quarta-feira, 15 de janeiro de 2025

PAULO ANTONIO PARANAGUÁ | Monstruo de ojos verdes, de Paz Alicia Garciadiego y Arturo Ripstein



La creación conjunta y la convivencia como pareja durante la mayor parte de sus vidas caracteriza a Paz Alicia Garciadiego y Arturo Ripstein. Son excepcionales los casos de una colaboración tan estrecha entre escritores y directores de películas a lo largo de cuatro décadas. La conjunción entre esos dos mexicanos solipsistas es notable por la exuberancia e intrepidez del universo inventado, a contramano de la estandarización e infantilización de la producción audiovisual predominante.

La obra realizada en colaboración ya cuenta quince títulos y sobrepasa por lo tanto la mitad de los largometrajes dirigidos por Ripstein. Su complejidad y riqueza estilística exigiría tiempo y espacio. Para acompañar el guion de El diablo entre las piernas (2019) enfocaré apenas un aspecto de la problemática, a sabiendas de que otras lecturas y apreciaciones resultan igualmente pertinentes.

Ni la familia ni los celos surgieron en las películas de Ripstein después del encuentro entre la autora y el cineasta. El mejor ejemplo de ambos temas en la filmografía previa es el extraordinario El castillo de la pureza (1972), cuyo celoso paterfamilias mantiene un riguroso confinamiento de sus prójimos en un falansterio que recuerda las utopías liberticidas. “Afuera es feo”, justifica, como si los protegiera de una insidiosa pandemia. No podía ser más actual.

Sin embargo, la primera colaboración de Garciadiego y Ripstein, El imperio de la fortuna (1985), incluye una inquietud celosa inexistente en el texto original de Juan Rulfo. El recelo corroe asimismo personajes de varias películas ulteriores, aparentemente tan distintas como la subestimada Mentiras piadosas (1988), La reina de la noche (1994) y Profundo carmesí (1996).

Desde hace unos veinte años, la limitación de recursos de producción ha concentrado la apuesta dramatúrgica en torno a nudos esenciales para el dúo guionista-director. La dimensión coral u operística de La mujer del puerto (1991), Principio y fin (1993), La reina de la noche, El evangelio de las maravillas (1997) e incluso, hasta cierto punto, El coronel no tiene quien le escriba (1998), ha sido reemplazada por la música de cámara de filmes realizados con una economía impuesta por las circunstancias. El blanco y negro de antaño ha vuelto a desplegar sus magníficas luces y sombras. En ambas fases, alternan adaptaciones literarias y guiones originales, personalísimos unos y otros.

Primero fueron relatos de los contemporáneos Naguib Mahfuz (Principio y fin) y Gabriel García Márquez (El coronel no tiene quien le escriba). Luego la inspiración fue estimulada por los clásicos Medea (Así es la vida, 1999) y Madame Bovary (Las razones del corazón, 2011), sin olvidar al mencionado Rulfo y a Guy de Maupassant (La mujer del puerto), pretextos de nuevas versiones de películas de la “época de oro” del cine mexicano, que son auténticas perversiones de las convenciones y de la tradición. Profundo carmesí también es un falso remake. Las lecturas tampoco excluyen un improbable fait divers (La calle de la amargura, 2015).

Las variaciones propiciadas por distintos estímulos no ocultan el resurgimiento reiterado de ciertas claves del universo ficcional de Garciadiego y Ripstein, de la misma manera que las improvisaciones de los solistas de jazz favorecen digresiones, contrapuntos y disonancias, sin perder el hilo de la melodía.


La desconfianza amorosa aparece nuevamente en El diablo entre las piernas, con su irreductible ambivalencia, a la vez impulso vital y fuerza desintegradora, sublime y mezquina, trágica y ridícula. En la literatura, muchos consideran semejante recelo intrínseco al amor, una condición sine qua non del mismo: la ausencia de celos equivaldría a la indiferencia, no habría fusión o simbiosis sin posesión. Por el contrario, otros tantos lo consideran un veneno para las relaciones amorosas, capaz de destruir todo afecto y de transfigurar el deseo en su mórbido opuesto, el odio. Otelo, el Moro de Venecia de Shakespeare es un ejemplo de ello.

La añosa pareja protagónica de El diablo entre las piernas está formada por Beatriz y El Viejo, único personaje sin nombre, anónimo quizás, innombrable sin duda. Ambos discuten doctamente esas paradojas de los celos, tratando de interpretarlos a la luz de unos sentimientos fugaces y una sexualidad declinante por el deterioro físico y el agotamiento libidinal. Urgidos de aclararse las ideas, los dos cometen la imprudencia de elegir a la amante o a la pareja de baile, Isabel e Ismael, como interlocutores. Precipitan así las rupturas previas a una hecatombe familiar.

Película crepuscular, la senectud de los protagonistas adquiere redoblado patetismo bajo la mirada de una jovencita fisgona poco servicial, Dinorah, una “escuincla metiche” en buen criollo. Paz Alicia Garciadiego tiene el don de manejar el habla y las mentalidades de los mexicanos como si fueran angelitos barrocos, con una mezcla de preciosismo e ironía.

Sus guiones se leen con disfrute porque son sutiles composiciones literarias, donde la crudeza alterna con el humor. Mezclan lo indispensable y lo superfluo, frondosas intimidades y minuciosas descripciones repletas de reminiscencias. Esos vericuetos favorecen la teatralidad de la interpretación y la musicalidad de la narración. Aunque el tiempo y la ciudad de México parecen detenidos, resudan un pasado cristalizado en las arrugas de las pieles y las piedras. El artificio y la distanciación no impiden el regocijo.

Tampoco existe el menor asomo de naturalismo en las imágenes sombrías, casi expresionistas, inventadas por Arturo Ripstein. Tal para cual. Monigotes anatómicos y reproducciones gráficas o sonoras redoblan la indiscreción de la camera que desliza suavemente. Creador de formas capaz de utilizar con maestría el plano-secuencia y la dilatación o condensación narrativa, el director adopta los lentes de un “fisgón” que descubre hipnotizado y aterrorizado la infinita sordidez humana. Y se encarga de transmitir a excelentes intérpretes una convicción comunicativa. Muchos obtienen junto a él su mejor actuación.

La frustración y los simulacros dominan el discurso de los personajes. La pareja protagónica ha sido abandonada o rechazada por su malagradecida progenitura: “Los hijos son trampas de la biología”, sentencia El Viejo. Soledades, melancolía, rabia y fetichismo impregnan los objetos y los impalpables olores, detectados o fabricados con obsesión parecida a la de Mentiras piadosas (“leche de otro”) Palabras repetidas hasta la saciedad machacan reproches recónditos o recurrentes. Asistimos a una guerra fría conyugal, a un artero conflicto de baja intensidad, donde los golpes resuenan por adentro. El término “puta” es objeto de una mezquina contabilidad: la cifra recuerda la promesa de perdón divino, setenta veces siete, a todas luces inalcanzable para un pobre ser humano.

El tema de los celos enlaza lo divino y lo humano, lo sagrado y lo profano. Remonta a tiempos inmemoriales, aunque el Génesis haya enfocado el enfrentamiento fratricida entre Abel y Caín, obviando las divergencias entre Adán y Eva. En todo caso, el Deuteronomio lo atribuye a Yahvé, un dios celoso de los demás ídolos.


William Shakespeare, dramaturgo, pero también poeta, describe los celos como un “monstruo de ojos verdes”, que se alimenta de sí mismo (en Otelo, así como en El Mercader de Venecia). El enigma de los ojos verdes es acaso más fascinante que la implacable descripción del desvarío psicológico del Moro veneciano, inolvidable interpretación de Orson Welles. Ese color de iris es el más raro de todos, en aquellos tiempos probablemente más aún que en nuestros días. Pero además tiene la característica de cambiar de matiz, como las luces y disfraces del teatro, instrumentos de engaños y confusiones.

Si el recelo se retroalimenta, los monstruos a menudo los engendra la imaginación, el sueño de la razón, la sinrazón. El monstruo de ojos verdes no necesita comprobación, la duda es autosuficiente, la desconfianza crece y se instala independientemente de la acción y las actitudes de los actores. El recelo es una proyección de la mente, es una pesadilla despierta, una ficción que se sobrepone a la realidad y se apodera del alma. Ese fuego íntimo transforma la vida del protagonista de Él, obra maestra de Luis Buñuel (1953), así como la de su esposa, en infierno cotidiano. Las celosías ocultan las miradas y separan dos mundos, el interior y el exterior.

La envidia está emparentada con los celos. Pero la envidia desborda el círculo familiar o afectivo y transforma el rencor en resentimiento. El déficit de afecto adquiere así una proyección social e incluso una pátina de legitimidad moral. El resentimiento está presente en El diablo entre las piernas, encarnado en la joven empleada del hogar, la “escuincla metiche”, tan indispensable para el desenlace como Iago en Otelo.

Para los autores de ficción, la desconfianza afectiva es una fuente inagotable de peripecias y variaciones que no necesitan otra justificación sino su propio delirio. El epílogo de El diablo entre las piernas muestra a la pareja de protagonistas recostada en su diván. El Viejo lee el cuaderno donde Beatriz consignaba sus diatribas y despropósitos como si fueran los diálogos de una obra de teatro o el guion del drama recién desplegado ante nuestros ojos.

Quizás sea preferible dejar en sus estanterías las referencias modernas sobre el tema de los celos, como Marcel Proust y Jacques Lacan, empedernidos franceses, y escuchar lo que rescata la cultura popular, esa tradición a la vez convocada y cuestionada en las películas de Ripstein y Garciadiego.

“Aquellos ojos verdes / de mirada serena / dejaron en mi alma / eterna fe de amar”. Así empieza el bolero eterno de los cubanos Nilo Menéndez y Adolfo Utrera (Aquellos ojos verdes). “Aquellos ojos verdes / serenos como un lago”, prometían “anhelos de caricias, / de besos y ternuras”. Pero, en definitiva, “no saben la tristeza / que en mi alma dejaron / aquellos ojos verdes / que nunca olvidaré.”

El lenguaje de las flores abunda en el repertorio de la canción romántica y el melodrama. El puertorriqueño Rafael Hernández Marín hizo de Perfume de gardenias un himno al amor, oído en varias películas de Ripstein y Garciadiego, incluso en El diablo entre las piernas, donde predomina el lancinante tango bailable. Dos décadas después (“Veinte años no es nada…”), la cubana Isolina Carrillo escribió Dos gardenias, un contrapunto menos optimista: “Pero si un atardecer / las gardenias de mi amor, / ay, se mueren / será porque han adivinado / que tu amor me ha traicionado. / Porque existe otro querer”.

Este último verso se repite como estribillo, para subrayar el dolor de la traición. Sin necesidad de atribuirlo anacrónicamente a un supuesto feminismo de la autora, podemos considerarlo fruto de la experiencia femenina. ¿Lamento o regodeo en el sufrimiento? Durante mucho tiempo la casa chica fue una costumbre en familias acomodadas e hipócritas. No hay que descartar cierto masoquismo inherente a la educación sentimental propiciada por el género melodramático, “destino manifiesto” de los mexicanos según Ripstein, que se ha propuesto desvendar “el otro lado de la moneda, el lado oscuro del melodrama”.

Para ilustrar la alquimia de la pareja, el director alguna vez dijo que Paz Alicia, educada en la religión católica, aportaba el pecado, mientras que él transmitía la culpabilidad heredada del judaísmo. Bromas aparte, el resultado en la obra realizada en común ha sido ninguna complacencia hacia las fragilidades y mezquindades de machos y hembras, padres e hijos, jóvenes y viejos, pudientes y miserables.


El futuro desmiente la promesa de felicidad amorosa, efímera como las flores o las palabras de una canción. Pero el presente recela también del pasado, como si el transcurrir del tiempo indujera una insidiosa disolución de la existencia. El Viejo le reprocha a Beatriz su vida anterior, imaginada o vivida, da igual, puesto que la intención equivale al acto cometido desde que instauraron en las mentes de hombres y mujeres el pecado original. Gracias a San Agustín, la culpa se ha vuelto inherente a la humanidad.

“Te quiero tanto, que me encelo / hasta de lo que pudo ser; / y me figuro que por eso es que yo vivo tan intranquilo. / No me platiques más, / déjame imaginar / que no existe el pasado / y que nacimos / el mismo instante / en que nos conocimos.”

Así decía el bolerista mexicano Vicente Garrido (No me platiques más), citado por cierto en una película menor de Ripstein, en la voz del chileno Lucho Gatica. Borrón y cuenta nueva, tabula rasa, la tentación es humana, demasiado humana, y también utópica, lo que la vuelve deshumana. Un sueño de autogeneración, un engendro que termina en alucinación y enajenación.

Sin embargo, la capacidad de autoengaño es infinita, no conoce límites ni fronteras. Así lo comprueba Ernesto Lecuona, el inmenso compositor cubano: “Celos, tengo celos del aire, / celos del aire que respiras. / Siento que se me va la vida / porque tengo celos de ti.” Ya ni siquiera existe otro oscuro objeto del deseo. No hace falta, los celos se fundamentan en sí mismos. La duda es autosuficiente, intrínseca a la pasión amorosa, a la vez vehemencia gozosa y ardor sufriente.

Hay amores que asfixian y matan, puesto que uno puede tener incluso “celos del aire que respiras”. El autor de Celos prosigue y enumera meticulosamente las fuentes de su sufrimiento: “Siento celos de tus ojos / que al mirar provocan a una loca ilusión. / Siento celos de tus labios / que al besar incitan a una loca pasión. / Siento celos de tus brazos, / de todo tu cuerpo, de todo tu calor. / No me brindes tus caricias, / no quiero sentirme celosa de tu amor.”

El celoso exterioriza así las causas de su padecimiento y las atribuye a la mera existencia del cuerpo deseado. Los ojos suscitan pasión y celos, los labios y caricias exhalan recelos, el deseo vuelve celoso al enamorado, “no quiero sentirme celoso de tu amor”. Es el desvarío del afecto en estado químicamente puro. La fusión de la atracción y la repulsión en un solo movimiento. La serpiente del edén perdido se muerde la cola. Seguramente, una serpiente verde.




PAULO ANTONIO PARANAGUÁ (Brasil, 1948). Periodista, ensayista, cineasta. Formó parte del movimiento surrealista en São Paulo y París. Realizó cursos de cine en el Museo de Arte Moderno de Río y el cortometraje Nadja (1966). Autor de Arturo Ripstein: La espiral de la identidad (Cátedra/Filmoteca Española, Madrid, 1997). Este texto, gentilmente cedido por su autor, fue incluido en la edición del guion de Paz Alicia Garciadiego, El diablo entre las piernas (Ediciones El Milagro/Alebrije Producciones, México, 2024).

 

 


TARŌ OKAMOTO (Japão, 1911-1996). Filho do cartunista Ippei Okamoto e da escritora Kanoko Okamoto. Estudou na Sorbonne nos anos 1930 e criou muitas obras de arte, após a II Guerra Mundial. Foi um artista e escritor prolífico até sua morte. Entre os artistas com os quais Okamoto se associou durante a sua estadia em Paris estiveram André Breton e Kurt Seligmann, este último uma autoridade surrealista em magia e que conheceu os pais de Okamoto durante uma viagem ao Japão, em 1936. Okamoto também se associou com Pablo Picasso, Man Ray, Robert Capa e sua parceira, Gerda Tarō, que adotou o primeiro nome de Okamoto como seu próprio sobrenome. Em 1964, Tarō Okamoto publicou um livro intitulado Shinpi Nihon (Mistérios no Japão). Seu interesse em mistérios japoneses foi provocado por uma visita feita ao Museu Nacional de Tóquio. Depois de ficar intrigado com a cerâmica Jōmon que encontrou lá, ele viajou por todo o Japão para investigar o que entendia como o mistério que se encontra sob a cultura japonesa e, em seguida, publicou Nihon Sai hakkenGeijutsu Fudoki (Redescoberta do JapãoTopografia de Arte). Tarō Okamoto é o artista convidado desta edição de Agulha Revista de Cultura, e sua presença entre nós se deu graças à generosidade do bailarino e tradutor Daniel Aleixo. Sugerimos visitar o Museu de Arte Tarō Okamoto: https://taro-okamoto.or.jp.

 



Agulha Revista de Cultura

Número 259 | janeiro de 2025

Artista convidado: Tarō Okamoto  (Japão, 1911-1996)

Editores:

Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com

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