quinta-feira, 30 de julho de 2020

JUAN CALZADILLA | La travesía caribeña de Nicolás Ferdinandov


PRIMERA PARTE

De mí, Nicolás Alexeivich Ferdinandov, corrió fama en Caracas de que era brujo y prestidigitador. Motivos había para que la gente común pensara así. Dotes no me faltaban para lo último; era aventurero y aparte de un agudo sentido del humor poseía facultades histriónicas y una habilidad manual tan rápida y afilada que en cosa de segundos podía trocar una escena vulgar en un salón de fiesta. Tampoco exagero si digo que era un pintor imaginativo que igual podía emplearse en la decoración y creación de objetos de Art nouveau que dedicarse a la pintura, la talla, el retrato y la ilustración, las fábulas con animales, el retrato, y el diseño de joyas. Por otra parte, la ejecución del piano no tenía secretos para mí y aprendí a hacer de él instrumento ideal para compartir con personas de gusto refinado en recitales que ofrecía a artistas, poetas escritores y damas de la sociedad. Incluso me permitía emplearlo para elaborar con él trucos de magia.
No hay que darle las cosas completamente hechas al espectador. Es necesario que éste las complete con su ingenio. El arte es cuestión mental. Este consejo se lo di a Armando Reverón una vez que fue a llevarme a la Universidad Central unos cuadros suyos para una exposición que, junto a Rafael Monasterios, se ofrecería en ese plantel. En el fardo con que había embalado los cuadros, y sin darle importancia a su gesto había pintado Reverón una escena campestre en forma de mancha impresionista que yo, cautelosamente, para protegerla, recorté con una tijera y guardé para mí.
Quien pintó esto tiene que ser un genio, mascullé. Desconfiado y pensativo quedó Reverón con este vaticinio como si en esa frase se jugara su vida. Por esos días finales de 1920 se comentaba en Caracas que yo fui su maestro y su guía y traían a cuento que una vez, al plantearme él sus dudas acerca de su verdadero talento de pintor, por un consejo que yo le di tomó la decisión de instalarse a pintar en una playa solitaria de Macuto después conocido como Las quince Letras. Habitaba un vulgar rancho con techo de palmeras. El paraje como puede apreciarse en la foto carecía de mayor atractivo. Una fila de uveros y espigados cocoteros lo cruzaba de este a oeste, frente a grandes rocas, a lo largo del polvoriento trayecto que había que hacer a pie entre el tedioso oleaje marino y la montaña que se erguía ahí mismo, a ambos lados del horizonte.
Todo lo que requieres para pintar lo tienes allí, sólo necesitas un lugar desierto, preferiblemente aislado, una mujer que te cubra las espaldas y un caballete. Y con decírselo puse en sus manos dos libros: ¡Estos son el producto más grande de la humanidad: ¡La Santa Biblia y El Quijote! Ya con esto nada más te hará falta si haces como digo.
Él tomó los dos libros y se marchó cabizbajo, como temeroso de que al empeñar su palabra pudiera traicionar lo que ya dentro de sí, como un oscuro designio, su mente estaba planeando. El resto se sabe, es una historia poco conocida y mal contada por sus críticos. Por mi parte pongo en duda que haya sido yo su maestro. Y la prueba eran nuestros caracteres. Dos temperamentos, dos caminos distintos: formados cada uno a su modo, En la academia y en la calle. Poseedores cada quien, de saberes, técnicas y gustos opuestos, aunque fueran más las cosas en materia artística en que atinábamos. Mientras que yo era más obcecado en preferir el tema bucólico y galante o la fábula con animales, Reverón iba directamente al grano, abordando el tema figurativo y el paisaje de modo dramático y poniendo en acción todo el cuerpo mientras lo pintaba, como si le fuera en ello la vida, en un juego desprovisto de anecdotario. Su cuadro refería inmediatamente las notas que pasaron por sus sentidos en el momento de pintarlo. Locuaz para las situaciones absurdas y el chiste, por el contrario, yo prefería
una actitud más sosegada y previamente compresiva del tema Yo amaba los viajes y aunque por naturaleza era solitario, me gustaba hacer vida social y divertir a amigos y convidados cuando para demostrar aptitudes histriónicas echaba mano de trucos y habilidades mágicas. Yo luchaba por librar los cuadros de los colores convencionales remplazándolos para resolver la composición con extraños tonos inspirados en los misteriosos azules que descubría en las profundidades marinas. Lograba de este modo infundirle al espacio veladuras y tramas que sólo nos está dado ver en los sueños.
Así pues, yo había elegido para expresarme un camino diferente al de Reverón y sin atreverme a tanto como él lo dejé que pintara solo y se bastara a sí mismo sin necesidad de consejos de nadie. Mientras él se aislaba y proseguía en su talante salvaje de desafiar a la naturaleza, yo continúe en Caracas representando esa farsa de apariencia burguesa bajo la cual ocultaba mi melancolía y desesperanza, sumido en repentina disposición de convertirme en actor y mago para divertir a mis amigos y de paso inyectarle aliento creador a aquel abúlico ambiente en que vivíamos. Promoví exposiciones, reuniones, festejos ilusos y asistía a tertulias y talleres con artistas y poetas por el puro goce de crear, mientras en otro plano complacía a constructores y banqueros dispuestos a pagar por los trabajos decorativos que me solicitaban. y hasta inventé una máquina de escribir. En el club Venezuela, donde se celebraban las exposiciones de la época, monté una instalación en la cual recreaba, a golpe de ojo, un paisaje azul que simulaba un ámbito submarino, sus seres, palafitos, grutas y vegetación hidrófila. Mi espíritu galante sucumbió sin embargo ante una de las más bellas muchachas de Caracas, Soledad González, de 17 años nacida en el Táchira y quien una noche, asistiendo a uno de mis recitales de piano donde yo insertaba piezas de Chopin, fascinada y llena de terror, vio como mi gata Bashia, sin moverse ni un ápice durante todo el concierto, sostuvo la vela encendida que puse sobre su erguida cabeza para iluminar la sala. Allí comenzó nuestro noviazgo y quizá. Ay, mi mala estrella. Pues un coronel del ejército a quien con mal pie a ella se la habían dado en promesa de matrimonio, despechado y alevoso no cesaba de perseguirme para matarme. Confieso haber adorado a esa criatura abnegada que cautivé la noche del concierto, no tanto por medio de la proeza de mi gata Bashia, como por mi informal versión de un Chopin romántico. Más adelante, en otro evento, presenté un monólogo donde contaba a la manera de Chéjov la nostalgia que sentía por las vívidas imágenes del Moscú de mi infancia. De repente, en la oscuridad de la noche, se abrió la ventana y un rayo que penetró por ésta iluminó en la pared, intensamente, las cúpulas del kremlin que yo con premeditación había pintado en el muro.
En otra oportunidad en que quise conocer la impresión que a mis compañeros artistas podría causar mi súbita y fingida muerte, me presté a mostrarles en el piso de una derruida casa de Pagüita mi cuerpo decapitado en torno a un charco preparado con zumo de onoto que ellos casi llorando confundieron con mi sangre. Como si fuera poco, para despedirme de Caracas, una noche En el cementerio de los hijos de Dios, aquelarre embrujado de donde huían por las noches los espantados vecinos, junto al osario donde relucían los huesos a la luz de la luna, interpreté en mi viejo piano los cuadros de una exposición de Musorsky.
Pero, lo que son las cosas, como algo sabía yo del tiempo, la física y sus máquinas, una vez a solicitud del Obispo puse más trabajo en subirme a la torre de la Catedral de Caracas que en poner en marcha el mecanismo del reloj que el general Hermenegildo Guaviare, en una de sus farras, para matar el fastidio, paralizó de un solo disparo. En pago por esta acción caritativa el obispo me hizo consagrar una misa, El hechizo me valió también el remoquete de encendedor de faroles que un joven novelista, pretendiendo hacerme justicia, puso por título a una novela que nunca llegó a publicarse. Pudiera contar mucho más de mis acrobacias.

SEGUNDA PARTE

Mis acrobacias nunca fueran siempre ni afortunadas ni óptimas. Hubo mucho de mala suerte, sobre todo cuando inicié mi vida aventurera. Contrariando la obligación de alistarme en el ejército para servir en una guerra con la que no estaba de acuerdo, escapé en 1914 de la Rusia zarista y di con mi humanidad en pleno Oriente.
Mucho viajé por lontananza buscando asiento. Estuve unos días en el Japón y me retraté en el Cairo montado en una jirafa, sobre cuya joroba imaginé que recorría medio desierto. Aunque infeliz en lances amorosos pero conservador por respeto a mi educación familiar, tuve en gran estima el matrimonio y, después de un primer fracaso en Moscú anhelaba formar un hogar sólido y dichoso como el de mi abuelo Wladimir, de quien se decía que, debido a mi carácter fantaseador yo era su vivo retrato.
Cansado de correrías infructuosas, la idea de asentar cabeza, me llevó una mañana de 1916 a desembarcar en Nueva York. Pretendía ahora convertirme en un gentilhombre próspero para hacerme de una reputación en medio de la honorabilidad de los exilados rusos en la gran metrópoli. Uní entonces mi nombre, en precipitada boda, si de Antonina Victorova, una rusa de porte arrogante, maneras aristocráticas y finas facciones como puede verse en el retrato que le hice más adelante. Asociándome a ella, abrí en el centro de Nueva York una tienda elegante. Allí hice primero de orfebre y tallista y luego negociante de joyas. Pensábamos comprar una cadena de joyerías para alimentarlas con el producto del comercio de perlas. Mi ambición creció desmedidamente, estimulada más por las ganancias que por la calidad de mi fino estilo secesionista. Pronto di en cruzar los mares nuevamente. Y viajé por el Caribe En la isla de Margarita, donde incursioné durante siete veces, me dediqué exitosamente al negocio d perlas entre los pescadores de la isla, de quienes aprendí el duro oficio de buzo. con Antonina y un grupo de inescrupulosos accionistas rusos, proyectábamos abrir una flota para transportar turistas americanos a las islas caribeñas. Yo obtendría con esto beneficios inmensos para llevar a cabo mi sueño de crear una academia flotante de artistas, en donde sin más pasaporte que la libertad y gratuitamente, todos los que lo quisieran podían darle la vuelta al mundo.
Frente a la isla de Coche, un mediodía resplandeciente en que yo me ocupaba en tomar apuntes de las rocas, vi como Brito, el más competente de mis buzos fue devorado por un tiburón, Pasé un susto mayúsculo, pero mayor fue mi sufrimiento. Volví a las costas y aquí, entre las chozas de los pescadores, con la vista fija en el faro de Porlamar, hilvané una a una mis desventuradas andanzas; conviviendo a diario con los pescadores, descubrí que el buceador de perlas no solos sirve a un fin, sino que, como el buzo moderno y como el caribeño de antaño, solo busca construir un mundo cuyo sentido último es elegir entre la libertad y la explotación. Comprendí que para soñar no se necesitaba un espacio tan grande. Dispuse así en lo íntimo de mi conciencia mandar al diablo mis empresas comerciales y a los rusos de Nueva York, ávidos de confort y riquezas. Mi divorcio le pedí a la fría y calculadora Antonina, de quien me separé. Fue en un bungaló construido en la playa de Porlamar, y al que en su cúspide yo honraba con el oro de la bandera rusa donde por un momento pensé quedarme a vivir para siempre con los pescadores de Margarita.
Días más tarde, invitado por el poeta Pedro Rivero, de paso
por Caracas, ciudad que no conocía, no sé si fue por azar que en la vitrina de la Fotografía Manrique estaba colgado el paisaje de un joven pintor. Pregunté al empleado por el nombre: Armando Reverón se llama y es un pintor extraño. Quien pintó aquel cuadro debía ser un genio.
Mucho se dijo en Caracas que sin mí consejo Reverón no hubiera llegado a ser el gran pintor que fue. No sé qué de verdad hay en esto. Pero más importante es que llegó a ser un gran hombre. Presumo que otro tanto hubiera podido aconsejarme Reverón si me hubiera impuesto como ejemplo su propia obra para que yo siguiera su camino. ¡Malditos el tiempo y el coraje que me faltó para seguir sus pasos! Después de todo hice lo que estaba a mi alcance y si no llegué a tanto fue porque una extraña y joven divinidad llamada Soledad González, natural del Táchira, haciéndome cómplice del amor y torciendo mi rumbo me llevó, sin que ella tuviera culpa en eso, a encontrar mi muerte a los 39 años de edad, en una isla desierta.
Lleno estaba yo de ansias de vivir y abrigaba una profunda nostalgia por mi patria. Reclinado en los brazos de ella, le pedí que levantara un poco más mi cabeza para ver el mar. Antes de cerrar mis ojos para siempre; en la costa difusa que la ventana enmarcaba, accionando entre las rocas y la espuma marina, divisé la figura blanca de Armando Reverón.

NOTA
Guión biográfico en formato de monólogo teatral escrito por Juan Calzadilla y escenificado en el Museo de Bellas Artes, en 1989 con motivo de la exposición retrospectiva de Armando Reverón.


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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO
Número 155 | Julho de 2020
Artista convidado: Isabel Ruiz (Guatemala, 1945-2019)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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Um comentário:

  1. Juan Calzadilla escribio muy buena version del monologo imaginativo de Николай Фердинандов (Nicolas). Hay una pajina desconocida de su permanencia en Margarita y concretamente - la historia de confiscacion por la aduana margaritena de las propiedades del Ruso en 1918-1919. Fracasaron sus planes de dedicarse completamente a la industial busqueda de perlas. Hay que hurgar en los archivos aduaneros etc. para esclareser todos los detalles de este triste episodio de la vida de Nicolas.

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