quinta-feira, 23 de fevereiro de 2023

CÉSAR BISSO | Los desafíos del artista durante el siglo XXI

 

Sostener el lenguaje como el arma más temible


Sumergido en su mundo literario (tan real para él, aunque haya escrito literatura de anticipación durante cuarenta años y tan imaginado por nosotros, aunque necesitemos aún cuarenta años más para darnos cuenta que el futuro es el presente), Italo Calvino desafió a fines del siglo pasado las reglas del lenguaje, elimi­nando la pesadez de sus estructuras. Dijo en la primera de Las seis propues­tas para el próximo milenio: "en los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a lo irracio­nal. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque, he de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación. Las imágenes de levedad que busco no deben dejarse disolver como sueños por la realidad del presente y del futuro..." 

Esta levedad que describió el formidable autor de Las ciudades invisibles es la deseada por cada artista para vivir y para crear; la que ha buscado trabajosamente a lo largo de la historia. El arte es un pájaro que vuela por encima de las nubes de la pesadez, de la necedad y de la ignorancia. En su vuelo sin dirección; a través de él se abren todos los cielos, para que la creación se pueble de soles, lunas y lluvias. Y más pájaros.

¿Cuál es la disposición del artista ante el mundo que lo rodea? ¿Dejarse maniatar por el rigor de un sistema político y económico cada vez más caótico o desplegar las alas que el arte le facilita desde la creación, a fin de confrontar una realidad social agobiante y cínica?

Durante el siglo anterior, en el período ubicado entre las dos grandes guerras, muchos artistas enarbolaron no solo la bandera de la paz, sino las de un mundo para todos, de un arte sin ataduras estéticas y formales y, sobre todo, de individuos libres. La creatividad artística debía superar la omnipotencia de los totalitarismos. El arte se manifestó a través de distintos lenguajes, interpretados desde la literatura, la pintura, el cine, el teatro, la música, la arquitectura. Fue un intento mayúsculo, pero no alcanzó a detener la feroz brutalidad del nazismo y del fascismo.

Ahora hemos ingresado en la sociedad del nuevo milenio. Estamos a cien años de aquella época nefasta. Ningún artista desea repetirla, tampoco olvidarla. Sabe que persisten grupos de poder que añoran los años de intolerancia, de racismo, de ultraje y aniquilación de quien piensa o actúa diferente. A partir de la experiencia cotidiana el artista ha observado la paulatina ruptura del paradigma caracterizado por la prevalencia de sociedades cerradas por sobre las libertades individuales. La década culturalmente revolucionaria de los sesenta fue la máxima expresión de un cambio social que condujera a otras ideas y valores. Una nueva era, con otros objetivos, relacionados al hombre común y sus necesidades básicas. Incluso, los años de la guerra fría fueron absorbidos por una sociedad hastiada de sueños imposibles. El viejo mundo de los grandes emprendimientos colectivos se fue derrumbando ante nuestros ojos, sobreviniendo el reinado de cuerpos híbridos dentro de otra estructura sociocultural más compleja y conflictiva. Entonces, nos enfrentamos al fenómeno de la globalización y la fase superior del imperialismo económico, asociada a poder supremo del lenguaje tecnológico. Y poco a poco la dispersión masiva de las comunicaciones fue permitiendo que la dictadura de la pantalla gobierne compulsivamente la vida de los pueblos.

Compartimos en la actualidad un sistema social donde las redes sociales reflejan a diario nuestras vidas, no desde la magnitud de la memoria, sino desde la tibia expresión de lo efímero. Ante el mundo en crisis, azotado por la miserabilidad política, asoma otra clase de dinámica social. El eje por donde giró el modernismo, sostenido por la conciencia colectiva, parece sucumbir frente a esta revelación cultural de alternativa, que aprovecha la insuficiencia de gobiernos generadores de acciones sociales innovadoras para predominar sobre los individuos desde una visión solipsista de las cosas y los hechos cotidianos. Y frente a este panorama fluctuante, el artista se siente cada vez más apegado a desconfiar del mundo por fuera de su propio pensamiento o sus ideales y valores. 


El entretenimiento de convertirnos en el centro de nuestra
existencia no sólo nos permitió observar la desaparición de las fronteras, sino que nos hizo testigos de lo que irreversiblemente perdimos como grupo social, llámese pueblo o nación. También, de nuestra imposibilidad para impedir tales pérdidas. Es en este mundo tecnificado donde la nueva analogía adquiere sentido y donde todos seríamos aparentemente iguales porque cada uno hace lo que quiere. El proceso de penetración tecnológico de los últimos años ha trastocado profundamente todo tipo de relaciones y comportamientos sociales, determinando la existencia de un ser unidimensional, fragmentado, desprovisto de pasión. Un ser manipulado desde el rigor de la pantalla, a través de imágenes que son vistas en todo el mundo y al mismo tiempo, unificando un mensaje dirigido más al entretenimiento y al consumo que a la conciencia de los individuos. Este nuevo lenguaje impuesto por el mercado se ha extendido a todos los escenarios y gobierna nuestras endebles y cada vez más sumisas maneras de reaccionar y de actuar. Solo somos un espejismo libertario, visibilizados como seres anómicos y anónimos.

Asimismo, subestimamos una suma de acontecimientos violentos (la cruenta invasión rusa a Ucrania, entre tantos otros) que expresan una triste y abrumadora realidad. Frente a ella, los artistas necesitamos reflexionar sobre cuál es el verdadero lugar del arte, en un tiempo oscuro donde la condición humana ha quedado reducida a pequeños fragmentos de esperanza. Desde nuestro pequeño rincón de la inmensa América tenemos noticias de todos los acontecimientos mundiales que nos presentan los medios de comunicación, pero a la vez preferimos ocultarnos tras los pliegues de una vida que se vuelve cada vez más confusa, ambigua, desestructurada. Lamentablemente, no todos los artistas lo ven o lo quieren ver, porque es una sucesión de emociones que nos sirve de referencia para saber quiénes realmente somos. Así, llegamos a la conclusión que lo que importa no es la guerra impúdica, no son las dictaduras opresoras, no es el sistema corrupto del poder económico mundial, no son los gobiernos subsumidos en democracias estériles o dirigidos por líderes de barro; lo importante son los vaivenes de las redes sociales, que nos rescatan de un infierno de temores y dudas. Con ellas nos sentimos más seguros, como cuerpos divididos, no como un pensamiento reparador que busca refugiarse en nuevos desafíos colectivos. Entonces, pienso, solo nos queda el arte para hacernos reaccionar. Y lo pienso desde un lenguaje desprovisto de ataduras, no desde la palabra blindada, no desde la imagen direccionada, no desde el pensamiento único coercitivo.

 

El don del “yoísmo”

En este presente incierto (¿hubo alguno que no lo fuera a lo largo de la historia?) nuestras acciones individuales parecen estar volcadas sobre la corporalidad del sí mismo, conformando una identidad basada en nuestra preocupación por lo que podemos exteriorizar. De allí deviene el reconocido culto a la belleza, el perfeccionismo exacerbado, el hedonismo; en última instancia, la construcción de un “yoísmo que nos aleja del otro y no nos permite identificarnos culturalmente ni reconocernos en tanto miembros de un mismo paradigma. Un “yoísmo” que se espeja en la arrogancia, la soberbia, el personalismo. La sociedad capitalista se legitima desde el consumo exacerbado: la posibilidad del tener y no del hacer. El mensaje mediático penetra asiduamente en los cuerpos reales, objetivándolos y transformándolos en un producto social. Así como predomina un idioma por encima de otros idiomas, existe también la idealización de un cuerpo supuestamente embellecido con cosméticos, perfumes, ropas, masajes, gimnasia, que puede llegar a convertirse en un vehículo de poder y de eficacia. La publicidad nos invita a ser partícipes de esta sociedad narcisista, donde una determinada estética corporal se impone sobre otra. La pantalla es el gran espectáculo que debe ser disfrutado sin ningún drama, aún a sabiendas que este mundo es trágico y ya no nos ofrece modos de acercamiento a la igualdad, a la emancipación, a la sabiduría. Tampoco nos comunica con el Otro. Y que, a pesar de la masificación tecnológica, seguirá manteniendo irreversiblemente la asimétrica relación estructural entre países desarrollados y subdesarrollados, entre culturas dominantes y dominadas, entre clase explotadora y grandes sectores sociales marginados y empobrecidos.


Es indudable que la presencia de manifestaciones artísticas preocupadas por la propia superación del sí mismo, a través de la liberación del cuerpo o del lenguaje, alteraron las bases de un poder económico ocupado en alcanzar su objetivo hegemónico, sostenido desde el rigor de las instituciones. A la vez, han surgido bulliciosos movimientos sociales que se contraponen a la articulación de sistemas simbólicos unificados y también a pautas de comportamiento consensuadas. Es por eso que la imaginación del artista no basta para avizorar un escenario social más sensitivo, edificado desde la belleza de la creación y no de la mecanización de la belleza. Para alcanzar una meta de superación, el artista no debe olvidar su realidad cotidiana. Debe regresar al barrio, a la calle, a los bares, a las plazas, a las ferias. Porque la verdadera comunicación entre los individuos proviene de rasgos culturales muy arraigados en los saberes populares, en rasgos identificados con relatos, ritos y actitudes que se revelan a través de la memoria colectiva. Recuerdo que en mis pagos de origen existió un hombre que simbolizaba la picardía y la sabiduría autóctona. Nadie como él reflejaba el culto al criollismo, revestido por costumbres ancestrales que sobrevivieron a todas las generaciones. Fue la vida y el paisaje del pueblo y hoy, aún en los que no lo conocieron, sobrevive como una leyenda a través de su imagen y su habla. Quiero decir que aún en los ámbitos más recónditos y desolados se pueden observar las prácticas y los intercambios simbólicos. Además, se hacen visibles los comportamientos, códigos, hábitos, ritos, diálogos y silencios íntimamente ligados al imaginario popular. Nada más ilustrativo que el Pedro Páramo de Juan Rulfo.

El artista tampoco tiene que perder de vista su lugar de privilegio. Por ejemplo, situarse en el corazón de la naturaleza, a la cual debe penetrar, absorber y defender de la depredación humana. Pero, todo lo que le sea posible hacer y enseñar, solo resultará eficiente cuando involucre activamente al Otro, en el intento de producir interconexiones entre lo que ya saben del escenario real y lo que se aprehende desde la propia imaginación. A partir de allí surgirá un saber por fuera de la injerencia de las redes sociales -manipuladas por poder desde cualquier vector tecnológico-, que permitirá dilucidar un espíritu crítico dispuesto a discernir entre un abordaje autónomo al conocimiento o aceptar la tendencia de las pautas culturales dominantes.

Embestido por el incesante andar de un mundo infame, hoy siento más que nunca la obligación de interrogarme como artista acerca de la manera que se podría recrear una sociedad menos trágica. El eje central de esta tarea pasa indefectiblemente por el lenguaje, en mi caso la palabra. Sólo a través de ella tendría la posibilidad de deconstruir la vida dentro de una sociedad signada por la discontinuidad cultural y la fragmentación social. En suma, creo que solamente el lenguaje que imperó en las civilizaciones modernas tiene la capacidad o la eficacia simbólica de representar todos los valores y creencias que configuran nuestra vida social. ¿Por qué? Porque tanto el pasado, como el presente y el futuro, están contenidos en la palabra. A través de ella se le revela al artista la continuidad histórica, la memoria colectiva, las tradiciones culturales. La palabra le permite comunicarse e interrelacionarse con el Otro y, al mismo tiempo, diferenciarse. Además, le ofrece la alternativa de pergeñar su obra en el marco de una sociedad compuesta por factores y actores ajenos a su percepción. Una duda subsiste: si el artista se ve impedido a edificar su propio devenir ¿cómo se manifiesta esta disyuntiva en él y cómo repercutirá en el presente y en el futuro? Me animo a presumir que la mayor eficacia simbólica del arte surge cuando se construye desde las convicciones y necesidades del artista, pues no solo asegura la comunicación mínima entre los actores sociales, sino que además ofrece la posibilidad de conformar otras relaciones, otros sentidos, otras prácticas sociales. ¿Sería ésta la forma de reconciliarnos con una sociedad en crisis a la cuál simulamos pertenecer? O mejor: ¿cómo podemos atravesar la historia procesada desde el afuera, a veces no reconocible, anexándola a la historia incorporada, es decir, la que el artista elabora desde su propia conciencia?

 

El presagio calvinista

A causa de la fragmentación del pensamiento y la uniformidad del conocimiento, el artista sabe -como lo supo Perseo- defenderse con las nubes y el viento frente al arco y las flechas que el poder hegemónico construye a diario. Entre la pesadez de las armas y la levedad de la imaginación, lo segundo resultó más contundente en la elección del héroe mitológico para vencer a la Gorgona. También podría afirmarse que entre la pesadez de las reglas institucionales que lo cosifican y la levedad de la creación que lo libera, el artista debería elegir siempre lo último. Porque su lenguaje ha sido, es y será la única herramienta que le permita transformar la realidad objetivada que supo acosarlo a lo largo del tiempo.


Insisto: la apelación urgente a la búsqueda de nuevos paradigmas no puede hacerse desde un enfoque individualista. El artista, aislado del mundo mediático, tampoco resistiría al embate de la pantalla, aunque se encierre obstinadamente en la más profunda soledad de la caverna. Sabe que la verdadera fuerza, por encima del él, que le permitiría reencontrarse en el Otro, es la colectiva. Ahora bien, este paradigma de construcción social no puede pensarse en términos abstractos, sino que debe construirse a partir de un elemento integrador de voluntades individuales. Y tal elemento solo puede ser el lenguaje. Y para ello es necesario que la palabra predomine sobre la pantalla. Y el pensamiento sobre las usinas del mercado.

¿Por qué hacer hincapié en las reglas mercantilistas? Sabemos que cada obra depende del talento y la destreza de cada artista, pero un alfarero no puede vender su artesanía por lo que vale como creación original, sino competir con otros productos industrializados que simulan ser iguales y que el consumidor adquiere porque resulta más barato. ¿Y para qué nos sirve aceptar el precio del mercado? ¿Acaso no implica seguir sometidos a las exigencias de un sistema injusto? Es cierto, algunos logran superar esta instancia, pero la mayoría de los artistas quedan en el camino (músicos, escultores, pintores, bailarines, escritores, cantantes, actores, diseñadores, etc.). Todo resulta complejo. Seguramente muchos artistas adhieren a diversas ideologías y tendencias políticas, pero el arte siempre será independiente y apartidario. De otra forma no habrá comunión y solo acontecerá el oportunismo de unos pocos.

Otra duda que siempre subyace es saber hasta qué punto el arte puede desviarse de tanto avasallamiento. En un mismo sentido, dilucidar qué papel le corresponde al artista, en tanto hacedor de ficciones y revelador de verdades. Esto no significa negar la preponderancia de circunstancias histórico-sociales exógenas que preforman la conciencia de cada sujeto, pero sí implica traer a la luz la cuestión de cómo podría el artista resistir a las herramientas del sistema que intentan moldearlo a su imagen y semejanza. Tampoco se trata de transformar al artista en observador pasivo de los acontecimientos políticos y sociales, ni de intentar fugas desesperadas a los sueños esotéricos o los fundamentalismos, sino de ejercer la propia libertad por encima de un sistema estructurado que lo limita y lo amenaza. Se trata, en suma, de sostener la invención contra los mandatos políticos y económicos. La participación del creador en la invención de su propia sociedad no puede descansar sobre los mismos pilares en que se sustenta un poder que pretende anular su individualidad a pesar de incontables ofertas de libertinaje. En esta época donde el pensamiento parece condenado a la perdición, el artista necesita volar a otro espacio conjetural, hacia un hábitat donde pueda mirar al mundo desde una lógica acorde con sus propios códigos culturales, su lenguaje, su identidad y su memoria. Recuperar la misión universal que pregona el arte desde el origen de la historia.

A cien años del nacimiento de Calvino, las propuestas acerca de este milenio que transitamos me siguen cautivando. Su visión como escritor no percibe un hombre ilógico, frágil, vacilante. Simplemente observa que "todas las ramas de la ciencia parecen querer demostrarnos que el mundo se apoya en entidades sutilísi­mas" y este veloz proceso a la pesadez lo apabulla. Una pesadez que imponen gobiernos, empresas e instituciones para racionalizar y administrar la voluntad de la ciudadanía. Nadie duda que la irracionalidad humana no conduce a ningún camino seguro. Calvino ni siquiera pensó en eso. Solo concibió que, si sobre el ciudadano no pesaran tantas normas, tantas leyes, tanto poder emanado desde las esferas económicas y políticas, su accionar sería más leve y su ímpetu creativo construiría un conocimiento más práctico y más compasivo. La palabra, en la obra de Calvino, ha sido su herramienta para transformar en ficción una realidad que lo abrumaba. ¿Tendremos esa misma actitud para alcanzar nuevas formas de acceso a la creación artística? ¿Estamos dispuestos a luchar desde el lenguaje para que nunca deje de ser el arma más temible?

¿Y cuáles son y serán mis maneras de luchar? Siendo poeta poseo la palabra y el pensamiento. La flecha y el escudo. Con ellos construyo poemas. Y resisto, mientras contemplo la belleza de un río y sus islas. Nunca me daré por vencido, como Perseo. Porque preexisten el ensueño, la reparación y el milagro.

 

 

CÉSAR BISSO (Argentina, 1952). Poeta, sociólogo, periodista independiente y ex profesor universitario. Entre sus distinciones literarias, obtuvo los premios José Cibils y José Pedroni, el segundo premio municipal de la Ciudad de Buenos Aires y la Faja de Honor de la ASDE (Asociación Santafesina de Escritores). Coordinó los talleres de escritura del Rectorado de la Universidad Tecnológica Nacional. Fue coorganizador del Primer Festival Internacional de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires (1999) e invitado a participar en tres oportunidades en el Festival Internacional de Poesía de Rosario, como así también en los festivales internacionales de poesía de Nicaragua y Perú y en encuentros literarios de Chile, Cuba, Uruguay, Venezuela, Bolivia, Bélgica y España, entre otros. Publicó los siguientes libros de poesía: Poemas del taller, La agonía del silencio, El límite de los días, El otro río, A pesar de nosotros, Contramuros, Isla adentro, De lluvias y regresos, Permanencia, Un niño en la orilla, Andares, De abajo mira el cielo, La jornada, y Haikus felinos. La Universidad Nacional del Litoral ha editado Las trazas del agua, antología de su obra poética y la editorial Arquitrave (Bogotá, Colombia) publicó otra antología con el título Coronda. En ensayo editó el libro Cabeza de Medusa. Trabajó en diarios, radios y revistas de su país. Actualmente es colaborador con notas de opinión, artículos periodísticos y literarios en diversos medios del país y del exterior.

 

 

 

JULIA MARGARET CAMERON (Índia, 1815-1879). Um dos melhores exemplos de acaso objetivo encontramos na biografia desta fotógrafa, a quem sua filha lhe presenteia uma câmara quando Julia completa 48 anos. Era a sua primeira máquina e até o momento ela não havia despertado o mínimo interesse pela fotografia. Curioso prenúncio de sua filha, o fato é que sua imediata dedicação, ajudada por um amigo, a levou rapidamente ao domínio do processo do colódio úmido – clássico processo fotográfico que se encontra nos primórdios da fotografia –, começando assim a sua carreira fotográfica. De imediato ela transformou um galinheiro em improvisado laboratório e em estúdios algumas dependências da sua casa. O resultado dessa sua identificação foi a criação de um estilo muito próprio baseado em longos tempos de exposição, na falta de nitidez provocada por um rápido desfoque, assim como na supressão de detalhes, nas manchas provocadas pelo modo irregular de como aplicava o colódio úmido e na utilização do simbolismo da iluminação. Caracterizou-se então por sua escolha de trabalhar com retratos – em especial os retratos de mulheres – e as cenas alegóricas, o que a situa como uma precursora da recriação de cenas vivas aplicadas à fotografia. Acerca de seu trabalho ela mesma diria: Eu ansiava por prender toda a beleza que viesse até mim, e por fim o desejo foi satisfeito. Nossa homenagem a essa brilhante fotógrafa, que é nossa artista convidada.




Agulha Revista de Cultura

Número 224 | fevereiro de 2023

Artista convidado: Julia Margaret Cameron (Índia, 1815-1879)

editor | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023

 


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