PL | Me has hablado algunas veces de tu “prehistoria literaria”,
y creo que sería interesante intentar aquí la reconstrucción de ese tiempo. Y yendo
aún más lejos, hasta ciertas modificaciones artísticas que se manifestaron en la
infancia, en el entorno familiar. Tu interés temprano por la pintura y el dibujo
se explican mejor si se tienen en cuenta tus relaciones familiares con algunas personalidades
significativas de esos años en las artes plásticas, como Jorge Delanó (Coke)
y Gustavo Carrasco que eran tíos tuyos, ¿no?
EL | Yo nací en casa de mi abuela materna, que por motivos relacionados
con ese acontecimiento me hizo el sujeto de una intensa afectividad, cristalizada
en el modo de la relación entre adultos de otra época. Fui su nieto preferido y
una especie de confidente metafísico de sus preocupaciones o angustias, que ella
transfiguraba en proposiciones teológicas. Por ejemplo, la morosa observación de
la puesta del sol la inducía a señalarme que esa belleza natural era prueba fehaciente
de la existencia de Dios.
PL | Una mezcla de teología y estética. Me has contado que era
persona de lectura cuidadosa y constante.
EL | Supongo que era muy sensible al lado artístico de Dios, aunque
era al mismo tiempo una persona desposeída de todo hedonismo. La vida se le aparecía
como un sinónimo del deber. Compensaba esa vocación puritana y el aspecto pragmático
de su carácter (acentuado por circunstancias difíciles) con la lectura de ciertos
libros en inglés, ignoro cuáles; con la música que oía e interpretaba al piano,
y con el recuerdo de sus viajes juveniles por Europa, que pudieron ser de formación
cultural, al menos de la que estaba permitida a una muchacha hacia 1890 y tantos.
Había sacrificado de alguna a la maternidad una carrera conjetural de violinista.
No le oí tocar nunca el instrumento, pero lo conservaba entre sus recuerdos tangibles.
Su afición a las novelas policiales aumentó con los años. ¿No tendría que haber
sido Chesterton su autor de cabecera? Porque tampoco disminuyó su misticismo, ni
su esperanza de que un nuevo santo cuyo modelo era San Francisco –levantaría a la
iglesia del estado de postración en que la tenían los tiempos modernos. También
sin aparente vehemencia, con una fe razonada en la ley de probabilidad, había esperado
que uno de sus hijos, y luego yo, aceptara esa misión redentora. Por esto, uno de
mis primeros “trabajos artísticos” fue una secuencia de la vida de San Francisco
de Asís, dibujada y coloreada con recortes de papel de colores, de volantín (obra
que se conserva en el museo familiar). En suma, creo que mi abuela introdujo el
ingrediente básico en la formación de mi carácter, una sustancia algo quebradiza,
relacionada con lo que sería –con perdón de la modestia– “el ingenio superior acompañado
de vehemencia” propio de la imaginación poética. Esto es una cita que hizo Adriana
Valdés –a propósito de Vallejo– de un médico español del siglo XVI.
Viví esporádicamente, durante mi infancia, en casa de
mi abuela, bajo el mismo alero que Gustavo Carrasco, su hijo menor, el primer artista
de carne y hueso (por contraposición al autor de la puesta de sol) que conocí en
mi vida, muy cerca, como ves.
PL | ¿Cómo te relacionabas tú con él, una persona mayor y, por
lo que he oído decir, bastante concentrada en un trabajo exigente que incluía la
docencia en la Escuela de Bellas Artes, su propia obra pictórica y sus compromisos
como ilustrador en algunas editoriales chilenas?
EL | Como profesor de dibujo, se interesó en mi vida de San Francisco
y en las reiteradas muestras que yo di de estar pronto a seguir su ejemplo. Me hizo
ver, a ratos perdidos, los libros de arte de su armario, palabra que rima bien aquí
con santuario. Hasta el día de hoy, los originales del Greco, por ejemplo me remiten
a las reproducciones en blanco y negro del mismo, que el tío pintor me encarecía
en su taller. Le serví de modelo para dibujos e ilustraciones, cuya versión definitiva
llegaba a través de múltiples y exasperados bocetos. Hay una portada de un libro
en que soy el niño David Copperfield. Luego, cuando tenía trece años, me preparó
para que diera mi prueba como aspirante a la Escuela de Bellas Artes, de la que
fui alumno desde 1941, creo; pero no su alumno.
PL | ¿Estudiabas paralelamente en el Liceo?
EL | Duré un año más en el colegio, pero se
le dijo a mi padre que como estudiante de humanidades el mío era un caso perdido.
Había empezado a vivir, o casi en la Escuela de Bellas Artes, donde fui algo así,
supongo, como una especie de mascota en los primeros años. Dejé escandalosamente
de estudiar en el colegio, por el largo período de mi formación como el pintor que
no iba a ser, en un ambiente que no era precisamente el de un jardín infantil…
PL | Esa decadencia tuya tan temprana debe tener relación con el
hecho de que tu interés por el trabajo pictórico fue en algún momento desplazado
por otra actividad: la escritura. ¿Cuándo y cómo ocurrió esto?
EL | Pasaron los años antes de que prosperaran en algo mis intentos
literarios, pero a partir de cierto momento mi concentración en el dibujo y en la
pintura empezó a debilitarse; sospeché que mis dibujos eran literarios, ilustraciones
de textos no escritos. Después de una primera y única exposición de dibujos que
hicimos con mi compañero Luis Diharce ambos trabajábamos en el curso de pintura
de don Pablo Burchard– no pude o no quise repetir el pequeño éxito de crítica que
tuvimos con esa exposición. Yo había confiado, por otra parte, en las virtudes hasta
cierto punto inexistentes del llamado “talento natural”, con prejuicio de la disciplina
a la que se sometían férreamente quienes de entre mis compañeros me llevaban una
ventaja demasiado grande. En lo que respecta al talento natural, un hermano mío
empezó a dibujar a los dos años, y a los once hacía verdaderos misterios de habilidad
que me hicieron sentirme disminuido…
PL | Aunque no continuaste como alumno de Bellas Artes, ese lugar
parece haberse constituido en tu “habitad cultural”. Es conocida la coexistencia
–que venía de lejos– de pintores y escritores en ese ámbito. Neruda fue amigo de
varios pintores de la generación del 13, y siempre estuvo vinculado con la gente
de esa Escuela, en la que recibió alguna vez a Rafael Alberti, por ejemplo. ¿Qué
personas circulaban por ella?
EL | La Escuela era como un fondo de mar, un hoya marina, algo
resguardado y abierto al oleaje y a las corrientes, Gente muy distinta iba y venía
de allí. A veces se formaban grupos de colónidas, uno que otro animal único y provisional
constituido por partes individuales. A veces, quienes protagonizaban ese ambiente
–desde cierto punto de vista– no pertenecían a él, mientras que había naturales
del lugar que funcionaban como rémoras, parasitariamente.
Recuerdo, en el segundo de los casos, a un cierto director
de la Escuela que no tenía en ella ni arte ni parte, pero que había ascendido a
ese cargo después de su reiterado ausentismo como profesor de anatomía. Como la
Escuela era un lugar eminentemente pasional y carnal, se decidió su retiro una vez
que advirtieron que había transformado su oficina en una garçonnière. Un final feliz
para un profesor de anatomía.
Alguien que parecía luego el director del mismo establecimiento
no era más que el hermano del sucesor del anatomista jubilado. Se trataba de Roberto
Humeres, cuyos amigos lo rodeaban como a Sócrates sus discípulos, en la Escuela
y sus alrededores. Para muchos de nosotros era el personaje que verdaderamente venía
de Europa y que encarnaba esa relación del latinoamericano con el otro mundo cultural,
relación que Juan Valera bautizo como “galicismo mental” y que ha sido tantas veces
sindicada peyorativamente, como snobismo, diletantismo o, en términos más severos,
como alienación cultural….
Visitantes más que esporádicos, virtuales, de la Escuela
de Bellas Artes, que la habían frecuentado en años anteriores, eran Jorge Millas
y Nicanor Parra.
PL | ¿Conociste allí a Nicanor Parra?
EL | Roberto Humeres y Luis Oyarzún nos llevaron a verlo a mí y
a Luis Diharce, por ahí por el año 47, cuando todavía hacía pre-antipoemas del tipo
de sus “Ejercicios retóricos”. El dueño de casa leyó sus textos de última hora,
pero esa sesión terminó con un sentimiento de incomodidad generalizado: los jovenzuelos
que éramos nosotros guardamos en todo momento el silencio de los no iniciados. Luego
supe que Parra lo había interpretado como una señal inequívoca que éramos un par
de infiltrados al servicio del grupo Mandrágora, con el que nunca ha podido establecer
relaciones diplomáticas definitivas. Y mucho menos después de los versos alusivos
que tú recordarás: “Surrealismo de segunda mano” o “Nosotros repudiamos/ La poesía
de gafas obscuras”.
Yo que entonces escribía con esa precariedad abundante
de los poetas muy jóvenes, tratando de hacer arabescos verbales, tuve la sensación
de la economía y la madurez que caracterizaban al sujeto de esos textos y al autor
real de los mismos. Como éramos vecinos en el barrio de Ñuñoa volví con frecuencia
visitarlo, ahora con amigos de mi propia generación.
PL | ¿Y cómo surgió la idea del Quebrantahuesos, que pocas años
después Parra, Jodorowsky y tú empezaron a editar muralmente por así decirlo?
Parra había tomado esa palabra –de la que hizo un emblema
de su obra futura (léase artefactos)– de una novela de aventuras, creo que de Pierre
Mac Orlan. El Quebrantahuesos era en la práctica una modesta cartulina que llenábamos,
según el orden que imparte el director de un cementerio a nichos, lápidas y mausoleos,
con originales tipografiados de acuerdo con la práctica surrealista de escribir
frases nuevas e insólitas con recortes de rutinarias frases hechas (collage verbal
y gráfico), sintagmas tomados, en general, de los títulos o subtítulos de los periódicos,
el ilustraciones compuestas con el mismo procedimiento.
Los autores/editores del Quebrantahuesos éramos Nicanor,
Jodorowsky y Jorge Berti, entonces mecánico de automóviles, y ahora fabricante de
muebles. Pero se produjo un contagio colectivo, que incluyó hasta al Cuerpo de Carabineros.
PL | ¿Cómo fue eso?
EL | El periódico mural se exhibía en plena calle Ahumada, un una
vitrina ad hoc, y un policía de turno en ese lugar fue objeto de una hilaridad del
público que se arremolinaba frente al Quebrantahuesos, el cual en una ocasión traía
un escueto parte; “Carabinero se tragó una lapicera”. El policía se llevó a Berti,
a quien sorprendió in fraganti en el acto de abrir la vitrina, a la Comisaría. Eran
otros tiempos: el oficial de guardia se murió de risa leyendo el cuerpo del delito,
y después de esa Comisaría nos llegaron colaboraciones.
El Quebrantahuesos formaba parte de los trabajos verbales
que siempre se hacían en casa de Parra; una praxis poética continua. Recuerdo a
Nicanor celebrando a su hija Catalina, de seis años, como autora del verso siguiente:
“Un pez que nada en sus aguas propias”. Recuerdo también una reunión en que la estrella
fue el pintor Cabezón, el maestro Isaías. Era un intercambio de frases que tenían
a Adán como sujeto: “Adán en un palco”, “Adán ganador de una carrera en bicicletas”,
“Adán bailarín de una casa de citas”, etc.
LA PIEZA OSCURA
PL | Después de Poemas de este tiempo y de otro, que es
de 1955, ha mediado para ti un período de reajuste y experimentación. Lo digo porque
el plazo es considerable y porque La pieza oscura es efectivamente un libro
de registro mucho más amplio. La mayor parte de estos poemas no se publicaron antes
de su inclusión en el libro, con excepción de los monólogos y de la “Elegía Gabriela
Mistral”; sin embargo, aparecieron por ahí algunos textos que después no recogiste,
o primeras versiones posteriormente corregidas y reducidas, como el poema “Destiempo”,
titulado “Estos días que vuelven” en 1957, y del que ya hablamos. Recuerdo que leí
también un poema, creo que en El Diario Austral de Punta Arenas: “Barco viejo”,
sin duda escrito al mismo tiempo que “Cementerio de Punta Arenas”.
EL | La pieza oscura recoge verdaderamente poemas escritos entre
1956 y 1962. Tú ves: los monólogos son del 56 y la elegía es del 57. Durante ese
tiempo hice un número mucho mayor de textos, pero se trata de una selección rigurosa,
en realidad. Así que cuando Luis Enrique Delanó, en un comentario, se manifestó
extrañado por la pequeñez cuantitativa de un trabajo de tantos años, yo podría haberlo
tranquilizado; eso no se debía a la abulia sino a la buena costumbre de no publicar
todo lo que se escribe.
Los poemas más antiguos de La pieza oscura son, entonces,
los monólogos. Pero en el libro predomina la serie de textos en cuyo centro se encuentra
el poema que le da título. Decíamos que los monólogos eran poemas dramáticos de
cierto tipo. También lo es “La pieza oscura”, pero se trata de un poema mucho más
escrito que oral, en el sentido en que hemos estado hablando, donde tiene una importancia
mayor el juego de correspondencias microtextuales, la textura. La anécdota que suscita
este discurso podría haber motivado también un cuento o una novela. En otras palabras,
yo terminé por instalarme con ese libro –donde ya no hay poemas que no se propongan
algún tipo de concreción– en lo literario, pero al margen de los distintos tipos
de poesías que eluden la interpenetración genérica. Me declaré en contra de la
“poesía poética” (ya hablaremos de eso), y a favor de la poesía situada…
PL | “La pieza oscura” es el poema central del libro, el que le confiere la unidad
de una constelación; y esto no sólo o únicamente por su ritmo semántico sino por
la tonalidad del fraseo verbal, de un ritmo fónico que atraviesa el conjunto. Yo
creo que casi todos los textos –descontadas sus particularidades en otros planos–
ingresan de algún modo en la atmósfera que se proyecta desde allí. ¿Estás de acuerdo
con esta idea y, luego, en considerar La pieza oscura como tu primer libro unitario?
¿Con qué criterio seleccionaste y dispusiste los poemas de estos últimos siete años?
EL | Los libros o cuadernos anteriores, a diferencia de éste, eran
simples agregados o yuxtaposiciones de textos distintos. Eran recopilaciones de
los poemas escritos en un plazo demasiado extenso como para que un poeta joven pudiera
producir la impresión del libro. En La pieza oscura –en rigor entonces el primer
libro– se organizan algo así como una “colonia” de textos, cuya individualidad de
grupo se puede hacer residir en “La pieza oscura”. Los monólogos están fuera del
conjunto, pero se integran en él bajo la especie de contraste temático y técnico.
Es evidente que al componer el libro pensé en “La pieza
oscura” como su umbral. El poema largo “Zoológico” le responde desde las páginas
41 / 44. En ambos casos se trata de negaciones del presente extratextual, en nombre
del mundo que elabora la memoria en el lenguaje; negaciones centradas en un sistema
de oposiciones que probablemente se ramifican en todos los poemas. El “presentismo”
del sentido común argumenta en “Zoológico” a favor del olvido, la palabra inmediata,
el instinto: argumentos que el propio hablante desarrolla al describir y mitologizar
al mundo animal en el lenguaje de la fascinación. Pero a todo ello se opone una
instancia a favor de la memoria, de la sedimentación en ella de la palabra poética,
del artificio y del fantasma.
“La pieza oscura” representa el desideratum de esta
actitud, porque se allí se recuerda literalmente la infancia, esa especie de piedra
filosofal de la memoria. Por eso el texto encabeza la selección, pero también puede
ser que me haya entusiasmado con una de las últimas cosas que escribí en ese período.
De ser así, parece que tuve la razón: siempre vuelvo a colocar necesariamente “La
pieza oscura” al centro de mis lecturas o conversaciones sobre mi poesía. También
me sirve para precisar mi idea de la relación entre la memoria y el lenguaje poético,
algo así como una misma actividad que se desarrolla en planos homólogos. El sujeto
de “La pieza oscura” da cuenta de la imposibilidad de reconstruir en sí misma la
infancia: es la memoria la que la está produciendo a la par con el lenguaje poético,
actividades que se identifican. La infancia es lo que sólo existe gracias a la memoria
en el presente del texto.
PL | Hay un momento en “La pieza oscura” en que se fija la distancia
entre el tiempo de la escritura y el tiempo del enunciado: “¿Qué será de los niños
que fuimos?” Esa distancia denuncia, entre otras cosas, la imposibilidad a te refieres.
Hay otros dos poemas que se leen allí como continuaciones de éste: “Invernadero”
y “El bosque en el jardín”, que se inician con preguntas semejantes: “¿Qué será
de nosotros, ahora?”, “¿Qué será de nosotros?”. Me parece que estos poemas exploran
desde ellas otra dimensión de la experiencia: la de la incertidumbre de lo real
y también la de la memoria. Sobre todo en “Invernadero” no sólo veo la imposibilidad
de reconstruir la infancia, sino que la negación de las evidencias de un pasado
apenas entrevisto como residuo de la memoria, como recuerdo. Hay también otra cosa
que me interesa en estos poemas: el hecho de que se interrelacionan según un modo
de las funciones intertextuales que yo he tratado de definir como “reflejas” en
un trabajo sobre Rubén Darío. Evidentemente estos poemas se generaron unos a otros,
¿según qué orden cronológico de producción?
PL | Dios nos libre de la falacia biográfica, pero esta conversación
–y las relecturas que estamos haciendo de “La pieza oscura” y de los otros dos poemas–
me remiten a la conversación que grabamos hace días, cuando tú recordabas esos largos
períodos en la casa de la abuela, el trato que había entre ustedes y que contribuía
a tu separación –como niño del mundo infantil con el que no se consolidaba un espacio
común de intereses, de conductas, de vocaciones verdaderamente infantiles, “La pieza
oscura” termina con unos versos que delatan la impresión inquietante de un ciclo
cumplido distraídamente, y no parece excesivo pensar que esa fractura escrita allí
conduce a las denegaciones escritas en los otros textos de la serie. Claro que todo
esto implica y no implica reconocer ese relato de tu biografía como una textualidad
de base en esos poemas.
EL | Creo que la relación con esa textualidad de base se refiere
a la afirmación de la infancia como una forma particular, seguramente utópica, de
madurez, propiciada por aquella relación con la abuela, de la que conversamos. Pero
el poema es impensable desde esa relación, o quizá sacrílego, porque incluye el
momento del despertar sexual y remite a experiencias efectuadas en contra del mundo
del “adulto-infantil”. Eso de que “…no he cumplido aún toda mi edad/ ni llegaré
a cumplirla como él/ de una sola vez y para siempre” incluye también la idea de
que existiría una solución de continuidad entre la vida infantil y la adulta. Estos
versos apuntan por otra parte a un momento en que al efectuar la experiencia emocionante
con lo desconocido (el sexo, el inconsciente) la infancia se emplaza en una situación
insuperable. Ese momento comprende la disponibilidad plena del niño para ser un
adulto antes de que eso ocurra y empiece con ello un proceso de constante degradación.
Creo que estos poemas presuponen una especie de filosofía negativa de la existencia
que concibe la vida como ese proceso: el tiempo es el mal irreversible cuya conclusión
es la muerte. Después he podido verificar mejor hasta qué punto coincide este tipo
de visión con la poética del simbolismo y sus resonancias en la poesía moderna.
También en el hecho de que esta “filosofía de la vida” se completa con la creencia
en la creación poética como un modo de enmendar la existencia, produciéndola en
otro plano, en el lenguaje. La transmutación de la experiencia en la palabra poética:
la poesía no es un comentario de lo que es; en ella se constituye una forma de ser.
La memoria efectúa el mismo trabajo que la escritura: la creación simbiótica entre
la memoria y el lenguaje. Aquí quizás el tiempo/el mal se justificaría: es el elemento
de la duración y también lo que se elimina en el acto de la creación poética en
que el tiempo se resuelve en el presente “inmutable” de la escritura: la imposibilidad
de reconstruir el pasado en cuanto tiempo existencial toma en el presente de la
escritura que lo anula la forma de lo remoto, lo desconocido, lo perdido, lo cerrado.
PL | Como acaso nunca dado, ¿no? Por eso te decía que aquella remisión
a lo biográfico implicaba y no implicaba reconocerlo como textualidad de base. El
punto extremo de esa reflexión sería negar el papel de la experiencia en la escritura.
Esto nos asoma al precipicio del inmanentismo absoluto.
EL | Cierto. Hemos llegado a una situación límite en la que por
lo demás yo podría haber caído ya en flagrante contradicción con mis afirmaciones
en el capítulo relativo a los monólogos. Pero quizás en este contexto yo estoy hablando
de un desdoblamiento de lo existencial en la escritura que lo transforma en esta
experiencia de lo ajeno o de lo extraño, no de la eliminación de esa experiencia.
Por otra parte, la “verdadera vida” se realiza en el lenguaje como nostalgia de
lo que la memoria constituye como pasado. Esta instancia es algo “real”, sólo que
se manifiesta en el modo del deseo. Este se encuentra al centro de la operación
poética efectuada por “La pieza oscura”. Comparto ese viejo dogma que la poesía
tiene como tarea rescatar algunas muestras de la Edad de Oro (aunque sólo sea un
poco de oropel). La infancia es un paradigma de una y otra cosa, me parece. Sólo
se imagina un futuro feliz retrospectivamente. Por eso es que “La pieza oscura”
es un poema deseante, tanto en el nivel de la historia que narra y dramatiza, donde
se trata del descubrimiento de la sexualidad mayormente asociada al deseo que a
la necesidad. A mí me gusta pensar que esa pulsión erótica se comunica con el cuerpo
verbal, a la palabra. Alguien que podría ser Valery lamenta que el poeta, a diferencia
del músico, no incorpore al texto signos que orienten su interpretación o su lectura
en voz alta. Esto porque yo no reconozco “La pieza oscura” cuando lo leen otros.
La intensidad y la velocidad del texto aumenta obviamente cuando se habla del tiempo
arrollador, y justo cuando los versos se extienden mayormente. Este ritmo decrece
en el momento en que se desanudan las parejas anudadas en el juego. La lectura quiere
producir el efecto de rapidez y morosidad que recorre el cuerpo verbal en el momento
del orgasmo. En otros puntos, yo creo que este texto se presta también para un análisis
del simbolismo fónico.
POESÍA – VIAJE
PL | Poesía de paso es un conjunto de poemas escritos entre 1964 y 1965, en su
mayoría durante del viaje que hiciste a Europa como becario de la Unesco para estudiar
Museología. El conjunto incluye una sección ajena a esas experiencias, bajo el subtítulo
de Otros poemas, a la que habría que remitir, me parece, el poema “La derrota”,
cuyo correlato histórico tiene que haber sido la elección presidencial de 1964.
El Premio Casa de las Américas determinó su inmediata publicación, pero también
una divulgación difícil: ha circulado precariamente en Hispanoamérica, aunque hubo
hasta pruebas de imprenta (en 1973) del total de tu trabajo poético que iba a publicar
la Editorial Universitaria en la colección “Letras de la América” que yo dirigía.
Los poemas de viaje –que tú has ido elaborando como
una especie de género: la escritura in situ– indudablemente se definen como
un conjunto bastante homogéneo desde el punto de vista del procedimiento que empleas:
la inmediatez de la respuesta a los estímulos que ofrecen “los lugares sagrados”
que se van constituyendo como tales en el transcurso del viaje. El poema largo
“La despedida”, en cambio, y otros afines, se diferencian por el registro autobiográfico
y las señales de identidad personal que suelen representar.
EL | Al darle a los textos el formato de un libro (entonces yo
estaba pendiente de los concursos de poesía: éste pasó inadvertido en el “Gabriela
Mistral” de Santiago, en 1965) tuve que aumentar el número de páginas y elegí para
eso un poema largo, “La derrota”, que en efecto no hace sistema con la totalidad;
porque los “Otros poemas”, aunque no son “notas de viaje”, armonizan con el resto:
ahí intercalé el “Monólogo del poeta con su muerte”, también de 1964.
Cuando me dieron la beca de la Unesco yo estaba convaleciente
de una operación de apendicitis que se había complicado. En ese poema se evoca la
imagen ominosa y sanguinolenta, sórdida, de una sala común de un hospital de barrio,
en la que se iban agolpando los dolientes de la noche, ante la indiferencia y el
ausentismo de médicos y enfermeras. Antes o después de esa operación visité en otro
hospital del mismo tipo a Teófilo Cid, un “poeta maldito” que iba a morir mientras
yo viajaba por Europa. A Teófilo –como recordarás– le gustaba identificarse con
Verlaine, seguramente también con el de Mis hospitales. Ese poema es pues una condensación
de mi experiencia pasajera del inhóspito ambiente hospitalario y de la visión que
tuve de Teófilo en aquella visita. El autor de las Nostálgicas mansiones recibía
como en una de ellas, con un señorío que afectaba a menudo.
PL | ¿Cómo se originó esa elección para la beca y qué resultó de ella? Se trataba
de estudios bien poco aplicables en Chile, donde la indigencia de los museos es
la tristeza misma, como en casi toda Hispanoamérica.
PL | Estos poemas son los que siguen a La pieza oscura ¿De qué
manera se articulan con ella los nuevos poemas, atendiendo a sus diferencias y semejanzas?
EL | El sentido que yo siempre le atribuyo a Poesía de paso tiene
que ver con esto: en este libro se habla de muy distintas cosas, pero el discurso
connotativo que atraviesa silenciosamente la serie sugiere el extrañamiento a la
vez que la familiaridad de un poeta hispanoamericano con lo desconocido entrañable
europeo. Así como el hablante de “La pieza oscura” al ahondar en el recuerdo de
su infancia sólo podrá percibir el presente de la misma, el poeta de paso se deja
impresionar por los lugares que recorre como si en vez de conocerlos los reconociera.
En un caso, la memoria “produce” la infancia; en el otro, la percepción de Europa
“produce” una memoria de la misma. Europa es como una memoria objetivada o materializada.
En el primer caso esto ocurre así debido al infantilismo del hablante; en el segundo
caso, por obra del europeísmo del viajero. El poeta de “La pieza oscura” siente
además la futilidad del esfuerzo de la memoria: la infancia en sí misma –el origen
de su recuerdo– no le será restituida. En la misma forma, el poeta de paso no conocerá
nunca Europa, se limitará a recorrerla, separado de ella como por un cristal de
seguridad, una galería de imágenes. La Europa que él reconoce se funda en un terreno
movedizo e inconexo, es una informe “herencia cultural”; radica en lecturas desordenadas
y heterogéneas, en recuerdos visuales, en lo que podríamos llamar una tradición
de “alienación cultural”. Nada de eso lo liga a la verdadera Europa. Su europeísmo
lo distingue radicalmente de los europeos. A los incalculables estímulos responde
con una especie de nostalgia del presente, en la cual los percibe como si ellos
fueran materia de una evocación. Hay una necesaria actitud módica en esos poemas:
no están al día, no acusan recibo de lo que ocurre “allí y ahora”. Se limitan a
las impresiones que puede recibir cualquier turista desinformado, pero capaz de
fascinarse con las viejas ciudades y de no limitarse al recorrido formal, capaz
de extenuarse en los museos y en los rincones públicos. Las cosas que verdaderamente
no he visto nunca logran interesarme; pero la poesía de esa época está asociada
para mí con una operación de la memoria. Por eso en Poesía de paso se habla de Bosch
o Monet y no de Tinguely o de las pinturas de Vasarely, que eran las personalidades
artísticas del día, cuando estuve en París en 1965. Actitud de coleccionista de
antigüedades. La casa de antigüedades es lo que más se me parece a esa parte de
la memoria en que todo escritor hispanoamericano es un europeo de segundo orden
o de tercer orden. No por mediocridad sino por fatalidad histórico-cultural. Porque
Hispanoamérica está todavía por fundarse. Es un terreno de aluvión y a veces un
inmenso baldío. Supongo que de ahí nos viene esa obsesión por “los fundadores”,
en la poesía y en todo lo demás…
PL | Vamos entonces a la poesía de paso, un método de trabajo que
permite muchas libertades en la relación del poeta con el mundo y con la palabra
que da cuenta de esa relación. Yo veo en este libro varias cosas, vinculadas con
las diversas funciones que desempeña aquí el motivo del viaje, que me parece un
motivo central en tu trabajo poético justamente a partir de este libro, y continuando
en Escrito en Cuba (publicado por Editorial Era de México en 1969), Estación
de los desamparados (1973), París, situación irregular (1977) y los textos
que has escrito en Manhattan el año pasado. Me llama la atención la persistencia
aquí de estes motivos, cuyas manifestaciones no parecen haber sido muy estudiadas
en la poesía. En cambio, uno puede recordar de inmediato las muchas y excelentes
indagaciones realizadas en el campo de lo épico y lo novelesco. Hablamos hace algunos
días de las buenas observaciones de Kayser sobre el motivo del viaje en La Odisea,
de las de Marcel Brion sobre Julio Verne o de las de Leopoldo Marechal cuando da
las claves de su Adán Buenosayres: “…es evidente –dice– que mi novela se
desarrolla de acuerdo con el ‘simbolismo del viaje’ o del ‘errar’ o del tormentoso
‘desplazamiento’, imagen viva de la existencia humana”.
EL | Tampoco yo recuerdo nada sobre el motivo del viaje en la poesía,
pero no me extraña contar con una laguna bibliográfica más en mi contra. Ese o esos
estudios que echamos de menos tienen que existir. La Divina Comedia es un libro
de viaje, el diario de bitácora de Dante. El Demonio es un viajero denodado o El
Paraíso perdido etc. No quiero extraviarme en estos laberintos debatibles de las
literaturas canónicas. Hagamos, en cambio, algunas menciones de la poesía moderna,
empezando, como de costumbre, por Baudelaire. El poema “Le voyage” se encuentra idealmente al centro
de Les fleurs du mal (“Plonger au fond du goufrée, Enfer ou Ciel, qu’importe?/ Au
fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!”). L’Ennui –ese “monstruo delicado”–
y la cercanía de la nada son los agentes de la movilidad baudelaireana. Para qué hablar de la relación del viaje con las distintas
etapas de la iniciación en la poesía y de las ciencias ocultas, otro motivo simbolista
y antes, romántico. “Le bateau ivre” reedita “Le voyage” y textos como Les Illuminations
y Une saison en enfer son los viajes de Rimbaud: su “caza espiritual”. En el comienzo
de la modernidad poética hay otro transeúnte: Walt Whitman. Luego, bajo una estrella
algo whitmaniana, todo Blaise Cendrars y el Apollinaire de dos poemas claves “L’emigrant
de Landor Road” y “Zone”, este último una pieza fundadora, como se sabe. Luego esta
Valéry Lardaud, y tutti cuanti. La poesía vanguardista hizo del viaje el motivo
que la define, también en el aspecto técnico de la discontinuidad de las imágenes,
que responden a la ubicuidad del sujeto en el espacio, un espacio dominado por los
nuevos medios de comunicación y por el lenguaje poético cubista y simultaneista.
En cuanto a mi relación con el viaje, prefería aislarla
de esa tradiciones plausibles para ver en qué consiste efectivamente. Hay algo quizás
voluntariamente aleatorio con mis cuadernos de viaje, en los cuales el viaje mismo
no simboliza nada ni se ordena en las etapas progresivas de una iniciación. Esos
viajes dan cuenta más bien de un cierto desarraigo, que se extiende a la propia
existencia sentida como viaje, tal como parece haberlo definido Marechal en la frase
que tu citabas. Se trata de abarcar ciertos espacios desconocidos en una como tarea
de reconocimiento: sí, al azar, o sin que la finalidad de ese anti-itinerario sea
lo determinante. Una combinación de familiaridad y de extrañamiento respecto a los
lugares que te recuerdan tu antiorigen. La condición de extranjero me parece a mí
particularmente entrañable para el tipo de hispanoamericano al que pertenecemos
como personas, por así decirlo, “cultas”.
PL | Esto define el sentido general del motivo, pero mirando los poemas de Poesía
de paso vuelvo a pensar en sus varias manifestaciones allí. En algunos de los
poemas (“Market Place”, “Genève”, “San Pedro”, “Coliseo”, “Catedral de Monet”) el
grado de objetividad es tan extremo que casi se impone de inmediato una vinculación
de esos textos con las artes visuales. En otros (“La despedida” particularmente)
el extrañamiento ha generado una máxima intensificación dramática. La memoria hace
también lo suyo en otros poemas y, además, eso que los suplementos dominicales de
los periódicos suelen designar como “el bagaje cultural” de un sujeto.
EL | El documento inmediato del encuentro del sujeto del texto
–el poeta– con un objeto privilegiado que, como diría Benjamín, le devuelve la mirada,
porque posee “aura”, la consumación del texto en ese diálogo a primera vista caracteriza
los poemas que mencionas. Yo los llamaba peyorativamente “tarjetas postales”, en
las que, mientras el anverso documenta sobre un lugar turístico en forma convencional,
el reverso da noticias “subjetivas” del viajero. Son poemas, en este sentido, visuales
y objetivos que combinan e integran el anverso y el reverso de esas tarjetas postales.
Poemas “paisajísticos” en la vieja acepción de una expresión que tendríamos que
corregir: “El paisaje es un estado del alma”. Quizás esos poemas recuerden –y yo
he insistido en cuanto al procedimiento– que mis modos iniciales de expresión fueron
el dibujo y la pintura y que me interesan cada vez más la fotografía y el cine.
Luego, el viaje es un cambio de escenario que corrobora
la persistencia del sujeto que viaja. En el primer poema del libro –“Nieve”– se
lee: “La nieve era en Bruselas otro falso recuerdo/ de tu infancia cayendo sobre
esos raros sueños/ tuyos sobre ciudades a las que daba acceso/ la casa ubicada de
los abuelos paternos…” El “falso” recuerdo de la infancia remite al viajero a un
presente que sustituye un pasado, que es el pasado. Se recuerda la nieve que cae
en Bruselas –la impresión presente como si fuera el pasado que ese presente al sustituirlo
genera. “La casa ubicada” está aquí y allá, ahora y entonces. Las impresiones del
viajero tienen efecto retroactivo: transforman los datos de la memoria. Esta es
otra manera más íntima en que se manifiesta un recuerdo del presente fundado en
lo desconocido entrañable. Es la impresión que todo el mundo tiene de reconocer
algo que ve por primera vez. Mi viaje de 1965 estuvo lleno de este tipo de percepciones…
PL | Veamos ahora la continuidad del viaje y sus variaciones. Cronológicamente,
tu próximo desplazamiento quedó registrado en Escrito en Cuba, que contiene tres poemas (dos de ellos de una gran
extensión “Escrito en Cuba” y “Varadero de Rubén Darío”). Los une el espacio del
acontecer poético –el texto sobre Rubén Darío corresponde al homenaje que se realizó
en Cuba en 1967–, pero sobre todo una característica saliente en tu trabajo de esa
época: pertenecen a la categoría poema ensayo, desarrollado polémicamente con argumentos
y contra-argumentos dispuestos según un principio de continuidad. Otro rasgo: las
varias inscripciones de la referencialidad, a través de signos que aluden y diseñan
constantemente una situación dada. ¿Cuál es tu lectura actual de esos poemas?
EL | “Varadero de Rubén Darío” es un poema que escribí en sus tres
cuartas partes en 1966 en París, ciudad a la que había regresado después de obtener
el Premio Casa de las Américas con la pretensión de establecerme allí. Este proyecto
fracasó, y terminé el poema en La Habana creo que minutos antes de leerlo, el 18
de enero de 1967, en el “Encuentro con Rubén Darío”. Fue un acto de irreverencia,
puesto que se trata de un antihomenaje a Rubén fundado en los viejos cargos de
“galicismo mental”, oportunismo político y arribismo social que siempre es posible
hacerle al pobre Darío, y a tantos otros. Reproches a sus ligerezas intelectuales
(como si yo fuera un filósofo) y una cierta celebración de sus cursilerías.
“Todos los poetas latinoamericanos son algo cursis”,
me decía en La Habana Fayad Jamís. Esa cursilería premiaba en mi poema a Rubén Darío
con un parentesco con Carlos Gardel. En “Varadero de Rubén Darío” se recogen, en
forma periodística, opiniones vertidas contra el temple mismo del texto por otros
participantes del congreso. Veo ahora una errata en la edición de Era: “Gianni dijo:
tampoco a nosotros nos gusta Carducci, pero “no” escribimos contra él para pulverizarlo.
Es decir, reconocemos a nuestro abuelo” (falta ese “no” en el poema). Esto es, desde
el punto de vista de la escritura se abre un campo al que son atraídos elementos
que se incorporan al poema mientras éste se está escribiendo: un grado extremo de
producir efectos de referencialidad.
Los juicios que se permite mi poema me parecen prescindibles.
Angel Rama hizo notar en alguna de sus elocuentes intervenciones que cosas así siempre
se habían dicho de Rubén. Me inquieta ahora haber escrito: “Rubén Darío fue un poeta
de segundo orden”, no porque quizás no suscriba esa mera opinión sino porque imagino
la increíble empresa que pudo significar para un latinoamericano constituirse en
su tiempo y ahora en el gran poeta del idioma español, desde lugares como Managua,
Santiago de Chile e incluso Buenos Aires, en ambientes culturales enrarecidos y
que como hoy deben de haber estado infestados de ninguneadores. Admiro ahora la
capacidad que tuvo Darío para situarse en el campo cultural de su época, previa
su innegable y poderosa instalación en el lenguaje, en el que se movía –¿por qué
no superficialmente?– como un pez en el agua o como un rey en su palacio, para decirlo
con una expresión más de su gusto.
El poema titulado “Escrito en Cuba” es una novela en
verso cuyo personaje narrador se autodenomina “extranjero de profesión”. Nunca después
he publicado un poema tan extenso, cuyas estrofas son especies de capítulos de una
historia que ya no me interesa, abrumada por la duda acerca del sentido del acto
poético: se lo juzga comparándolo erróneamente con un cierto tipo de acción poética.
Es un poema autoescéptico, derrotista o latamente depresivo, pero que tiene buenos
momentos “documentales” e inventivos. También se usa y abusa allí de los signos
que emplazan el texto en una situación, ante todo individual pero referida a una
cierta manera de visualizar el discurso histórico. Después de semejante diatriba
contra la poesía tuve que reafirmar mi creencia en ella, y ésa es la función que
cumple el poema “Porque escribí”, más o menos de la misma época.
En resumen, es un texto contra cuyo contenido ideológico
he seguido escribiendo estos últimos doce años; pero al menos no es un panegírico
de ninguna literatura militante. Por el contrario, el poema insiste irrisoriamente
en un cierto joven de esos años que censuraba mi poesía desde el punto de vista
de un “guerrillero de papel”…
PL | París, situación irregular integra esta constelación en torno a cuyo sentido hemos
estado girando. Mencionaste su fragmentarismo como rasgo estructural, su discontinuidad.
Hablemos algo más de esto.
EL | Agenda un cuaderno de anotaciones diarias y varias, eso es
ese libro: una libreta de apuntes. Lo que une los distintos fragmentos es el espacio
–París, mayo del 75– y el sujeto poliforme e informe que lo recorre, aquel que en
cada caso dice yo y ocupa, máscara tras máscara, ese doble lugar público: la ciudad-luz
y el pronombre de primera persona. Hasta ese momento yo había reservado la poesía
para una cierta representación solitaria y “autentica” de mí mismo. En París,
situación irregular la palabra es el escenario donde se mueven múltiples
y pequeños actores como en un teatro de mimos. Poco antes había escrito La orquesta
de cristal, con cuyos originales bajo el brazo deambulé por París.
A PROPÓSITO DEL SONETO
PL | En una conversación que tuvimos aquí mismo, en Long Island,
en 1975, tú te referías a la interrupción de algunas líneas trazadas por lo poeta
mayores del Siglo de Oro, muy especialmente Quevedo. Esas direcciones fueron canceladas
o bien no reaparecieron de manera notoria en el proceso de la poesía española. Las
razones histórico-culturales que explicarían ese fenómeno son sin duda complejas
y no vienen al caso aquí, pero sí la comprobación de que ese tipo de escritura en
el que pensábamos no tuvo continuidad: porque en el siglo XX por ejemplo (para qué
vamos a hablar de los siglos XVIII y XIX, esos páramos poéticos) la generación del
27 no asumió realmente esa tradición, a pesar de los homenajes a Góngora.
Yo te preguntaba –ya que eso se nos hacía evidente con respecto al 27– si un poeta
como Miguel Hernández, que apareció por los alrededores de esa generación hacia
1934, no fue en efecto un continuador de aquella línea debilitada o pérdida.
EL | Yo creo que no.
PL | Al menos en esos momentos admitías la posibilidad.
EL | Pero después hemos leído aquí algunos sonetos de Hernández,
y él es un poeta muy homogéneo –no le dieron tiempo para cambiar su modo de escribir–
creo que, en lo fundamental, no. Su poesía podría coincidir con la del Siglo de
Oro en lo que tiene que ver con cierta sonoridad aprendida de los poetas barrocos,
y sus sonetos insisten en ella, así como los tercetos encadenados de su elegía a
Ramón Sijé. Hernández está cerca del Siglo de Oro en una cercanía admirativa orientada
más bien hacia los místicos, pero que no se emparienta para nada con Góngora o Quevedo
por una cuestión de actitud y hasta de creencias. El ardor de la fe sería más afín
a su ethos que el pathos del conceptismo y del culteranismo, y Hernández es un poeta
lírico, hace una “poesía poética”: quizá se diferencia de los escritores de la generación
del 27 por ese dejo arcaico y la adecuación del mismo al sentimiento de la tierra,
la pobreza, la piedad, la inocencia; es el poeta anticortesano y “natural”.
PL | Esas relaciones y diferencias han sido insinuadas alguna vez
por los críticos; pero hay también una tendencia a asociarlo, de manera algo indiscriminada
o imprecisa, con distintas vertientes del Siglo de Oro. Se habla a menudo de Quevedo:
era lo que hacíamos nosotros.
EL | Yo creo que son efectos de sonoridad. La tradición que yo
te decía se había interrumpido supone una interacción más amplia de los géneros
literarios, una convivencia de la poesía y de la contrapoesía, la burla versificada
de lo poético, como en Quevedo: “en vos llamé rubí lo que mi abuelo/ llamara labio
y jeta comedora”. Lo que se perdió es algo de lo que se siempre se habla cuando
se ordena por géneros la poesía de Quevedo: la sátira, la cual también es el caso
de Góngora –hay que recordar el contrapunto infernal, asesino entre esos vates–
empieza con la insolencia y termina con algo así como puñaladas verbales en esa
encrucijada de la poesía. Era algo que no se recuperó nunca, porque todos estos
poetas del 27 son líricos. La insolencia, la procacidad, la caricatura, la grosería
son notas que ellos no podían dar, que no entraban en su sistema de referencias.
PL | …Y también en Gutiérrez Solana, con esa pintura algo esperpéntica
que es como un simulacro de la opresión. Y ya que hablamos de esperpento, no olvidemos
que esa palabra clave para abrir un mundo no del todo ajeno a Quevedo: del Valle
Inclán.
EL | Pero la poesía española del 27 no cultivó el “arrimo de las
veras” y la “celebración de las burlas”. Baudelaire le inculcó a la poesía moderna
un horror permanente a confundirse con la historia, con la moral, etc. Era necesario
que así fuera pero creo que esa especialización de la poesía tuvo a largo plazo
efectos paralizantes.
PL | Es ésta la línea que tú ves interrumpida y a la que quieres
atender: entonces ya entramos en lo tuyo: esos sonetos que escribiste en el verano
de 1974, los del libro Por fuerza mayor que motivaron la conversación del
año 75.
EL | Bueno, el antecedente inmediato de esos sonetos se encuentra
menos en mi poesía que en mi prosa, la cual no es de ninguna manera una prosa poética;
hasta podría decirse que es satírica, grotesca y caricaturesca, los poetas del barroco
fueron especialistas en eso.
PL | Sobre todo Quevedo.
EL | Por eso te digo que las sonoridades de Hernández pueden recordar
las de Quevedo, pero yo creo que se trata únicamente de eufonías. Los poetas del
27 –aunque tengan como Lorca una vena dramática– pocas veces o nunca cambian de
papel y no se meten para nada en la prosa. Desaprovecharon las afinidades de los
géneros literarios y sus posibilidades de intercambio, pero también el registro
de sus emociones es excluyente o limitado. Quevedo y Góngora, como poetas satíricos
y burlescos, tienen algo de villanos y hasta de malandrines. Parecería que mimaran
–al mostrar abiertamente ese lado oscuro de sí mismo– ciertas alienaciones de su
época: la xenofobia antisemita e inquisitorial de Quevedo, que tiene un aire de
delación, la sagacidad y otros “malos sentimientos” que entran turbulentamente como
ingredientes de esa poesía “impura”….
PL | ¿Y por qué el soneto en tu caso? ¿Qué te hizo volver a esa
forma tan lejana que habías abandonado, al parecer para siempre, desde la publicación
de Nada se escurre? Porque en otros poetas que conocemos se advierte cierta
continuidad en el manejo de esa forma. A mí tus sonetos me sorprendieron por varias
razones, pero también por ser sonetos y por su calidad.
EL | En el Siglo de Oro, se hicieron sonetos insuperables. Góngora
y Quevedo trabajaron en un género vigente y que le convenía. Nicanor Parra me decía
que por muy buenos que me resultaran a mí, estaba utilizando una forma gastada y
que era un error escribir sonetos y no, por ejemplo, décimas. Yo los hice porque
en el uso de formas tan arcaicas y exigentes se espera del sonetista la aplicación
de un jugador de ajedrez: éste puede imaginar millares de partidas geniales, pero
sólo puede efectuar las que le permite, en cada caso, su dominio real de las reglas
del género o del juego. Al adoptar las del soneto –como si las reglas gramaticales
y de producción de sentido o de contrasentido fueran pocas– el lenguaje reconoce
y revela su carácter de forma hechizante, artificial y prefabricada: hablamos y
escribimos siempre de una manera estereotipada. En algunos poetas los estereotipos
se infiltran en el lenguaje sin que éste pierda su inocencia y siga funcionando
en la creencia de que lo hace en una forma natural, con espontaneidad o genio propio.
Un lenguaje sometido continuamente a proceso de especialización en lo que puede
comprometer fácilmente su “contenido” como es el lenguaje poético, tiene necesidad
de hacer un reconocimiento de su situación para escapar a las fosilizaciones verbales.
Considero como un momento progresista el reconocimiento por parte de la poesía (la
cual es también el paradigma de todo discurso) de su cosificación. Este reconocimiento
puede resolverse, en ciertos casos, en mero estilo paródico. Así ocurrió, por ejemplo,
con algunos poetas a quienes les tocó como tarea generacional liberarse del modernismo.
Pero el operar desde el lenguaje fosilizado es también la manipulación que efectúa
la poesía del absurdo.
Quizás haya además otra cosa: yo empleé el soneto también
para hablar desde el terror, en la represión; no para denunciarla ni para documentarla
sino para encarnarla. Me pareció bueno para eso, primero, hablar por boca de un
personaje energuménico y, luego, hacerlo en un lenguaje que en sí mismo fuera opresivo,
represivo. La forma misma de la de expresión debía hacer sentir lo que entonces
no tenía necesidad de aparecer como el tema de los sonetos. Lo que en ellos habla
es más bien la libertad del opresor que la inanidad del oprimido; pero detrás del
hablante está la escritura del soneto y en ella se consustancializan el opresor
y el oprimido. El oprimido calla lo que el opresor le hace; pero haciendo hablar
al opresor el oprimido expresa libremente su propia situación.
PL | Pero también el lenguaje que insurge de esta situación se
toma ciertas libertades: es, desde ya, una manera de evadir la opresión.
EL | Esto queda significado por las transgresiones al modelo: el
soneto barroco, esa prótesis verbal que yo actualizo a fuerza de distorsionarla.
Los sonetos de Quevedo y Góngora son ya piezas canónicas. Para tomarse las libertades
que ellos se tomaron y prolongar su gesto transgresor hay que empezar por agredirlos
a ellos mismos: en la cárcel de los cuartetos y tercetos la palabra tiene que hacer
movimientos inesperados.
El hablante de mis sonetos (los sonetos del energúmeno)
–”el terrible Tetas Negras”– me hizo recordar, sea como fuere, a Quevedo. Así es
que por esta razón fui a Santiago –yo estaba en Isla Negra– y me llevé de vuelta
una antología de los escritos satíricos y burlescos de don Francisco…
PL | Nicanor Parra ha desarrollado su teoría del energúmeno en
forma pormenorizada en las entrevistas que le hizo Leónidas Morales. Según Parra,
el energúmeno es el protagonista de sus poemas desde Versos de salón hasta
los artefactos. Se trata de un sujeto psicológicamente disociado, que está fuera
de sí: “…un poseído [que] no responde de sus actos”, dice Parra, y que “habla por
boca de ganso, o por boca de Lucifer”. ¿Qué relaciones establecerías tú entre ese
energúmeno y tu energúmeno particular, el que despotrica y gesticula en tus sonetos?
EL | Desde el punto de vista anecdótico, el energúmeno de los sonetos
designa a un individuo que tenía nombre y apellido y un sobrenombre soez: “El terrible
Tetas Negras’, un seudónimo que emplea también en los sonetos. No llegué a conocerlo
personalmente, pero Santiago del Campo contaba en sus tertulias las gracias de este
sujeto –en parte, supongo, de su invención-. De cómo en una comida muy elegante
le había dicho a una vecina de mesa: “Señora, yo también he sido mujer: Hablemos
de vaca a vaca”. Jodorowsky y yo le llevamos noticias de este personaje a Parra
cuando hacíamos el “Quebrantahuesos”, un diario mural que era como una vitrina de
energúmenos. Nicanor prefirió un eufemismo y lo llamó “el terrible Pecas Negras”,
porque llegamos a incorporarlo en esos versos escritos en colaboración (ese deporte
de escribir poesías de grupo fue muy practicado por nosotros). Por su parte, Jodorowsky
hablaba de sí mismo como de “El cuervo” o “El vaca”, sinónimo este último de una
supuesta sensibilidad artística desafinada que se atribuía en son de acomplejamiento.
“Tetas Negras”
es una condensación de todas esas cosas; pero la palabra “energúmeno” que todos
usábamos fue, supongo, la expresión más persistente. Yo la asocié en seguida, veinticinco
años después, con el personaje de mis sonetos. Ahora bien, creo que él y yo usamos
con distintas connotaciones en parte porque la hemos empleado en situaciones diferentes
e incluso divergentes. En el clima libertario de la época de Versos
de salón, el energúmeno era como el “Id”
del doctor Freud, un personaje resumidero (es otro concepto de Parra), esencialmente
nihilista, informe, un poseído que no responde de sus actos porque está movido por
pulsiones caóticas: la vida de los instintos destructivos, etc. Ciertamente, el
concepto de Ello es sólo un punto de referencia, Creo que yo por mi parte –si seguimos
empleando la nomenclatura freudiana– habría elegido para mi energúmeno el Super-Yo
como modelo, en su aspecto crapuloso, el tirano, el opresor, y el parásito que se
alimenta del terror del oprimido. “Tetas Negras” tiene un lado demonológico y fantasmático,
se moviliza el espacio sadomasoquista.
Semejante entelequia no habría podido recurrir al lenguaje
oral o escrito normal ni hacer una poesía como aquella en que yo me había reconocido
hasta entonces: debía hacerlo en una forma arcaizante pero también actualizada,
aparecer en escena metido en una armadura lingüística y represiva.
PL | El sentido en que empleas el concepto de lo represivo se puede
inferir de lo que has dicho anteriormente; pero de todas maneras me gustaría que
precisaras la connotación lingüística que tiene para ti, y su relación con la forma
del soneto. Porque la represión aparece también en otros niveles del texto: no sólo
en el acto de la enunciación sino en el enunciado, en la historia,
EL | El soneto es una forma (actualmente) represiva que te obliga
a repetir lo dicho por millones de sonetos anteriores, aunque logres cambiarle de
maquillaje. Considerada como una armadura, te desafía a que hagas un movimiento
nuevo –los que se necesitan para jugar una partida de ping pong, por poner un ejemplo
y no ponerlo–, esto es, algún movimiento no programado por sus articulaciones, tuercas
y tornillos. Ahora bien: por lo que yo recuerdo, creo que los poetas españoles de
la generación del 27 hicieron sonetos en un estilo “revival”, una modernización
del Siglo de Oro bastante anticuada y un homenaje a la poesía pura del barroco.
Algunas veces muy fascinante pero pasatista y modernista, una actualización que
a mí me parece mucho más anticuada que la actualidad real de un soneto de Quevedo.
Por mi parte –ventajas del inculturalismo– no empleé
el soneto para conmemorar el prestigio histórico de esa forma. Lo hice porque me
convenía mostrar la palabra expuesta a esa violencia formal y, en lo esencial, me
fundé en un recuerdo generalizado, sin ninguna precisión histórico-literaria. Lo
natural era que el soneto torturador se erizara de palabrotas locales, de idiotismos
o de chilenismos.
LAS NOVELAS
PL | Recuerdo un poema tuyo que es como un balance de la experiencia, un rendimiento
de cuentas poético: ¿Lo reconocerías como “Autobiografía de escritura”, y no sólo
por esos dos versos finales, en los que se resume el sentido del texto como testimonio
existencial: “Pero escribí y me muero por mi cuenta,/ porque escribí porque escribí
estoy vivo”.
EL | Sí, en lo que respecta a esa poesía a la que podemos adjudicar
el cuestionable adjetivo de “lírica”, y en el entendido de que al pasar de la existencia
a la palabra poética el sujeto entra en otro orden de realidad. Y lo declara en
el mismo poema: “Me condené escribiendo a que todos dudaran/ de mi existencia real,/(días
de mi escritura, solar del extranjero).”
EL | Desde luego. Pero lo que me interesa aquí es señalar que un
individuo se desarrolla en distintos planos y de acuerdo también con diferentes
géneros literarios; en él coexisten heterogéneas relaciones con el mundo y consigo
mismo. Creo que sería ilegítimo definir al sujeto que escribe, en mi caso, de acuerdo
sólo con ese tipo de textos. A mí me interesaría que se buscara eso en la totalidad
de mi trabajo. Puede que se trate de una especie de islote , pero es un lugar urbanizado;
no se trata de un “pequeño mundo propio” para un solo habitante. Lo de urbanizado
es una palabra de la que se sirvió un amigo mío: el arquitecto Víctor Gubbins, cuando
le hablé de mis novelas. Me dijo: “Tú ya no construyes casas aisladas; estás en
la tarea de urbanización”. En efecto, más que retocar a la primera persona me interesa
la distribución en el espacio de una pequeña población creciente.
PL | Es una buena imagen, que define muy bien la tarea narrativa.
Creo que la novela siempre ha sido eso, un acto de urbanización.
EL | Hay una euforia distinta en la narratividad, que tiene que
ver con ese acto. Aunque en mi caso, muchos de los actuales narradores hispanoamericanos
podrían expulsarme de los centros urbanísticos a las poblaciones marginales.
PL | ¿Por qué crees tú que podrían adoptar una actitud tan severa?
EL | Bueno, porque a lo mejor dirían: “Son textos escritos por
un poeta”. Esta es una manera conocida de disminuir al poeta novelista. Y La
orquesta de cristal y El
arte de la palabra están hasta
cierto punto programadas para provocar esa reacción. En ellas no hay personajes
determinados como diferencias psicológicas, y las acciones forman parte del “background”
de los textos, ocurren en último plano, al borde de ser suprimidas. Algunas de estas
acciones se dan por supuestas: han tenido lugar extralingüísticamente, en los intersticios
de la palabra. Mis novelas tampoco documentan nada (un mal antecedente desde el
punto de vista de un crítico realista). Y a mí me parece que, se lo hayan propuesto
o no, nuestros novelistas han sido –en cierto sentido– “informantes” de una supuesta
realidad hispanoamericana global que remite a los llamados contextos. Pensemos en
el programa de Carpentier en donde, a pesar del non plus ultra de lo real maravilloso,
se le impone al novelista una tarea que no habría desdeñado Bouvard y Pécuchet:
en suma, la tarea de un equipo de investigadores sociales, cuyo esfuerzo enciclopédico
podría no desembocar para nada en la literatura. Fíjate tú: contextos raciales,
contextos económicos, clónicos, burgueses, de distancia y proporción, de desajuste
cronológico, y por que no etcéteras. Esta serie de contextos representa otros tantos
referentes externos, que pueden ser o no harina del costal literario: ¿Cuántos y
cuáles de ellos tuvo en cuenta Kafka? Es sorprendente que con un programa tan pobre
y estereotipado (para decirlo con esta palabra-valija) Carpentier haya podido escribir
novelas tan interesantes. Ya ves tú cómo con un programa semejante –que hasta parece
haber motivado el de Carpentier– Jean Paul Sartre escribió esos caminos de la libertad
que ya no los transita nadie, desde hace muchos años.
PL | Eso significa que el programa es en sí mismo, irrelevante.
EL | Irrelevante, en este caso. No es una teoría que exija una
praxis específicamente literaria, y por lo tanto resulta improductiva, como otras
que fueron surgiendo en Hispanoamérica y que se le podrían oponer: así la que reactualizaba
la idea romántica de los demonios personales, y que tampoco tomaba en cuenta –en
sí misma– la evidente relación de la literatura con la literatura. Creo que Carpentier
formuló su programa mirando a la coyuntura histórica que parecía justificarla, porque
“cada cual ha de estar en su sitio”. “Para nosotros –concluía– se ha abierto, en
América Latina, la etapa de la novela épica– de un “epo” que ya es y será nuestro
en función de los contextos que nos incumben”. Los tiempos cambian.
PL | Vamos a tu novelística de extramuros. Es evidente que no te ha preocupado procesar informaciones
de ese tipo: La orquesta de cristal
ocurre en París, entre 1900 y 1942; pero es claro que no se trata de un de París
verificable en términos de esos contextos, sino de un espacio que ha sido recortado
de otros textos; una ciudad intertextual, escrita por otros autores, reales o imaginarios.
EL | Como autor de estos textos más bien he soslayado puntillosamente
las tareas de información en el sentido de los contextos realistas y culturales.
Pero también he soslayado esta tarea en el sentido de apoyarme en una ceñida contextualidad
de textos literarios, como aquella a la que te refieres. Creo que me propuse sobre
todo realizar una homología de otro tipo entre el texto y la situación; dar cuenta
–a través de la forma insuficiente, rudimentaria, de producción del texto– de la
futilidad y la precariedad de esa situación. Es por eso que allí el “bricoleur”
no trabaja con intertextualidades prestigiosas sino más bien, en general, con el
detritus de las viejas literaturas, con algunos restos del modernismo, del decadentismo,
del simbolismo. O sea, que para aludir a Hispanoamérica hay que hacerlo desde la
precariedad cultural de la que venimos y que el discurso histórico perpetúa.
PL | En efecto, de una u otra manera –extradocumentalmente– el
contexto también está asumido; porque esas novelas tuyas no podrían haber sido escritas
sino en Hispanoamérica…
EL | …Sí, son afrancesadas; pero los franceses no son afrancesados.
PL | Además es un afrancesamiento paródico y metafórico, que apunta
a las manifestaciones de la alienación en todos sus niveles y las agrede mediante
la irrisión. Yo veo tus novelas como fuertemente transgresoras, incluso con respecto
a ciertas concepciones vigentes del género. Sería interesante trazar alguna vez
la línea de una tradición que podría denominarse como la del texto transgresor,
en esta dimensión que yo encuentro afín a la tuya: aquella en la que un género se
desarticula a sí mismo, proponiendo y negando sus supuestos. Algo como lo que ocurre
en Sartor Resartus, de Carlyle,
que es un libro que comenta a otro inexistente.
EL | Yo recordaría en este punto Del
asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, que es la novela retrato de
un tímido. Lo único que ocurre allí es el repertorio de crímenes desaforados realizados
o por realizar, ofrecido al público de la Sociedad de Amigos del Crimen en forma
de conferencias.
PL | ¿Tuviste en cuenta estas novelas al escribir La orquesta de cristal y El arte de la palabra?
EL | No conozco el libro de Carlyle sino por referencias de Borges.
El texto de Thomas de Quincey, en cambio, me ha pesado siempre. Pero había que pensar
también en otras transgresiones –podríamos llamarlas canónicas– en las que sin ser
otra cosas que una novela, un texto es aceptado como tal a regañadientes y con grandes
vacilaciones.
PL | Así como Sartor Resartus
implica un cuestionamiento de las pautas novelescas sin que por ello deje de ser
recibida como novela, yo leo tus textos en la misma forma. No tengo ninguna vacilación
para entrar en ese territorio, en esa urbanización excéntrica e instalarme ahí como
un lector de novelas. ¿Cuál ha sido la actitud de la crítica?
EL | Las críticas y menciones han sido escasas. En Chile –adonde
no llegó el libro– Alfonso Calderón fue el único que comentó La
orquesta de cristal, estableciendo
algunas filiaciones, emparentadas con las que tú sugieres. El pensó, creo, en Swift
y también en el Kafka de Discurso para una academia. En Buenos Aires se publicaron dos artículos de interés
para mí: uno de un joven crítico –Luis Thonis– y el capítulo de Nueva escritura
en Latinoamérica, de Héctor Libertella, que me parece un libro lúcido y motivante.
Libertella en particular captó a la perfección el trabajo que efectúa el texto novelando
el cruce de varios lineamientos críticos y ficcionales. Pero, además, pienso en
una crítica virtual, que puede estar actuando negativamente en el modo del silencio
general con que se ha respondido a La orquesta… Detrás de esa resistencia podría haber definiciones
vigentes de la novela como la que estamos recordando. Porque son muchos quienes
piensan, hasta en la forma más sutil, que el novelista es el depositario de la realidad
de países y continentes enteros, digamos del mismo tipo de material ontológico que
maneja, como veíamos, el antropólogo, el historiador, el sociólogo, y al que se
el da una importancia excluyente. La novela sigue asumiendo la responsabilidad de
la suma del saber en esos campos. El realismo de la novela es la presunción, fuente
de parte importante de su prestigio y también su coartada, su máscara social. Tu
habrás leído Novela de los orígenes y orígenes de la novela de Marthe Robert. Hay allí una muy buena hipótesis
de trabajo al respecto, y soluciones convincentes. Ese libro me ha hecho pensar
mucho en las trampas de la novela, en las que los novelistas pueden ser los primeros
en caer. A lo menos en otras épocas que vistas desde hoy, parecen ingenuas. Zola
hizo el programa del naturalismo fundado en los principios de la ciencia experimental
de Claude Bernard. Mucho de lo que se escribió en Hispanoamérica mantuvo una relación
con esa concepción tiempo después de que ella caducara; es decir, instituyo su
“status” realista sobre la base de opiniones aleatorias. Todavía hoy hay algo de
naturalista en algunos de nuestros escritores, cuando por ejemplo acumulan detalle
sobre detalle en el esfuerzo por dominar el conjunto de un medio social. Mientras
tanto, los realistas de hace treinta años se nos aparecen ahora claramente como
ideólogos y retóricos que hacían uso de la novela para naturalizar sus criterios
de realidad, –con las intemperancias verbales que sólo entonces y de ninguna manera
ahora– connotaban realidad, producían el efecto de lo real.
Si tú dices que mis textos son transgresores, bueno,
yo desearía que lo fueran, ante todo en relación con la supuesta superioridad de
la novela que se funda en su presunción realista.
PL | Yo creo que tú has asumido el riesgo de impugnar la costumbre
de una gran cantidad de lectores y hasta de críticos habituales. El mérito del libro
de Libertella –más allá de las discrepancias que pueden suscitar algunos de sus
ejemplos– es el de hacerse cargo positivamente de esas supuestas anomalías novelescas.
Adelgazar hasta el extremo del ocultamiento o de la casi desaparición un factor
consubstancial al género, como es el acontecimiento, puede resultar irritante. Recuerdo
ahora una introducción, que me pareció muy odiosa, a una entrevista que te hicieron
en abril de este año El Nacional de Caracas. A Juan Emar le ocurrió algo
parecido en la década de los treinta, ya que él también redujo considerablemente,
sin duda, sin premeditación.
LHIN Y POMPIER
PL | Has mencionado la inminencia de lo dramático en el texto titulado
Lihn & Pompier, y su virtualidad teatral, puesta a prueba en la representación
de diciembre de 1977.
EL | Es una parte de mi trabajo, la que se ha ido desprendiendo
del género poesía. Tendría que ver con una cierta descomposición sufrida por el
sujeto poético, el cual, incapaz de mantener su unicidad, a través de un proceso
de pluralización, se reconoce finalmente como máscara. Entonces, el tipo de prosa
que estoy haciendo actualmente, como La orquesta
de cristal, El
arte de la novela y ese álbum
Lihn & Pompier –que escribí entre dos
novelas–, todo esto tiene que ver con la figuración de un personaje que arranca
del lenguaje mismo o con la personificación en el lenguaje de ciertos usos “aberrantes”
que se hacen de él, bajo la especie de un personaje: don Gerardo de Pompier. No
se trata de alguien sobre el cual se hable o se cuente algo, aunque también funcione
así, como el sujeto del enunciado, sino que al mismo tiempo Pompier es el “narrador
invisible” o ausente del texto: el sujeto de quien se habla y quien habla de él
son una y la misma máscara. En La orquesta
de cristal interviene como uno de los narradores-cronistas, cuyos comentarios
sobre la orquesta componen la novela; pero el texto está escrito por él casi en
su totalidad, salvo cuando al final se le cede la palabra o la escritura al último
de los cronistas de la serie, Heinrich von Linderhöfer, que acaso por estar más
cerca del campo real –con el cual el texto no puede confundirse– asiste a la destrucción
imaginaria de la orquesta en el episodio final; a la destrucción también imaginaria
de sí mismo y de la novela que evidentemente lo sobrevive, pues yo la publiqué.
PL | ¿No podría leerse también como un poema del texto Lihn & Pompier?
El sujeto está configurado como una máscara, es cierto; aunque es algo que suele
ocurrir en tus poesías. Tal vez se deba en este caso a la atracción hacia el espacio
poético de recursos, procedimientos y datos narrativos.
EL | Pero aquí, en el álbum, no son los datos narrativos los que
vinculan el texto a la prosa: lo que lo vincula es el personaje como máscara. Ya
hacíamos este recuerdo: personaje y máscara son nociones afines y se contraponen
al concepto de persona. La creencia en la “persona individual” –en algunos períodos
de la literatura, el romanticismo, es una fe muy exaltada– caracteriza a ciertos
textos, generalmente poesías cuyos autores no sintieron como cosas distintas el
autor real del texto, el autor inscrito en ellos y el sujeto más caracterizado que
aparece en esos poemas, así como el narrador personaje aparece en la prosa narrativa
y el cual es, a todas luces, una ficción. Creo que la duda sobre la propia identidad,
la pérdida de un sistema de creencias que incluye la creencia en la persona, obliga
al enmascaramiento y puede resolverse en ese otro tipo de teatralidad. La ingenuidad
del escritor que cree no distinguirse en nada del sujeto que habla en sus textos
mientras él los escribe, se pierde en la medida en que al problematizar su actividad
descubre la condición de la literatura, la conoce mejor en lo que tiene de peor,
quizás, por lo menos para el gusto de los amantes de la autenticidad. En literatura
es imposible preguntarse por la “persona” que se esconde detrás de ese lenguaje
deshabitado. Hay que encontrarla en el interior del texto, pero allí sólo se deja
identificar bajo la forma del personaje.
PL | El sujeto que habla en la poesía de Parra es también una máscara,
un energúmeno, como él lo ha denominado muchas veces.
EL | No siempre.
PL | Pero a menudo en los antipoemas.
EL | Buenos, los textos de Nicanor son virtualmente teatrales.
Creo que él ha acentuado ese aspecto y algunos de sus últimos escritos, como los
que se representaron en Hojas de Parra, pertenecen a un género como el de los entremeses;
son pasos de comedia versificados, algo así también como el “sketch” circense, escaramuzas
verbales –y no sólo eso– entre dos o tres personajes. Pero antes de Hojas
de Parra, con Todas
las colorinas tienen pecas, se pusieron a prueba en un escenario fragmentos y poemas enteros de Nicanor,
y me parece que todo eso funcionó bien como un “show” verbal, como una pieza de
“music hall”.
PL | Cosa que no ocurría con la llamada poesía lírica.
EL | La poesía lírica dibuja un determinado sujeto, sólo que ese
sujeto es al mismo tiempo, supuestamente, el autor real. No es un producto premeditadamente
teatral, no ha sido concebido como un personaje, sino que se trata de la expresión
de una persona. Nos estamos refiriendo, por el contrario, a una cierta convergencia
del género teatro con una literatura o una poesía descreída que, en el poema o el
antipoema, manipula al hablante de los textos, elaborándolo como un personaje. Desde
luego, la crisis de la idea de individualidad no tiene porque resolverse en teatralidad,
pero aquélla es una coyuntura de ésta. Eliot, que vivió esa crisis, es un poeta
dramático. En cuanto a Nicanor creo que habría una cercanía mayor entre el sujeto
de los textos y su autor.
PL | ¿Qué es la que habría entre Lihn y Pompier?
EL | Claro: porque Pompier es un personaje farsesco.
PL | Y tú has leído o representado ese texto acudiendo a todos
los recursos de la farsa. Es decir, lo has escenificado realmente.
EL | Pompier es un personaje. Quizás podría iluminar el texto desde
el punto de vista de su motivación, que fue catártica. No es que el personaje no
tenga nada que ver conmigo, como cualquier otro tiene que ver con su autor voluntaria
o involuntariamente. Cuando, como tú dices, el texto funciona como poema es porque
Pompier se empieza a parecer demasiado al autor de mis otros libros. Yo dejaba premeditadamente
este tipo de huellas que confunden las dos pistas.
PL | Sí, me parece que en ciertos momentos se podría establecer
esa cercanía.
EL | Pero desprendiéndome de ese fantoche –una operación de distanciamiento
y como de ensanchamiento– yo podía meter en él otras muchas cosas contradictorias,
en el sentido patafísico de la unión de los contrarios. El personaje no se define
por sus rasgos psicológicos precisamente; se organiza caóticamente en un plano donde
las personas y los individuos ya no cuentan. Es, a lo mejor, la personificación
de una “sociosis”, de la incoherencia como forma de vida social. Su discurso, me
decías tú hace unos días, es transgresor. Sí, porque él habla en nombre de todas
las autoridades, hace ese abuso de la palabra propio de cierto poder, se mimetiza
con éste. Es el discurso del poder menos el poder y más el esfuerzo por halagarlo.
Pompier hace la prosopopeya de un discurso ya prosopopéyico. Es la retorización
de la retórica. Al realzar todo eso deja al descubierto las perversiones de su palabra,
es ese discurso aberrante que emplea el sentido común contra la lógica, que dogmatiza
cuando no necesita sino apelar a la irracionalidad pero que, en caso contrario,
se deshace en pruebas absurdas.
Una conciencia que se funda en la mala fe y que a pesar
de su estupidez es una conciencia inquieta y no la buena conciencia de la mala fe.
PL | Otra observación: el personaje, esa máscara, se hace presente
en el discurso desde la primera palabra, de manera que el texto también podría haberse
titulado Discurso de Pompier. ¿Quisiste enfatizar una cercanía entre los
dos nombres? Ese título induce al lector –ya no al espectador obviamente– a adoptar
una cierta postura ante el texto…
EL | …como una sociedad.
PL | Eso es, e identifica también al sujeto que escribe, lo incorpora
al texto. Sin embargo, como espectáculo funciona de otra manera: lo que el espectador
recibe es sólo el discurso de esa máscara que es Pompier.
EL | Sí, pero representada por mí, ¿no?
Bueno, en la formación de Pompier, en dos épocas distintas,
han colaborado pequeños grupos de gentes. Primero Germán Marín y yo dibujamos ese
monigote para la revista Cormorán, entre 1969 y 1970. Lihn
& Pompier es el título que le puso Eugenio
Dittborn al álbum. El espectáculo, en cambio, se llamó por una cuestión de azar
Lihn y Pompier en el día de los inocentes, Es que nos prestaron para ese día (28 de diciembre)
la sala en que lo presentamos por primera vez en el Instituto Chileno Norteamericano.
Yo escribí el texto con una semana de anticipación y tomé como motivo un episodio
del Evangelio, o más bien los verso que dicen: “Herodes mandó a Pilatos,/ Pilatos
mandó a su gente,/ el que miente en este día/ pasará por inocente”. Es decir, el
texto podía ser una de las bromas que se hacen ese día, pero ahora la broma consistía
en banalizar el episodio del Evangelio exponiéndolo desde el punto de vista de una
falsa conciencia del mismo, reduciéndolo a una justificación de Herodes o Pilatos,
como lo hace “Pompier” en un lenguaje “pompier”. Tomé parte de los elementos del
discurso de unas páginas de Cansinos Asséns. Luego, cuando Eugenio Dittborn diagramó
el libro (que apareció un mes después) suprimió lo del día de los inocentes y dejo
lo de Lihn y Pompier que había sido una manera de declarar la autoría del libro,
destacando la autonomía de la criatura. Eso es lo que tuvimos presente: la necesidad
de la confusión entre el escritor y lo escrito y, a través de ella, postular a Pompier
como una realidad “per se”. En el cartel que anunciaba el espectáculo se hablaba
de Lihn & Pompier: dos entes asociados, situados, por así decirlo, en
el mismo rango ontológico…
PL | ¿Tú estarías de acuerdo entonces en que el indicio procurado por el título–
y que la inminencia del espectáculo atenúa– puede condicionar un cierto tipo distinto
de lectura; es decir, hacerlo sentir como un texto poético en la línea de otros
en que hay también una dimensión apelativa: por ejemplo –y mutatis mutandis–
los monólogos de La pieza oscura?
EL | Ojalá fuera así, aunque correría el riesgo de una identificación
algo incómoda con Pompier. Pero fue el espectáculo con inclusión del texto lo que
se receptó. La revista Ercilla elogió la actuación, como un pequeño hallazgo teatral,
pero señalo que en el texto no se advertía la presencia del poeta Lihn. Luego, una
amiga lo definió como libreto del espectáculo. Yo creo que el carácter espectacular
está inscrito en el texto. El discurso “que dice a Pompier” es de por sí el espectáculo
antes y después de su representación: el espectáculo de un modo inauténtico de usar
el lenguaje, y que necesita de un auditor que esté por encima del personaje. El
texto le ofrece ese emplazamiento desde donde se ve a Pompier dando el espectáculo
de las aberraciones de la palabra. Lo que ofrece el texto no es una crítica expresa
o manifiesta del discurso aberrante, pero esa crítica debe identificarse con el
punto de vista de un espectador inscrito en el texto y que éste pide en lo que respecta
a los espectadores reales. El público tiene la tarea de asumir al lucidez escamoteada
por el texto, en el orden de una especie de crítica del lenguaje: todo eso en una
forma bastante elemental, claro está, pero en un caso así lo elemental es lo suficiente.
Estoy pensando en un cierto tipo de espectáculo teatral como una forma de complicidad
entre el emisor y el receptor, complicidad que según Freud está en la base del chiste
cuando de lo que se trata es de transgredir la censura acatándola. Desde luego,
Pompier representa a los usuarios reales de “la cháchara que es él”. El personaje
se constituye de todas esas falacias que suelen proclamarse desde el púlpito, el
estrado, la columna periodística, desde todas las instituciones en que se funda
el “statu quo”. Se trata de la mimesis de discursos que se emiten normalmente en
el marco de la espectacularidad, se trata de un espectáculo en segundo grado, lo
que explicaría su exageración (si fuera necesaria explicarla). Alguien de quien
se habla haciéndolo hablar, el discurso de Pompier es un discurso tácito sobre Pompier.
Todo esto tiene que ver con la condición del espectáculo y menos –o nada– con el
tipo de poesía que uno practica, si se exceptúan en cierto sentido los monólogos
a los que te refieres. Acuérdate de que eso textos fueron escritos para los Juegos
de Poesía en 1956, en los que tú también participaste. Creo que el error de muchos
de ustedes fue el de leer textos intimistas, que se resisten a la lectura en voz
alta frente a un público. Ahora pienso que entendí desde ese momento la segunda
voz de la poesía dirigida a un espectador, de acuerdo con la teoría de las voces
de Eliot.
PEDRO LASTRA (Chile, 1932). Poeta y ensayista. Gran lector y poeta que ha mantenido correspondencia con muchos escritores –entre los que se puede citar, entre muchos otros, a Gabriel García Márquez, Lezama Lima, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa–, Lastra ha donado a la Universidad Católica 135 libros de primeras ediciones autografiadas por, entre otros, José María Arguedas, Alejo Carpentier o Ernesto Sabato, autores todos a los que publicó en los tiempos en que dirigía la colección Letras de América de la Editorial Universitaria. Casi mil cartas de diversos escritores se encuentran ahora en los archivos de la Universidad de Iowa –por ejemplo, de Óscar Hahn o Gonzalo Rojas– mientras la mayoría de las cartas chilenas la ha donado a la Biblioteca Nacional de Chile. Las de José María Arguedas se las regaló a la Biblioteca Nacional de Lima. El año 2012, la editorial chilena Das Kapital publicó el libro Querido Pedro: Cartas de Enrique Lihn a Pedro Lastra (1967-1988). Esta selección realizada por el poeta y editor Camilo Brodsky, reúne más de cincuenta misivas entre el crítico y su amigo, el destacado poeta Enrique Lihn.
LAURA AIDAR (Brasil, 1984). Artista visual y fotógrafa. Licenciada en Educación Artística por la Universidade Estadual Paulista (Unesp) y graduada en Fotografía por la Escola Panamericana de Arte e Design. Fue docente en las escuelas municipales y estatales de São Paulo durante 6 años. Trabaja en proyectos sociales y otras instituciones (como el Sesc) impartiendo cursos de arte y fotografía para jóvenes y adultos. Realiza investigaciones y trabajos artísticos de autor utilizando lenguajes híbridos. Crea contenidos online sobre temas relacionados con el arte, la cultura y la comunicación desde 2019. En 2021 realizó la exposición Linhas Imaginadas, en la Galeria Casa Lebre, en Bragança Paulista. Según ella, esta exposición se caracteriza por ser un manifiesto a favor de la autonomía femenina, la expresión genuina, la elección consciente, lúcida y desilusionada. Laura es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Número 243 | outubro de 2023
Artista convidada: Laura Aidar (Brasil, 1984)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2023
∞ contatos
https://www.instagram.com/agulharevistadecultura/
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com/
ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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