como passam, à tarde, as coisas que não aconteceram
Lêdo Ivo
Cuando en el rumor de
los días flotan los recuerdos, algunos dirán que construimos una realidad
paralela infiel a la verdad. Pero, otros no se intimidan e insisten: las cosas
son como las recordamos. Digamos entonces que la verdad es múltiple desde la
perspectiva del universo curvo. Los postulados de Euclides han caído ante la
insurrección de las formas internas tendidas hacia el infinito. Así, la poesía
misma es deconstruida y reconstruida por un lector ávido, más aun si es revelada
con ropajes de otro linaje en traducciones leales al verdadero núcleo humano. Entonces
un lenguaje de gramática íntima adopta otros senderos para el pensamiento
mágico donde reside el orden invocado en cada verso.
La poesía siempre
nos permite ignorar el espacio y
escuchar una presencia oculta, un heterónimo involuntario, otro poeta
proponiendo revelaciones diversas y a la vez consanguíneas. Es en ese instante
cuando las generaciones como versión del tiempo lineal y parcelado se
desvanecen, y la rebelión de las ideas
permite una conmoción traída por un profeta. Viene a nosotros y dialoga
desde esa “imaginaria ventana abierta”. Acaso sea otra forma de transmisión del
fuego y, por ello, de un conocimiento ancestral para llegar a la esencia de las
cosas.
Cuando en
nuestra juventud nos asomamos por ese vano a los poemas de Lêdo Ivo, Carlos Montemayor y yo
nos sentimos impulsados a invitarlo a México y compartir así la expresión
didáctica de su lirismo desde el espacio de una institución en ascenso, la Universidad
Autónoma Metropolitana (UAM). Entonces parecía posible un despertar tras los
cuchillos de obsidiana de 1968. Como he referido antes, coincidí con Montemayor
en haber pasado algunos de nuestros mejores años en ese claustro académico.
Muchos primeros sueños y prácticas de vuelo se dieron allí. Reitero estos
pensamientos porque no he cambiado de conceptos ni de afectos. He afirmado que
aquellos días se daban mientras llegaba el ocaso enrojecido desde la ventana de
nuestros cubículos o pisábamos el tapete azul de las primeras jacarandas de
nuestra plaza central. Esos son aún fragmentos de nuestra memoria generacional,
más allá de las cóleras políticas. El vigor y la convicción nos llevó a
realizar varias empresas. Una de ellas fue traer a Lêdo Ivo en mayo de 1979.
Ese fue, sin duda, nuestro mayor y mejor empeño conjunto. La idea era divulgar
una poesía deslumbrante y universal. Carlos se encargó del intercambio
epistolar; yo hice las gestiones formales en mi papel de funcionario
universitario. Ambos sosteníamos que la universidad se construía también desde
los ámbitos de la creación. Después, Montemayor elaboró un abigarrado programa
que el escritor brasileño cumplió a cabalidad. El poeta de Maceió recordaría
siempre aquel singular encuentro coronado en la última jornada por una fuente
de mariscos de la que dimos cuenta. Más tarde, al finalizar el año, tuvimos la
oportunidad de conciliar diversos compromisos y viajar juntos a Brasil. Iríamos
a Brasilia, previa escala en Manaos merced a mi insistencia en conocer parcelas
del reino vegetal de la Amazonia –que para mí fue definitivo–, Río de Janeiro,
São Paulo y finalmente Buenos Aires, en pos de Enrique Molina, Olga Orozco y
Jorge Luis Borges (con los años en casa de Javier Wimer, María Kodama no daría
crédito al relato de cómo nos deslizamos sin su vigilancia).
Al llegar a
Río de Janeiro nos esperaba Lêdo Ivo. Nos condujo a un hotel conocido por haber
hospedado en mejores épocas a famosos escritores, el Paysandú en el barrio de
Flamengo. La habitación daba a un cubo interior, y le propuse a Montemayor trocar
el prestigio intelectual por la cercanía a la verdad carioca, es decir, algún
rincón desde donde pudiésemos ver el Atlántico. Nos mudamos sin reparo al
barrio de Leme y Lêdo fue comprensivo. Era el caso de entender no sólo la visión
doliente y su ferocidad, sino también el vaivén y la singular obsesión popular
de la poesía y música representada por Vinicius de Moraes.
En el
departamento de Lêdo Ivo sobre una colina frente a Botafogo, nuestro anfitrión
organizó una cena con los sobrevivientes de la Generación del 45: además del
propio Lêdo, João Cabral de Melo Neto −vecino del mismo edificio−, Octávio Mora
(en realidad miembro de los Novísimos), Fernando Ferreira de Loanda y Gonçalo
Ivo, ahora reconocido pintor radicado en París, en cuyos brazos, quizá sin
hipérbole, murió el 23 de diciembre de 2012 en Sevilla. La conversación se
centró en tópicos literarios pero, particularmente, en Carlos Drummond de
Andrade y Manuel Bandeira. El tema de la poesía brasileira modernista y nueva
dio margen para abordar la literatura de los concretistas paulistas conducidos
entonces por Mário Chamie, flamante secretario de Cultura de la ciudad de São
Paulo, a quien también vimos en su oportunidad con jóvenes paulistas.
Ya
entonces advertí y lo reafirme con el paso de los años, una cualidad insuficientemente explorada de Lêdo Ivo: la combinación de discreción
con alegría para acometer la vida diaria. Su risa franca, un devastador sentido
del humor, y el don de lenguas para encontrar vocablos e hilvanarlos críticamente
en una conversación informal, que resultaba una lección de vida. Algo de lo que
nos ha dado cuenta el propio Gonçalo con algunas páginas personalísimas en
“Tasmania”, un epílogo revelador. Desde su primer contacto con el medio
literario de México, Lêdo Ivo cultivó amistades y su poesía fue seguida con
veneración. Participó con nosotros durante muchos años en diversos encuentros
de Poetas del Mundo Latino y otras reuniones internacionales. Aún me
correspondió en la UAM la edición de Las
islas inacabadas en versión de
Maricela Terán (1985). Fue traducido con frecuencia y premiado en este país. Su
partida llegó cuando aquí se acumulaban las lecturas de poemas suyos a manera
de un magisterio.
Al retornar a nuestra universidad, Montemayor ya había decidido trabajar
en la selección y traducción de la obra de Lêdo Ivo. Se hizo en Premia en 1980,
una editorial modesta, ubicada en el pueblo de Tlahuapan, estado de Puebla,
pero entonces de vigorosa presencia nacional que nos distribuía en todo el país
gracias a su generoso director, Fernando Tola de Habich. A nosotros, por
nuestra edad y las condiciones de América Latina nos parecía necesario
difundir la obra de Lêdo a partir de las versiones y ensayo de Montemayor. Él
conectaba nuestra percepción del mundo sin equidad con una poesía plena
de registros sobre nuestros tiempos carcomidos y complejos.
La última
ocasión en que estuvimos los tres reunidos a la mesa el 25 de octubre de 2008,
noche de clausura del Encuentro de poetas del mundo latino dedicado a Lêdo Ivo en el Teatro Ocampo de la ciudad de Morelia, la
remembranza del final de su visita a la UAM afloró en una cena memorable. Mientras,
en el añoso patio y entre las arcadas de cantera del Conservatorio de Las
Rosas, Montemayor cantaba melodías de María Grever. De alguna manera el poeta
Marco Antonio Campos, talento literario cosmopolita y generoso, hizo posible
esa reunión en un rincón donde por momentos la felicidad parecía algo tangible.
Fue entonces cuando hablamos de la posible reedición de La
imaginaria ventana abierta. Hubo comentarios sobre las erratas y Montemayor,
quien entonces tenía una agenda complicada, me sugirió revisar el texto. Así,
prometí a ambos expurgarlo. Sin embargo, no pudo hacerse entonces
tal publicación. No por ello, dejó de ser la lumbrera por donde varias
generaciones de poetas de lengua española se asomaron a la gravitación de la
literatura expansiva de Lêdo Ivo y formaron legión.
Ahora me felicito de la propuesta de Gonçalo Ivo, secundada por tantas y
valiosas aportaciones personales y editoriales, para llevar a cabo esta nueva
edición bilingüe, porque la composición de escena de aquellos primeros
encuentros con la Generación del 45 me
permite comentar el contexto extraliterario “visto desde la terraza” a la que a
veces me alejaba apartándome del grupo, como si hubiese de tomar notas de
escribano. El estudio vestibular de este volumen es uno de los ensayos breves más
logrados de Montemayor por la hondura académica y el conocimiento de una obra
que, aún en esos años en plena construcción, ya no cambiaría lo medular de su
ruta inusitada. Gonçalo, entonces muy joven, se disponía ocasionalmente a
observar también a la distancia mientras debajo de nosotros caía la noche sobre
la bahía de Guanabara. De ese entonces me quedó siempre la suspicacia de que
los diálogos no se apartaran de la disección literaria, a pesar del gozo de
aquellos momentos, para entonces ya patrimonio íntimo: João Cabral de Melo Neto
sin preocuparse de sus dolencias, diría que jovial, con un whisky en la mano; el
inextinguible cigarrillo de Fernando Ferreira de Loanda; la discreción de Octávio
Mora atento a hablar con precisión de cirujano; y la inconfundible risa de Lêdo
que volvía pronto a la gravedad y al ceño del escritor de juicios contundentes.
De las sutiles diferencias de criterio superadas ante “los muchachos mexicanos”,
sólo quedaba un gesto condescendiente de Lêda: aquella dama cuyo nombre también
colgaba como las orquídeas.
A pesar de que el matrimonio Ivo estuvo en diversas
ocasiones en casa y pudimos viajar juntos a lugares como Oaxaca, o bien, en
ocasiones acompañados sólo de Lêdo en reuniones coincidentes con Enrique Molina al arribar
de Buenos Aires o Álvaro Mutis radicado en la ciudad de México, y el filósofo y poeta Jaime Labastida, los días
de Morelia fueron para mí una dádiva del destino. Esa semana departimos juntos
todas las jornadas iniciadas en los jardines del hotel con los primeros vapores
del café y concluidas muy tarde escuchando entre el canto de las cigarras las
inquietudes de poetas alrededor de Lêdo Ivo. Algunas ocasiones nos escapábamos
para caminar con su infatigable tranco las calles sitiadas por los edificios
barrocos de tan hermosa ciudad, para escucharle hablar de esa aparente
trivialidad de lo cotidiano, la hondura del verbo y aun de la obra de Octavio
Paz.
En mi caso, durante esos años la relación epistolar,
el intercambio de libros, la generosidad de su presentación de mi Antologia Pessoal en Orfeu, Saravá, y otro
poemario dedicado a él, siempre recibidos con indulgencia y afecto, o bien, merced
a las comunicaciones electrónicas en correos frecuentes −el éter de la
digitalización que le devuelve a uno la fe en las apariciones−, se alternaron con visitas previas en Río de Janeiro al pasar breves
temporadas impartiendo cursos en la Fundação Getulio Vargas a unas cuantas
calles de su hogar. Ello propiciaba, a instancia de los Ivo, mi presencia en el
almuerzo. Yo seguía su huella y daba noticia de Montemayor, pero Lêdo observaba
nuestros pasos errantes sobre la tierra.
La
pérdida de Lêda, la compañera esencial del poeta de la vida, fue una noticia
infausta. Así lo lamentamos Montemayor y yo. En junio de 2012 envié al maestro un
anticipo de Albamar con el poema inicial dedicado a ella. Lêdo deseaba tener
en sus manos el libro íntegro. La muerte lo impidió.
Durante
muchos años, al llegar a casa me encontraba con la grata sorpresa de su poesía
o narrativa. Nuevos libros. Algún ensayo introductorio de Mario Bojórquez y, de
nuevo, sus poemas. O bien, sorpresas como Alagoa Australis (¡oh, tierra
natal!) con dedicatorias generosas como el Amazonas. En otras ocasiones, obras
entrañables, retablos bibliográficos plenos de la respiración del mundo y la
omnipresencia de Lêda −¡belleza y serenidad reflejada desde su juventud!−. El
azar sin relación con el caos, pues encuentra caminos trazados por supuestas
casualidades donde se lían los destinos, me permitieron escribirle sobre la
coincidencia de un amigo con Gonçalo en una cata de vinos en Madrid. Su nombre
surgió del aire, se hicieron comentarios sobre su obra y buenos recuerdos de
ambos entre caldos bien estructurados. Le escribí a propósito de esa casualidad:
“la voluntad inmaterial en busca de los encuentros, no deja de ser un tanto
misteriosa. Sólo lamentemos no haber estado allí en forma material”.
Fue entonces
cuando retomé el contacto personal con Gonçalo, siempre presente en el
intercambio epistolar con Lêdo y en numerosas portadas de la obra del poeta,
como apuntes plásticos y anticipatorio. Es él quien me envió, primero Aurora y después Relámpago, dos poemarios póstumos donde se advierte la conciencia
absoluta de quien inicia con los ojos abiertos la travesía definitiva.
El poeta mexicano José Ángel Leyva, quien con Lêdo
hizo alguna traducción del que decía sería su último poema, se sorprendió. Saber
que el manantial siguió fluyendo y la existencia de poemas dispuestos para su
edición, fueron una noticia literaria importante para nosotros. Su aserto en Confissões de um Poeta: “Que la muerte
venga sólo cuando esté vaciado de mí mismo”, le ha dado la razón. Ha sido un venero incesante a pesar de haber
partido: Ghegou a minha hora. / Vou
partir sem demora. / Vou embora que noite / já anuncia a aurora. / Vou dando
adeus a nada (…)
Hago una pausa especulativa. Confieso que Relámpago llegó a mí como su nombre. Lo leí una madrugada
difusa (Nessun dorma…). Afuera –le escribí este año a Gonçalo– Lêdo se
anunciaba al concluir abril con una lluvia
inesperada sobre el Valle de México, como un mensaje subversivo repleto
de gotas. En ese volumen se despliega el talento de quien sabía encontrar
poesía bajo apariencias en naufragio, en la resonancia del viento o en la
mirada de los desesperanzados. Durante mi lectura sentía el golpe del agua
enviada por Lêdo para no renunciar a ser como ella y seguir nosotros el consejo
del poeta: Não renuncies jamais a ser a
água. Caían relámpagos y yo sabía quién los propiciaba...
Creo firmemente que la poesía de Lêdo Ivo es una conmoción verbal como
lo fue Saint John-Perse para las letras francesas y para el mundo. Por
ello coincidí con la nota que en 2012
escribió Valter Hugo Mãe sobre la lentitud para difundir su obra en Portugal. Al
igual que en el caso de España respecto a Hispanoamérica, la lejanía parece una
nueva contradicción histórica cuando las arcas están vacías y la belladona
se impone sobre pasados imperios atribulados y sin provincias. Esta nueva
edición bilingüe del ensayo de Carlos Montemayor y la poesía de Lêdo Ivo nos
habla aún de las posibilidades del diálogo de las culturas y el señorío universal
de la poesía.
Hoy, como en el
elogio a Lêdo Ivo que hice en el Teatro Ocampo de Morelia el
25 de octubre de 2008, fortalezco mi fervor en su palabra y vuelve a mí uno de
los primeros versos de Montemayor (Las
armas del viento): “Como la lluvia que el viento agita en las
calles, / los recuerdos se levantan en mi carne”.
Nada puedo
agregar a la reflexión iluminadora de profesores o lectores sobre Lêdo Ivo,
poeta mayor celebrado por nosotros, quien desde hace varios lustros es una
influencia nutricia de la lírica mexicana. Este polígrafo de espacios
inextinguibles, alguna vez juvenil buscador de traducciones de Alfonso Reyes
por la intermediación de Cyro dos Anjos, reconocido por el prolífico
regiomontano merced a la lectura de su opera
prima, As imaginações, está de
nuevo con nosotros –ahora en edición bilingüe– y lo deletrean ya nuestros
hermanos más adelantados. Nada, repito, puedo escribir a la altura de sus
letras. Apenas con el guiño de los años me gustaría rescatar en la playa de la
memoria el naufragio de las remembranzas:
El rápido
movimiento de sus ojos sobre la marea de la vida, la voz alta a la medida del
hombre, inquisitivo en torno del ciego devenir de la existencia. Así, cada
mañana de todas las mañanas, tras una reflexión como el rayo de luz frente a su
terraza donde crecía Botafogo, Río de Janeiro, la mar y el mundo. Luego alguna
frase apremiante seguida de movimientos de felino en casa propia, los de un
descendiente sin mesura de insurgentes libertarios y devoradores de obispos,
alerta siempre ante el husmo de la combustión humana. Y en el salón del
departamento donde los amigos de viaje surgían como sombras, rodeado entonces de
pinturas de Gonçalo, su hijo, la sonrisa absoluta de Lêda −ahora eterna
compañera de destino− y seguido por ella hasta la puerta, hasta el ascensor,
quizá. Allí donde también queda en Rua Fernando Ferrari 61, la bituminosa
leyenda de sus antiguos camaradas, todos juntos con las manos entrelazadas…
¡He aquí al
poeta!, parecía decirme una voz, cuando él sonreía al estandarte del sol. ¡He
aquí al poeta deslumbrante y múltiple!, cuando evitaba toda pregunta y deslizaba
los dedos con discreción por el dial de la radio y sus manos firmes sujetaban
el volante, sorteaba el flujo humano en los semáforos y en algún remoto campo
de juego la esfera se deslizaba por la grama, mientras él, sin pretextos
escuchaba una representación dramática de la existencia. ¡He aquí al poeta! me
digo otra vez, cuando preguntaba por aquellas, las otras orquídeas de mi casa,
donde también entonaba el nombre de la mujer amada y se entregaba a la
conversación o posaba con un santo de madera: el mismo saludable e irreverente
joven de antes, donde emergía entre los élitros del genio niño un poeta
dispuesto a cantar la urgencia de nuestra soledad, la nostalgia del verde, el
efluvio de los plenilunios y la carne incinerada por la incertidumbre del cielo
y de la tierra en la jaula de Dios.
Cómo
describir al hombre generoso esperándome tras el plato de ensalada, presto al
consejo sutil, preguntando por todos, por la respiración del mundo y el vuelo
de las mariposas azules en el morro de Cristo Redentor, mientras susurraba el metafórico
idioma de sus versos. ¡He aquí al poeta! en la patria húmeda, en aguerrida
defensa del acento circunflejo, mientras multiplicaba su visión del planeta y
planificaba viajes y ordenaba su pasión por la vida. Esa forma personal de
sostener un periplo inextinguible, aun cuando navegaba tras los imbornales del
cielo desde la guarida campestre de Teresópolis o cubría distancias con paso
firme de soldado raso sobre los puentes del Sena, en el Boi de Boulogne o en Central
Park, aquel brasileño tan nuestro con su proa universal y un libro bajo el
brazo.
No hay duda,
todos tenemos el futuro en el pasado –Pessoa dixit–, y el poeta pensaba en Maceió y en Recife y sólo respondía
que el secreto de su vida era estar lejos de la muerte. ¡Helo aquí de nuevo con
su canto!, erguido en la víspera de la oscura alga de la noche “en espera del
silencio”, con la pluma en ristre frente a su propia eternidad. Pero en mi
mente aún cruza nuestras avenidas, el Paseo de la Reforma tan de su gusto en
busca de la ciudad de los imperios. Le ubico dispuesto con la mirada ávida ante los colores de Oaxaca o erguido en
el umbral divino de Monte Albán, cabalgando con la imaginación al tiempo. Cómo
no recordarle habitando aquel gran escritorio de Río de Janeiro, a la manera del
mismo Pessoa, dando respuesta a la correspondencia de las navegaciones
comerciales y el giro perpetuo de los días, y después avanzar con él por las
calles del centro carioca en busca de instrumentos musicales de un pasado
perpetuo.
Porque
extraños son los llamados del espíritu, ¡he aquí al poeta confeso y
trasgresor!, devoto explorador de Unamuno, de Antonio Machado, de Mallarmé y
Rimbaud, al hablarse de tú con Saint John-Perse y exclamar con él: “Henos aquí
vejez. Toma la medida del corazón del hombre”.
Por él, como por todos los poetas verdaderos, sabemos que no hay
posesión suficiente sobre la tierra para reinar sobre los territorios asolados
y el estremecimiento de la palabra. ¡He aquí al poeta!
JORGE
RUIZ DUEÑAS (México, 1946). Ha incursionado en el ensayo, el relato y la
novela y cuenta con veintitrés títulos de creación literaria. Obtuvo en 1980 el
Premio Nacional de Poesía Ciudad de la Paz, Manuel Torre Iglesia; el Premio
Nacional de Periodismo (1992); y el Premio Xavier Villaurrutia 1997 de
Escritores para Escritores (el decano de los galardones mexicanos que inició
con Juan Rulfo y Octavio Paz). Parte de su obra ha sido traducida el portugués,
francés, inglés y árabe. Ha sido incluido en diversas antologías nacionales y
extranjeras. Página ilustrada con obras de Gonçalo Ivo.
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