domingo, 14 de julho de 2019

MARIO ORTIZ ROBLE | Artaud y México


A partir de la necesidad, crítica e institucional, de incorporar al campo de la literatura comparada las perspectivas derivadas de los estudios sociológicos y políticos referentes al fenómeno de la globalización, surgen al filo del milenio dos orientaciones conceptuales complementarias: el estudio comparativo de la literatura mundial como fenómeno global y la visión del mundo que propone la literatura desde sus múltiples perspectivas locales. La primera orientación es una medida correctiva ya que propone ampliar un enfoque disciplinario cuya lógica giraba con demasiada regularidad en torno al estudio comparativo de tradiciones filológicas europeas con el fin de dar cabida a aquellas literaturas producidas más allá de las periferias imperiales que hasta ese momento habían quedado fuera de su ámbito. La segunda orientación pretende valorizar las estructuras formales con las que éstas se dirigen al resto del mundo, no ya desde la marginalidad, sino desde dispersos focos culturales situados en una cada vez más densa red comercial, informática y migratoria que se extiende por todo el planeta. Estas dos orientaciones se postulan como las dos caras de una misma moneda que nos ha dado los medios para alcanzar un conocimiento más extenso de la producción, la circulación y el consumo de la literatura a escala planetaria y también el valor para desarticular la visión romántica de la creación literaria como inspiración genial cuya opacidad resiste su propia contextualización. Sin duda grandes logros en una disciplina para la que el mundo, según éstos, fue por mucho tiempo inalcanzable. Pero ¿es posible distinguir entre la literatura universal y la universalidad de la literatura en la era de la globalización?
Entre estas dos orientaciones se encuentra la literatura como objeto expuesto a una voluntad especulativa que lo dota de una plasticidad estética generalizable a cualquier cultura y, a la vez, le atribuye una especificidad referencial según la cual el lenguaje literario, como el ámbar, captura particularidades históricas, lingüísticas y culturales no generalizables. Es posible conciliar estas funciones si se postula una diferencia categórica entre la forma y el contenido literarios, pero esta diferencia es inestable y varía según el género. La forma estética del soneto, por ejemplo, se preserva sin mayores mutaciones en muchas de sus manifestaciones históricas. El haiku recorre el mundo desde sus humildes orígenes en el japonés antiguo, una especie de virus literario hecho de sílabas que se prende a distintas lenguas sin desmerecer su afán recombinante. En géneros más amorfos como la novela, es difícil separar el contenido de su forma, una peculiaridad determinante de cuya ambigüedad depende su condición de ficción. La lógica que sostiene esta diferencia, sin embargo, es una lógica referencial; es decir, que la diferencia entre forma y contenido alberga sentido sólo a razón de definir la función literaria a partir de sus capacidades miméticas. El mundo, en este caso, es y será inalcanzable como unidad crítica ya que es imposible representarlo como totalidad[1] e insostenible como criterio comparativo porque, por un lado, es demasiado vasto en su literatura como para poder hacer generalizaciones cualitativas a razón de grupos, escuelas, tendencias (el romanticismo, las vanguardias, los modernismos) y el análisis cuantitativo, por otro lado, sólo determina la existencia, y en el mejor de los casos la operación, de un mercado literario más o menos global que da por sentado que la literatura se da a la escala del sujeto sin prestarle a este supuesto la menor atención crítica.
La hipótesis que anima estas reflexiones es que la literatura mundial requiere un nuevo modelo de empiricismo literario que permita tanto una descripción de las determinaciones institucionales de la literatura como de su especificidad retórica y realizativa en los diversos contextos en los que emerge reconociblemente como literatura. Propongo el concepto de inmanencia literaria como un modelo posible para abordar las diferentes escalas discursivas que hacen de la literatura mundial una suerte de literaturas en el mundo. Hago propio (me apropio de) el concepto de inmanencia desarrollado por Gilles Deleuze para describir la producción literaria no ya como una creación separada del mundo al que se dirige en forma de apóstrofe sino como un evento, una expresión material del lenguaje que se torna en situación propiamente literaria al capturar las intensidades afectivas y perceptivas que propone la vida, el mundo. Si es coherente, el concepto de inmanencia literaria me permitirá proponer una práctica de lectura fluida y provisional en la que la función referencial de la literatura es siempre virtual o, mejor, reúne virtualidades que hacen del lenguaje literario una actualización del mundo por medio de la diferencia. Es un modelo que no aspira a una visión global de la literatura mundial; su enfoque se ajusta más bien a discretos brotes literarios esparcidos por el mundo que, en su conjunto, pueden formar patrones desiguales de modalidades literarias coincidentes con lenguas “naturales”, homologías culturales, específicas circunstancias históricas etc., pero en ningún caso determinados por las mismas. Si consideramos el lenguaje figurativo como la condición mínima de la literatura (el tropo lingüístico es, según Paul de Man, la unidad básica de la literatura), se puede definir la inmanencia literaria como un conjunto de variaciones referenciales permanentemente interrumpidas por las fuerzas realizativas que hacen de la literatura un evento único y a la vez múltiple. Lejos de ser una abstracción, la actualización de lo virtual que es la inmanencia literatura es concretísima. Basta reparar en que las diferencias que supuestamente separan la ficción de lo real, la forma del contenido, son diferencias de grado y no de tipo; diferencias que no se subsumen unas dentro de otras sino que constituyen un orden de coexistencia en el cual el concepto de lo “literario” se convierte en la literatura misma. Además, es necesario observar que las fuerzas materiales que animan la literatura, que la hacen un fenómeno histórico mundial, son en sí inmanentes en tanto que el fenómeno literario como evento es solo inteligible si se considera impulsado por la fuerza realizativa propia del lenguaje.
Desde la perspectiva de la inmanencia literaria, las categorías críticas que utiliza la disciplina de la literatura comparada para poder abarcar la literatura mundial no desaparecen, pero sí dejan de organizar la lógica analítica que las moviliza. La historia del libro, por ejemplo, no tiene por qué impulsar nuestros conocimientos acerca de la historicidad de la literatura; se puede argüir, en cambio, que la materialidad de la literatura yace en la multiplicidad de intensidades que ponen de manifiesto el texto literario en diversas localidades espacio-temporales que, por ser ahora focos literarios, ya no se supeditan a una cronología consecutiva o a una geografía física verificable. Son del mundo en la medida en que son concretas, pero las literaturas mundiales no equivalen por tanto al mundo, ni siquiera a la “república mundial de las letras” que describe Pascale Casanova. La inmanencia literaria existe más bien como un mapa borgeano que se sobrepone al trazado de los pliegues materiales del planeta como si fuera una capa o un plano virtual que ficcionaliza la referencialidad misma, inclusive en su versión más literal.
Pero, ¿cómo entonces acceder a la inmanencia literaria? Para poner en práctica una crítica que desvele la inmanencia literaria es necesario, como primer paso, romper con los esquemas histórico-literarios que consagran la producción literaria a sus tradicionales determinaciones institucionales (lengua, nación, generación, tendencia, género, casa editorial, revista etc.) y atender en vez a la situación literaria, dese cómo y dónde se dé. La situación literaria se puede definir como un encuentro; un encuentro entre dos términos esencialmente extraños entre sí: un poeta se topa con un lago en llamas, el exiliado persigue recuerdos olvidados, una traductora traspone un texto desconocido, personajes cobran vida en un cuerpo ajeno, hablamos como seres novelados, una realidad apremiante nos colma los sentidos, un caminante lleva la carga afectiva de un paisaje. Todos eventos que conllevan un desfase y un encuentro. Aunque la situación literaria se da a la escala del sujeto, no puede reducirse a un momento de inspiración, a una genialidad individual, a una expresión personalizada; la situación literaria se produce cuando la vida al vuelo se plasma en el lenguaje y éste se configura o es configurado como literatura. Las intensidades, virtualidades y eventos que son procesados por la voz del poeta no pertenecen al poeta, cuyos predicados (presencia, expresión, intencionalidad) dejarían de ser los principios organizativos de una textualidad sacralizada entre las tapas de un libro-objeto que circula como un bien cultural para convertirse en vez en elementos aleatorios de una literaridad abierta y múltiple. La inmanencia literaria sin duda da constancia de la muerte del autor, pero más que eso da señales de una vida en proceso de ser verbalizada. Podría decirse, pues, que la situación literaria es el encuentro entre el “scriptor” (nombre que Barthes otorga a aquel que escribe) y la vida misma. La figura del autor persiste, pero como función discursiva (Foucault) al servicio de prerrogativas institucionales que son tan necesarias como limitadas y que suceden al encuentro entre vida y “scriptor”. Solo tras haberse dado la situación literaria y plasmado la inmanencia literaria en literatura (formas, géneros, lugares comunes) puede decirse que la institución literaria y sus agentes la consagran como un objeto sobredeterminado que entra posteriormente en circulación.
Es imposible cuantificar la situación literaria a nivel mundial, y además no hay por qué hacerlo. No se trata sólo de lograr que la historiografía literaria sea más amplia y más profunda a la vez, como sugiere Franco Moretti en su multitudinario estudio de la novela, sino también de rastrear situaciones literarias, de capturar el evento en el momento de materializarse como literatura. Lo que propongo es más bien una microhistoria de situaciones literarias representativas; una visión de la literatura del mundo desde la perspectiva fisiológica de su funcionamiento más que una historia evolutiva de sus morfologías a escala planetaria. ¿Este tipo de microhistoria abarca el mundo entero? No; pero sí propone un modelo de análisis que logra separar inmanencia, situación e institución literarias para poder así esclarecer la relación entre la literatura y el mundo y especificar por tanto los mecanismos agenciales que hacen de la literatura una fuerza histórica. Sabemos cómo medir (más o menos) la difusión de la literatura, la distribución de géneros, las tendencias del mercado literario, pero, sin un modelo crítico de historicidad literaria a nivel del evento lingüístico-literario, el análisis cuantitativo de la literatura mundial deja de tener sentido. La historia de la literatura mundial es relevante sólo en la medida en que podamos especificar qué tipo de huella, dónde y cuándo deja la literatura en su paso por el mundo; es decir, en la medida en que podamos describir qué hace la literatura como literatura.
Habrá tantas situaciones literarias como textos. Las configuraciones ad hoc de fuerzas humanas y no humanas (lingüísticas, materiales, atmosféricas, afectivas, geográficas, políticas, culturales etc.) que se prestan como condiciones de posibilidad de la situación literaria ocurren en múltiples localidades y en distintos momentos históricos. No es de extrañarse que las orientaciones de la literatura comparada en la era de la globalización analicen la literatura mundial sólo desde la perspectiva institucional: el mercado como mecanismo darwiniano en la evolución de géneros literarios es un modelo totalizante atractivo; pero es incompleto. Es necesario reinscribir el evento literario puro en una nueva narrativa crítica construida a partir de la situación literaria y no sólo de sus secuelas institucionales. El reto práctico es pues diseñar modalidades analíticas (es decir, formular preguntas específicas) que se ajusten a determinadas configuraciones con el fin de ver lo que no se ha podido ver antes. Para la literatura comparada esto consiste en hacer de la comparación misma una heurística crítica: el encuentro entre dos términos extraños (textos, sitios, sujetos etc.) crean una situación literaria necesariamente comparativa. El poeta peruano que se encuentra en una ciudad para él desconocida; un texto marroquí que captura la imaginación de una lectora en la India; una revista argentina que traduce textos japoneses; un profesor en San Paolo que matiza el uso de una coma en Milton; el encuentro de Artaud con los tarahumaras. La idea es capturar, en base al desplazamiento, un proceso de desfamiliarización o extrañamiento (Shklovsky) radical que haga patente el momento mismo en que la inmanencia literaria se materializa hipostáticamente en situación literaria. No se trata de trazar las rutas comerciales de la literatura, ni de identificar los mecanismos de transmisión que nos hacen llegar textos por medio del mercado global de objeto-libros, sino de aislar momentos concretos en los que el distanciamiento hace de la comparación la condición de posibilidad de la situación literaria. Esto nos permite, en un segundo plano, observar cómo, al desvanecerse el evento (o, mejor, al ser múltiple), éste se instala en literatura (su historia, su crítica, sus formas, sus funciones) y como las diversas agencias literarias comienzan a darle una forma reconociblemente literaria. Inmanencia, situación, institución: tres fases de toda configuración histórica en la que se da la literatura.
Paso entonces a una situación concreta: el encuentro entre Antonin Artaud y México. El viaje de Artaud a México en 1936 se trata, en primer término, de un proyecto cultural. Apoyado por el Gobierno mexicano y avalado por la diplomacia francesa, Artaud actúa como una especie de embajador de las vanguardias europeas de visita en un país revolucionario. Dicta conferencias sobre el surrealismo, el teatro, el marxismo, las juventudes francesas en diversos foros (la Universidad Nacional Autónoma de México [UNAM], la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios [LEAR], y un Congreso de Teatro Infantil) y escribe artículos periodísticos en los que aboga por la culturas indígenas de México, describe la visión europea de la Revolución mexicana, y declara su intención de viajar al norte del país a conocer la Sierra Tarahumara. Se propone, dice acerca de su estancia en México, “buscar las bases de una cultura mágica que puede surgir todavía de las fuerzas del suelo indio”. En estas ocasiones, el México de Artaud figura como una antigua fuente de energía cuyos poderes curativos pueden contrarrestar los males que aquejan la civilización occidental. Contra la idolatría y la mística europeas, entre las cuales destacan el materialismo histórico y sus manifestaciones partidistas, Artaud propone la idolatría natural de los paganos, que creen en sus sueños y en el valor y las formas que éstos expresan. No obstante, el viaje de Artaud también se trata, en segundo término, de un proyecto individual, idiosincrático, netamente poético. Según Artaud, la “poesía de los poetas” es la única fuerza capaz de abrir brecha en la vida de manera tal que ésta permita actuar contra el destino. En México Artaud desea hallar una poética natural que le dé acceso a un esoterismo único; único no por ser esotérico sino por caracterizarse por la práctica ritual del sacrificio humano. Busca un teatro vivo que impulse, por medio de la magia, una revolución de los sentidos. Como veremos más adelante en más detalle, este proceso es paradójico ya que representa a la vez un devenir de la singularidad y un gesto colectivo cuyo fin es la transformación radical de la cultura vista exclusivamente a través de sus instituciones.
Los textos que surgieron del encuentro entre Artaud y México son pocos. Los artículos que escribió Artaud para El Nacional, periódico que subvencionó su viaje por la Sierra Tarahumara en agosto de 1936, fueron recogidos, en versión castellana, por Luis Cardoza y Aragón en México, un volumen que publicó la UNAM en 1962. Al volver a Francia, Artaud publicó D’un voyage au pays des Tarahumaras en la prestigiosa Nouvelle Revue Française (NRF) en 1937, un texto que consiste en dos partes, “La montagne de signes” y “La dance du peyotl”. En el mismo año, escribió “Le Mexique et l’esprit primitif: María Izquierdo”, ensayo que acompañó la exhibición en la que Artaud expuso las obras de la pintora mexicana que él mismo había traído de México. Más tarde, ya internado en el sanatorio de Rodez, revivió (es decir, volvió a vivir) sus experiencias en México por medio de un texto escrito en 1943 (“Le Rite du peyotl chez les Tarahumaras”) que Artaud quería incluir como el primer texto de Les Tarahumaras, volumen finalmente publicado en 1955 que recogería sus diversos escritos mexicanos. Un poema (“Tutuguri” de 1947) y un puñado de textos y cartas referentes a su viaje a México completan el itinerario literario del encuentro entre Artaud y México.
(Un pre-texto: El borrador La Conquête du Mexique, pieza clave del Teatro de la Crueldad aunque nunca fue escenificada. La obra trataría la “cuestión de la colonización” por medio de un encuentro, o choque, entre “un orden moral asociado con la monarquía católica y un orden pagano” que detonaría “explosiones inauditas de fuerzas e imágenes” e incluiría “diálogos brutales”, “hombres luchando cuerpo a cuerpo” y “las ideas más opuestas”. El primer acto ofrece una visión de México a la espera de un cataclismo. El segundo acto ofrece una visión de la misma escena vista desde la perspectiva de los conquistadores españoles. El tercer acto, “Convulsiones”, presenta el momento mismo del encuentro entre indígenas y españoles. La figura de Moctezuma ocupa un espacio virtual en el que este encuentro se convierte en una división interna entre un ser dispuesto a obedecer el implacable destino de la conquista y un ser impulsivo que se rebela ante el enemigo; una división que se manifiesta en un gesto decisivo de crueldad: Moctezuma “corta el espacio real” como si fuera “el sexo de una mujer” de manera tal que deja salir “lo invisible” que ahora cobra la forma de manos, cabezas, órganos humanos antes de que éstos se estrellen sobre el escenario. El cuarto acto focaliza inicialmente a Cortés y a sus hombres, ahora atormentados por el remordimiento, y en seguida la acción se transforma en una masacre en la que los cuerpos de conquistadores y conquistados se confunden. La figura de Cortés se multiplica y los españoles, con nada más que destruir, se convierten en un ejército decadente.[2] Tras el fracaso comercial de la escenificación de Los Cenci de Shelley –fracaso que Artaud atribuyó tanto al hecho de que el público francés no estaba preparado para apreciar un “festival de los dioses” como a que su puesta en escena era una interpretación aún imperfecta de las posibilidades de su teoría teatral– Artaud no pudo darle vida a La Conquête en escena. Pero partió hacia México poco después.)
Estos textos, en su conjunto, representan la situación literaria concreta de Artaud en México. El contexto histórico-literario es más amplio: el viaje a México se presta a un tipo de análisis que nos acercaría a las esferas biográfica, filosófica y geopolítica de la obra de Artaud. Podríamos, por ejemplo, insistir en que el viaje de Artaud fue una versión más del “viaje a los orígenes” que los vanguardistas europeos emprendieron por América Latina en busca de una cultura, o por lo menos una visión de la cultura, aún no corrompida por el capitalismo occidental. Es sin duda cierto que para Artaud, así como para los llamados “etnógrafos surrealistas” (Bataille, Robert Desnos, Raymond Queneau, Roger Caillois, André Mason y Michel Leiris), lo exótico encierra la promesa de un primitivismo moderno que, al dar acceso a fuentes antiguas de energía, nos permite afrontar lo moderno con una visión más plena de la vida. No es de sorprender, por consiguiente, que Artaud, antes de partir hacia México, buscara el apoyo de Paul Rivet, director del Musée de L’Ethnographie en Trocadéro, ya que el viaje de Artaud cabe dentro de una lógica y un discurso ya existentes en los que se valoriza la aventura etnográfica como quehacer intelectual y, por ende, como empresa nacional. James Clifford contextualiza el viaje de Artaud dentro de la tendencia del desplazamiento tipificada en Francia por Gauguin, Rimbaud y Blaise Cendars, poetas “pos-simbolistas” que buscan, además de una lógica de vida alternativa, encuentros y desviaciones en los que la identidad misma del viajante se somete a una redefinición radical (Clifford 1988, 127).[3] Dada la historia clínica de Artaud posterior a su viaje a México, podría suponerse que este desdoblamiento de la identidad no sólo pertenece a la tendencia al exotismo orientalista que informan la empresa etnográfica europea y la política colonial que en última instancia la sustenta. Una locura sin duda viajar a la Sierra Tarahumara en 1936 sin otro fin que probar peyote, pero no más aguda que la de tantos otros viajantes en busca de un antídoto para la civilización. Cabe añadir que la experiencia alucinógena del peyote cumple en la obra de Artaud más o menos el mismo propósito que cumple el hachís en la de Benjamin; un foco de intensidad perceptiva y afectiva que da vida a la experiencia vivida como si fuese una especie de literatura originaria, primitiva. Pero estas narrativas del viaje (ironizadas magistralmente por Alejo Carpentier en Los pasos perdidos) no responden a la especificidad de la obra de Artaud y, si bien responden a cierta lógica cultural, los pormenores de su encuentro con México quedan supeditados a las tendencias vanguardistas en contra de las cuales Artaud explícitamente se rebelaría. No nos ayuda, en cualquier caso, a precisar la situación puramente literaria que llega a plasmarse en sus escritos mexicanos.
El viaje de Artaud es un caso ejemplar para nuestra propuesta porque hace patente el desfase referencial en la textura retórica de la literatura vista desde sus determinaciones institucionales. En la lectura de D’un voyage au pays des Tarahumaras que hago a continuación, estas determinaciones institucionales a las que se prestó y se sigue prestando el encuentro de Artaud y México tendrán menos peso que la situación netamente literaria que las precede. Aquella versión crítica en la que Artaud se propone destruir las estructuras estéticas y los sistemas culturales dentro de los cuales se desarrollaba el teatro, convirtiéndose en una especie de mártir vanguardista cuya genialidad no se puede separar de una locura que deja para siempre el valor de su literatura en entredicho; aquella versión crítica no desaparece del análisis de la situación literaria que se dio en México en 1936, aunque no lo controla. Podemos decir, con Luis Cardoza y Aragón, uno de los anfitriones de Artaud en México, que Artaud es una multiplicidad: “Artaud es un sujeto inmenso, muy complicado. Es muy dificil saber quién es Artaud. Hay muchos Artauds. Es una noche enorme, llena de estrellas”. [“Mais Artaud est un sujet très vaste, très compliqué. Il est très difficile de voir qui est Artaud. Il y a plusieurs Artaud. C’est une grande nuit, pleine d’éclairs”] (Cardoza y Aragón 1996, 245). Pero es una multiplicidad que no tiene por qué entenderse como opacidad o reticencia; al contrario: el viaje de Artaud es un viaje en el que pretende desprenderse de la “narrativa de viaje” como trama biográfica gracias a la cual nos damos historias, hablamos de un pasado y nos otorgamos una identidad en el tiempo. Si el encuentro entre Artaud y México es un encuentro que ya está de alguna manera estilizado –ya es literatura antes de serlo; un avant la lettre avant de la lettre– entonces la búsqueda, si se puede seguir llamándola así, está ahora destinada a encauzar la experiencia corporal individual como sensación empírica de una implacable voluntad transformativa. La “narrativa de viaje” es operativa pero sólo como una constante contra la cual poder medir el distanciamiento ansiado, como el recurso mismo de un proceso general de extrañamiento que permite acceder a la inmanencia literaria. El viaje es un volver a la vida misma antes de ser literatura. Según Derrida, los gritos de Artaud prometen, mediante términos tales como “existencia”, “carne”, “vida”, “teatro”, “crueldad”, nada menos que un significado del arte “previo a la locura y a la obra, un arte que ya no produce obras, una existencia artística que ya no es una ruta o una experiencia que conduce a algo más allá de sí misma”. Artaud promete “la existencia de una lengua que es un cuerpo, de un cuerpo que es un teatro, de un teatro que es un texto porque ya no está esclavizado a una escritura más antigua que un archi-texto o una archilengua” (Derrida 1961, 260-261).
En “La montaña de signos”, la primera parte de D’un voyage au pays des Tarahumaras, es la Naturaleza (la Nature, con N mayúscula en el original) la que se expresa mediante “signos, formas y efigies” como si fueran estos obra de los mismos dioses. La Naturaleza es a la vez la fuerza agencial que crea formas humanas y el medio de esta expresión: “es sobre toda la extensión geográfica de una raza que la Naturaleza ha querido hablar” [“c’est sur toute l’étendue géographique d’une race que la Nature voulu parler”] (Artaud 1971, 47). La Naturaleza “habla” acerca de una raza como si escribiera sobre el paisaje, que es la extensión misma de la raza. Una roca en forma del cuerpo de un hombre torturado parece a primera vista un capricho extraño (“caprice étrange”) de la Naturaleza; pero cuando esta misma forma se repite, se multiplica, se “manifiesta obstinadamente” en la montaña, Artaud vislumbra una especie de sincretismo ontológico en el que los signos en la piedra de la montaña se convierten en la base del lenguaje primitivo de los hombres: “Todo un país sobre la piedra desarrolla una filosofía paralela a la de los hombres” [“Tout un pays sur la pierre développe une philosophie parallèle à celle des hommes”] (Artaud 1971, 48). La Naturaleza, dice Artaud, ha querido pensar como el hombre (“a voulu penser en homme”) o “en hombre” como quien piensa “en francés”; así como ha “evolucionado” (“évolué”) al hombre, la Naturaleza ha también “evolucionado” las rocas. Al llegar a esta sorprendente conclusión, Artaud cambia abruptamente del registro impersonal de la descripción de las rocas vivientes de la Sierra Tarahumara a un registro personal en el que su propio cuerpo es un cuerpo más torturado por la Naturaleza: “Es posible que haya nacido con un cuerpo atormentado, tan falso como la inmensa montaña; pero un cuerpo cuyas obsesiones son útiles: y me di cuenta que en la montaña es útil tener la obsesión de contar” [“Je suis peut-être né avec un corps tourmenté, truqué comme l’immense montagne; mais un corps dont les obsessions servent: et je me suis aperçu dans la montagne que cela sert d’avoir l’obsession de compter”] (Artaud 1971, 48-49).
Esta obsesión de contar le es útil para seguir de cerca las sombras, describir las figuras que aparecen en la roca, pormenorizar la incidencia de ciertas formas; le sirve, en suma, para dar una lectura de la montaña de signos. La lectura es en primera instancia mimética: una historia de alumbramiento en tiempos de guerra, cuerpos mutilados, masacres, luchas, la muerte. Pero es también una lectura en la que median otras lecturas que reducen el mundo material a unos cuantos principios. La Cábala promete una lógica de números (matemáticas grandiosas) para explicar el orden natural y la existencia de las figuras que observa sobre la roca: “Las estatuas, las formas, las sombras tenían siempre un número 3, 4, 7, 8 que se repetía. Los bustos de mujeres rotos eran 8 en número; el diente fálico […] tenía tres piedras y cuatro agujeros; las formas volátiles llegaban a ser 12 etc”. [“Les statues, les formes, los ombres donnaient toujours un nombre 3, 4, 7, 8 qui revenait. Les bustes de femmes tronçonnés étaient au nombre de 8; la dent phallique […] avait trois pierres et quatre trous; les formes volatilisées étaient au nombre de 12 etc.”] (Artaud 1971, 50-51). La lectura deja de ser una lectura de un texto compuesto por representaciones verbalizadas para tornarse en una lectura de una especie de archi-texto aritmético que las precede. Los números, sin embargo, no son “naturales”; los tarahumaras repiten las cifras que se observan en las formas que Artaud ha divisado en el paisaje en sus ceremonias y en sus danzas. Pero existe también en la Sierra Tarahumara otro orden de signos que no está constituido de números ni de representaciones. Es una especie de código de signos vivos, signos que son “perfectamente conscientes, inteligentes y coordinados” [“signes parfaitment conscients, intelligents et concertés”]. Artaud dice haber observado, por ejemplo, un signo en forma de una hache mayúscula inclinada dentro de un círculo, signo que reproduce gráficamente en el ensayo. Esta materialidad del signo sugiere que, para Artaud, el lenguaje de la montaña es una lenguaje pre-verbal cuyo simbolismo esconde una ciencia secreta que los tarahumaras descubrieron mucho antes que los europeos.
En los términos que hemos propuesto para este ensayo, se podría decir que por medio de la lectura múltiple de la montaña de signos, Artaud se ha acercado a una percepción de la literatura en su estado puro. Pero el acceso a la inmanencia literaria es efímero; las formas se instalan en seguida, como lo demuestra la secuencia casi reglamentaria o prescrita que va de la imagen al número para terminar en símbolo en “La montaña de signos”. La montaña es “de” signos en el sentido de que está compuesta de signos, números, formas, pero también en el sentido de ser una multiplicidad de signos, un montón de signos, un sinfín de signos. Las formas se transforman hipostáticamente en claves que se transforman en símbolos que se hacen palabra: una proliferación de figuras verbales que se confunden con las cosas en una serie potencialmente infinita. La montaña de Artaud dista de ser la figura concreta, coherente del enfrentamiento que urde el poeta entre la imaginación y el poder de la naturaleza que encontramos, por ejemplo, en el sublime “Mont Blanc” de Shelley, pero tiene en común con ésta una voz capaz de destruir leyes humanas: “Tienes una voz, grandísima Montaña, capaz de revocar / enormes códigos de fraude y aflicción; no todos los comprenden, pero los sabios, los grandes, los buenos los interpretan, o los hacen sentir, o los sienten profundamente” [“Thou hast a voice, great Mountain, to repeal / Large codes of fraud and woe; not understood / By all, but which the wise, and great, and good / Interpret, or make felt, or deeply feel”] (Artaud 1971, 80-83). Puede ser que la energía mágica que busca Artaud en la Sierra Tarahumara sea una forma de teatro corporal, pero este teatro conlleva una fuerza revolucionaria capaz de “mover montañas”.
Cabe recordar en este contexto que la lectura de signos es también una lectura corporal para Artaud, quien inscribe su propio cuerpo al descifrar (en el sentido estricto) la montaña de signos. En “La danza del peyote”, la segunda parte de D’un voyage au pays des Tarahumaras, el proceso de lectura se convierte en una incorporación virtual de la montaña; su cuerpo se convierte en un “trozo de geología dañada” (“morceau de géologie avariée”) sobre el cual la montaña misma “escribe” su aflicción. Ya instalado en la aldea donde, después de una larga espera, participará en la ceremonia del peyote, Artaud ya no está sujeto a la estructura narrativa del viaje; o mejor, deja de tener un sustento narrativo que le otorgue coherencia como sujeto. El orden de la Naturaleza, figura tan prominente en la crónica del viaje hacia las poblaciones tarahumaras, es reemplazado, en “La danza del peyote”, por un orden sobrenatural que lo sobrecoge:

Friable, ciertamente, lo era, y no en trozos sino entero. Desde mi primer contacto con esta terrible montaña de la que estoy seguro que izó barreras para no dejarme entrar. Y desde que estoy aquí arriba, lo sobrenatural ya no me parece algo tan extraordinario como para que no pueda decir que he estado, en el sentido literal del término, hechizado. [Friable, certes, je l’étais, non par fragments, mais tout entier. Depuis ma première prise de contact avec cette terrible montagne dont je suis sûr qu’elle avait élevé contre moi des barrières pour m’empêcher d’entrer. Et le surnaturel, depuis que j’ai été là-haut, ne m’apparaît plus comme quelque chose de si extraordinaire que je ne puisse dire que j’ai été, au sens littéral du terme: ensorcelé] (Artaud 1971, 53).

La sintaxis, tan friable o desintegrable como el cuerpo de Artaud, sugiere que el hechizo de la montaña supone, además del desmoronamiento del cuerpo, la subversión de la lógica (aquí vertida en la gramática) y de las leyes de la física. Son parte del mismo proceso: el cuerpo ya no se ajusta a la verticalidad, brazos y piernas ya no responden a un movimiento pausado y coordinado, la cabeza gira fuera de control. El cuerpo está hechizado, pero es un hechizo “natural”, como si al ser parte de la montaña Artaud estuviese expuesto, o sujeto, a su magia. Lejos de ser una experiencia sublime, en términos propiamente románticos, es una experiencia del cuerpo como cuerpo deshabilitado. Es un montón de órganos: “Veintiocho días de esta pesada empresa, de este montón de órganos mal montados que era yo, a los que tenía la impresión de asistir como si fueran un inmenso paisaje de hielo a punto de dislocarse” [“Vingt-huit jours de cette emprise pesante, de ce monceau d’organes mal assemblés que j’étais, et auxquels je me donnais l’impression d’assister, comme à un immense paysaje de glace sur le point de se disloquer”] (Artaud 1971, 54).
Al desmoronamiento del cuerpo le acompaña una percepción del tiempo distorsionada por la fatiga que padece al tener que esperar días enteros a que desciendan los chamanes de la montaña a la aldea en la que ahora se encuentra. Al alargarse la espera, se hace más necesario contar los días que han transcurrido. La crónica de “La danza del peyote” está marcada por constantes alusiones al tiempo que ha pasado; “veintiocho días” repite como si fuera el estribillo de una canción conocida. La precisión del recuento periódico, sin embargo, sugiere, según la lógica suplementaria que obedece el encuentro entre Artaud y la montaña de signos, que el orden del tiempo es a la vez un índice o indicio de una temporalidad descoyuntada. El “inexplicable tormento” de la espera crea una desorientación vital que desarticula la integridad del sujeto. “¿Por qué cada vez que, como en este instante, me siento a punto de alcanzar una fase clave de mi existencia, no llego a ella como un ser entero? ¿Por qué esta terrible sensación de pérdida, de una carencia que hay que suplir, de un evento que hay que abortar?” [“Pourquoi, chaque fois que, comme à cet instant, je me sentais toucher à une phase capitale de mon existente, n’y arrivais-je pas avec un être entier? Pourquoi cette terrible sensation de perte, de manque à ganger, d’événement avorté”] (Artaud 1971, 55). Esta desorientación no pertenece al orden de los signos; no es un error de lectura, como lo podría haber sido cuando Artaud se encontraba aún de camino a la aldea. Consiste ahora en una especie de angustia de tiempo o sobre el tiempo que pone en perspectiva su vida entera como una vida siempre incompleta; como una vida que nunca llega a tiempo. Por un lado, la carencia vital sirve, o debería servir, de aliciente: la situación con la que se topa en la Sierra Tarahumara es sólo una “fase” en una supuesta búsqueda perpetua a cuyo fin se encuentra un “ser entero”. Por otro lado, sin embargo, la carencia se vive como una pérdida, como un evento interrumpido. El tiempo, en cualquier caso, deja de existir como una coordenada fiable según la cual el sujeto sería capaz de organizarse como entidad coherente.
No es hasta que por fin llegan los chamanes que la crónica cambia de registros y un orden propiamente narrativo vuelve a establecerse con la descripción del mise-en-scène de la ceremonia del peyote: “Veintiocho días de esta horrible espera tras la supresión peligrosa llegaban a su fin en un círculo poblado de Seres, aquí representados por diez cruces” [“Vingt-huit jours de cette attente horrible après la dangereuse suppression aboutissaient maintenant à un cercel peuplé d’Êtres, ici représentés par dix croix”] (Artaud 1971, 59). La ceremonia así como la experiencia que tiene Artaud de ella se ajustan a la narrativa de un viaje sobrenatural. Inicialmente, la descripción es impersonal y se limita a dar cuenta de los pormenores de la ceremonia: las doce fases de la danza, los gestos de los chamanes, la música que raspan etc. Es el chamán, y no Artaud, para quien la ceremonia representa un viaje al otro lado del tiempo: “un descenso para RESURGIR AL DÍA” [“un descente pour RESSORTIR AU JOUR”] (Artaud 1971, 60). Cuando Artaud por fin prueba el peyote, sin embargo, la crónica se desmorona y en cuestión de unas cuantas líneas es él mismo el que emprende un viaje en el tiempo: “Entonces participé en el rito del agua, de golpes en el cráneo, de esa especie de curación mutua que se dan a sí mismos, de las abluciones desmesuradas” [“Je pris donc part au rite de l’eau, des coups sur le crâne, de cette espèce de guérison mutuelle qu’on se passe, et des ablutions démesurées”] (Artaud 1971, 63). La ceremonia que comienza como una narrativa que, desde el punto de vista del observador, da coherencia al sujeto, se convierte, desde el punto de vista del partícipe, en una especie de locura. El peyote los enloquece, “les affoler”.
Lejos de ser una pérdida, como lo fue la espera, el desmoronamiento del sujeto bajo la influencia del peyote corresponde al despojamiento radical de la definición institucional de la identidad. Y esta situación extrema es la condición de posibilidad de la literatura ya que ésta logra suplir la deficiencia vital del sujeto con fuerzas, esencias, substancias, elementos, números, intensidades, figuras, signos, símbolos, palabras que dan forma al ser que escribe. En su lectura de Les Tarahumaras en Mille Plateaux, Gilles Deleuze y Félix Guattari sostienen que el cuerpo-sin-órganos se opone a la organización de los órganos, al organismo, y es el organismo, según ellos, el que no permite el contacto con la materialidad primordial que subyace la montaña de signos. Para combatir al organismo hay que destruirse poco a poco, a base de dosis cuidadosamente medidas: “[El chamán] me vació sobre la mano izquierda una cantidad del tamaño de una almendra verde, ‘suficiente’ dijo, como para ver a Dios dos o tres veces, porque a Dios no se le puede conocer. Para estar en su presencia es necesario estar bajo la influencia del Ciguri por lo menos tres veces, pero cada dosis no puede ser mayor que un guisante”. [“Il m’en versa dans la main gauche une quantité du volumen d’une amande verte, ‘suffisante’, dit-il, pour revoir Dieu deux ou troi fois, car Dieu ne peut jamais se connaître. Pour entrer en sa présence il faut se mettre au moins trois fois sous l’influence de Ciguri mais chaque prise me doit pas dépasser le volumen d’un petit pois”] (Artaud 1971, 34). La destrucción controlada del organismo hace visible un cuerpo-sin-órganos que, desde la perspectiva de la crónica de la danza del peyote, corresponde a un estado de existencia en el que la vida ya no puede “sujetivarse”; es decir, ya no se puede decir que pertenezca al sujeto como sujeto. La figura de “Dios” en la cita anterior denomina al sujeto como ser divino e inalcanzable, como una visión fugaz de coherencia vital a la que el cuerpo mortal (una vida nada más) no puede aspirar.
Pero ¿cómo entonces producir el referente cuando el sujeto es “friable”, “desintegrable”, “pulverizable”, un “cuerpo-sin-órganos”? De la lógica metonímica que domina la descripción de la montaña, Artaud, bajo la influencia del peyote, pasa a una reconciliación lingüística aberrante: la catacresis. La catacresis, figura que no tiene un referente adecuado en la realidad, interrumpe el plano inmanente del cuerpo hecho cifra, o mejor, una cadena de cifras al azar (24, 10, 6, 20 etc.). Y es en este instante, en el momento de necesitar un referente, una figura, que logre anclar la existencia en bruto, en el que surge, para Artaud, una situación netamente literaria. Consideremos la última escena de “La danza del peyote”:

… y ya sobre el caballo, me pusieron las manos en las riendas, y además tuvieron que cerrarme los dedos alrededor de las mismas, era del todo claro que había perdido la libertad de su uso; no había podido conquistar por fuerza de voluntad esa hostilidad orgánica invencible en la que era yo quien ya no quería funcionar, para traer de vuelta una colección de imaginarios caducos de los que la Época, fiel a su sistema, extraería a lo sumo ideas para la publicidad y modelos para diseñadores. Era preciso que lo que hasta ahora había yacido escondido tras esta trituración pesada que reduce el alba a la noche, que esta cosa se tirara fuera, y que sirviera, y que sirviera precisamente para mi crucifixión. [… et, à cheval, on me mettait les mains sur les guides car, seul, il était trop manifeste que j’en avais perdu la liberté; je n’avais pas vaincu à force d’esprit cette invencible hostilité organique, où c’était moi qui ne voulais plus marcher, pour en ramener une collection d’imageries périmées, dont l’Époque, fidèle en cela à tout un système, tirerait tout au plus des idées d’affiches et des modèles pour ses couturiers. Il fallait désormais que le quelque chose d’enfoui derrière cette trituration pesante et qui égalise l’aube à la nuit, ce quelque chose fût tiré dehors, et qu’il servît, qu’il servît justement par mon crucifiement] (Artaud 1971, 66).

Esta crucifixión, parte del sacrifico ritual del sujeto como sujeto, es también la culminación de un proceso de simbolización del cuerpo, de la vida, del sujeto que es ahora nada más y nada menos que un signo. La imposibilidad de funcionar como un “yo”, de montarse por sí sólo en el caballo que lo llevará fuera de la montaña de signos, se refleja en la figuración aberrante del texto, cuyas enigmáticas alusiones parecen precipitarse unas a otras sin ton ni son como si fueran las imágenes publicitarias en una revista que no dicta el contenido de las mismas. Al final, sin embargo, al representar esta pérdida vital como una crucifixión, el “yo” se convierte, por medio de la catacresis, en figura como tal. La repetición del vocablo “sirviera” en esta instancia sugiere que aquello que yace escondido, aquella materialidad que persiste tras el proceso de trituración que ha desarticulado al sujeto, consiste en, o lleva a cabo, una agencialidad única al lenguaje en cuanto la crucifixión es también una cruz, una escritura como aquella que ha interpretado en la montaña de signos como los símbolos naturales de una “raza”. La cruz llega a simbolizar en este contexto la literatura no sólo por la violencia material que representa sino porque también sirve como la instancia privilegiada de simbolización en la cultura occidental.
Podría decirse que el encuentro entre Artaud y México, por lo tanto, se da en dos etapas: inicialmente un proceso regresivo en el que el cuerpo, la vida, ha logrado, mediante el viaje físico y psicotrópico por la montaña de signos, despojarse del sujeto y sus determinaciones. El cuerpo-sin-órganos, figura propia de Artaud para la inmanencia vital, logra situarse ante un paisaje literario pleno de formas, intensidades, flujos, números, sombras. De este estado puro, la inmanencia literaria, en una segunda etapa, inevitablemente se transforma, o se trastorna, en una simbolización derivada, recibida, persistente. La crucifixión, símbolo de símbolos, soporta aquí el peso de la figura literaria, violentamente impuesta, o postulada, por el poder realizativo y material del lenguaje, que se pone de manifiesto en el uso de la catacresis, figura preponderante en los escritos mexicanos de Artaud. La situación literaria del encuentro entre Artaud y México exige abandonar el referente para después recuperarlo desde una perspectiva suplementaria que ya no está centrada en el sujeto sino en un plano material de plasticidad figurativa.
El encuentro de Artaud y México es sin duda único; la situación literaria que se da en este encuentro insólito, sin embargo, pertenece a un orden material en el que signos, símbolos, números, afectos, deseos, hacen visibles las fuerzas agenciales por medio de las cuales la literatura se hace del mundo. En el fondo, la propuesta aquí esbozada es de enfocar el análisis crítico de la literatura mundial en situaciones literarias específicas que pongan de manifiesto el poder realizativo de lo escrito y de los mecanismos discursivos que hacen de la literatura una realidad histórica. Más que un método es un modelo de lectura que reconstruye cómo se procesa la literatura a la escala del sujeto en situaciones concretas en las que se plasma la vida, el mundo. En la medida en que la situación literaria se da por medio de un encuentro entre dos términos extraños, el análisis crítico es intrínsecamente comparativo y promete, por lo tanto, un posible futuro para la literatura comparada en un mundo literario.

BIBLIOGRAFÍA
ACHING, Gerard. “In Hazardous Pursuit of Chance: Mapping the Surrealists’ Caribbean Sojourn (1941)”. En PAO, María T. y Rafael HERNÁNDEZ-RODRÍGUEZ (eds.). ¡Agítese Bien! A New Look at the Hispanic Avant-Gardes. Newark, Delaware: Juan de la Cuesta Hispanic Monographs, 2002.
ARTAUD, Antonin. Les Tarahumaras. Paris: Gallimard, 1971.
CARDOZA Y ARAGÓN, Luis. “Artaud au Mexique”. En FOSSE, Jean-Claude (ed.). Artaud et l’Asile 2, Le cabinet de Dr Ferdière. Paris: Seguier, 1996.
CLIFFORD, James. The Predicament of Culture Twentieth-Century Ethnography, Literature and Art. Cambridge: Harvard University Press, 1988.
DELEUZE, Gilles y Félix GUATTARI. Mille plateaux. Paris: Éditions de Minuit, 1980.
DERRIDA, Jacques. “La parole soufflé”. En L’écriture et la différence. Paris: Éditions du Seuil, 1967.
GOODALL, Jane. Artaud and the Gnostic Drama. Oxford: Oxford University Press, 1994.
ROSENBERG, Fernando J. The Avant-Garde and Geopolitics in Latin America. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2006.


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EDIÇÃO COMEMORATIVA | CENTENÁRIO DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidada: Leonor Fini (Argentina, 1907-1966)


Agulha Revista de Cultura
20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 138 | Julho de 2019
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[1] La planetaridad, según Gayatri SPIVAK, debe entenderse como figura y no como una entidad “real” ya que al pretender abarcar el planeta emulamos las ambiciones y las operaciones de la globalización, pero sin la distancia crítica necesaria para desarticular la lógica política y comercial que la impulsa. Ver Death of a Discipline (2003).
[2] Uso el análisis de “La Conquête du Mexique” de Jane Goodall como guía en este resumen (GOODALL 1994, 147-148).
[3] Gerard Aching describe una etapa posterior en la que algunos surrealistas, huyendo de la Francia de Vichy, pasan un tiempo en Martinica camino a Nueva York (ACHING 2002). Fernando Rosenberg sugiere que la postura de las vanguardias europeas fue siempre universalista (ROSENBERG 2006, 2).

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