1964
La calle El Conde se queda
sin pisadas ni rumores después del aguacero. Sucesivas y limpias, las vidrieras
traslucen el asfalto con un algo de noche preterida. Llovió fieramente antes de
bajarme del carro. Ahora, desde la acera, noto la mujer que está parada en la esquina.
Su cabellera es una urgencia de sombra, un arrebato de agua oscura e incierta.
La puerta del
Baitoa está rodeada de faroles rojos. Cuando entro al sitio, en la penumbra distingo
a un gozoso y serpenteante negro que toca el piano en el fondo del salón. El lugar
es estrecho y apenas caben unas ocho o diez mesas. De repente, la colmena de feligreses
amontonados en la barra y en los rincones estalla en coros jubilosos y mordaces,
en sátiras festivas y burlonas. Sucede que el pianista ha iniciado su guaracha “El
guardia con el tolete”, y la concurrencia se transforma súbitamente en un danzante
aquelarre tabernario: estruendoso, erudito de blasfemias, protestativo contra el
orden político usurpado. Uno entona la canción, otro acompaña con las maracas, el
otro golpea rítmicamente el plato con la cuchara, el de más allá aplaude entre el
jolgorio incesante. Por un momento, aquello me parece un universo trepidante y sacrílego,
intemporal e irrespirablemente humano. Luego, al finalizar los acentos de “El guardia…”
y al emprender el pianista su íntima “Casita de campo”, la atmósfera cambia. Todos,
ahora, han de estar como regidos por una piadosa y desusada anarquía.
Yo sólo distingo
la silueta, de pie, al fondo de la barra. En sus manos se balancea una copa de fulgor
rojizo y evasivo. La cabellera es una sombra que apenas me permite imaginar el cigarrillo
colgando de sus labios.
Tiemblo levemente
al pensar en la mujer de la esquina.
1970
Se escuchan las
olas desde la terraza y también, aunque más tenuemente, en el interior de la gran
sala del bar con el piano que gira en la plataforma, desde donde Danny y Fausto
suavemente rajan y dividen la noche en pedazos dulces y blandos, en gajos transparentes
y livianos que no son sino vocablos de garotas y de gracias, de olas y confines,
de insensatas quimeras quinceañeras que Tom y Vinicius apresan con las manos del
sueño. Y luego llegas tú, Manuel, también con tu enjambre de muchachas y de trinos,
de Charitines y Rhinas y Cecilias que te devuelven al delirio cardinal de aquellos
días en que hubo una Rosario que nunca te abandonó del todo, que jamás estuvo distante
cuando tú gritabas: ¡Ven, no te alejes…!
El bar del Napolitano
está lleno. Manuel sentado en el piano. Cantarán, ahora, esas prodigiosas Galateas
que él modeló sílaba a sílaba, pétalo a pétalo. Uno por uno, desfilan aquellos cantos
adolescentes que el viejo músico trae de la mano. Allí, a modo de testigos, están
René, Nandy, Arnulfo y Andresito, envueltos en la noche inconsútil, demorada de
júbilo y penumbras.
Pienso que fue
Manuel, ese áfrico nigromante, tú, Manuel Sánchez Acosta, quien nos enseñó que aquellas
oscuridades, que aquellas noches vacías y con tiznes de madrugada tenían otra razón
y otro destino: quizá un inédito albedrío de abismos y pleamares y bordones. Que
la luz desolada de la vigilia fugazmente nos aproximaba a la muerte (debiste haberlo
dicho) y que la noche no era sino un devolvernos a una cierta eternidad de furtivos
paraísos: acaso a la terrible infinitud del cielo ávido y desnudo del deseo.
1980
Habrá que bajar por aquella
escalera hasta llegar al sótano. Antes de abrir la puerta ya se escuchan los acordes
de Rafael cuando toca Days of Wine and Roses,
la vieja canción de Henry Mancini con letras de Johnny Mercer. (Al entrar, compruebas
que Don Frank siempre llega temprano al lugar y que nadie ocupa su sitio en la barra).
A Rafael, como a muy pocos intérpretes, le suena el piano con ensambladuras de silencios
y de mieles, con sabias modulaciones de ternura y de pasión.
El bar de Kalaff
constituyó la nota más alta y pura de la noche de Santo Domingo en aquel momento.
Rafael tocó y vivió mucho tiempo fuera de su tierra. Regresó con el sueño infinito
de quedarse. Aquel deseo, sin embargo, no fue cumplido. Algunos años más tarde,
deslucido, insatisfecho y triste, hubo de regresar a su exilio involuntario. Pero
su presencia amable y sabia, discreta y prudente, matizó de buen gusto y elegancia
las urgentes noches de esos años.
2010
Busco el vaivén de luz de lámpara que apaga y enciende cual rayo efímero
y viscoso en la leve oscuridad de aquella puerta cerrada, exactamente cerrada. En
lo alto se mece el cortinaje de un mirador de nubes. Y las estrellas se encienden
y se apagan como ciertos sueños.
El bar está casi lleno a las nueve y media, pero eso no te impide mirar
los óleos y dibujos que cuelgan de las paredes claras. Carlos Luis está sentado
en un taburete, listo para cantar. El público es dueño de una impaciencia controlada.
De repente, la guitarra. Unos arpegios heridos de agua y espuma llenan la pequeña
habitación. Chorro ardiente de sonoridades repentinas, de inauditos vocablos: “Pienso
que va a llover porque tu recuerdo se me puso gris, y oigo a lo lejos palabras mojadas
de tiempo”. Entonces uno empieza a entender que no sólo es la noche el abandono
de la luz, la deserción de ciertos resplandores, sino más bien otro amago de claridad
que nace del temblor primordial de unas cuerdas reclinadas en el miedo, en las soledades
extrañas, en los amores hundidos.
Cuando salgo, la mujer está ahí, en la esquina. Luciérnaga inmóvil y dudosa.
La cabellera negra y el vestido negro en la noche negra. Doy unos pasos hacia el
automóvil y ella, pienso vagamente, me sigue. Profuso árbol de sangre que se mueve
hacia mí. Que me busca, que me persigue. Nave obsesiva y atroz que concurre a un
inapelable destino de naufragios.
Ahora recuerdo a André Breton: “Si una mujer de cabellera
negra te sigue por las calles, es sólo la noche, que sigue tus pasos”.
Cuando amanece
El
día se apropia del lento bagaje de los sueños. El día huele a balbuceos
que la noche olvida. El día es sordo a
las fragancias de alborada. El día
es la noche inexplicable y superflua del insomne.
El día es el no imposible camino hacia lo oscuro.
NOTA
Tomado del libro Santo Domingo. Visiones de la ciudad (Ministerio de Cultura de la República
Dominicana, 2010)
PEDRO DELGADO MALAGÓN. Ingeniero civil y escritor.
Ministro de Obras Públicas y Comunicaciones (1982-86). Columnista de la revista
Rumbo (1994-2004). Desde el 2012 publica
en el diario El Caribe la página sabatina Apuntes de infraestructura. De él señala
la Antología Mayor de la Literatura Dominicana
(siglos XIX-XX): “Con un vasto
dominio de la cultura universal desde la antigüedad grecolatina hasta nuestros días,
sus conferencias, ensayos y artículos reflejan su erudición en humanidades y ciencias
sociales”. Marcio Veloz Maggiolo escribió: “Diría que Pedro Delgado Malagón es uno
de los dominicanos con mayor dominio de la cultura de su tiempo y de otras eras,
pero además, en él vive un artista pleno, global, con capacidades insólitas de encontrar
en lo popular y en lo culto esa raíz universal y simultánea de todo lo que existe”.
Publicaciones: Menesteres y otras urgencias (1998): selección de discursos,
conferencias y escritos diversos sobre literatura, historia, artes plásticas, música,
filosofía, antropología, política y economía; Hitos del bolero dominicano: una
visión apasionada (2005), ensayo incorporado a un estudio acerca del bolero,
dentro de la serie cultural patrocinada por la empresa Codetel; Cinco noches
y una aurora, ensayo incluido en el libro Santo Domingo: Visiones y Perfiles
de la ciudad (2010), publicado
por el Ministerio de Cultura de la República Dominicana; Turismo dominicano. 30 años a velocidad de crucero (2018): publicación institucional del Banco
Popular Dominicano y el Grupo Popular, S. A. En gestación: Creencias de la mirada:
compendio de ensayos, conferencias y reflexiones diversas sobre artes plásticas.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 191 | dezembro de 2021
Curadoria: Soledad Alvarez (República Dominicana, 1950)
Artista convidado: José García Cordero (República Dominicana, 1951)
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