Este acercamiento, es un desafío difícil, pues tiene que ir más allá del
discurso retórico y populista, que caracteriza al político cuyo afán es describir
el país con intenciones impositivas, en procura de adeptos, acudiendo al civismo,
patrioterismo o chovinismo.
El narrador, en cambio, busca a la ciudad, la amplía y la pone en movimiento,
tomando en cuenta no sólo su lectura histórica, sino sus anécdotas, sus leyendas
y sus mitos.
El narrador considera que el principal patrimonio de la ciudad es la vida
de sus habitantes. Trata de valorar la emoción cotidiana enmarcada en la arquitectura
y el urbanismo. Los acontecimientos, reales e imaginados, que están allí, en la
diversidad, en las complejas redes afectivas superpuestas, y como en el caso de
Quito, en su palimpsesto (escritura sobre escritura en varias épocas), que necesita
ser desentrañado.
Comprender es descifrar, decía Bernardo Legarda. Sólo
mediante este ejercicio intelectual se asume la identidad y pertenencia, requisito
imprescindible para ascender a la ciudadanía. Vale la pena aclarar en este punto,
que nos referimos a la ciudadanía no como una sumisión al Estado, sino como “una
práctica social y cultural que da sentido de pertenencia”
El filósofo Fernando Savater, subraya al respecto: “ser ciudadano no implica
ser súbdito de nadie… más bien es sinónimo de participar conscientemente en la vida
social, pero no en una forma rutinaria, sino con iniciativas”
Saramago, en su reciente novela El Viaje del Elefante nos descubre
que acercarse y entender al voluminoso animal como un ser vivo y no como un objeto,
constituye “un acto poético” que sucede más allá de la planificación tecnológica.
Me parece que un ejercicio estético semejante, se requiere para abordar la pesada
realidad cotidiana.
Hay que afinar el ojo para descubrir, poco a poco y pacientemente, la sabiduría
de la ciudad, solo entonces, el cuerpo de la pesadez (semejante a la del elefante),
se torna en levedad.
Afinar el ojo, en Quito, ha sido para mí un ejercicio diario, una práctica
y una teoría Quitológica, un adentrarse en esta cátedra informal, no académica,
que nos posibilita ir más allá de la obstinada racionalidad, del hábito, lo tópico,
lo típico y del pintoresquismo reinantes.
Veinte años ha recorrido la Quitología, abriéndose paso sin ostentación,
sin operativos mediáticos, alejándose del consumismo y de la farandulización de
la cultura.
Para mi narrativa poética he investigado, meditado y confrontado con personajes
que habitaron (y habitan) en nuestro Quito, ubicados en la leyenda, el mito y la
historia, impregnados en la memoria colectiva, en los imaginarios, en la realidad
imaginada. He procurado despojarles de su halo de misterio, de alucinación o de
nostalgias.
Hace pocos días,
en la conferencia de Francisco Proaño Arandi titulada La Ciudad Como Sombra, pudimos
percibir cómo la literatura toma cuerpo, en su todo orgánico, con tronco y extremidades.
Más allá de la descripción física de los espacios reales, su geografía es el comportamiento
humano, el pasado, la memoria, un atisbo de porvenir que permita percibirla como
futuro, como desciframiento de lo que somos, para superar esas sombras, esos enigmas
que por tanto tiempo nos han obsedido.
En la obra de Proaño Arandi, como en la de los narradores que participan
en este ciclo de conferencias, está la Ciudad Escrita que, sustentándose en la realidad
investigada, vivida o soñada, busca abrirse al conocimiento de los lectores para
aportarles informaciones que no están en los libros de texto y aportan definiciones
éticas, estéticas, filosóficas, sin eludir confrontaciones, catarsis y perplejidades,
que abonen a favor de la búsqueda del sentido de la existencia.
Beatriz Sarlo, protagonista de los ámbitos de crítica y discusión social
de Argentina, en su reciente libro La Ciudad Vista, considera que “escribir
la ciudad, dibujar la ciudad, pertenece al círculo de la figuración, de la alegoría
o de la representación. La ciudad real, en cambio, es construcción, decadencia,
renovación y sobre todo, demolición”.
Enigma
En mi ciudad
escrita, más que los laberintos, están, los enigmas: Quito es un enigma.
Más arriba y más abajo de la Cuadrícula
Central, espacio de control, orden y omnipotencia, se desparraman los barrios a
diestra y siniestra; la gente sigue dispuesta a trepar las mil gradas que llevan
hasta las goteras del Volcán, acostumbrándose a bajar, a despeñarse entre las quebradas
hacia el levante, agitando las cabezas frente al sol que nace.
Se menciona que la ciudad no pasa
de la Cuadrícula, resguardada por dos santos protectores: San Sebastián, por el
Sur, Santa Bárbara hacia el Norte.
Diseñada como un largo cuerpo,
cuyas extremidades parecen corretear sin concierto, debe cuidar su centro, su plexo
solar fijado en la Plaza Mayor donde sucede lo más importante: tránsitos políticos,
tráfico del oro, orfebrerías, misas y toros. Aquí cohabitan la inercia y la burocracia
junto al febril trabajo de los imagineros.
El verbo ser sólo se conjuga en el Padrón de las
Almas (grueso libro donde el Clero registra a los vecinos, todos obligados feligreses).
Están los que merecen nombre y apellido, los demás yacen en hoja aparte, solamente
identificados por sus oficios o apodos. Los que legalmente no son, optan por existir en libre anonimato,
expulsados involuntariamente del Reino, pero obligados a pagar tributos, hacer reverencias
y no interrumpir en las mansiones y palacios familiares.
Estamos a finales del siglo dieciocho, en mi novela Fábula del Soplador y
la Bella (publicada en 1995). Es una relectura de la leyenda de la Bella Aurora,
recuperando su posible voz y un personaje entresacado de la historia e imaginado,
el Soplador, y a la propia ciudad, que habla en primera persona. La conclusión
es como sigue:
La ciudad repasa lo sucedido en
el siglo que termina, y no halla certezas. Quizás la única: que todo es imprevisible.
Como los hombres y mujeres que este 31 de diciembre, en vez de mirarse frente a
frente, observan y juzgan a distancia a los demás. Llevan muñecos para quemar. Ponen
sus frustraciones en el aserrín y pretenden vanamente escurrir las lágrimas. Recitan
ansiosamente el testamento ficticio y bailan, incontenibles, con prestados cuerpos
que denuncian la soledad acompañada.
Por encima de los vértigos, de
las insoportables sensaciones de quedarse suspendidos en medio de la crisis, se
seguirá buscando la matriz de correspondencias, quizás avanzando por caminos oblicuos.
Pues, lo que se busca con premeditación, difícilmente se consigue.
El enigma de
Quito no debe tomarse como un acertijo, ni como un destino, una premeditación o,
peor, una magia. Está determinado más bien por la diversidad, el temprano mestizaje
que ocurrió desde la época precolombina, pasando por la colonia y la actualidad.
En esta espacialidad orográfica, de dónde provino una de las definiciones simbólicas
de Quito, como el “hondón que favorece”, los recovecos, las quebradas, las interminables
gradas que llevan a los barrios de la montaña, nos dan una sensación de incertidumbre,
algo que podría llamarse un “síndrome laberíntico”, que sin embargo siempre tiene
salidas físicas y, con una apropiada toma de conciencia, salidas mentales y de comportamiento
si se aplica la auténtica tradición cultural de solidaridad, reciprocidad y correspondencia.
Para entender a los diversos personajes quiteños de los que hablo en mis
poemas, narraciones o videos, he realizado una investigación retrospectiva y procurado
ponerme en su lugar, con la pregunta obligatoria “¿qué recordaron cuando pensaron
en Quito?
Así aparecieron “Quilago la Mujer Solar”, “Cantuña”, “Las tribulaciones del
Creador Miguel de Santiago”, “Fábula del Soplador y la Bella”, Quiteña ilusión de
La Torera”, “Legarda: comprender es descifrar”, “Una vasta visión circular (acerca
de Hernando De la Cruz y Mariana de Jesús)” –inédito-. Y tantos otros temas abordados
en la Quitología. Todos ellos nos aportaron identidad y pertenencia, una legitimación
tradicional y una cultura de referencia para nuestra “nación en ciernes”.
Tener los elementos de juicio para que podamos responder la pregunta de lo
que pensamos sobre Quito, nos llevaría a conocer esa cultura de referencia, dejando
de lado los estereotipos, estribillos y lugares comunes, que por largos años nos
han acompañado con su carga de inmovilismo, mantenimiento conservador de los prejuicios
y la aceptación conformista de la hibridez globalizada.
Fomentar los auténticos valores, que nos lleven a una autoafirmación nacional
cultural, por encima de la hiperbólica alabanza a los patriotas independentistas
o nacionalistas (algunos de ellos considerados por Raúl Andrade como “cadaverina
histórica”), se convertiría en un antídoto contra la desintegración y la degradación
social.
Vale la pena aquí, mencionar una parte del reciente artículo de Fernando
Carrión, publicado el mes de febrero en Diario Hoy, bajo el titulo Construyendo
Bicentenarios:
los Bicentenarios deben ser proyectos
en construcción que no deben pasar bajo el determinismo inexorable del tiempo ¡Es
el sentido de futuro que está en disputa! Realizar movimientos poblacionales masivos
banalizan el contenido y le convierten a la conmemoración en un espectáculo urbano
más.
También se debe tener cuidado respecto
de lo que ocurrió en el pasado, en que, por ejemplo, el espacio público, como lugar
de disputa, sirvió para expulsar a los pueblos originarios con políticas de ajardinamiento
y ornato, a la clase obrera con la planificación urbana y a los jóvenes con la llamada
prevención situacional…
Comprender es descifrar
Desde 1734, Quito
tiene un referente simbólico que no es útil sino imprescindible, y es nada menos
que una obra de arte: la creación escultórica de Bernardo Legarda “Señora de Quito”
(conocida convencionalmente como Virgen de Quito o, desde 1968, como Virgen del
Panecillo). Sus originales están en el altar mayor de la Iglesia de San Francisco,
en su Museo, en el Monasterio de Santa Clara, en la Concepción, el Convento de Santo
Domingo, el Carmen Moderno y la Iglesia de San Juan de Pasto, teniendo cada versión
detalles peculiares, pero identificados como una real invención, no un mero calco.
La concibió como un objeto estético en homenaje a la mujer quiteña. No como
un icono.
Es una imagen maravillosa, lejana de los cultos religiosos y de los milagros.
Hecha para el disfrute, admiración y fortalecimiento de lo nuestro, de lo que proviene
de la memoria heterogénea, en la que se percibe la continuidad del mundo indígena,
con jaguares, serpientes y amarus, sincretizados con la iconografía de origen árabe,
asiático, andaluz o castellano. “Mujer, con diez luceros en su ensortijada cabellera:
cinco de temor, cinco de ilusión (como el comportamiento enigmático de los quiteños),
dejando camino a la serpiente, boca de Dragón, alas de Cóndor, incentivando las
ansias de volar, de salir del hondón por encima de los montes a buscar los amplios
horizontes, sin olvidar la espléndida imagen que acaricia con mínimos pies la luna
y con gesto de bailarina permite que flote al viento su hermoso vestido color arcoiris”.
Desde el siglo dieciocho hasta hoy, cientos de réplicas de la Señora de Quito
circulan por el mundo, identifican a Quito en su arte y nos aportan una orgullosa
pertenencia. Denotan que provienen de un Acto Poético Legardiano, pero no
siempre los espectadores descifran su compleja simbolización, corriendo el riesgo
de mantener las figuras como un bello objeto decorativo.
Legarda fue artesano artístico, inquieto por aprender todas las técnicas:
escultura, imaginería, orfebrería, forja, pintura y restauración. Lector incansable,
estaba al día sobre lo que sucedía en el mundo del arte y la estética. En su taller
de Obrador compartía lo aprendido y animaba a los aprendices recordándoles que,
en Quito, desde antes de la Colonia, florecieron entre los quiteños las artes y
las ciencias más que los poderes políticos, militares o religiosos. El conocimiento
era el gran objetivo de su vida, pues no se puede amar algo si no se sabe lo que
es.
Esculpía en su tiempo para el tiempo futuro. Gracias a esta pasión, los quiteños
nos sensibilizamos, inclusive con la ampliación de la obra original, realizada por
el español Antonio de la Herrán, que a partir de 1968 domina desde el Panecillo,
todo el centro histórico.
Sus alas parecen introducirse en los intersticios de la ciudad, llamándonos
a ligar lo singular con lo plural. La dualidad está trazada en el cuerpo de la Virgen
no convencional, en la Señora de Quito, cuya leve inclinación y movimiento de bailarina,
evidencian la sempiterna confrontación entre el poder, le ley y el deseo, componentes
eternos de la condición humana.
Vuelvo a Saramago, a su llamado a conocer ciertas cosas como un Acto Poético.
Su motivación para escribir El viaje del elefante provino de la observación de ciertas
figuras escultóricas y el inevitable inquirir ¿qué son?, dándole fuerza al verbo
ser por encima del estar.
Finalmente, de
la observación y percepción a distancia de la Señora de Quito construida sobre El
Panecillo, durante varios días y noches y desde una ventana quiteña, ha surgido
el siguiente video-arte (no profesional ni espectacular), que les presento como
un homenaje al ya citado Acto poético Legardiano.
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 197 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidada: Helena García Moreno (Equador, 1968)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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