I.
Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930) es un poeta casi del todo desconocido en España. La restricción que aporta a esta frase la cláusula adverbial es, en verdad, mínima: conocen en España la poesía de Rafael Cadenas quienes asistieron a su recital en la madrileña Residencia de Estudiantes, en el otoño de 1993, y los oyentes de sus recientes lecturas en Tenerife y Salamanca. Y, por descontado, no se ha publicado en España nada que se parezca a un estudio o análisis de su obra.
La ignorancia española de una de las voces poéticas más interesantes, coherentes y sólidas de Hispanoamérica no es un hecho, empero, sorprendente. Puede aún afirmarse que ese desconocimiento de una parte substancial -a veces simplemente la mejor- de la creación literaria en su propia lengua es ya una tradición de rancio cultivo entre los españoles. Cuando menos, desde que Rubén Darío se hiciera aplaudir antes en París que en Madrid. No cabe, pues, fingir sorpresa; sí, en cambio, constatar de nuevo una anomalía grave de la vida literaria española. España, que dejó hace un siglo de ser imperio; que desde mucho antes de 1898 fue un imperio arruinado, y que no ha sido, en estos dos últimos siglos y a diferencia de Francia o de Inglaterra, una potencia cultural, se ha permitido el lujo de actuar con soberbia y desdén imperiales, con aquel “desprecia cuanto ignora” que lamentaba el Machado de Campos de Castilla, de cara a lo que se ha pensado y escrito allende los mares en su propia lengua.
Esta situación no podía menos que agravarse durante los 40 años de contienda civil y larga paz de los cementerios. En 1960, cuando Rafael Cadenas publica Los cuadernos del destierro, el primer poemario que le valió celebridad, un joven Mario Vargas Llosa había ya pasado por Madrid y podido constatar, como recordará luego en sus memorias de candidato a presidente frustrado, que el terreno de la vida literaria española era más bien un erial. Conviene, así sea liminarmente, evocar estas cosas para ir situando una obra, la de Cadenas, que ofrece, de entrada, la paradójica singularidad de ser una de las más interesantes de la poesía contemporánea en lengua española y de haber evolucionado fuera de todo contexto que no sea el muy estrecho y parco de la creación poética venezolana.
A diferencia de la argentina, la mexicana o la cubana, ésta ha ocupado insistentemente la periferia de los grandes movimientos o corrientes o tendencias americanas, y se ha mantenido alejada de lo que se hacía o debatía en Europa. No es éste el lugar para ensayar un repaso detallado del apartamiento, extrañamiento o alienación culturales de Venezuela, asunto éste que merecería un tratamiento exhaustivo y aparte. Sólo me permitiré la siguiente reflexión, a sabiendas de que, sin el sólido apoyo de una argumentación minuciosa, ha de quedar en afirmación categórica, en vue de l’esprit.
Venezuela es, muy por el contrario de lo que nos enseña la geografía, una isla. El siglo XIX, que en ese país empieza en 1811 con el desmantelamiento de la sociedad colonial y culmina en 1899 con la llegada al poder de Cipriano Castro, fue una sucesión ininterrumpida de guerras que anegó en sangre la sola idea de una convivencia civilizada. La primera mitad del siglo XX quedó sellada por la larga dictadura de Juan Vicente Gómez, caudillo campesino y ni tan siquiera déspota ilustrado, que cerró el país a canto y lodo. Esos dos hechos trágicos -la descomposición de la sociedad civil, el apartamiento del país de la modernidad- han ejercido una influencia duradera en las mentalidades y la manera de situarse ante el mundo de la mayoría de los venezolanos. Influencia que la ineficiente, corrupta democracia de estos últimos 40 años no ha permitido contrarrestar debidamente. Venezuela es, por razones y otras que, de nuevo, convendría analizar en detalle, un país cuyos habitantes se han acostumbrado a vivir al margen, aislados y ensimismados. De ahí la imagen isleña.
Esta condición de apartamiento ha tenido unas muy nefastas repercusiones, sobre todo, en el desenvolvimiento de su vida literaria. Nadie ignora que el aire que ésta respira y le permite vivir es el intercambio en todas sus formas: el diálogo, el debate, la controversia, la polémica, el ejercicio sin cortapisas de la crítica. El escritor se hace en una constante interpelación a quienes le han precedido y a quienes le acompañan, desde la independencia y el abrupto divorcio de España, por lo menos problemática, y el contacto con los coetáneos, más allá del escaso círculo de conocidos paisanos, esporádico, azaroso, casi siempre involuntario.
Es preciso, creo, tener muy presente este contexto general a la hora de valorar el interés y la especificidad de la obra poética de Rafael Cadenas. A diferencia de Vicente Gerbasi, cuya escritura elegíaca surge de la necesidad asumida por el poeta de instalarse en el territorio que media entre unos orígenes foráneos y lejanos, y la masiva, espléndida, misteriosa presencia de la naturaleza venezolana, Rafael Cadenas no cultiva la rememoración y la nostalgia. Desde Los cuadernos del destierro (1960), el poeta busca menos “declarar su nombradía” que desbrozar un terreno previamente acotado por otras voces. Los 31 poemas en prosa que componen este libro inaugural pueden leerse como el minucioso, pormenorizado informe de un viajero que, antes de zarpar y emprender una larga travesía, hiciera un repaso a lo que hasta ese entonces han sido sus pertenencias. Los cuadernos es, desde este punto de vista, la puesta en práctica del designio eliotiano: “set my lands in order”.
Curiosamente, no es ésta la lectura de Los cuadernos que ha prevalecido en Venezuela. Los admiradores de Cadenas han hecho de este poemario -y de la obra posterior del poeta, a pesar de haber transitado ésta por caminos alejados de aquella primera senda- una prolongación de los ecos rimbaudianos que a ratos anidan en la de José Antonio Ramos Sucre. En cuanto a sus detractores, que no abundan en Venezuela, también ellos insisten en leer en este poemario un vínculo con la escritura de las Iluminaciones, y denuncian en él un supuesto espléndido anacronismo. En ambos casos, Los cuadernos del destierro aparece como el breviario de una poesía rupturista y desafiante, en la que el yo lírico se exalta con la declaración airada de su diferencia y la asunción de su marginalidad como con un opiáceo. Aun Guillermo Sucre recoge este lugar común cuando se refiere al “radicalismo” de Cadenas, si bien la lectura que el poeta de En el verano todas las palabras respiran propone de la obra de Cadenas hasta Memorial conduce a la postre al reconocimiento pleno de que nada hay más alejado de ésta que el espíritu transgresor.
De entrada, por consiguiente, la poesía de Cadenas se tiñe de mitos y malentendidos. Y qué duda cabe de que la “persona” mediante la cual se expresa el yo lírico en éste y en sus siguientes poemarios hasta Amante (1983) se preste a nutrirlos. Bastaría con citar pasajes de Los cuadernos y de Falsas maniobras(1966), Intemperie (1977) oMemorial (1977). Del primero, el célebre “introito”, que todo venezolano culto conoce de memoria:
Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes y aptos para enloquecer de amor.
Pero mi raza era distinto linaje (…) De ella me viene el gusto por las alcobas sombrías, las puertas a medio cerrar, los muebles primorosamente labrados, los sótanos guarnecidos, las cuevas fatigantes, los naipes donde el rostro de un rey como en exilio se fastidia.
hasta la súplica a Proteo, que clausura las “Nupcias” de Memorial:
Señor del cambio, hijo del mar, sacude las inmóviles aguas, muda el metal enfermo, convierte. Quítame de la detención. Hazme un nuevo rostro.
No quiero que las manos perseguidoras me encuentren.
Sin tu favor la tarea se vuelve interminable.
En tus manos pongo mi destino.
Cadenas agota los registros de un yo lírico expansivo, pletórico, proliferante, hijo más o menos declarado de Whitman. Es éste el primer rostro del poeta o, quizá convendría decir, la primera máscara. Que no tardará, por cierto, en provocarle una angustiosa sensación de impostura, de doblez. Y tengo para mí que la poesía de Cadenas comenzó a fraguarse precisamente en el momento en que ese yo lírico intuyó que la suntuosidad verbal con la que se arropaba escondía un peligro, quizá el mayor para el poeta: el peligro de perderse en el laberinto de la palabra. En su segundo poemario notable, Falsas maniobras, Cadenas dice de entrada este temor:
Hace algún tiempo solía dividirme en innumerables personas. Fui sucesivamente, y sin que una cosa estorbara a la otra, santo, viajero, equilibrista.
Para complacer a los otros y a mí, he conservado una imagen doble. He estado aquí y en otros lugares. He criado espectros enfermizos.
En este poema aparece por primera vez delineado el núcleo de la escritura de Cadenas: la búsqueda de la unicidad, entendida no como coherencia ideológica o uniformidad, sino como correspondencia íntima de la palabra y la postura del poeta ante la vida. Como postura ética, Falsas maniobras marca esa inflexión, o el comienzo de esa inflexión en la obra de Cadenas. Es un libro agonístico, que pone de manifiesto la lucha del poeta por hallar el espacio más propicio a su voz. Una voz que acabará diciendo no a todo lo que ha sido y dicho, y que buscará situarse, en contraste con Los cuadernos, no ya en contraposición, sino en franca contradicción con su entorno. Esta búsqueda de la voz auténtica se prolonga en Intemperie, libro que concluye en “Ars poética”, con la declaración angustiada de una búsqueda de autenticidad (“Enloquezco por corresponderme”) que se nutre de una sed de integridad, enunciada como una súplica:
Que cada palabra lleve lo que dice.
Que sea como el temblor que la sostiene.
Que se mantenga como un latido.
La preocupación por la lengua justa, el decir recto es, a mi entender, el legado más apreciable de Cadenas. Es ella quien lo ha alejado de la gesticulación y el verbalismo, tan frecuentes en nuestra tradición poética. Pero esa preocupación ha dado pie también a malentendidos. Así, se ha glosado hasta la saciedad sobre el silencio de Cadenas, sobre el hecho de que se negara a publicar durante los 11 años que median entre las Falsas maniobras (1966) y Memorial (1977). Junto con los ecos rimbaudianos, éste es el otro pilar en el que se asienta el mito del poeta vaticinador que la crítica venezolana ha levantado en torno a la poesía de Cadenas. El silencio cultivado por Cadenas habría tomado cuerpo, además, en la escritura concisa, epigramática que se abre paso en su obra a partir de Memorial y Amante (1983). En realidad, Cadenas no ha dejado nunca de escribir, y su silencio circunstancial es la manifestación pública, visible (audible) de una desconfianza, de un recelo. Estamos ante un poeta que recela del lenguaje, de sus proteicos poderes, de su capacidad para decir y hacer decir cualquier cosa. No sólo en su poesía ha prendido esta reticencia; se ha expresado a menudo en entrevistas, en sus ensayos y diarios, con una lucidez desencantada que no hubiera desagradado a Karl Kraus, a quien Cadenas admira. “El lenguaje es la vía principal que utiliza la sociedad para perpetuarse en nosotros a través del condicionamiento”, sostenía ante José Balza, y “el pensamiento ejerce una tiranía absoluta sobre nuestra vida” (1973). Desconfianza no amarga, sino fértil anunciadora de una lucidez frágil, pero esencial, constitutiva, que hay que luchar por recobrar incesantemente:
Los que hacen las reglas
no quieren que hablemos
nosotros
sino
las palabras.
Desean
hacernos desaparecer
de la página;
pero no nos resignamos.
Somos viejos actores.
“He quemado las fórmulas (…) Todo el arrasamiento ha sido para desplazarme, para vivir en otra articulación”, escribe Cadenas tras aquellos 11 años de silencio. Desde entonces, la voz de sus poemas habla para decir la necesidad de una experiencia genuina, para exorcizar imposturas.
Esa experiencia es, para Cadenas, la del vínculo de la palabra con la realidad, vínculo insustituible no tanto porque permita nombrar verazmente el mundo (“Lo que miras a tu alrededor/no son flores, pájaros, nubes, /sino/existencia. // No, son flores, pájaros, nubes”, reza un poema de Gestiones), cuanto porque hace posible que la voz que lo enuncia sea el portavoz de un sujeto veraz. A diferencia de José Ángel Valente, poeta en quien la búsqueda de la palabra esencial es también ejemplar, Cadenas no propugna, sin embargo, la desnudez, el despojamiento -die eigenlichste Armut, la íntima pobreza de Meister Eckhart-, no proclama la necesidad del desierto como condición previa al surgimiento de la palabra más honda. El yo poético de Valente niega para afirmar, es expresión radical de aquelintelligereincomprehensibiliter, el entender incomprensiblemente de Nicolás de Cusa, de la negative capability de la que hablaba Keats, del “entender no entendiendo” de San Juan de la Cruz. En Valente, la palabra poética es el fruto de una tensión primigenia, fundacional, entre la nada germinativa y la palabra inaudible del origen. La búsqueda del yo poético de Valente es búsqueda del Vor-Schein, lo que aún no ha llegado a ser.
En Cadenas, en cambio, la palabra poética busca poner de manifiesto al yo poético mismo. En el poeta venezolano, el yo es punto de inflexión de un tú y un él, lugar de residencia, no ya de la “personalidad poética” -esa máscara entre máscaras-, sino de la diversidad de los puntos de vista que coexisten en el yo poético y que se trata menos de armonizar que de no traicionar. Lejos de ejemplificar una poesía del silencio, el yo poético de Cadenas parte de la constatación de la dispersión del ser (Los cuadernos del destierro), para posteriormente rechazar las trampas del territorio desde el que el yo sea capaz de dirigirse sin imposturas a un tú (Intemperie y Memorial), sin lo cual él mismo se agota en una incesante partenogénesis de máscaras. El yo poético ensaya, desde este punto de vista, un diálogo consigo mismo, que es la única vía para entablar una comunicación con el otro. En Amante (1983), que ha sido valorado distintamente bien como la manifestación más depurada de la ars poética de Cadenas, bien como un momento atípico de su obra, alcanza Cadenas a objetivar esa división de las voces que lo atormenta desde sus inicios como poeta. Amante es, en efecto, atípico, en el sentido de que la unidad del libro viene dada por un referente exterior, un tema si se prefiere, así el poeta haya buscado y logrado en él rehacerlo a su modo. Es, además, el único de sus poemarios que ha sido de modo muy evidente moldeado, informado por sus lecturas de Jung. En este sentido, es un poemario ideológico o programático, como ideológico era, desde muy otros presupuestos y con un aliento poético indudablemente menor, el poema “Derrota” (1963).
Apreciable en Amante, y hasta cierto punto exigida por el tema del poemario, esa voz poética dialogante se ofrece diversa y abierta en Gestiones. La “imagen doble”, la división, “en innumerables personas” que tanto temía el poeta de Falsas maniobras, se ha ido depurando en sosegada aceptación de una identidad múltiple pero reconciliada:
Tanteas
como ebrio
en la ruta del extravío
(así se llama
nuestro segundo nacimiento).
Ella nos conduce
fuera del mapa que trazamos.
Lo que vimos con una duda
-descubrimos-
no lo podíamos separar
de nosotros.
También éramos eso.
La aventura
nos trajo
este bien: no ser dueños.
II.
Esta lectura de la obra de Cadenas, atenta sobre todo a la elaboración del yo poético que en ella se manifiesta, deja de lado aspectos no menos importantes. La escritura de Cadenas, ya se insinuó antes, tiende a la parquedad y evita la ampulosidad y el verbo lujoso. Hay una palabra que el poeta acaricia, con su suave habla barquisimetana, y que regresa a menudo en sus escritos y conversaciones: la palabra “menesteroso”. Hermoso vocablo que el uso ha emborronado con resonancias peyorativas. En la boca y la pluma de Cadenas, si no lo he leído u oído mal, es el epíteto que acompaña a la poesía. La poesía es menesterosa porque desdeña el poder; y ya sabemos lo íntimamente asociados que están poder y lenguaje. La poesía es el otro lenguaje, el otro del lenguaje, pues aspira a expresar lo que el lenguaje hace a un lado y aun maltrata: “Una energía muy elemental, muy pura, muy libre, que no puede adaptarse a nada y que al buscar voz produce ese fracaso que es la poesía”, decía Cadenas en 1969.
Del “poeta menesteroso” que es Rafael Cadenas cabría decir más cosas. Por ejemplo, la coherencia de su vida con su obra o, mejor dicho, con el yo poético que habita su obra. En sus lecturas, en sus conversaciones, en los cursos que imparte desde hace más de 20 años en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, y en su manera de estar en el mundo, nada hay que desmienta o desentone con lo que ha publicado. Integridad y sencillez son las cualidades del poeta menesteroso. En el suplemento literario del diario El Nacional, uno de los beneficios que Cadenas esperaba de la poesía, hace ya 32 años, era “poder caminar todavía con cierto decoro por una ciudad irremediable”. Eso lo ha logrado plenamente, y no es poca cosa en una ciudad como Caracas, inhóspita, agresiva, doliente, o en esa otra urbe, sobrepoblada, estrepitosa y a menudo vana, que es también la literatura de nuestros días. Un último apunte sobre el hombre Cadenas. Es un ciudadano de a pie, en el sentido más literal de la expresión. En una ciudad invadida por autopistas y cegada por automóviles, Cadenas es un transeúnte amable. Nada más fácil que dar con él; basta con pasear por Sabana Grande o visitar la Escuela de Letras. Es, también, un hombre de diálogo, es decir, alguien que cultiva el arte de la escucha y que no se oye a sí mismo hablar.
Quizá sea ésta, en definitiva, la mejor definición de su poesía: una poesía que sabe situarse en la escucha y evitar el ensimismamiento.
|
Ana Nuño (Venezuela, 1957). Poeta, editora y ensayista. Dirige la revista Quimera, en Barcelona. Ha publicado Las voces encontradas (poesía, 1989), Lezama Lima(ensayo, 2001) y Sextinario (poesía, 2002). Este ensayo fue originalmente publicado en la revista Kalathos (Venezuela, 2000). Contacto: ana@winserve.seker.es. Página ilustrada con obras de la artista Sila Chanto (Costa Rica).
El período de enero de 2010 hasta diciembre de 2011 Agulha Revista de Cultura cambia su nombre para Agulha Hispânica, bajo la coordinación editorial general de Floriano Martins, para atender la necesidad de circulación periódica de ideas, reflexiones, propuestas, acompañamiento crítico de aspectos relevantes en lo que se refiere al tema de la cultura en América Hispánica. La revista, de circulación bimestral, ha tratado de temas generales ligados al arte y a la cultura, constituyendo un fórum amplio de discusión de asuntos diversos, estableciendo puntos de contacto entre los países hispano-americanos que posibiliten mayor articulación entre sus referentes. Acompañamiento general de traducción y revisión a cargo de Gladys Mendía y Floriano Martins. |
domingo, 16 de novembro de 2014
El ars ethica de Rafael Cadenas | Ana Nuño
Assinar:
Postar comentários (Atom)
Nenhum comentário:
Postar um comentário