quinta-feira, 5 de abril de 2018

LUIS ALBERTO CRESPO | Miguel Márquez: la poesía reescribe la historia y la corrige



Tres años, ¿o más tiempo?, tardó Miguel Márquez en saciar el gusto que confiesa le regalara la averiguación y la revelación de una escritura en cuya labor y tardanzas muchas, concertó alianzas y amistades con memoriosos de distinta guisa, ya fuera con historiadores como Baralt o Acosta Saignes, con edecanes como O'Leary o colectores de verdades y fábulas, a más de los anónimos prosistas y versolibristas de varia papelería que en los bajos fondos de la biblioteca han sido.
Lo cierto es que hoy, en los días de la nueva fiesta del libro nacional que convoca por octava vez la Filven por voluntad del Ministerio del Poder Popular para la Cultura y del Centro Nacional del Libro, quien así ha calmado ese su insaciable sibaritismo literario que él denomina poemario (que lo es y cómo) y ensayo verbal (porque igual se ajusta a esta o cualquier otra denominación) al ceder al sello El perro y la rana Los poemas de la Independencia y del escarnio (Caracas, 2010).
“He sido atrevido y arbitrario al alterar la inventiva, la disposición y el nombre de cada uno de los fragmentos. ¿Qué le voy a hacer si de esto se trataba?”, advierte el poeta y ensayista, crítico, editor y promotor cultural. Igual hubiese sido el alegato de don Juan de Castellanos cuando migró su prosa de párroco y viandante por nuestro siglo dieciséis a las diez mil y más octavas reales y la octava de oñas y demás frondosos endecasílabos de esa desmesura que él llamara Elegía de varones ilustres de Indias. Pareja interrupción hubiese cometido nuestro Caupolicán Ovalles si hubiera explicado la causa y razón del prodigioso desafuero historiográfico y embustes orales que se apretujan en su inolvidable Antología de literatura marginal, editada por Monte Ávila hace ya, ay, muchos olvidos, o Ramón Palomares, el de Las alegres provincias, que es puro Humboldt, pero con la compañía del escuqueño universal. Es que no solo de alteraciones e intrusiones está ahíta, digamos con apuro de cita, la poesía de Ezra Pound y de Eliot, donde la escritura del otro o su autoría ni siquiera presta ayuda de pie de página al lego lector. Y si remontáramos a contra corriente de las fuentes de la poesía épica, ¿cuántos homeros reescribieron La Ilíada y La Odisea? Si atisbamos en la narrativa de entre las dos guerras, harto holgaríamos nosotros en descubrir, ora escondidos, ora a semblanza descubierta, personajes, asuntos y hasta maneras de decir cuyos propietarios no son siquiera deletreados.
El collage no ha sido jamás estanco de la pintura, el remake mucho menos de ese troglodita de guiones y versiones que es la industria del cine.
Lo que trato de enseñar es que el libro de Miguel Márquez se inscribe en la más nueva modernidad literaria y es allí, en esos rasgos formales y motivacionales donde descubro lo que en sus páginas me produce deslumbramiento. Si el asunto de que trata –una elección metodológica– y al tiempo arbitraria –por poética–de los tiempos que con retórica del siglo XIX hemos nominado la gesta independentista, su verdadero propósito es desacreditar el pasado como tiempo inmóvil, como que esta obra juega con la excusa de lo antológico, la selección y casi sin que lo notemos asoma con gracia  con perspicacia la intervención del autor, ya sea alterando o actualizando el pretérito histórico o el añoso presente haciéndose de la verba cibernética (vulgo escáner, video, etc.) o amistándose con las voces y expresiones del habla nuestra.
Es así como transcurre este poemario o ensayo verbal, o lectura sin herraje conocido. De quienes pueblan sus páginas, Miguel Márquez prefiere no pocas veces silenciar los instantes en que tuvieron presencia como escritura o como atributos, sea proponer la relectura de su prosa poetizada en verso libre, sea para atribuirles su propiedad, a veces sin darles sus nombres, a veces sin atender a la iconoclasia de la historiografía, como ocurre con Emparan, quien después de negarse a proseguir en el mando ofrece su rostro a los camarógrafos. Ya hay niños fashion en la sociedad colonial y el general Briceño Méndez realiza un video y un guion sobre la campaña del Libertador en el Alto Magdalena y de la
Batalla de Araure en esos días del siglo XIX que era más oral que escrito, dibujando con tinta y carboncillo y retratado al óleo. Pero nada en el poemario comete traición de lesa verificación histórica, solo que las licencias que se atribuye la poesía –que se ha atribuido siempre– desde que fueron reprimidas por Platón transitan aquí libremente. Otras veces, descubrimos la lectura de los hechos que dan noticia de nuestros años de guerra emancipadora allí donde la minucia, el detalle, la conjetura, la cháchara, el epigrama o la parodia halla ventaja en la humanización de aquello que a menudo agobia a la bibliografía de exceso academicista. Páginas hay, como la selección de la Alocución a la poesía, en la que Andrés Bello propone una motivación poética donde se anuncia ya el Canto general de Neruda y su visión de la poesía social y política.
No cabe aquí, en esta acelerada y descosida parla sobre este magnífico invento o reinvento poético-histórico la pretensión de ser minucioso, pero provoca transmitir al lector el entusiasmo que nos gana invitándolo a frecuentarlo como un libro que a al par de poético inventa el desusado propósito de enlazar el imaginario con la veracidad y el disfrute del género con la enseñanza de nuestra historia.
Una travesía por sus páginas nos detiene no pocas veces una imagen, una frase, una descripción que nos son deleitables o nos conmueven por su belleza o por su intensidad. Bartolomé de las Casas refiere en su informe al rey cómo desbarrigan y hacen pedazos sus conquistadores a los indígenas. “Aquí todo es malicia, espanto”, concluye el fraile. Ya Miranda llamaba compatriotas a los venezolanos de su revolución. Oigámoslo: “Los buenos españoles que gimen sobre el estado de mi patria, ven con gusto nuestra libertad”. El Morning Chronicle de Londres lo llama hombre de criterios sublimes y de inteligencia penetrante. El rey de 1789 sella una cédula a quien quiera irse “en derechura donde ha de proveer de dichos negros”. Miguel José Sanz escribe unos versos en los que da fe de la chatura con que se educa a los niños en nuestro amanecer del siglo XIX. “Es pura pantalla y desasosiego”, le hace decir Miguel Márquez y pone en su boca esta agorera exclamación: “Son los zamuros, /los vampiros de esta época”. Simón Rodríguez refiere el bochorno que reina en la enseñanza de las escuelas.
Aconseja que no ha de pagarse a maestros que enseñen a los niños “a ser estúpidos y vasallos”. El viajero francés Depons observa a los niños fashion: “comparar a estos jóvenes / con los franceses / es hacerles un elogio indecible”, murmura entre paréntesis, antes de hablar de “la moral rigurosa de lo señores” y la persecución de las ideas. En su documental sobre los acaecido el 19 de abril de 1810, “filmado” por el general Briceño Méndez, como anotáramos hace unas líneas, Emparan es actor indispensable: tras humillar y autorizar delaciones, acepta dimitir y se muestra a las cámaras de los medios de comunicación caraqueños. Un oficial inglés sigue de cerca unas culebras de agua en algún meandro del Orinoco y contempla cómo los caimanes almuerzan a un distraído venezolano y cómo un temblador electrocuta a humanos y a cualquier bicho de uña”.
Allí va la tropa de Bolívar bajo “una bandera negra bordada con una calavera y unos huesos en corva con esta divisa: Muerte o libertad”. La polvareda de la tropa en Campo Elías decide el triunfo en la Batalla en La Victoria. Sus soldados visten casacas con botones dorados y dormanes de petulancia, pero los más usan harapos, el pie desnudo con la calza de la espuela y Manuela Sáenz y sus esclavas miran la
Batalla de Pichincha desde un balcón. El Libertador reescribe en versos la antología de sus proclamas y manifiestos, mientras la canalla se burla de él, le atribuye sentimientos indignos o crematísticos y lo cubre de improperios en versos de poca monta. Acaso para subrayar su determinación de desmitificar las posturas harto solemnes de la historiografía, Miguel Márquez usa como epígrafe una frase apócrifa de un Bolívar escapado de su tiempo que emplea el habla amorosa caraqueña en 2010 para citar a su amada: “Que ni la moral / ni las luces te detengan / Manuelita. / Te espero en Chacaíto. Simón”. Más tarde será 1830. Reverend lo ausculta y abre su cuerpo después que le dan la una ese 17 de diciembre. Una lista de cirujanos patriotas resurge del olvido. Hay una clínica de guerra donde los soldados muestran sus muñones y uno de ellos deja ver su cerebro desnudo mientras se da a dialogar con los suyos.

El coronel G. Hippisley escribe en 1819

Nunca
había presenciado escena
tan miserable,
y era inexplicable el horror
que experimenté
al visitar el edificio destinado
para hospital
en la ciudad de San Fernando.
Los desgraciados patriotas
que estaban asilados
en ese lugar
se sentaban en los bancos
o se echaban en el suelo
esperando la asistencia médica.
Algunos,
sostenían el muñón de un brazo
hecho papilla
por una bala de cañón o atravesado
por una espada.
Otros sostenían un muslo
cuya
correspondiente pierna había
sido amputada
por un proceso similar.
Había otros
que sangraban mucho
pues tenían
heridas en diferentes partes
del cuerpo.
Y mi alma se enfermó
al contemplar a uno
que,
habiendo perdido el cuero
cabelludo
y la parte superior del cráneo
tenía expuesto
el cerebro a la vista de todos.
Sin embargo,
apenas si se oía un quejido
entre estas pobres
víctimas
que soportaban su agonía
con estoica indiferencia
y resolución.
El único grito que oí
fue pidiendo agua.
Agua y misericordia.

He aquí el poema de El paso de los Andes. Crudo, realista, como reclama la poesía objetivista norteamericana [su autor es nada menos que el capitán británico Richard Longfield Vowell, autor del famoso libro: Por las sabanas de Barinas; texto elogiado, entre otros, por Rufino Blanco Fombona, por incluir, además, este testimonio escrito, considerado por Blanco Fombona el más relevante y definitivo del Paso de los
Andes en 1819]. Unas páginas después Petion promete a Bolívar que “la fortuna inconstante ha de ceder también a los designios de la aurora”; y la prueba de que el escarnio es antigua y humana inteligencia, como en Troya, la ratifican unos versos el gobierno de Cariaco, que “ha durado tanto como el casabe en caldo caliente” y es “sabroso el ají dulce en Angostura, junto al río”.
Los versos finales dejan oír de nuevo la voz de Bolívar: “Nosotros somos un pequeño género humano”, nos explica. ¿Cuál es nuestro destino, aparte de cultivar añil, la caña, el caco y el algodón, cazar fieras, criar vacas y escarbar oro? El Discurso de Angostura léese con distinta emoción transcrito en versos blancos, en rima libre, como en el resto del poemario. Un momento el Libertador sueña en la reunión en Nueva Granada y Venezuela con “gobierno que haga reunir la inocencia”. En un breve poema se confiesa “viejo / enfermo / cansado / desengañado / hostigado…”. El 16 de octubre le oímos exclamar, cuando alcanzamos la página 160: “Que vengan, pues, los pájaros, antes que anochezca”, Tres retratos de gente irlandesa biografían su apariencia durante su gloria. “Prefería la vida en el campo a la de la ciudad”, asevera uno de ellos. Otro retrato dibuja a Páez: “Era enteramente iletrado”, dice alguien en el poema que lo pinta y que se “complacía en referir sus proezas en la guerra”.
El epílogo se le concede a don Simón Rodríguez. Ha escrito una pequeña y burlesca obra teatral que él ha llamado “la historia del piano como historia de gobierno”.
Pero todo el libro, enteramente, es un poema nunca antes leído entre nosotros y cuidado si más allá de estas paredes. Le auguro largos lectores y largas ediciones. Es historia viva porque es poesía de lo real y lo imaginario. Trata de nosotros, de ayer y de cada día, reescrita ahora en versos y en carne y en sueño. Poema pedagógico este, dijimos. Los grandes poemas lo son. Que lo sepa Miguel Márquez.


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Página ilustrada com obras de Benito Mieses (Venezuela, 1958), artista convidado desta edição.
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Agulha Revista de Cultura
Número 110 | Abril de 2018
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