Lêdo Ivo
En El silencio de las constelaciones ocultas: Antología bilingüe [1] la
gestora cultural y traductora venezolana Nidia Hernández seleccionó y tradujo
poemas que proceden de dieciséis libros publicados por Lêdo Ivo (1924-2012)
entre los años 1944 y 2001. Reúne en esta antología casi seis décadas de poesía
de uno de los autores más consagrados de la lírica brasileña moderna. Su vasta
y significativa obra incluye, además de poesía, otros géneros literarios que
van desde sus novelas, cuentos y ensayos, hasta sus crónicas y artículos
periodísticos. [2]
La primera vez que conocí a Lêdo Ivo fue en la
celebración del III Encuentro Internacional de Poesía Universidad de Carabobo,
Venezuela, en 2004. [3] Ese año el Departamento de Literatura de la
Dirección de Cultura de esa prestigiosa institución le rendía un homenaje a él
y al poeta Alejandro Oliveros. Dos magníficos poetas: uno venezolano y otro
brasileño. Del poeta Alejandro Oliveros ya había leído algunos textos (más
tarde vine a conocer mejor su poesía de la que publiqué una reseña en la
revista Mediaisla, que dirige el amigo y escritor dominicano
René Rodríguez Soriano), pero en aquellos años nada conocía de la producción
literaria del poeta brasileño. Desconocimiento debido a mi misma ignorancia y
en parte porque sus libros no eran asequibles en las librerías hispanas más
conocidas de Manhattan. Me refiero a las librerías Macondo y Lectorum,
hoy desaparecidas y en su tiempo lugares de encuentros y tertulias frecuentadas
por la intelectualidad y la comunidad hispana de Nueva York. Por otra parte,
las antologías de poesía latinoamericana que los estudiantes utilizábamos para
las décadas del ’70 y el ’80 en los centros académicos de la City University of
New York (CUNY) dejaban fuera, como aún parece persistir la costumbre, muchas
personalidades significativas del mundo de las letras. Una óptica bastante
reduccionista de la poesía contemporánea, a la que se añade la fascinación
excluyente de algunos académicos por ciertas personalidades de la poesía
hispanoamericana y peninsular.
La segunda y última vez que compartí con Lêdo
fue en 2011en la Feria Internacional del Libro Venezolano (FILVEN) en Caracas.
[4] Habían pasado ya siete años de aquel primer encuentro lejano pero
aún vivo en la mente del poeta. Lêdo Ivo parecía no envejecer y conservaba aún
el mismo espíritu amigable y gentil que siempre lo caracterizó. Ni la vanidad
ni la fama, que suelen envanecer el ego de escritores que quisiera uno nunca
haber conocido, empañaban su personalidad. En el poco tiempo que compartimos
comprendí el porqué una obra puede ser un reflejo de quien la escribe y no como
la crítica moderna pretende hacernos creer deslindando el sentido de ésta de su
autor. Teorías que en ciertos casos pueden tener validez, pero no en todos. En
Lêdo Ivo esos señalamientos carecen de fundamento. Mucho contiene su poesía de
las circunstancias y el sentido humano del poeta. El mismo Lêdo escribe en “el
arte de componer versos…” que a manera de prólogo abre esta antología: “La
poesía representa en mi vida, mi propia vida, mi razón de ser, mi razón de
vivir, mi razón de estar, mi lenguaje de comunicación con los hombres”. Este
“lenguaje de comunicación con los hombres”, en el sentido genérico del vocablo,
encarna la grandeza de su escritura: comunicar su particular visión de mundo y
el modo de sentirlo en su total plenitud, con sus altas y bajas, como vivencia
solidaria de las situaciones que a diario padecemos en nuestro tránsito por la
vida. Por eso su poesía será de un tono mesurado y de una transparencia que
permite asociarnos con las cosas más elementales impregnadas siempre de un
profundo sentido existencial. Su universo poético parece nacer de su
interioridad más del que pudo proporcionarle su entorno. Como quien camina sin
sosiego, el poeta va de aquí para allá observando lo que luego complementará su
magnífica obra: el cosmos y la naturaleza del ser. Coordenadas que entrelazan
sus versos con naturalidad y lucidez. Por eso no es extraño que los temas de
sus composiciones contengan situaciones con las que todos podemos
identificarnos. La naturaleza del léxico que describe su cosmovisión poética:
“alba”, “aurora”, “noche”, “mar”. “sol”, “pájaros”, “lluvia”, “jardín”,
“girasol”, “paisaje”, “ciudad”, “aldea”, “cascada”, “viento”, “océano”,
“esplendor”, dignifica el contacto con las cosas que penetran su vida en el
espacio de ese “silencio de constelaciones ocultas”.
El concepto de la muerte que aparece en
sus versos no es de quien se ve desterrado del virginal paraíso, sino de quien
a través de intensas imágenes manifiesta su visión de la vida ante la muerte.
Por ejemplo, en “Vals fúnebre de Hermengarda” expone su dolor impregnado de un
sentimiento que choca con las falsas apariencias sociales: “Otros vendrán
lúcidos y enlutados, / pero yo vengo bebido, Hermengarda, / vengo bebido”. La
conciencia no le permite refugiarse en la estricta moral de los “lúcidos y
enlutados”. Por eso su ebriedad le despoja del peso que representa para su
espíritu esa pérdida y le permite, en cierta forma, liberar de su dolor:
Heme junto a tu sepultura, Hermengarda,
para llorar tu carne pobre y pura que ninguno
de nosotros vio podrir.
Otros vendrían lúcidos y enlutados
pero yo vengo bebido, Hermengarda,
vengo bebido.
Y si mañana encontraran la cruz de tu tumba
tirada al suelo, no fue la noche, Hermengarda,
ni fue el viento.
Fui yo.
Quise resguardar mi embriaguez en tu cruz
y caí al suelo donde reposas
cubierta de margaritas, aunque tristes.
Heme junto a tu tumba, Hermengarda,
para llorar nuestro amor de siempre.
No es la noche, Hermengarda, ni es el viento.
Soy yo.
El sentido que transciende del texto une al yo
lírico al cuerpo de la amada ausente: “Quise resguardar mi embriaguez en tu
cruz / y caí al suelo donde reposas / cubierta de margaritas, aunque tristes”.
Su caída representa, simbólicamente, su propia muerte. El
viento, la noche y las flores incoloras transmiten el estado de ánimo del poeta
y matizan el ambiente del poema creando un tono nostálgico y desolador.
El vals, por su ritmo cadencioso y lánguido, sugiere un
concepto contrario a lo que inspira el sentido desolador del texto. [5]
Y aunque parezca paradójico el vals se convierte en un
elemento amortiguador de ese angustioso final de la existencia. Esa profunda y
tierna revelación del yo: “…no fue el viento. / Fui yo.” Y en otro verso: “No
es la noche (…), ni el viento. / Soy yo” purifica la conciencia del hablante
lírico dándole una dimensión más humana al sentido de la muerte. No a la muerte
vista como una realidad envilecedora del cuerpo, sino reveladora de otro
sentido más profundo de la vida en el tiempo. El ‘Soneto de la muerte”
ejemplifica también este sentimiento, pero desde otra perspectiva:
de la vida, me vi frente a la rosa breve
de la muerte que cantaba en mi pulso
como si, muerto, la tierra me fuera leve.
Ningún temblor sentí al verla mirándome
como el sol al sol de diamante,
la amé por ser mía y no me bastó
que durara en mí apenas un instante.
Oh rosa negra y blanca, deseé
que, siendo muerte, fuera como la vida
que, felizmente pasajera, sigue la ley
de lo eterno, y como lo eterno es consumida.
Ven, muerte que en mí brilla, y sé la estrella
de cinco puntas que en mi cielo titila.
Esa “rosa breve de la muerte” proyecta no una
visión ilusoria de la vida, sino una conciencia penetrante del conocimiento que
trasciende esa realidad: “Oh rosa negra y blanca, deseé / que siendo muerte,
fuera como la vida / que, felizmente pasajera, sigue la ley / de lo eterno…”.
Esa “ley de lo eterno” implica la muerte y la unidad de esa visión. Así lo
reitera en los siguientes versos: “Ven, muerte que en mí brilla, y sé la
estrella / de cinco puntas que en mi cielo titila”. Esto lo dirá reemplazando
el sentido de su propia realidad con el que ilustra el final de toda vida: “Los
que los vivos ven y no olvidan / lo que todo hombre recuerda, la vida entera, /
es lo que estoy viendo en este instante”, dice. Y ese “ver” comprende un modo
de introspección. Es decir, el hablante se identifica con la muerte, pero no de
una muerte de quien se deja arrastrar por la angustia y el desamparo, ni por la
dolorosa incertidumbre de quien llega a cuestionarse el fin de la vida
terrenal, sino de quien intuye en lo que nombra la armonía de su espíritu
imperecedero. En esa concepción de la muerte el amor encarnará también un
sentido semejante: “El morir, lúcido y secreto, / cerca de tierras absolutas, /
de ese amor que mueve las estrellas / y encierra a los amantes en un cuarto”,
dice en estos versos. Pero lo que nace de esa experiencia erótica conlleva una
imagen de la muerte en función del acto amoroso. No como sucede en otras
composiciones que representan la muerte como una unión esencial entre el ser y
el cosmos. Se trata, por supuesto, de expresar las cosas que nacen como
presentidas y asociadas a la muerte. Ya en la niñez el poeta sentía ese
sentimiento de las cosas que no podía definir pero que llegaban a su vida como
experiencias que anticipaban esa relación. En el “Soneto del volador de
papagayos” quedan implícitas estas profundas connotaciones:
Acepto la noche, menos la eternidad
en este viaje ambiguo que me lleva
al altar absoluto que, en la oscuridad,
espera por mi inanidad.
Lo que soñé de niño, hoy es verdad
estación del alba que en mi silencio nieva
el invierno de una fábula primitiva
que fue sol, ciego a su propia claridad.
En la hora del fin de todo, separadas
quedan las dos comparsas del destino
que saben a ceniza luego del último aliento.
Y que la muerte guarde en sepultura los
injuriados
despojos del hombre maduro; que el niño
eleve el papagayo, vivo al viento.
La vida, observada desde los extremos de la
niñez y la adultez, vuelve a comunicarle ese vivir incontaminado que
resplandece la infancia. El ingenuo vuelo del “papagayo” que asciende con el
viento produce un bienestar que recompensa esa comunión con el universo. Así
mismo el yo ascenderá al infinito vinculado a la imagen de la muerte.
En el poema “El regreso” la muerte concretará un
espacio íntimo y confesional para proyectar una descripción reveladora y humana
de la figura paterna:
Ahora que te fuiste es que apareces
más visible que nunca.
Me ves tan de cerca que me estremezco.
En tu mano no traes la distracción.
Ni aún viniendo de tan lejos,
por sobre todas las estrellas, del callado
espacio sin ángeles,
redimes la antigua deuda
anotada en un álgebra de ceniza.
Y fue preciso que atravesaras velozmente
los cielos plausibles,
cruzando los conductos de lo Invisible y las
plazas
donde no redoblan los tambores populares de la
vida,
para regresar así, sin sobretodo, en el claro
día
que la noche no esconde,
y con la espantosa novedad de que aún estás vivo
con tus lentes, tu calvicie y tu cartera.
Yo creía que los muertos no volvían
y con todo estás aquí, luminoso y pobre.
¿Qué vienes a intrigar, viejo curioso? ¿Qué
quieres
decirme humildemente,
tú que te consubstanciaste, en tanto y en nada
y te reíste de la mentira del abismo?
¿Por qué te pusiste el mejor traje
si no vas a salir más los domingos, y apenas
resurges
como una luz en el día calcinado?
Tú, que nada dejaste, vuelves lleno de todo
y me sonríes con tus manos vacías.
Vuelves de repente. Al igual que cuando
llegabas de tus viajes cortos
y era como si hubieras recorrido el mundo.
Yo sabía que no cambiarías. Ninguna muerte
te haría intocable, intransitable y abstracto.
Por eso vienes, te reconozco
como si, cansado e invisible, volvieras a casa.
¡Con qué prisa volviste y cómo tienes
tantas horas marcadas!
Tu aparición me deja atónito.
No esperaba tu visita. Te hacía bien lejos,
entre bosques de sal, allá donde el dolor no
alcanza
y nadie siente frío en el perpetuo invierno.
Pero lo importante es que volviste, deshaciendo
el equívoco de creer en la desaparición de los
muertos.
Mientras me contemplas, leo en tus ojos
el intangible legado de tu duro
amor sin lágrimas.
El poema trata del encuentro entre el hijo y el
padre que regresa del lejano abismo de la muerte. La muerte posibilita el
encuentro y sostiene ese acercamiento vedado al hombre mortal, pero intuido por
el hablante lírico como si ésta fuera otra dimensión de la vida. Con el
“regreso” se transgrede el dilema de la muerte del padre ante la sorprendida
mirada del hijo: “Ahora que te fuiste es que apareces / más visible que nunca.
/ Me ves tan cerca que me estremezco”. No se trata de una idealización, ni de
presentar al padre como un ser misterioso que interviene en el destino del
hijo, sino de mostrar el sentido paterno-filial de esa relación que se opone a
la muerte. Relaciones al parecer marcadas por un sentimiento de respeto que se
mantiene candorosamente por encima de cualquier circunstancia. Esta imagen
recupera la figura del padre y lo muestra en su dimensión real sin necesidad de
sublimarlo: “Yo creía que los muertos no volvían / y con todo estás aquí,
luminoso y pobre”, dice el hablante para afirmar la certidumbre de ese
encuentro:
Tú que nada dejaste, vuelves lleno de todo
y me sonríes con tus manos vacías.
Vuelves de repente. Al igual que cuando
llegabas de tus viajes cortos
y era como si hubieras recorrido el mundo.
Yo sabía que no cambiarías. Ninguna muerte
te haría intocable, intransitable y abstracto.
Esta reacción justifica el sentido de esa visión
sorprendente: “Tu aparición me deja atónito. / No esperaba tu visita. / Te
hacía bien lejos…” Y es que elregreso contrarresta la lejana
posibilidad del olvido anulando el vacío y reivindicando a su vez esa relación
paterno-filial a través de la memoria:
Pero lo importante es que volviste, deshaciendo
el equívoco de creer en la desaparición de los
muertos.
Mientras me contemplas, leo en tus ojos
el intangible legado de tu duro
amor sin lágrimas.
Los últimos versos del poema reflejan la postura
entre lo que sentimos y lo que deseamos expresar. Esa ingenua conducta que
inhibe la libre expresión de los sentimientos: “Mientras me contemplas, leo en
tus ojos / el intangible legado de tu duro / amor sin lágrimas”. Ese “amor” se
restablece en la continuidad de esas revelaciones extrasensoriales que
persisten como mágicas experiencias en la mirada del hijo. Así el mundo de la
niñez se sostiene como una influencia reveladora ante el presentimiento de la muerte:
“De niño, yo caminaba al lado de mi eternidad y de su herida goteando la
muerte.”, dice en este verso. Y en uno de los poemas centrales de esta
antología (“El portón”) observamos una visión cósmica encarnada en el sueño
como una imagen frente al misterio de la vida y la muerte: “…Y quien no vino de
día / pisando las hojas secas de los eucaliptos / viene de noche y conoce el
camino, igual a los muertos / que jamás vinieron, pero saben dónde estoy…”. El
lenguaje reafirma el sentido metafísico de esa visión impregnada por la
luminosidad del espíritu. Lo que el yo lírico descubre de sí, en esa metáfora
representativa del portón, es una vía a la naturaleza
intangible de sus creaciones. Entre el mundo real y el infinito de los sueños
el portón da acceso a un reino invisible y sin límites. El yo
lírico se transforma para entrar a un espacio de sensaciones que particularizan
esa forma metafísica de conocimiento: “La noche es tan silenciosa que puedo
escuchar / el nacimiento de los manantiales del bosque. / Mi cama blanca como
la Vía Láctea / es breve para mí en la noche negra. / Ocupo todo el espacio del
mundo: mi mano desatenta / derriba una estrella y ahuyenta un murciélago”. En
ese ámbito de los sueños se proyecta también la riqueza imaginativa del
espíritu como reflexión y trascendencia del ser ante los misterios del
universo: “Aunque mi portón va a amanecer cerrado, / sé que alguien lo abrió en
el silencio de la noche, / y asistió en la oscuridad a mi sueño inquieto”.
En el poema “Por última vez” intuimos la muerte
no como una preocupación o el fin de la vida, sino como un conocimiento ligado
íntimamente a una verdad esperanzadora del ser pero invisible a los ojos
mortales:
En la iglesia se abre de nuevo el ataúd
y los dolientes vuelven a contemplar el rostro
del difunto
Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?
Toda sepultura es una cuna en el piso del
universo.
Como la brisa que hace temblar la hierba
fuiste apenas un instante. Nadie te encontrará
cuando renazcas entre las estrellas.
El tercer verso “Oh muerte, ¿dónde está tu
victoria?” trae una resonancia de la Primera Epístola a los Corintios, del
Apóstol San Pablo (Cap. 15, verso: 55). Y da paso a esa reafirmación del
espíritu en cuanto al pensamiento revelador de una concepción religiosa de lo
trascendente. Esto tomando como postura el sentido de la muerte sellado en esa
transformación inmortal y permanente: “Nadie te encontrará / cuando renazcas
entre las estrellas” declara el último verso, quedando así la muerte integrada
al cosmos como otro elemento. Sin duda, es ésta una visión expresada en la
armonía que renace como un triunfo del espíritu sobre la muerte. Más adelante
dirá: “Lo que existió una vez, existirá para siempre”, refiriéndose otra vez a
este concepto de la muerte en su sentido trascendente. El poema “A mi madre”,
refleja también de esta concepción. Y es que para el hablante poético todo lo
que existe se proyecta con mayor fuerza al contacto con la muerte, como si ésta
definiera nuestra existencia. Este sentimiento está presente en el poema “El instante”,
pues destaca con mayor lucidez nuestra precaria condición humana:
Cualquiera que sea el día, será
la víspera del frío y del silencio
y todo lo que es rumor se callará.
Cualquiera que sea la noche, será
la puerta abierta hacia el gran sueño
del cual ninguno de nosotros despertará.
Cualquiera que sea la hora, será la hora
de callar y partir y estar solo
lejos de todo y todos para siempre.
La promesa de la vida finalmente cumplida,
el instante de los párpados cerrados.
Y la muerte muere, la muerte igual a la vida.
Para el sujeto lírico la muerte representa una
inviolable realidad que lo eleva por encima de la vida en una visión estimulada
por los sentidos. Y sugiere, además, otras posibilidades para expresar esa
fusión de permanencia con el universo. Por eso no va tras el encuentro de una
muerte hostil e implacable, ni se siente atraído por la enajenación que causa
el dolor o las expectativas de doctrinas desgarradoras del espíritu. Por otro
lado, el fluir del tiempo será lo que menos interese a su alma en ese transcurrir
hacia lo ignorado ya que reconocerá en sí mismo la plenitud de ese espacio en
el que transciende su espíritu: “Cualquiera que sea la noche, será / la puerta
abierta hacia el gran sueño / del cual ninguno de nosotros despertará”.
El sueñoaludido aquí es el de la muerte física por supuesto, pero
no el del espíritu que es transformado misteriosamente en una conciencia
inmortal. De este modo, el verso que diáfanamente cierra el texto iguala ambos
términos (vida/muerte) enfatizando la esencia de esa dimensión: “Y la muerte
muere, la muerte igual a la vida”.
En “La bella aurora” figura el concepto de
la muerte semejante al mismo sentido de la vida en ese encuentro proyectado en
el tiempo: “Y aquí estoy, oh Muerte, y traigo la vida / como quien trae en las
manos la despedida / después de tantos adioses provisorios”. Queda plasmado en
el título esa sugerente imagen de la muerte como una “bella aurora”. Es decir,
un amanecer vislumbrado como un triunfo del espíritu y como un testimonio
definidor de su inmortalidad:
para que también mueras junto a mí,
relámpago en la aurora desplegada
a un pensamiento que jamás se piensa
y a una nada que es todo, siendo nada.
No se trata pues de viajar hacia las sombras que
disolverían ese yo poético en la nada, sino hacia el resplandor primigenio de
esa inmortalidad. De ahí nace la total plenitud de quien llega impregnado de la
presencia de la muerte. Una muerte no como irónicamente la presentaran aquellos
sorprendentes y desafiantes versos del Arcipreste: “! Ay, Muerte, muerta seas,
muerta e malandante!”, sino como la realidad de un proceso intransferible y
eterno. La vida y la muerte fundidas en un cuerpo que busca lo trascendente en
la imagen del universo. El hablante avanza hacia ella en la soledad de ese
paisaje que supone otro renacer en el tiempo: “Despojado de todo cuanto amé /
busco, en la hora final, mi camino / y cuanto más avanzo más regreso.” así lo
siente el yo lírico y así se desprende su cuerpo entre el azul del cielo lejano
y la terrenal planicie por donde se aleja su espíritu. Así se dejó ir en la
claridad infinita de sus constelaciones ocultas, y en
el susurro de aquellas justas palabras, como quien esconde un pajarito
muerto:
Ahora que vi la nieve puedo morir
de una muerte inmaculada y blanca
que reunirá la claridad y la sombra
en el vértigo del postrero enlace.
Con su soplo tembloroso y los labios fríos
ella es el silencio esperado y sepulta en la
tierra
el amor atrevido y el sueño insensato
como quien esconde un pajarito muerto
de los ojos del transeúnte que cruza el parque.
NOTAS
[*] Verso del “Soneto de la
aurora”, página 13.
1. Lêdo Ivo, El
silencio de las constelaciones ocultas: Antología bilingüe, Caracas,
Monte Ávila Editores Latinoamericana, C.A., 2011. Traducción y selección de
Nidia Hernández. También existen las antologías: Poesía Completa
1940-2004 (Río de Janeiro, Tobpook, 2004); Estación
Final 1940-2011 (Casa de Libros, Bogotá y Valparaíso Ediciones,
Granada, 2012), Selección, traducción y prólogo de Mario Bojórquez; La
Tierra Allende 1944-2005. Chihuahua, Ediciones del Azor, 2005; La
aldea de sal. Madrid, Calambur, 2009. Selección, traducción y prólogo
de Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre.
2. Algunos títulos se pueden conseguir a través del Internet: As
alianças (novela, 1947), Ninho de cobras (novela,
1973), A morte do Brasil (novela, 1984), 10 contos
escolhidos (1964); A ética da aventura (ensayo, 1982)
y A república da desilusão (ensayo, 1995).
3. Debo la invitación en
aquella ocasión al poeta Adhely Rivero, quien dirigía entonces la prestigiosa
revista Poesía, del Departamento de Literatura de la
Universidad de Carabobo.
4. Ese mismo año los poetas
Horacio Benavides (Colombia) y José Ángel Leyva (México) junto a Lêdo Ivo y
quien escribe esta reseña, presentamos nuestros libros editados por la
editorial Monte Ávila Editores Latinoamericana. El poeta Enrique Hernández
D’Jesús introdujo a los autores y habló brevemente sobre estas
publicaciones.
5. Sin duda, el vals usado
comúnmente en las bodas por la carga romántica y emotiva de su música suave y
cadenciosa, contiene un sentido simbólico que contrasta con la realidad de la
muerte.
***
DAVID CORTÉS CABÁN (Puerto Rico, 1952). Poeta, ensayista. Autor de Una hora antes (1990), El libro de los regresos (1999), y Ritual de pájaros: Antología personal 1981-2002 (2004). Fue cofundador de la revista Tercer Milenio. Contacto: dcortes55@live.com. Página ilustrada con obras de Gonçalo Ivo.
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