Imposible leer a William Burroughs sin sacudirse, sin acoger la crueldad
de su visión o las intensidades que circulan por sus novelas, enraizadas en la
fuente del mal. El rechazo, el asco, los escrúpulos producidos por la lectura
de su obra nacen del choque con una gama de prejuicios y convenciones,
especialmente de orden moral, característicos de un estilo de vida dominado por
la sana razón. No se trata, como es obvio, de problemas estilísticos o de
técnicas literarias, sino de asumir un texto pleno de paradojas y acercamientos
al misterio valiéndose, con audacia, de la imaginación y la obscenidad.
Atrevimiento que incluso causará, en 1962, un proceso judicial al novelista.
(1)
Con Burroughs empezamos a vivir una experiencia
visceral, inmersa en los cuerpos y el vacío. Su escritura es, ante todo,
“experiencia a otro nivel”, una incierta aventura en un mundo donde el tiempo
que nos quema es indicado por la venta cotidiana de droga y sexo, enmarcado por
una industria (un monopolio de la venta) que se nutre de la criminalidad. Ante
esta perspectiva deja de sorprender la persecución desatada contra Burroughs,
pues -como ha dicho Lawrence Durrell en su correspondencia con Henry Miller-,
“cualquier cosa que se escriba desde la cintura para abajo debe hacer frente a
un mundo denso de honrados y obesos Bens”.
En Las últimas palabras de Dutch Schultz (1970),
ese mundo de la Industria, o sea el de la mafia, la policía, los jueces, etc.,
asoma no a través de los drogadictos o los homosexuales de obras anteriores,
sino que es proyectado en torno a la criminalidad misma, sus escenarios y sus
efectos. Uno de esos efectos es Dutch Schultz, pero los escenarios donde vivió
y actuó (aquellos donde se comercia con la droga y el sexo) son fundamentales
para la visión de Burroughs, tal como lo pone de presente en una breve página
al comienzo del libro: “Las escenas son el médium en que los personajes viven y
que moldea inexorablemente sus acciones. Cuando un personaje deja de aparecer
en escena, está acabado.”
Sobre un muro veteado de gris y rojo,
deslizándose por hendiduras germina el cáncer, un juego entre muchos cosmos,
que en Almuerzo desnudo se nombra como el “Crimen de la acción
separada” o “crimen de la vida separada”, espacios y seres desgarrados entre la
“carne miedosa” y la “áspera inocencia del movimiento flexible”, insertos en
una superficie reveladora, un espejo en el cual es preciso penetrar para captar
el sentido de este crimen y “lo que significa desde el punto de vista del
control perdido cuando el reflejo ya no obedece…”. El trabajo del escritor consistiría,
en este caso, en aprender a leer en el espejo. Aquí los seres son huéspedes
violentos e instintivos que una cultura arraigada en el estereotipo y el
sometimiento a la memoria (la tradición) intenta acorralar y modificar.
Dutch Schultz fue uno de esos huéspedes. Su
verdadero nombre era el de Arthur Flegenheimer, hijo de inmigrantes
alemanes nacido en Nueva Cork. Su errancia adquirió matices definitivos en la
prisión, al ser detenido por un robo. Su historia criminal registró un rápido
ascenso e igualmente una violenta caída luego de llegar a ser uno de los
gangsters más poderosos de la época, manipulando un gran imperio cervecero
(durante la prohibición del alcohol en los Estados Unidos) y negocios en
apuestas y “protección” de comerciantes. La desmesura de Schultz le creó
problemas con los amos del “Sindicato” de la Mafia (la “Asamblea del Consejo”).
Luego de evadir la acción judicial por evasión de impuestos, iniciada por el
presidente Herbert Hoover alrededor de 1927 y durante la cual fueron encarcelados
Al Capone, Frank Nitti, y otros, después de evadir hábilmente aquella acción,
Schultz fue asesinado en el orinal de una de sus tabernas favoritas (“The
Palace Chop House”) el 23 de octubre de 1935, al parecer a manos de Charlie
Workman, un pistolero pagado por el “Sindicato”.
En el transcurso de una agonía que se prolongó
por veinte horas, y al tiempo que era interrogado, Schultz produjo un delirio
de unas 1200 palabras, transcrito por un taquígrafo de la policía. Con base en
este delirio elaboró Burroughs su novela: “Las últimas palabras de Dutch
Schultz constituyen un notable documento, un inspirado delirio que revela al
Holandés como un artista en potencia. Raras veces el sentimiento de la muerte
ha sido comunicado de modo tan vivo. Entre estas palabras flotan los secretos
de la vida y de la muerte.”
Burroughs ha querido hacer explícitas las
analogías de sus procedimientos literarios con el lenguaje cinematográfico,
dando a Las últimas palabras de Dutch Schultz el carácter de
película: “La película es toda en blanco y negro salvo las escenas en que hay
muerte y derramamiento de sangre. Un mundo en blanco y negro salpicado por
explosiones de sangre.” La imaginación nos patentiza un universo de horror en
la avalancha de conmociones que van dando un cuerpo inmaterial a la energía que
pasa por Schultz, a este perpetuo acoso entre la pasión y el vacío. Condensando
elementos de la historia “real” con elementos imaginarios Burroughs construye
su ficción, un arduo artificio ajeno e inherente, a la vez, al orden de la
Industria, iluminador de las fuerzas y los fantasmas que reverberan en éste, un
mundo en donde la vida está amenazada, ciegos como somos a la inminencia
continua del morir. La muerte es esta escena donde los actores olvidan su
aburrimiento. Ella es ese horizonte brumoso fuera del cual están acabados.
Una multiplicidad de imágenes (similar no sólo a
la película cinematográfica, sino también, y en especial, a la película de los
sueños y al efecto de la morfina) nos sume en acontecimientos a los que el
nombre del personaje y sus relaciones con el propio placer y la soberanía
otorgan cierta unidad, una coherencia fragmentaria (2).
Referido a la experiencia de su vida, el delirio
de Schultz logra una intensidad aun mayor, al dejar aparecer los vínculos del
criminal con un destino cruel e inexorable, un destino que le posee y amenaza
con devorarlo. Su actitud es claramente la de un fascinado por los “poderes del
mal”, alguien que nunca estuvo dispuesto a sucumbir, sometiéndose por entero a
lo inexorable, entregado a sentimientos de esclavo: “Por favor, meted en
cintura a los amigos del chino y al comandante de Hitler. Yo soy delicado y
estoy subiendo y te haré feliz si puedo. Madre, es la mejor jugada y no dejés
que Satanás te arrastre demasiado aprisa. ”
Los continuos cortes de la narración
corresponden a desfasamientos de nuestra experiencia. Es en sus páginas donde
la dispersión de la conciencia, el sentimiento de la muerte, se desbordan y dirigen
la película, al modo de una irrealidad implacable. Tenemos, de pronto, que
abrir nuestra mente a las excitaciones, a las proliferaciones de los seres y
las cosas, al espacio en el que somos cómplices del asesinato y condenamos al
asesino, moviéndonos como siervos de la culpabilidad. La culpa de
sentirnos adictos al crimen de la “vida separada”,
persiguiendo y encerrando a quienes cuestionan con su estilo de vida semejante
separación. Es esta película de la que nos soñamos espectadores y no participantes,
gracias al asidero constituido por una cultura de voyeurs. No
se trata de reproducir esos objetos impotables elaborados por uno de los brazos
de la Industria (en este caso cinematográfica), sino de recuperar para la
palabra su potencia de imagen y utilizar algunos procedimientos del cine en
tanto estos resulten tan eficaces como los del sueño. Tal preocupación es una
constante en la obra de Burroughs e incluso a ella hace referencia el propio
autor: “Implícita en Nova Express aparece una teoría sobre que
eso que llamamos realidad es verdaderamente una película. Es un film, lo que yo
llamo un film biológico” (3). Es pues la imagen, el nudo de fuerzas
hormigueantes, “la película eléctrica” que nos arrastra al espacio.
Para vivir en el ser donado por la imagen no
basta un ejercicio literario, es necesario llegar a ser un vidente, adquirir el
poder de ver y hacer ver, tarea que presupone un apartarse de lo conocido.
Sobra tal vez decir que Burroughs, a la manera de sus amigos beatnicks,
ha buscado siempre este poder, como instrumento decisivo en la tarea de corroer
las bases de nuestras sociedades.
Acaso participamos de una película mientras
estamos viendo otra, morimos y vemos morir a los otros. Y aceptarlo es quizá
una de nuestras mayores imposibilidades (y defensas). La posibilidad de una
apertura a la muerte se nos ha vuelto impensable, siendo capaces únicamente de
desplazar el instante de su proximidad, puesto que tal cercanía trastorna.
Todas las costumbres occidentales respecto a la muerte y la promiscuidad entre
los vivos y los muertos, manifiestan esta separación. Hemos perdido toda
familiaridad con la muerte, aunque no por eso se olvide ella de nosotros (4).
La sola presencia de los muertos constituye hoy en día algo desagradable. Es
preciso alejarlos lo más posible, instalarlos en un lugar permanente del cual
no deberían salir en mucho tiempo. El cementerio ha perdido su antiguo rasgo de
asilo o lugar habitable donde “la gente bailaba o sencillamente disfrutaba el
place de juntarse” (5). Cuesta admitir esta relación entre el goce y la muerte,
la sentimos como algo ante lo cual sólo es posible reaccionar, llorar, asumir
un comportamiento nihilista. La solemnidad de nuestros ritos fúnebres excluye
la fiesta. La risa, el baile, el erotismo se nos presentan como lo extraño al
acontecimiento de morir. Pero es desde la muerte que fluyen todas nuestras
vidas y al renunciar a ellas renunciamos, tal vez, a todo. Preferimos en cambio
los hábitos de control que configuran la llamada identidad personal, para garantizarnos
una esterilidad segura, una estupidez estable. Optamos por ser adictos a la
aspirina, al cine, a la t. v., a los libros o a la Coca Cola, diluimos la
visión de la muerte en los objetos del bienestar. Por vía de estos objetos
llegamos a sentirnos capaces hasta de impedir la irrupción de la muerte o de
preverla y organizarla. Tal sería, posiblemente, el sueño de la medicina
occidental, sueño de una salud perfecta corroída a diario por el cáncer,
dominada por el virus que cree controlar.
Dutch Schultz es un signo de sensibilidad de
esas fuerzas que el Bien (o Modelo de nuestra moral) relega en tanto instancias
de los poderes del deseo y la devoción a lo demoníaco. Frente a tales potencias
intervenimos de un modo cauto en esta película. La figura del Holandés alcanza
un aire satánico y, como él mismo lo dice, algunos exorcismos se requieren,
cierto desacuerdo, para insistir en el mal. Dejamos ser al mal (ese otro
poder) pero sin permitir que Satanás nos “arrastre demasiado aprisa”. Este
poder reside en una paciencia, en el combate con algo o alguien que lo habita y
es actor en él. Se hace peligroso para la Iglesia del Mal cuando adquiere una
atmósfera de cosa sagrada, de iniciado en un azar del cual es imposible
desprenderse. Lo vemos tomar esta forma en cierto momento de la novela, al
enclavarse la imagen en una anti-solemnidad semejante a la del pop art.
Cuando Schultz, sentado junto a la chimenea, toma whisky y lee La vida
de Napoleón, de Emil Ludwig , Burroughs destaca su “batín bordado que le da
un aura extrañamente exótica y majestuosa como de sumo sacerdote de un culto de
adoración diabólico de alguna película olvidada.”
Nos referimos antes a cierta singularidad que
actuaba en el criminal, algo que era actor en él. Es esta otra de las
obsesiones de Burroughs a lo largo de su obra: el doble y las múltiples
personalidades de un individuo. En un principio se nos habla de Albert Stern,
“el Profesor”, como “ejemplo de alguien que sólo por error continúa en escena
cuando la policía lo atrapa acusándole de ser el pistolero que asesinó a
Schultz. No hay razón alguna para creer que hubiese disparado contra nadie,
salvo contra sí mismo.” Y más tarde vamos encontrándolo en puntos esenciales de
la vida de Schultz: es el médico que asiste el parto de su madre, luego es su
profesor en la escuela, más tarde aparece como integrante del “Sindicato” y en
la última escena de la obra su voz asedia la fortaleza de Schultz, “lejana y
quejumbrosa”, llamándole por el nombre de Arthur Flegenheimer. El “Profesor”
pide que le dejen pasar a verlo, que le permitan “entrar y comer…”, para
convertirse de nuevo en el partero de su madre: “Stern termina y se quita la
mascarilla. Horrible rostro de niño de la calle.” Cuando asesinan a Schultz, a
causa de su desmesura, resurge la imagen de Stern, recordando los procesos de
desintegración y de control de identidad ampliamente trabajados en Almuerzo
desnudo. El Holandés Errante pide que lo dejen solo al morir, y “todos los
actores se disuelven en el rostro de Albert Stern.” Albert Stern (“judío,
delgado, tísico”) surge entonces como unidad de una subjetividad incierta,
inasible. Es el presunto asesino de Schultz en la medida en que se erige
siempre como factor del orden limitante de su deseo. Es quizá un eco de esta
organización social incapaz de aceptar la energía excesiva de un criminal que
hizo un arte de su experiencia de la muerte, avanzando siempre, sin cerrar los
ojos ante el miedo. Subjetividad dispersa que sólo una escritura aleatoria
podría expresar. El tiempo y el espacio son otros, el mismo Schultz es otro, es
alguien fuera y dentro del escenario, el poder del Bien y el Castigo, el
régimen productor de culpabilidad: “Y su guarida era el más recóndito retiro de
mi propio cuerpo.” Dutch fue asesinado en el momento en que escapaba al control
de la mafia y la policía. Su sociedad le convertía en criminal pero fijándole
cierto límites. El mismo Lucky Luciano, presidente del sindicato del crimen,
consideró peligroso a Schultz al dejar de plegarse éste a la voluntad del
grupo. Según Luciano, los planes de Schultz chocaban con los de la
organización, no “eran buenos para las relaciones públicas.”
En cierto modo, Albert Stern es y no es el
asesino. Es también lo asesinado. En todo caso, no es posible ubicar con
exactitud su función. En relación a él sugiere algo igualmente impreciso el
novelista: “El enigmático e inquietante personaje de Albert Stern ejerce un
extraño influjo. ¿Por qué fue identificado y detenido como el asesino de
Schultz? ¿Quién y qué era exactamente el “Profesor”? Tales preguntas quedan en
el aire al final de la obra lo que deja la impresión de que se trata del alter
ego rechazado de Dutch.” Arthur Flegenheimer, Dutch Schultz, Albert
Stern…son pues un mismo personaje y varios. Al dejar de ser una réplica de las
organizaciones que controlan el crimen debió ser eliminado. Al escapar del
control de la “casta intocable” se imponía someter “la experiencia a otro
nivel” a un proceso de destrucción: “-No tienen sentimiento- dijo el doctor
Benway, destrozando en pedazos a su paciente. -Sólo reflejos… Insisto en la
necesidad de destrucción” (6). Escapar al control supone tomar distancia
respecto al poder que fundamenta el sentido común. La voluntad de manipulación
absoluta se acentúa cada vez más en Occidente, expresándose de manera compleja
en el neofascismo, a la manera cómo funcionan los partidos políticos en este
mundo sujeto por el crimen institucional (en cualquiera de sus polos). El ideal
de estos partidos, como el “Divisionista” por ejemplo, es el más completo
control sobre la individualidad, y se dirige hacia el estereotipo absoluto:
“Parece probable que, a menos que se detenga el proceso de división, con el
tiempo sólo haya réplicas de un sexo en todo el planeta: es decir, una sola
persona con millones de cuerpos separados.” (7)
Controlar una singularidad quiere decir
someterla al tiempo y apropiarse del tiempo, negándole una posible proyección
hacia el espacio. El movimiento de la máquina es inflexible , una interrupción
en su ritmo pronto es detectada. Su acción se inscribe sobre el cuerpo. Su
reino es el de la palabra desprovista de la materialidad de su
enunciación y reducida al plano de los significados: “Salid de la palabra
tiempo para siempre. Salid de la palabra cuerpo para siempre. Salid de la
palabra mierda para siempre. Todos fuera del tiempo y el espacio.” (8)
Burroughs invoca el silencio, abre la posibilidad de una “escritura
silenciosa”, “la escritura de espacio”. Hay que borrar la separación con lo
oscuro, recuperar el brillo eléctrico de una experiencia mágica. Dar a las
fuerzas del criminal lo imposible, un campo ilimitado. No oponerse a él,
abrirle la opción de una existencia ligada a la crueldad y a la maravilla de la
vida. Lo admirable en este tipo de criminal no es tan sólo el ejercicio de una
transgresión sino, sobre todo, el exceso de espacio abarcable por su acción. En
este espacio de lenguaje, la amalgama de imágenes conserva la contingencia de
una sensibilidad visionaria. Continuos cambios de tensión ocasionan también el
riesgo de desconectarse por completo, poniéndose en juego un nuevo campo de
espejos.
Hay en William Burroughs la afirmación de una
soberanía, la potencia de un sol ebrio y una celebración de la vida enriquecida
por el peligro, por el goce de sufrir tormentos misteriosos y persistir en el
vacío de la existencia. El delirio de Schultz, las huellas de ese delirio son
el canto a una pasión desbordante, son la exaltación de las cosas que estamos
por recuperar. Se trata de iluminarnos acerca de cómo hemos llegado a estar por
debajo de los impulsos instintivos, convirtiéndonos en criminales. Lo poético
del criminal sería -como sugiere Nietzsche- su danza con una ausencia sobre esa
fisura en la que finalmente se desliza: “El tipo de criminal es el tipo de
hombre fuerte situado en unas condiciones desfavorables, un hombre fuerte
puesto enfermo. Lo que le falta es la selva virgen, una naturaleza y una forma
de existir más libres y peligrosas, en las que sea legal todo lo que en el
instinto del hombre fuerte es arma de ataque y de defensa.” (9) Hay que ser
fuerte para vivir en el placer de crear. La fortaleza de Schultz, aquella
fuerza extraña y devoradora tras su rostro, deshecha por una ráfaga de balas,
no fue la de ningún “orgulloso ganador de un concurso de chillidos” sino la de
un ángel de la muerte “condenado a ser siempre una flor de pared”, como
decía el “Profesor”.
NOTAS
1. La droga está
presente en toda la obra y la vida de Burroughs, recorre cada espacio de sus
novelas. Schultz sólo experimentó el estado de morfina luego de ser herido y ya
en el estado agonizante en que se produjo su delirio: “La morfina administrada
a quien no es adicto produce un flujo de imágenes en el cerebro que parecen
vistas desde un tren en marcha. Las imágenes son borrosas granulosas y se
mueven a saltos como en una película antigua.”
2. Citado por Susan
Sontag, en “Burroughs y el futuro de la novela”.
3. Como escribe el poeta
Gregory Corso, en un texto incluido en La poesía y los poetas: “Es
el hombre quien hace de la muerte un negocio miserable, asqueroso; quien hace
de la muerte algo espantoso, algo afligente para todos. Todos debemos morir,
pero lo que cuenta es cómo morimos.”
4. Philip Aries, “La
muerte domesticada", revista Plural 56.
5. Almuerzo
Desnudo.
6. Almuerzo
Desnudo.
8. Cartas del
Yagé.
9. El crepúsculo
de los ídolos.
*****
Aline Daka é artista visual,
ilustradora e quadrinista. Formada em Artes Visuais pelo Instituto de Artes da
UFRGS com passagem pela Faculdade de Belas Artes da Universidade de Lisboa, em
Portugal. É ilustradora da (n.t.) Revista
Literária em Tradução, curadora do Suplemento
de Arte e atualmente publica em parceria com Vicente Pietroforte a HQ Eunice mora no penúltimo andar na página
web da Pararraios Comics.
*****
Organização a cargo de
Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado |
Aline Daka
Imagens © Acervo Resto
do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries
especiais da Agulha Revista de
Cultura, assim estruturado:
S1 | PRIMEIRA ANTOLOGIA
ARC FASE I (1999-2009)
S2 | VIAGENS DO
SURREALISMO
S3 | O RIO DA MEMÓRIA
A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a
coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido
hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu
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