Marosa di Giorgio
empezó a publicar en los años cincuenta. En 1979 la editorial Arca, de Montevideo,
reunió sus libros anteriores bajo el título Los papeles salvajes. Después aparecieron
otros volúmenes, hasta que una edición en dos tomos, incorporando esos materiales,
fue publicada con el mismo título por la editorial Adriana Hidalgo de Buenos
Aires, en 1999. Poemas en prosa, viñetas, narraciones breves: el conjunto de la
obra de Di Giorgio pertenece a un género dudoso. Narraciones más largas o “cuentos”
siguieron, con dos títulos: Misales y Camino de las pedrerías. Y también
una “novela”: Reina Amelia. Su último libro es Rosa mística.
Es notoria en
Di Giorgio la cohesión, la continuidad del tono, de los procedimientos y el material
anecdótico.
Algunos reseñistas
se han rebelado contra la consistencia de esta obra. Han acusado a Di Giorgio de
repetirse. Pero explorar un territorio, el registro de variantes de una manera,
puede ser aquí el síntoma perentorio de un poder.
Su obra tiene
muy poco que ver con los programas o proyectos poéticos que se consideraban válidos
en el Uruguay de los sesenta, cuando prevalecía una poesía coloquial y “comprometida”
cuyas huellas todavía arrastramos y que ofrece tanto entonces como hoy las marcas
patéticas de su insuficiencia: un llamado de urgencia cívica, afincada en límites
convencionales y “correctos”, no tenía en cuenta el gran cambio que se hacía patente
por entonces a partir de Estados Unidos y de Inglaterra: una nueva política de minorías,
de exploración de sustancias, y de un eros no identitario, que se filtraba en gran
parte a través de la música y de los estilos visuales asociados con la música. Frente
a la poesía coloquial y simplista que tuvo su auge por entonces, en Di Giorgio aflora
una conciencia muy aguda del artificio, de la extravagancia, la burla y los disfraces.
Lo familiar, en su obra, aparece como no familiar, anómalo y monstruoso.
Si el momento
fuerte de la poesía oriental escrita en castellano fue el modernismo, con Delmira
Agustini y Julio Herrera y Reissig, la poesía oriental escrita en francés ya había
tenido su momento culminante en la segunda mitad del siglo XIX. Isidore Ducasse
(Lautréamont) y Jules Laforgue, gracias al hecho de escribir en francés y de pasar una parte de sus cortas vidas en Europa proyectaron
sus trayectorias no sólo sobre el modernismo hispanoamericano que intentó digerirlos,
sino sobre el simbolismo y surrealismo franceses y, en el caso de Laforgue, sobre
el modernismo angloamericano de Ezra Pound y T. S. Eliot. No me propongo trazar
un árbol genealógico de Marosa di Giorgio sino alumbrar las relaciones laterales,
las afinidades electivas con quienes podemos considerar sus “precursores”.
De Lautréamont,
Di Giorgio hereda los rasgos animales o inhumanos, a ratos feroces, el tête a tête con lo “divino”, las transformaciones
vertiginosas del yo lírico y de cualquier otra presencia o interlocutor, y la insensatez
de un deseo sin cortapisas, intenso o violento, hereje y blasfemo, que tiene su
campo de realización en el hecho mismo de la escritura, no en la “realidad” de un
referente objetivo. De Jules Laforgue, Di Giorgio hereda la pantalla complementaria
de la luna, la superficie intocable sobre la que se reflejan los objetos platónicos
de su virginidad, un apetito de insatisfacción, imágenes contempladas por un prisionero
en una caverna, bajo la luz de una linterna mágica: eso era y no era.
En esta mímesis
inhumana leemos que ciertas luces “brillaban con furia, con desesperación.” La furia
subraya la intensidad de la experiencia, cercana a un tope irresistible, y la desesperación
sugiere una gratuidad insignificante. A pesar de ser intensos (furia) esos brillos
no alcanzan a decir nada: lo único que pueden hacer es brillar en la inminencia
de una revelación que no ocurre. El brillo implica una profecía que no llega como
significado, no llega a tener significado. Espera constante: ocurren hechos que
no terminan de entregar su secreto y el testigo, o quien experimenta -un pronombre
personal que transita un borde roto de experiencias anómalas- por lo común no puede
hacer nada con respecto a las experiencias o fenómenos, ni huir de ellos ni detenerlos
o modificarlos. Aunque hay intentos retóricos de un yo, intentos de huir y de no
poder hacerlo, como en los sueños, como en los dilemas y la angustia de las pesadillas
que articulan nuestro deseo más real, que nos hacen reales, más reales que en la
vigilia. A veces hay pequeñas modificaciones acotadas: “Con todo, me alejé un
poco.” Pero “quedé prendida a no sé qué y a nada.” El no sé qué, la serie
de brillos, se prenden y se apagan, intermitentes, entregan un parpadeo fuera del
ser y la sustancia, una mirada flotante que convoca e inmoviliza.
Si -en los escritos
de Di Giorgio- se juega con aliteraciones, con homofonías significantes, a partir
del parecido sonoro surgen unas de otras las palabras, como alternativas homofónicas,
para quebrantar y desconcertar la dirección predeterminada de sentido. Los tropezones
revocan la ilusión de que el referente sea inequívoco; el narrador, el visionario,
vacila al reconocer los elementos de la visión, las imágenes son incompletas o fluidas,
se modifican al elegir las palabras que las describen; esas figuraciones indecisas
se desprenden de la letra misma. Más que describir, se nota que el narrador va escogiendo
(o perplejo no puede escoger) entre parentescos sonoros; así peligra la continuidad
metonímica de las escenas. Las homofonías, como el chiste según Freud, liberan de
repente cierta energía, intiman un disfrute eufórico. Del discurso embotado se pasa
de repente, a través de sustituciones pérfidas, no a un significado, sino a un aura
de esclarecimiento y goce. Filtra los rayos que exaltan una voluptuosidad redescubierta.
“Comedores, corredores”, “huesos, huevos”, introducen la duplicidad, traicionan
una experiencia vacilante, proyectan el fragmento como una cascada fuera de foco:
“Andábamos por los oscuros comedores, corredores, y algún fugaz visitante sexual
era atendido, o evitado, y clavelinas, tenebrarios, tenebrarios, clavelinas, y más
cosas.” Las homofonías revelan que no hay sustancias, sino efectos superficiales
del significante. El brillo apela, pero no conoce de seguro el nombre de lo que
llama, como una mirada desafía al testigo para que la defina. El brillo, la mirada,
deslumbran, dan cuerpo a la experiencia, aunque no la expliquen. Las homofonías
marcan el máximo esfuerzo de atención hacia un enigma momentáneo, la atmósfera de
un encuentro.
¿Cómo se distribuye
aquí el espacio? Lo que está dentro está fuera y viceversa. Los milagros ocurren
dentro y fuera de las casas. No hay un ordenamiento categorial definitivo del espacio.
Más que identidades, personajes y lugares, se experimentan climas, pasajes, ingredientes
de una tormenta, una hora del día, velocidades y pausas. Al no subjetivarse, los
afectos no oponen un dentro y un fuera, un interior orgánico y sentimental, y un
exterior objetivo. Intervienen quirúrgicamente a la narradora para extraerle las
mismas cosas que, desde fuera, la acechan (cuerpo o mirada). Un ángel, después de
una vertiginosa serie de transformaciones, regresa al “alma” de la narradora, de
donde había salido, y muere. Viene de la nada, de un interior invisible, y vuelve
a la nada. No hay sustancia, ni un testigo con otra identidad que las vicisitudes
circunstantes. Y no es posible huir porque el perseguido y el perseguidor están
contagiados uno del otro, son inseparables.
El yo intenta
a veces, pero inútilmente, separarse de una dudosa amenaza o una violencia. Ese
yo sin embargo también es violento a veces, por ejemplo, cuando come un sargo que
está vivo y que lo mira, pero casi nunca es responsable de las violencias. La agresión
erótica no se atribuye directamente al yo, ni siquiera a un hombre (o a una mujer),
sino más bien a otro animal. La violencia es erótica, el erotismo violento, pero
no se describe un coito entre hombres, sino entre doncellas y tigres, entre un diablo
o un lobo y alguien más, que es a veces el yo femenino, victimizado de una extraña
narradora.
Cuando el yo
ataca es casi siempre en tanto que otro: cuando acecha y devora a un “niño de muy
breve edad”, se pone el “disfraz de lobo, el disfraz de león, los lentes de mariposa.”
Un yo disfrazado de león disfrazado, o de incógnito bajo los lentes oscuros de la
mariposa, bajo una máscara seductora. Pero a veces el perseguido persigue al perseguidor.
Es como si la violencia fuese intercambiable, reversible, e imparable. El cuerpo
violado y expuesto en el cielo del poema es una vergüenza difamada, una vergüenza
hecha visible por sorpresa, desde lo oscuro. Al devenir animal o planta, el relator
se libera de la culpa paralizante que infligen las instituciones, la familia en
primer lugar. A través de los ojos inhumanos de otro animal, contempla una vergüenza
inocente.
La tercera persona
–según Maurice Blanchot– es el neutro, la no-persona, la persona despersonalizada,
el borde anómalo de un recorrido. [1] Atacar y ser atacado son los vértices
de un goce vivido como tortura o crimen, cuando “otro” vive jugando con la muerte
de alguien. La voluptuosidad de una violencia, la sospecha de un prodigio, crecen,
se despliegan cuando la culpa no reprime a un yo responsable. No siempre se indica
quién mata, quién muere, ni siquiera si alguien muere. Un asesino anónimo mata las
vacas, y es una violencia repetitiva, que vuelve cada día. La violencia, viva y
aniquiladora, es una exaltación anónima, recurrente. Esta experiencia impersonal
postula la resurrección, también impersonal, cuyo corolario es: “No sé si moriré.”
Aunque el yo
lírico resulta generalmente impotente para alterar la circunstancia, está lejos
de contemplar impasible los fenómenos que lo acosan. Se sorprende, se asusta, tiene
reacciones parangonables con las descritas por Freud cuando busca caracterizar la
experiencia de lo no-familiar, de lo extraño descubierto en lo familiar, algo que
según nuestra concepción adulta del orden del mundo o de las leyes del cosmos no
podría ocurrir y sin embargo ocurre. Lo difunto-vivo no es ficticio, sino que, no
siendo cierto (“y levemente no era cierto,” escribe Di Giorgio) se contagia de certidumbre.
Aunque los resultados no son “ciertos”, los devenires son reales. Los contagios
son devenires e intensidades reales de un cuerpo. Hay vida en la muerte: los dos
estados se comunican, los procesos de aniquilamiento resultan escandidos por sorprendentes
resurrecciones. Y entre el terror y el placer, el goce es indiscernible de la angustia.
Pero en Di Giorgio
la experiencia fantástica suele aparecer como una condena más que un beneficio,
un acontecer irremediable que atenta contra cualquier equilibrio y tranquilidad:
“Yo quedé harta de esa repetición, reverberación.” Es siempre una tentación insensata,
implica una inquietud, un peligro. Dentro de esta poética del desastre y la acentuación
de figuras de ambición excesiva y autodestructora, tampoco hay una distinción valorativa
entre fuerzas del bien y del mal, entre dios y el demonio. Queda claro en cambio
que las gratificaciones no son literales. El menú de los relatos de Marosa consiste
en manjares apenas comestibles, escasamente alimenticios, incapaces de calmar el
apetito. El objeto del deseo Men contraposición al apetito liso y llano, al hambre
aplacada por la saciedad después de haber comidoM es fugaz, inasible, insatisfactorio,
una gozosa tortura.
En este aura
paradójica el colmo es que la luz del sol y la luz de la luna parezcan una, la misma.
Un libro de poemas de Jules Laforgue lleva el título Imitation de Notre Dame
la Lune: allí se postula la victoria de la luna sobre el sol. Sobre la pantalla
de proyección inasible de la luna aparecen cosas que no gratifican, porque resultan
tan intocables como ella. En contra de la luz del sol, plenamente física, que nutre
las funciones orgánicas, la luz de la luna adquiere una contundencia equivalente
(“Por un segundo la luz lunar y la del sol parecen una”) pero de índole opuesta:
alimenta un deseo de insatisfacción.
Los brillos se
captan como miradas: “La lamparilla roja andando, toda mi larga infancia, miró a
todos, y a mí más que a ninguno, como si quisiera enseñarme un secreto muy antiguo
y una cosa abominable.” El yo descubre que lo están mirando, pero esta mirada que
recae sobre él es ciega, de “ojos sesgados y blancos, sin iris ni pupilas.” El yo
es captado por una mirada que no mira. En esa inquietante reverberación entre lo
animado y lo inanimado, el punto de emanación del sujeto, otro en la mirada que
no mira, da lugar a un trastrocamiento de los pronombres; una experiencia equivale
a otra, pero es contada desde un punto de vista inverso: soy la Virgen; veo la virgen;
soy la mariposa, veo la mariposa: avatares de un cuerpo en escritura.
Los personajes
“cristianos” como la Virgen o las vírgenes, no son en verdad referentes mitológicos
inequívocos, sino más bien soportes precarios de aconteceres y ubicuas fosforescencias.
Y la “madre” –quizá el único referente que puede pretender una función de personaje– es ambigua, contradictoria. Por una parte, se presenta como censora, exige decoro,
silencio, comportamientos dignos o serenos; por otro sugiere que la censura es una
broma perversa, un maléfico chasco, una estratagema: se hace cómplice de las transgresiones
o fechorías. La madre ve –aunque en ocasiones simula no ver– prodigios vegetales
o animales y es un prodigio ella misma, fragmentada por ejemplo en mil ojos: “ella
parece reírse sola y reaparece otra vez por todas partes.”
Los protagonistas
no son personajes, sino más bien acontecimientos (un viento, una helada) que toman
la figura transitoria de caracteres. Se combinan y se diferencian bajo el efecto
conminatorio de un “recuerdo” que resulta una invención: las composiciones de Di
Giorgio suelen arrancar de una pretendida evocación del pasado para convertirse
en una anticipación del futuro: la inminencia de una revelación o un desenlace que
no llega. Algo habla, nadie habla. Esporádicas, intermitentes ráfagas o harapos
de voces se atribuyen a los soportes menos verosímiles, constante prosopopeya que
revela “un murmullo increíble en cada cosa.” No apunta a un más de significación,
sino que se tambalea y bordea siempre un menos, un borramiento. El simbolismo corroe,
como en el intento fracasado de Baudelaire (soneto de las “Correspondencias”) un
plan de clasificación que sucumbe en una mezcla de perfumes.
La chacra, el
jardín, el huerto, están poblados por frutos reales e irreales, animales reales
e irreales, personajes reales y ficticios, familiares, extravagantes, mitológicos
(la Virgen, el diablo, la hija del diablo, Dios, las hadas), singularizaciones de
una experiencia interior-exterior, en contrapunto. El sujeto son las cosas que asaltan
como mirada. Esta reificación vivificante (devenir animal o cosa) es un antídoto
contra la identidad forjada por las expectativas de la familia y el trabajo. Los
roles resultan una comedia de costumbres agujereada por asombrosas anomalías. Un
imperativo absoluto pero vacío se concreta, espontáneo, en cada caso, a través de
dictados que articulan miradas nómades de insoportable intensidad. Universo de pronombres
y jerarquías intercambiables, juego de amenaza onírico y chamánico en contraste
con un contexto positivista y estéril de consignas y compromisos, cuando no de mero
realismo inane, la obra de Di Giorgio no solicita el consenso de ningún mandarinato.
El yo, en Di
Giorgio, es la esquirla de una catástrofe. El yo es apenas un enganche sorprendido
por las miradas, una paja que flota y ni siquiera tiene un deseo que pueda llamar
propio. El deseo implica aquí el conjunto del universo o mónada, aunque en cada
caso, en cada línea, está sustituido por un significante particular. Los girasoles
son las caras del deseo. Entre el sol y los girasoles media el cosmos, que también
desea. El yo no tiene cara: es mirado por miríadas enceguecedoras, pero no uniformes,
no indiferentes. Las millonésimas vegetales y animales no emanan de un acto de voluntad
del yo. Pero atenderlas es un imperativo de abandono, un acto deliberado de abandonarse
a la experiencia de una boda hermafrodita.
El coito, cuando
ocurre, suele ser auto goce y autofecundación, “casada consigo misma”. Las actividades
complementarias del hermafrodita transitan los pronombres: “ellas” por ejemplo.
Y es así que alcanzan la culminación del gozar: “en el amor, a solas, retorcerse
hasta morir.” Las fecundaciones suelen no tener que ver con los órganos de la reproducción:
más bien ocurren por contagio, contaminaciones aéreas como la fecundación de las
plantas a través de insectos que liban y depositan sustancias en los cálices, coincidencias
mágicas, magnetismo, simpatía, efluvios e influjos a través de los que “se reproducen
sin tocarse.” El caracol es el “señor y la señorita”, “Hermes y Afrodita”, una instancia
dinámica del influjo y del complemento subjetivo-objetivo. El autogoce, filtrado
por el rejuego de los procesos, es una experiencia furiosa, desesperada, pero también
omnipotente.
Un exceso de
atención, una extraordinaria intensidad de atención: el tiempo, bajo este examen,
se abre a otro tiempo más detallado, a la crónica de lo que antes quedaba sincopado,
prisionero en los pliegues, implícito en la secuencia de un tiempo “normal.” Di
Giorgio usa sus sentidos como los instrumentos de un virtuoso. No se trata de un
instrumento, sino de muchos. Se trata de nombrar lo que ocurre en el instante, las
destilaciones de energía que transfiguran todo. Como diástole y sístole, podemos
notar un doble movimiento aquí, no de un yo, que es un enganche convencional de
los procesos, un soporte precario para la expresión, sino de un cuerpo que escribe
y sobre cuya piel se escribe; un doble movimiento de sustracción y de reinserción:
sustraída de lo familiar e insertada en lo mismo, pero ahora extraño: “Fue como
si hubiera sido sustraída del mundo y reinsertada de otra manera.”
Todo cambia de
forma, pero no por capricho, sino por un proceso de fuerzas más libre y por una
atención más concretizada. Cuanto más claro se ve, menos estable será la imagen.
Donde todo parecía quieto y definido, se comprueba de pronto, al prestar una atención
distinta, que todo está en movimiento. Las antenas están alerta frente a las vicisitudes
vibratorias. Todos los poros, todos los esfínteres, están abiertos y son libados
por súcubos e íncubos. Cualquier estímulo puede oficiar de agresor erótico: una
voz por ejemplo, descarnada, sale de un ropero y vuelve a él después de haber ejecutado
varias acciones. Las composiciones de Di Giorgio trazan así un vasto matraz de alternativas,
equiparable, aunque con otros recursos narrativos y en otro tono, a las Metamorfosis
de Ovidio. Di Giorgio no depende de la tradición mitológica grecorromana, sino de
una experiencia campesina en un terreno de interminables transfiguraciones, al margen
casi siempre de un entorno urbano o suburbano.
Misales y Camino de pedrerías contienen
composiciones más largas. El elemento narrativo, siempre presente en su obra, se
vuelve más sostenido. Esto podría indicar una transición hacia personajes más sólidos,
caracteres. En parte ocurre así, pero sólo hasta cierto punto. Las hembras pueden
ser animales. A veces sí son mujeres, aunque extravagantes. Los hombres casi no
existen. El impulso erótico es encarnado por agentes concebidos como medios para
definir la sensación, causas inventadas para justificar los impactos. Los asedios
eróticos suelen ser considerados bajo el lente de una causalidad siniestra y calamitosa:
“Indudablemente yo tenía un aura para atraer a los machos de todas las especies.
Pero ¡que eso se terminase, por fin!” Sólo hay devenires que responden a una intensidad
recurrente, a una frecuencia compulsiva. Los referentes sociales –el padre, la madre,
la escuela, el novio, la boda– aparecen, no son rechazados, pero sufren alteraciones
que los enrarecen, en un nuevo espacio trasmutado, junto a elementos nuevos e imprevistos.
El trance amoroso ofrece la mayor intensidad y el mayor peligro, una dosis de sobre-estímulo
que afecta como lo más real de todo, que culmina en la devoración.
Las mujeres en
Di Giorgio invariablemente ponen huevos, como si genotipo y fenotipo coincidieran,
como si en cada individuo se recapitulara el desarrollo de las especies vegetales
y animales. Las narraciones, que ensamblan lo humano con todas las formas de vida
en un bestiario, podrían llevar el título genérico “Vida sexual de las especies”,
sólo que no se trata aquí de hechos positivos y comprobados, sino de pretextos para
situaciones en rigor inventadas, pero “sentidas” como reales.
La escritura
de Marosa responde a una inspiración autista. Se extrapola como un delirio sobre
la relación entre hablantes y los secuestra. Sin embargo, Di Giorgio escribe una
“novela”, Reina Amelia. Aquí el personaje de Lavinia parece bajo cierto aspecto
el más cercano a la autora, algunas pistas permiten considerarla su alter ego. Lavinia
tiene un reloj interior que hace tic-tac, como aquel que la autora confiesa, en
la entrevista citada arriba, contener dentro de sí; un tic-tac autónomo que poco
tiene que ver con el tiempo de los procesos de relación. No ocurre un choque con
lo real intersubjetivo y sus demandas duras. Los personajes de Reina Amelia
son, a lo sumo, arquetipos de leyenda. Lavinia encarna aquí la metáfora maestra:
la mariposa.
El nombre de
pila de la autora indica, re-plegado, lo que el nombre del insecto despliega. Lavinia
“trabaja”: está “empleada” de mariposa; las niñas la admiran y aspiran a parecérsele.
Representa en su función un aparato exhibitorio: “Era sabido: señora Lavinia con
nadie había intimado; sólo con los Brillos, de los que sufría un apetito feroz.”
Bajo la luz cenital de la luna, ese rival inveterado del sol, Lavinia –un Pierrot
lunar en el estadio del espejo– se ve reflejada en el estanque del pueblo. Las posibilidades
lúbricas tienen lugar casi siempre en el “bosque”, al margen de la vida urbana y
los códigos de relación que allí se imponen, un bosque liminar y dionisíaco que
la reina manda quemar. La reina funda un orden matrilíneo: madre-hija, reina poderosa
y súbdita subyugada y martirizada. Una prohíbe y controla, la otra experimenta subrepticia,
con vaivenes cómicos o terroríficos, un goce libidinoso. Desirée, mujer perdida
y condenada a la cruz, coexiste con la reina Amelia, que la condena. Al condenarla,
como en los relatos fantásticos del doppelgänger, muere ella también. Los
opuestos enemigos están imbricados: son instancias psíquicas de una auto-organización.
Si el fetiche se puede robar, a
despecho de Carlos Marx, con la mirada, como apunta Felisberto Hernández en su cuento
“El cocodrilo”, su fruición, como demuestra Di Giorgio, es autónoma. Su valor de
uso depende de la intensidad y libertad con que nos abandonemos a la experiencia,
en un lugar visionario de escritura. El vitalismo de Di Giorgio es auto-reproducción,
un “más vida,” compatible con un recurso a la memoria de la infancia.
NOTAS
1. Cf. Maurice Blanchot, “La voz narrativa”, en El diálogo inconcluso
(Caracas: Monte Avila, 1970). Traducción de L'entretien infini (Paris: Gallimard,
1969).
2. “Nocturno”, entrevista con Marosa
di Giorgio, por María Ester Gilio, en Brecha, Montevideo, 13 de junio de 1997.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 196 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidada: Cecilia Vignolo (Uruguai, 1971)
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