino un espacio donde
un personaje realiza un discurso, cuenta un cuento o lee una poesía. La mayor
parte de las veces lo que hace Bati Faría es referirse al mundo real de los
espectadores, tanto al mundo extrateatral como al mundo de la platea, en un
gesto típico del café concert, para el cual el único mundo fuera del escenario
es el de la platea. Esos discursos están cargados de crítica política y
social.
El personaje se
apropia de una manera radical y absoluta del fenómeno: supera las distinciones
espaciales, supera también los espacios conceptuales de la performance, y
redefine el universo de la performance de una manera que abarca al mismo tiempo
al propio personaje, al actor que lo produce y a los espectadores, que
reconocen de inmediato su propio carácter de construcción performática.
Performatividad y género restucciano
La cada vez más explicitada
homosexualidad de Restuccia, básicamente a través de discursos verbales
directos, se encuentra, por vía de su personaje Beti Faría, problematizada de
una manera inusual. No se trata de una homosexualidad indicada o difundida por
un universo gestual y melódico (“amaneramiento”), ni de una homosexualidad
enmascarada detrás de una construcción de género cuya performance está
destinada a producir una ficción, sino que se genera la idea de que Alberto
Restuccia es el mismo siempre, cuando es Alberto Restuccia y cuando es Beti
Faría, cuya indumentaria no logra cambiar lo que forma parte de lo esencial.
Aquí es donde “lo
esencial” concentra los rasgos de lo problemático y reafirma las teorías de la
performance.
Un mundo material,
corpóreo, en el que la anatomía marca ciertos territorios, se superpone con un
mundo de gestualidad, de inmaterialidad en tanto expresividad o en tanto
sistema de signos, es decir, espacios perceptibles portadores de significados,
que son interpretados como contenidos inmateriales (espirituales, mentales,
ideológicos, etc.). Si las teorías anatomistas proponen una definición de
géneros “natural”, en el sentido esencialista de ser consecuencias de la
conformación del cuerpo, y toda otra definición cae dentro de lo patológico,
“lo esencial” en una teoría de la performance es justamente lo que queda
comprendido en el universo de lo gestual, marcado por una serie de contratos,
prohibiciones, castigos y otros actos reguladores.
Beti Faría muestra
que Alberto Restuccia no es un individuo que ha construido una fachada de
gestos viriles para ocultad su preferencia homosexual, sino que simplemente no
hay ninguna fachada. Su identidad de género y su preferencia sexual no entran
en conflicto porque, como actor, su trabajo (su arte) ha sido siempre la
elaboración de mundos gestuales. Lo performático ha sido el trabajo consciente
de Restuccia a lo largo de toda su vida y su carrera.
La propuesta de
Butler acerca de la institución de una identidad de género a través de la repetición
estilizada de actos, y como resultado performativo que la sanción social y el
tabú compelen a dar, que en definitiva conduce a concluir que el género puede
leerse como un “estilo corporal”, trae a colación la noción de performance
teatral y acto teatral, aunque Butler aclara que numerosas teorías teatrales no
serían adecuadas para esta asociación de ideas.
En efecto, antes de
Artaud, las teorías teatrales (no así las prácticas) establecían que una
elaboración previa del actor, un diseño del personaje, conduce a la elección de
una partitura gestual que describe o expresa a ese personaje previamente
fijado. Stanislawski comenzó a desarticular esa idea de personaje predefinido
cuando en los ejercicios de entrenamiento de sus actores los hacía reaccionar
de distintas maneras ante un estímulo dado, sin llegar a elaborar una
personalidad del personaje. El teatro físico e irracional reclamado por Artaud
puso sobre el escenario unos actores que no sabían cómo era su personaje, que
en realidad comienza a nacer a partir de juegos escénicos propuestos por la
dirección y de partituras gestuales que, en Europa, los actores comenzaron a
buscar (tal el caso de Artaud) en universos cerrados y exóticos como las danzas
de Bali, las ceremonias de grupos aborígenes americanos o africanos, etc.
Movimientos que son
evidentemente totalidades coherentes, pero que los occidentales no saben a qué
obedecen, qué significan ni por qué se realizan, sirven a los actores para
comenzar a moverse, para adueñarse de movimientos hasta ese momento “puros”, no
significantes.
Esa estrategia
nació de seguidores de Artaud y de artistas que luego se acercarían a la
antropología, como Jerzy Grotowski o Eugenio Barba. Un término clave en el
trabajo de los maestros contemporáneos (desde Meyerhold hasta Kantor) es
“extrañamiento”. El extrañamiento, el alejamiento de universos de gestos
conocidos, culturalmente marcados, sea cotidianos o celebratorios, siempre muy
codificados, permite al actor dar nacimiento a un personaje que no proviene del
análisis psicológico, como pedía, todavía, Stanislawski. En cambio, el actor
consciente de su enorme carga histórica corporal, explora movimientos de los
que no sabe nada, o que codifica según un código improvisado o muy personal,
que nada podría significar para otros. De esa manera, comienza a navegar a
través de una posibilidad de personaje. La plena ignorancia del decoro exótico
evita la contaminación gestual que forma parte de la herencia cultural del
actor.
En realidad, el
actor que construye un personaje a través de una estrategia performática
muestra que es posible construir no sólo la identidad de género sino casi
cualquier cualidad, sea compartida por otros individuos, sea decodificable
socialmente o sean aspectos estilísticos personales e irrepetibles,
interpretados por la comunidad justamente como rasgos individuales.
Esta estrategia de
los actores del siglo XX (en realidad, de algunos grupos de artistas de teatro,
quizá los más innovadores o con mayor vocación por la investigación de sus
medios) no es nueva, aunque sí es nueva la conciencia de la técnica. Los
teatros altamente codificados como el Nô y el Kabuki japonés, y también su
teatro de marionetas Bunraku, que, aunque más naturalista, está estrictamente
codificado), la ópera tradicional china, los teatros regionales de la India o
la commedia dell’arte italiana, se trasmiten de generación en generación
mediante el trasvase incuestionado de una serie de partituras gestuales
estrictamente fijadas, que incluyen maquillaje, vestuario y decorados.
La comprensión y el
disfrute de estos teatros supone una inmersión profunda de los espectadores en
esos universos sígnicos. Un espectador que no domine su significado no
entenderá las piezas, y por otra parte, la comprensión de los signos tampoco
garantiza el disfrute y la comprensión última de las obras, sino que se hace
necesaria esa cierta naturalización de la estilización, una pérdida del
carácter artificioso de los gestos y la vocalización, para que sea posible la
suspensión de la incredulidad. La naturalización es el proceso por el cual la
artificiosidad de la performance se hace imperceptible. Esto se produce por la
repetición de la exposición a esos espectáculos.
De manera que la
“repetición estilizada de actos” de Butler tiene su contrapartida necesaria en
la repetición a la exposición por parte de quienes interpretan lo que ven.
La diferenciación
que hace Butler entre expresión y performance es esencial para comprender la
esencia de la institución de identidades (Butler):
En consecuencia, el género no puede ser entendido como un
papel que, o bien expresa, o bien disfraza, un yo interior, siendo que este "yo" se
conciba sexuado o no. En tanto que representación performativa, el género es un
"acto", en amplio sentido, que construye la ficción social de su
propia interioridad psicológica. En oposición a un punto de vista como el de
Erving Goffman, que plantea un yo que asume e intercambia varios papeles dentro de las complejas expectativas
sociales del juego de la vida
moderna, estoy sugiriendo no sólo que este yo es un irreparable afuera constituido en el discurso social, sino
también que la adscripción de la interioridad es ella misma una forma de la
fabricación de la esencia, públicamente regulada y sancionada. Los géneros,
entonces, no pueden ser verdaderos o falsos, reales o aparentes. Es más, uno se
ve forzado a vivir en un mundo en que los géneros constituyen significantes
unívocos, en que el género está estabilizado, polarizado, diferenciado e
intratable. En efecto, el género está hecho para cumplir con un modelo de
verdad y de falsedad que no solamente contradice su propia fluidez
performativa, sino que sirve a una política social de regulación y control del
género. Actuar mal el propio género inicia un conjunto de castigos a la vez
obvios e indirectos, y representarlo bien otorga la confirmación de que a fin
de cuentas hay un esencialismo en la identidad de género.
Restuccia manipula
eficientemente la naturalización de su partitura gestual mediante un
procedimiento que invierte las técnicas tradicionales: no reproduce
performances instaladas en el imaginario (travesti caricaturesco, travesti
ilusionista), sino que reviste de una máscara estática (cierto vestuario,
cierto maquillaje) un universo gestual que corresponde al espacio extra teatral,
y lo instala en un escenario. Si la suspensión de la incredulidad requiere la
trasparencia de la partitura gestual, Restuccia convierte en opacos todos los
gestos a través de la negativa a usar repertorios preconcebidos.
Beti Faría /Betty Farías
Restuccia usa en la construcción de
Beti Faría un recurso que ha sido muy común en el teatro independiente
uruguayo, que es el de construir metapersonajes cuando se instituye al actor
como figura pública. Fue común que actores y actrices tomaran como seudónimo el
nombre de un actor o actriz extranjero. [2]
Aquí la referencia
es a la actriz de televisión brasilera Betty Farías, tan popular en Uruguay
como en su país.
Algunos
espectáculos de Teatro Uno tienen un título que es una parodia del título de
otro espectáculo. Algunos ejemplos en su carrera: El amor tiene cara de
monstruo —parodia de El amor tiene cara de mujer, una de las primeras
telenovelas argentinas; Esperando la buseca, una “bajada a tierra” según
expresión de Restuccia, de Esperando a Godot”, ya que el problema metafísico de
Beckett se convierte en problema alimenticio básico en Uruguay (También puede
haber influido el enorme éxito que tenía, en esos años, la comedia Esperando la
carroza); La revancha será temible, parodia teatral del programa radial
realizado por el argentino Alejandro Dolina, La venganza será terrible.
El uso de nombres
de actores y de títulos de piezas extranjeras es, para Restuccia, un homenaje,
un reconocimiento de la maestría del parodiado, y un acto simplemente gracioso
y simpático.
Pero probablemente
ese uso indique una marca generacional, por un lado, que señala cierta
subordinación a medios percibidos como de mayor peso profesional y al mismo
tiempo el deseo de un reconocimiento rápido por parte de un público que, si no conoce
al parodiador, sí puede simpatizar o empatizar con él ya que sí conoce al
parodiado. Por otro lado, es posible encontrar en la estrategia de la parodia
una contaminación de los géneros teatrales populares, difundido en los
escenarios de carnaval, como la murga, que construye toda su obra en términos
de parodia, sea en su parte musical como en su sección dramática. El teatro de
generaciones posteriores a las de los fundadores del teatro independiente
comienza a abandonar esta práctica, pero en Restuccia (que pertenece a la
segunda generación de teatreros independientes) se mantiene aun como un rasgo
estilístico.
Aquí se puede
observar otra característica del trabajo de Restuccia, que tiene que ver con la
nula renovación de los integrantes de Teatro Uno. Los elencos independientes de
cierta importancia, como El Galpón y El Circular, mantienen un proceso continuo
de integración de artistas a sus elencos. Eso produce una renovación de
concepciones, de estilos, de estrategias de creación de repertorio. Teatro Uno,
si bien ha tenido a lo largo de los años variadísima integración, se mantiene
como una idea sostenida por Alberto Restuccia. Como se ha visto, esto no
significa que no haya habido cambios a lo largo de su historia, sino que
ciertas concepciones y aun ciertos gustos se mantienen incambiados ya que
pertenecen a Restuccia.
NOTAS
Capítulo 6 del libro-tesis: Vanguardias
retrasadas en el teatro uruguayo: el rol actualizador de Teatro Uno.
Montevideo, 2014.
1. Es decir, homosexual. La exresión es peyorativa, y debe interpretarse
como jerga entre “sabios”, en el sentido
de Goffman.
2. El caso de Cristina Morán es uno de ellos: esta actriz tomó como
seudónimo el nombre y el apellido de una actriz argentina del momento. Otros
casos tomaban el nombre de un actor y el apellido de otro (Roberto Fontana),
casi invariablemente argentinos.
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 196 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidada: Cecilia Vignolo (Uruguai, 1971)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
ARC Edições © 2021
Visitem também:
Atlas Lírico da América Hispânica
Nenhum comentário:
Postar um comentário