segunda-feira, 1 de novembro de 2021

LUIS BENÍTEZ | Cambios y transformaciones durante medio siglo de poesía argentina (1950-2000)

 


De generaciones

Para mayor comodidad de cierta crítica, además de dividirse a un fenómeno literario –como loes la poesía escrita en un país o una región- en generaciones establecidas por décadas, se suele apelar al fácil recurso de mostrarla constituida por núcleos estéticos agrupados en torno a un cierto número de revistas, señaladas como las más significativas de cada período. El procedimiento no deja de ser pasible de algunas interesantes objeciones. En principio, se entiende por generación tal o cual a un supuesto conjunto de autores que, además de coincidir estéticamente en algunos puntos, desarrollaron su primera obra en la década asignada. Si por una parte, ello permite segmentar el continuum poético de un país a fin de poder focalizar nuestra atención en un período, lo cual no sólo es deseable sino absolutamente necesario, por la otra resulta cuestionable este procedimiento, por cuanto se agrupa así en el mismo segmento a autores que, leídos con un poco más de profundidad que la requerida por la monografía, acusan evidentes e insalvables diferencias entre sí, en cuanto a recursos expresivos, registros individuales y calidades poéticas, amén de diferir marcadamente en sus concepciones estéticas. La divergencia se intensifica, curiosamente, desde la generación del 50 a la del 80 en Argentina, siendo esta última marcadamente abundante en diferencias estilísticas en relación a las anteriores.

Otro punto relevante de la misma cuestión tiene que ver con que –para ser honestos- muchas veces nos vemos obligados a incluir en una generación tal a autores pertenecientes a la anterior, dado que sus concepciones son las determinantes de las poéticas suscitadas por la siguiente. Así, por ejemplo, Flora Alejandra Pizarnik, cuyo primer libro, La tierra más ajena, data de 1955, es habitualmente incluida dentro de la generación del 60. Lo mismo sucede con Juan Gelman, la voz más destacada del 60, cuyos primeros 3 poemarios - Violín y otras cuestiones (1956), Gotán (1956), El juego en que andamos (1959)- se editaron en la década anterior.

Existen todavía dos ejemplos anteriores, al menos, representados por Olga Orozco, cuyo Desde lejos se publicó en 1946, mientras que su autora se ubica preferentemente en la década del 50, más acorde con sus afinidades estéticas; y por otro referente de la poesía argentina, Enrique Molina, quien publicó Las cosas y el delirio en 1941 y Pasiones terrestres en 1946, cuando el núcleo de su poética lo coloca más en directo parentesco con la generación del 50, en la que ya había enraizado el surrealismo.

Para cerrar la lista de ejemplos de lo mismo y no abundar excesivamente, vamos a uno más reciente, dado por la poeta Paulina Vinderman: su primer poemario es Los espejos y los puentes, editado en 1978, mientras que su poética la ubica más definidamente en la generación de 1980.

Una primera conclusión sobre el asunto podría señalar que, si es necesario y hasta imprescindible dividir el fenómeno poético argentino en generaciones –y reza lo mismo para cualquier otro fenómeno literario- , con fines puramente sistemáticos, se debe hacer la salvedad de que, al ajustar el microscopio, surgen inmediatamente las diferencias de formas y sustancias de cada organismo poético en consideración.

 

El catastro de las revistas no es una operación tan inocente

Si la catalogación antes señalada es objetable según la conclusión última, veremos que el procedimiento de trazar las líneas predominantes en una generación poética lo es más cuando se procede siguiendo el fácil camino, para el trabajo de campo, de cosechar flores de los tiestos que ofrecen las revistas de la época. La argumentación esgrimida a favor del procedimiento se apoya en que las revistas suelen ser de más fácil acceso que los poemarios individuales, difíciles de conseguir sin un previo conocimiento personal con los autores. Se trata en el caso de los poemarios de ediciones reducidas –de entre 200 y 500 ejemplares, por lo habitual- mientras que las revistas, por su trayectoria extendida a veces durante años, se consiguen con mayor facilidad y nuclean en sus páginas a diversos autores representativos de las estéticas del período.

Ello sería atendible, de no mediar un factor determinante: las revistas de poesía de cada período no representan al conjunto de la poesía del período, sino que actúan como órgano más o menos oficial de difusión de una estética determinada, y por lo tanto excluyente, que desea inscribir su marca en esa generación y ocupar el sitial de lo predominante. Estamos hablando, en un sentido lato, de un proyecto de política literaria ejercido desde un órgano de poder y difusión, en realidad, no tanto de una estética, como de un grupo de autores dispuestos a exhibirse y demostrar que son “lo mejor de cada casa”.


La inocente revista literaria se nos revela, desde esta óptica, no tanto como un bienintencionado medio de difusión de diferentes poéticas, sino como una trinchera estética, una barricada cavada y defendida en función de apropiarse de una parte del territorio de la poesía, donde sentar sus reales y desde allí administrar, en la medida de lo posible, no sólo la difusión o no de tales y cuales autores, sino directamente el recuerdo posterior de su realidad contemporánea.

Son las revistas literarias, fuente de información para la crítica local y la extranjera, las constructoras habituales de un período dado. En este sentido, las revistas literarias son una suerte de objetos arrojados a la posteridad, intencionalmente, a fin de que la construcción posterior los tenga en cuenta y que la arqueología resultante los considere a la hora de oficializar el pasado.

Si hacemos la historia de la poesía argentina reciente en base a lo que nos dicen las revistas literarias, lo que obtendremos es un muestrario de los esfuerzos de ciertos núcleos del pasado embarcados públicamente en una aventura estética y, privadamente, en un proyecto de política literaria tendiente a lograr la legitimación de la propia obra, con el apoyo estratégico de los “iguales” y los “aliados” de turno.

Dejaremos afuera, en nuestra apresurada reconstrucción, a cuantos en ese período dado labraban más silenciosamente sus poéticas personales, a menos que se hayan abierto por sus propios medios un espacio dentro de la poesía argentina que no permita ignorarlos tan cómodamente como a tantos otros de la misma época.

Sin embargo, aun esta consideración obligada peca de insuficiente, en un país donde la producción literaria, y específicamente, la producción poética, es más que abundante.¿Cuál es el registro, fuera de lo que dicen las revistas literarias, de los miles de títulos anuales que se producen en Argentina desde 1950 hasta el comienzo del siglo XXI? Nos introducimos en un terreno todavía más incómodo: ¿de qué manera damos cuenta de todo lo que se escribe fuera de las fronteras de la ciudad capital, Buenos Aires, cuando esas revistas literarias que tomamos en cuenta para el trabajo de campo, mayoritariamente, son las editadas en Buenos Aires?¿Cuál es el papel del cómodo crítico en este proceso de construcción cultural, el de una realidad pasada creada sobre la base de los elementos que están más a mano, los que son más fáciles de recabar y, aun intencionadamente, son aquellos que se ponen más inmediatamente a disposición de sus observaciones?

La respuesta a estas preguntas es muy desagradable: entonces el crítico se convierte en cómplice, por desconocimiento o por comodidad, de aquellos que desean una imagen de la poesía lo más favorable posible... a ellos mismos.

 

Generación del 50: La estrategia de las vanguardias

Desde sus orígenes, cada núcleo estético se estableció, en lo que era la modernidad, como una barricada de confrontación no con lo anterior, sino con lo todavía predominante en su época formativa. Bajo la proclamada consigna de combatir los residuos estéticos del pasado, se soslaya convenientemente que lo que se pretende en realidad en imponer a futuro las consignas actuales. Esta premisa vanguardista, bien a tono con la modernidad, fue la que animó a los 10 años de vida de la revista Poesía Buenos Aires (1950-1960), que recogió en sus páginas un intento de renovación de los aires predominantes todavía, embargados en el resucitado romanticismo de la generación argentina del 40.

Además, frente a Poesía Buenos Aires, se alzaba todavía para la confrontación tácita o explícita, el bastión representado por la revista Sur, fundada por Victoria Ocampo en 1931 y por entonces en su pleno apogeo. Si bien Sur tenía como una de sus premisas la difusión de literatura internacional, lo hacía desde aquellos nombres ya consagrados a escala mundial; la diferencia principal con Poesía Buenos Aires, además de que esta última reducía su campo de acción a la poesía, es que Poesía Buenos Aires partía de un criterio fundamentalmente vanguardista, atendiendo a dar a conocer a autores y poéticas que, inclusive y en casos repetidos, no tenían todavía un reconocimiento pleno en sus países de origen.

En un ambiente que la generación anterior, la del 40, había impregnado de una reivindicación del romanticismo y del hispanismo, con sesgos nacionalistas que podían propiciar un ensimismamiento en el pasado, la llegada de Poesía Buenos Aires abrió, con sus abundantes traducciones de autores todavía no muy conocidos aun en sus propios países, un respiradero saludable que además, atrajo a aquellos autores que, habiendo publicado sus libros primeros en la década anterior, entre ellos, Orozco y Molina, los ya nombrados, no congeniaban en absoluto con las premisas del 40 y que, por su parte, desarrollaban su trabajo de difusión estética y política literaria a través de publicaciones propias –en su mayoría, de corta duración- que mantuvieron con Poesía Buenos Aires una saludable y amistosa relación, acorde con los intereses mutuos.

Un fenómeno que ya aparecía esbozado en los 40 haría crisis en las décadas posteriores y fue en los 50 donde primeramente se pronunció con mayor notoriedad: la realidad de un país que no le brindaba al poeta un espacio acorde con su instalación en el devenir nacional, ni formal ni real. Los espacios de influencia y de acomodamiento en el establishment se iban reduciendo; a medida que el papel del poeta y del escritor en general como figura pensante de la realidad nacional se iba angostando, este más se iba ubicando en un papel de “exiliado”, que mucho tuvo que ver con el peronismo, para el que los autores eran vistos más como sospechosos de opositores que como figuras capaces, por su prestigio social, de avalar al régimen.


De hecho, en el período, son pocos y muy contados los escritores que abiertamente adscriben al peronismo, y sí muchos los que se ubican en la vereda de enfrente. Desde luego, no faltan los conversos de ocasión que, a la caída del gobierno peronista, vuelven a cambiar de librea, pero esta es una discusión que nos llevaría más allá de los límites de este breve artículo.

En definitiva, durante el período en cuestión se instala más evidentemente este “malestar en la cultura”, que llevaría a sucesivas reacomodaciones en las décadas venideras, tendientes a buscar un papel y un radio de acción posible al autor nacional, si no real, al menos nominal. También como consecuencia de esta crisis, se establece un auge de la poesía argentina relacionado con el desplazamiento del papel del poeta, como representante de los valores de las clases dominantes, hacia una zona de exclusión que permite que ingresen a la categoría autoral individualidades no representativas de las clases altas. El escribir poesía ya no es privativo de un núcleo selecto, bien representado por la academia y las publicaciones acostumbradas, sino que a la vez que se desacraliza, se democratiza –si estos términos resultan válidos- el ejercicio de la versificación.

Desde luego, este proceso no surgió en los 50 sino que tuvo un desarrollo progresivo y anterior, pero es a mediados del siglo pasado cuando se hizo más definitivamente evidente.

 

Los 60: otra vuelta de tuerca

A fin de resolver el problema esbozado en los párrafos anteriores, buena parte de la generación siguiente, la del 60, se impuso a sí misma lo que se llamó entonces “el compromiso con la época”, una premisa que signó sus versos con el intento de reflejar los acontecimientos políticos y sociales de entonces, a través de un poesía donde lo coloquial ganó el campo en gran medida, en un intento de cuño existencial por dar cuenta tanto del hombre como de la circunstancia del momento.

Este compromiso de la poesía con la época compelía al autor a reflejar y dar cuerpo textual en el poema a las ideologías y concepciones características de ese entonces, fuertemente abonadas por el triunfo de la revolución cubana en 1959 y por la ”gesta guevarista” y el Mayo Francés después. Esta concepción de izquierdas del momento histórico no fue patrimonio exclusivo de la poesía argentina ni de la latinoamericana en general, sino que fue uno de los nutrientes de la cultura en su aspecto más amplio en ese segmento histórico, impregnando el conjunto de sus manifestaciones.

De todos modos, ni la generación del 60 se reduce a lo explicitado ni todos sus representantes se reducen al compromiso con la época. En algunos más que en otros, el límite inherente a este compromiso es numerosas veces traspasado, registrándose en esa misma generación autores que desarrollaron sus obras fuera de esa concepción imperante. Tal el caso de Alejandra Pizarnik, Roberto Juarroz, Joaquín Giannuzzi y otros. Se entiende que no estamos hablando de nombres menores con los aquí nombrados. Sin embargo, el grueso del subrayado tiene que caer en las obras de autores que, sin deslindarse absolutamente de ese compromiso con la época -prácticamente obligatorio entonces- ofrecen matices y diferencias con esta concepción.

El caso de Juan Gelman, que fue el gran disparador de esta idea de compromiso con la época, aunque se alinea en la práctica con la actitud más radical de optar por la acción política directa, como Miguel Ángel Bustos, Roberto Santoro y otros, es paradigmático. Su libro Violín y otras cuestiones, de 1958, había sido adoptado como el canon a seguir por buena parte de los autores del 60 y su elección posterior de la lucha política y aun por la vía armada vista como un ejemplo admirable de coherencia política, se la compartiera o no.

El compromiso con la época se fue diluyendo lentamente en las aguas menos seguras de sí mismas de la poesía siguiente, la de los 70, donde a la vez que se abandonaba muy pausadamente la obligación de reflejar la época, con sus características y contradicciones, así como con su coloratura ideológica, cobraba mayor peso la subjetividad del poeta y volvía a un primer plano la concepción de la cultura como un fenómeno más universal que estrictamente latinoamericano.

 

Los 70: Poesía y dictadura

Si el hecho que traspasó y signó a la generación del 60 fue la revolución cubana, el que atravesó de lado a lado a la del 70 fue la llegada al poder del autoproclamado Proceso de Reorganización Nacional.

Si bien nunca se puede hacer una lectura unívoca de los segmentos de la cultura, ni desde lo sociológico, lo económico ni lo político -ni siquiera desde lo estrictamente estético- el peso de acontecimientos como este, que golpearon al conjunto de la sociedad argentina, acredita por su solo suceder cambios, desviaciones y giros del rumbo también en la cultura, como ya fue abundantemente reseñado desde entonces hasta la actualidad.

De hecho, cuando se produjo el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, ya el mapa político del conjunto de Latinoamérica había cambiado, con el florecimiento de dictaduras de índole similar en el resto del continente, que a su vez signaron el acontecer cultural de cada una de sus regiones.

En este contexto, hay que comprender en su justa dimensión el enorme paso dado por los poetas del 70, desde las concepciones anteriores, resueltas, seguras, avaladas por la época, hacia una zona de incertidumbre respecto de esas premisas y que no alcanzaran la puesta en duda y el paulatino abandono de esas concepciones para dar a esta generación unas afirmaciones tan tajantes ni explícitas como aquellas.

En sí, la generación del 70 posee valor por las muy buenas poéticas que comenzaron a escribirse en ella, pero no ofrece una coherencia ni una coincidencia conceptual como aquellas de las que hiciera gala la generación anterior. El 70 en poesía y en la Argentina es la década de la disgregación de las vanguardias, de su atomización en individualidades meritorias, precisamente porque estas individualidades son los elementos más dinámicos de la poesía de la época, que ya no podían ser reunidas bajo un programa común o unas premisas generales.


Como en toda época de crisis, si bien este tembladeral significa mayor libertad de escritura y de elecciones estéticas para el autor, que ya no necesita legitimizar su producción personal frente a las verdades reveladas imperantes en otro momento, también ello implica una responsabilidad mayor y una seguridad mucho menor ante las dos preguntas claves que se hace un poeta en cualquier época y en todos los momentos de su obra: qué es actualmente poesía y cómo se escribe dicha poesía ahora, frente al papel en blanco.

 

Los 80: auge y diversificación de la poesía argentina

Los independientes. La generación de los años 80, para la poesía argentina, significó el auge no solo de revistas literarias y estéticas muchas veces encontradas, sino también la aparición en escena de numerosos autores no alineados en esas líneas estéticas, llamados por ello “los Independientes” y cuyas poéticas se desarrollaron luego a través de búsquedas muy personales, que abrevaron en múltiples fuentes, no solamente literarias.

Este gran caudal incluye la historia reciente y el pasado, la política, la filosofía y aun –aunque generalmente para un uso metafórico- las ciencias naturales. Este segundo auge de la poesía argentina, en su faceta independiente de las revistas y corrientes estéticas por ellas representadas, marca un aluvión de autores y títulos que no se centran como núcleo creativo en Buenos Aires, sino que se extiende por todo el país. Por aquellas fechas, el poeta Raúl Vera Ocampo –en comunicación personal- me manifestaba que él calculaba en más de un millón el número de autores que escribían poesía en la Argentina, editaban sus revistas propias y financiaban sus ediciones, con la reducida difusión que se deduce de esas mismas circunstancias.

Esta característica, lejos de mermar, se ha acrecentado hacia el fin de siglo con las facilidades que brinda Internet en cuanto a difusión de textos dentro y fuera de la Argentina.

Entre estos autores independientes podemos suscribir a un mayoritario número de poetas, tanto de Buenos Aires como del interior del país, que no se sintieron representados por las propuestas estéticas de las más conocidas publicaciones de la época. Sería incompleta una nómina que ofreciéramos aquí, pero resulta interesante referir la descripción que de los Independientes hizo el crítico argentino Daniel Fara en su libro Signos Vitales. Una Antología Poética de los Ochenta, publicada por Editorial Martin a comienzos de 2002: ““la independencia es esa posibilidad de reconocer peculiarmente un pathos que, desde antiguo, nos afecta a todos, es el combate que sucede al reconocimiento, es la cicatriz que resulta de vencer con palabras, hasta el momento, ajenas. O bien, a efectos prácticos, es saber qué hacer con las influencias, con todos los rangos de influencias, desde la voz irresistible de los clásicos hasta el estilo del propio libro anterior, desde el llamado de la calle hasta la convocatoria implícita en cada sueño. Y, least but not last -porque el tema es interminable y todo lo que se agregue será siempre mínimo-, es saber también que las escuelas, los movimientos, las tendencias, al menos hasta hoy, sólo han servido para subrayar los méritos de los que nunca se ajustaron del todo a sus pautas (pero tampoco desconocieron las convergencias culturales que les dieron origen)”.

En cuanto a las corrientes que muchos refieren como las predominantes en la década, son ellas las siguientes. El neoconcretismo, compuesto por autores agrupados en torno a la revista Xul, fundada a comienzos de la década por Jorge Santiago Perednik, aunque podemos señalar una subdivisión, el neobarroco, compuesta por autores que se dijeron influidos por Lezama Lima.

El neobjetivismo, una propuesta de los poetas nucleados en torno a la revista Diario de Poesía, fundada en 1986 y que perduró hasta 2012. El neorromanticismo, atribuido a los poetas reunidos alrededor de la revista Último Reino, fundada en 1979 y que culminó su ciclo en 1994, fuertemente influidos por el romanticismo alemán, en especial por las obras de Novalis y Hölderlin (aunque no solamente por este movimiento estético; el espectro de predilecciones era mayor).

 

Fin de siglo: nuevos auges, nuevas dispersiones

Paradojalmente, cuando se intenta precisar el suceder de una época a través de las corrientes y las revistas que la han animado, en vez de reseñar los autores que han dejado una obra detrás de sí, se obvia el detalle de que esas corrientes suelen desaparecer sin dejar descendencia visible. Exactamente eso es lo que sucedió con los “neos” señalados anteriormente. Con los noventa, las corrientes estéticas que decían representar se fundieron en el conjunto de las posibilidades de expresión ofrecidas a las nuevas generaciones, más propensas a seguir búsquedas individuales –al estilo de los Independientes de la generación del 80- que a adoptar una expresión formal semejante.

 

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LUIS BENÍTEZ (Argentina, 1956). Poeta, narrador y ensayista literario. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.); de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en París, Francia. Miembro de la Asociación de Poetas Argentinos (APOA), de Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina (SEA) y del PEN Club Argentino. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales por su obra literaria, entre ellos el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); la Mención de Honor del Concurso Municipal de Literatura (Poesía, Buenos Aires, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); el Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); el Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); el Tercer Premio Eduardo Mallea de Narrativa (Buenos Aires, período 1995-1997); el Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); el Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Primer Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2007). Sus 36 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido publicados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.


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[A partir de janeiro de 2022]

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Número 185 | novembro de 2021

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