La obra realizada
en colaboración ya cuenta quince títulos y sobrepasa por lo tanto la mitad de los
largometrajes dirigidos por Ripstein. Su complejidad y riqueza estilística exigiría
tiempo y espacio. Para acompañar el guion de El diablo entre las piernas
(2019) enfocaré apenas un aspecto de la problemática, a sabiendas de que otras lecturas
y apreciaciones resultan igualmente pertinentes.
Ni la familia
ni los celos surgieron en las películas de Ripstein después del encuentro entre
la autora y el cineasta. El mejor ejemplo de ambos temas en la filmografía previa
es el extraordinario El castillo de la pureza (1972), cuyo celoso paterfamilias
mantiene un riguroso confinamiento de sus prójimos en un falansterio que recuerda
las utopías liberticidas. “Afuera es feo”, justifica, como si los protegiera
de una insidiosa pandemia. No podía ser más actual.
Sin embargo,
la primera colaboración de Garciadiego y Ripstein, El imperio de la fortuna
(1985), incluye una inquietud celosa inexistente en el texto original de Juan Rulfo.
El recelo corroe asimismo personajes de varias películas ulteriores, aparentemente
tan distintas como la subestimada Mentiras piadosas (1988), La reina de
la noche (1994) y Profundo carmesí (1996).
Desde hace unos
veinte años, la limitación de recursos de producción ha concentrado la apuesta dramatúrgica
en torno a nudos esenciales para el dúo guionista-director. La dimensión coral u
operística de La mujer del puerto (1991), Principio y fin (1993),
La reina de la noche, El evangelio de las maravillas (1997) e incluso,
hasta cierto punto, El coronel no tiene quien le escriba (1998), ha sido
reemplazada por la música de cámara de filmes realizados con una economía impuesta
por las circunstancias. El blanco y negro de antaño ha vuelto a desplegar sus magníficas
luces y sombras. En ambas fases, alternan adaptaciones literarias y guiones originales,
personalísimos unos y otros.
Primero fueron
relatos de los contemporáneos Naguib Mahfuz (Principio y fin) y Gabriel García
Márquez (El coronel no tiene quien le escriba). Luego la inspiración fue
estimulada por los clásicos Medea (Así es la vida, 1999) y Madame
Bovary (Las razones del corazón, 2011), sin olvidar al mencionado Rulfo
y a Guy de Maupassant (La mujer del puerto), pretextos de nuevas versiones
de películas de la “época de oro” del cine mexicano, que son auténticas perversiones
de las convenciones y de la tradición. Profundo carmesí también es un falso
remake. Las lecturas tampoco excluyen un improbable fait divers (La
calle de la amargura, 2015).
Las variaciones
propiciadas por distintos estímulos no ocultan el resurgimiento reiterado de ciertas
claves del universo ficcional de Garciadiego y Ripstein, de la misma manera que
las improvisaciones de los solistas de jazz favorecen digresiones, contrapuntos
y disonancias, sin perder el hilo de la melodía.
La añosa pareja
protagónica de El diablo entre las piernas está formada por Beatriz y El
Viejo, único personaje sin nombre, anónimo quizás, innombrable sin duda. Ambos discuten
doctamente esas paradojas de los celos, tratando de interpretarlos a la luz de unos
sentimientos fugaces y una sexualidad declinante por el deterioro físico y el agotamiento
libidinal. Urgidos de aclararse las ideas, los dos cometen la imprudencia de elegir
a la amante o a la pareja de baile, Isabel e Ismael, como interlocutores. Precipitan
así las rupturas previas a una hecatombe familiar.
Película crepuscular,
la senectud de los protagonistas adquiere redoblado patetismo bajo la mirada de
una jovencita fisgona poco servicial, Dinorah, una “escuincla metiche” en
buen criollo. Paz Alicia Garciadiego tiene el don de manejar el habla y las mentalidades
de los mexicanos como si fueran angelitos barrocos, con una mezcla de preciosismo
e ironía.
Sus guiones se
leen con disfrute porque son sutiles composiciones literarias, donde la crudeza
alterna con el humor. Mezclan lo indispensable y lo superfluo, frondosas intimidades
y minuciosas descripciones repletas de reminiscencias. Esos vericuetos favorecen
la teatralidad de la interpretación y la musicalidad de la narración. Aunque el
tiempo y la ciudad de México parecen detenidos, resudan un pasado cristalizado en
las arrugas de las pieles y las piedras. El artificio y la distanciación no impiden
el regocijo.
Tampoco existe
el menor asomo de naturalismo en las imágenes sombrías, casi expresionistas, inventadas
por Arturo Ripstein. Tal para cual. Monigotes anatómicos y reproducciones gráficas
o sonoras redoblan la indiscreción de la camera que desliza suavemente. Creador
de formas capaz de utilizar con maestría el plano-secuencia y la dilatación o condensación
narrativa, el director adopta los lentes de un “fisgón” que descubre hipnotizado
y aterrorizado la infinita sordidez humana. Y se encarga de transmitir a excelentes
intérpretes una convicción comunicativa. Muchos obtienen junto a él su mejor actuación.
La frustración
y los simulacros dominan el discurso de los personajes. La pareja protagónica ha
sido abandonada o rechazada por su malagradecida progenitura: “Los hijos son
trampas de la biología”, sentencia El Viejo. Soledades, melancolía, rabia y
fetichismo impregnan los objetos y los impalpables olores, detectados o fabricados
con obsesión parecida a la de Mentiras piadosas (“leche de otro”)
Palabras repetidas hasta la saciedad machacan reproches recónditos o recurrentes.
Asistimos a una guerra fría conyugal, a un artero conflicto de baja intensidad,
donde los golpes resuenan por adentro. El término “puta” es objeto de una
mezquina contabilidad: la cifra recuerda la promesa de perdón divino, setenta veces
siete, a todas luces inalcanzable para un pobre ser humano.
El tema de los
celos enlaza lo divino y lo humano, lo sagrado y lo profano. Remonta a tiempos inmemoriales,
aunque el Génesis haya enfocado el enfrentamiento fratricida entre Abel y
Caín, obviando las divergencias entre Adán y Eva. En todo caso, el Deuteronomio
lo atribuye a Yahvé, un dios celoso de los demás ídolos.
Si el recelo
se retroalimenta, los monstruos a menudo los engendra la imaginación, el sueño de
la razón, la sinrazón. El monstruo de ojos verdes no necesita comprobación, la duda
es autosuficiente, la desconfianza crece y se instala independientemente de la acción
y las actitudes de los actores. El recelo es una proyección de la mente, es una
pesadilla despierta, una ficción que se sobrepone a la realidad y se apodera del
alma. Ese fuego íntimo transforma la vida del protagonista de Él, obra maestra
de Luis Buñuel (1953), así como la de su esposa, en infierno cotidiano. Las celosías
ocultan las miradas y separan dos mundos, el interior y el exterior.
La envidia está
emparentada con los celos. Pero la envidia desborda el círculo familiar o afectivo
y transforma el rencor en resentimiento. El déficit de afecto adquiere así una proyección
social e incluso una pátina de legitimidad moral. El resentimiento está presente
en El diablo entre las piernas, encarnado en la joven empleada del hogar,
la “escuincla metiche”, tan indispensable para el desenlace como Iago en
Otelo.
Para los autores
de ficción, la desconfianza afectiva es una fuente inagotable de peripecias y variaciones
que no necesitan otra justificación sino su propio delirio. El epílogo de El
diablo entre las piernas muestra a la pareja de protagonistas recostada en su
diván. El Viejo lee el cuaderno donde Beatriz consignaba sus diatribas y despropósitos
como si fueran los diálogos de una obra de teatro o el guion del drama recién desplegado
ante nuestros ojos.
Quizás sea preferible
dejar en sus estanterías las referencias modernas sobre el tema de los celos, como
Marcel Proust y Jacques Lacan, empedernidos franceses, y escuchar lo que rescata
la cultura popular, esa tradición a la vez convocada y cuestionada en las películas
de Ripstein y Garciadiego.
“Aquellos ojos
verdes / de mirada serena / dejaron en mi alma / eterna fe de amar”.
Así empieza el bolero eterno de los cubanos Nilo Menéndez y Adolfo Utrera (Aquellos
ojos verdes). “Aquellos ojos verdes / serenos como un lago”, prometían
“anhelos de caricias, / de besos y ternuras”. Pero, en definitiva, “no
saben la tristeza / que en mi alma dejaron / aquellos ojos verdes / que nunca olvidaré.”
El lenguaje de
las flores abunda en el repertorio de la canción romántica y el melodrama. El puertorriqueño
Rafael Hernández Marín hizo de Perfume de gardenias un himno al amor, oído
en varias películas de Ripstein y Garciadiego, incluso en El diablo entre
las piernas, donde predomina el lancinante tango bailable. Dos décadas
después (“Veinte años no es nada…”), la cubana Isolina Carrillo escribió
Dos gardenias, un contrapunto menos optimista: “Pero si un atardecer /
las gardenias de mi amor, / ay, se mueren / será porque han adivinado / que tu amor
me ha traicionado. / Porque existe otro querer”.
Este último verso
se repite como estribillo, para subrayar el dolor de la traición. Sin necesidad
de atribuirlo anacrónicamente a un supuesto feminismo de la autora, podemos considerarlo
fruto de la experiencia femenina. ¿Lamento o regodeo en el sufrimiento? Durante
mucho tiempo la casa chica fue una costumbre en familias acomodadas e hipócritas.
No hay que descartar cierto masoquismo inherente a la educación sentimental propiciada
por el género melodramático, “destino manifiesto” de los mexicanos según
Ripstein, que se ha propuesto desvendar “el otro lado de la moneda, el lado oscuro
del melodrama”.
Para ilustrar
la alquimia de la pareja, el director alguna vez dijo que Paz Alicia, educada en
la religión católica, aportaba el pecado, mientras que él transmitía la culpabilidad
heredada del judaísmo. Bromas aparte, el resultado en la obra realizada en común
ha sido ninguna complacencia hacia las fragilidades y mezquindades de machos y hembras,
padres e hijos, jóvenes y viejos, pudientes y miserables.
“Te quiero tanto,
que me encelo / hasta de lo que pudo ser; / y me figuro que por eso es que yo vivo
tan intranquilo. / No me platiques más, / déjame imaginar / que no existe el pasado
/ y que nacimos / el mismo instante / en que nos conocimos.”
Así decía el
bolerista mexicano Vicente Garrido (No me platiques más), citado por cierto
en una película menor de Ripstein, en la voz del chileno Lucho Gatica. Borrón y
cuenta nueva, tabula rasa, la tentación es humana, demasiado humana, y también utópica,
lo que la vuelve deshumana. Un sueño de autogeneración, un engendro que termina
en alucinación y enajenación.
Sin embargo,
la capacidad de autoengaño es infinita, no conoce límites ni fronteras. Así lo comprueba
Ernesto Lecuona, el inmenso compositor cubano: “Celos, tengo celos del aire,
/ celos del aire que respiras. / Siento que se me va la vida / porque tengo celos
de ti.” Ya ni siquiera existe otro oscuro objeto del deseo. No hace falta, los
celos se fundamentan en sí mismos. La duda es autosuficiente, intrínseca a la pasión
amorosa, a la vez vehemencia gozosa y ardor sufriente.
Hay amores que
asfixian y matan, puesto que uno puede tener incluso “celos del aire que respiras”.
El autor de Celos prosigue y enumera meticulosamente las fuentes de su sufrimiento:
“Siento celos de tus ojos / que al mirar provocan a una loca ilusión. / Siento
celos de tus labios / que al besar incitan a una loca pasión. / Siento celos de
tus brazos, / de todo tu cuerpo, de todo tu calor. / No me brindes tus caricias,
/ no quiero sentirme celosa de tu amor.”
El celoso exterioriza
así las causas de su padecimiento y las atribuye a la mera existencia del cuerpo
deseado. Los ojos suscitan pasión y celos, los labios y caricias exhalan recelos,
el deseo vuelve celoso al enamorado, “no quiero sentirme celoso de tu amor”.
Es el desvarío del afecto en estado químicamente puro. La fusión de la atracción
y la repulsión en un solo movimiento. La serpiente del edén perdido se muerde la
cola. Seguramente, una serpiente verde.
PAULO ANTONIO PARANAGUÁ (Brasil, 1948). Periodista, ensayista, cineasta. Formó parte del movimiento surrealista en São Paulo y París. Realizó cursos de cine en el Museo de Arte Moderno de Río y el cortometraje Nadja (1966). Autor de Arturo Ripstein: La espiral de la identidad (Cátedra/Filmoteca Española, Madrid, 1997). Este texto, gentilmente cedido por su autor, fue incluido en la edición del guion de Paz Alicia Garciadiego, El diablo entre las piernas (Ediciones El Milagro/Alebrije Producciones, México, 2024).
TARŌ OKAMOTO (Japão, 1911-1996). Filho do cartunista Ippei Okamoto e da escritora Kanoko Okamoto. Estudou na Sorbonne nos anos 1930 e criou muitas obras de arte, após a II Guerra Mundial. Foi um artista e escritor prolífico até sua morte. Entre os artistas com os quais Okamoto se associou durante a sua estadia em Paris estiveram André Breton e Kurt Seligmann, este último uma autoridade surrealista em magia e que conheceu os pais de Okamoto durante uma viagem ao Japão, em 1936. Okamoto também se associou com Pablo Picasso, Man Ray, Robert Capa e sua parceira, Gerda Tarō, que adotou o primeiro nome de Okamoto como seu próprio sobrenome. Em 1964, Tarō Okamoto publicou um livro intitulado Shinpi Nihon (Mistérios no Japão). Seu interesse em mistérios japoneses foi provocado por uma visita feita ao Museu Nacional de Tóquio. Depois de ficar intrigado com a cerâmica Jōmon que encontrou lá, ele viajou por todo o Japão para investigar o que entendia como o mistério que se encontra sob a cultura japonesa e, em seguida, publicou Nihon Sai hakken – Geijutsu Fudoki (Redescoberta do Japão – Topografia de Arte). Tarō Okamoto é o artista convidado desta edição de Agulha Revista de Cultura, e sua presença entre nós se deu graças à generosidade do bailarino e tradutor Daniel Aleixo. Sugerimos visitar o Museu de Arte Tarō Okamoto: https://taro-okamoto.or.jp.
Agulha Revista de Cultura
Número 259 | janeiro de 2025
Artista convidado: Tarō Okamoto (Japão, 1911-1996)
Editores:
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Elys Regina Zils | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2025
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