No voy a definir al odiado y odioso Harold Alvarado Tenorio en un par de adjetivos
calificativos: quedaría faltando el poeta, capaz de rotundas sentencias heraclitianas
o de versos sueltos con el aire límpido del chino Li Po (Alvarado Tenorio es un
gran parodiador: ha inventado poemas de Borges, de Whitman, de algún remoto poeta
japonés del siglo VI antes de Cristo), y quedaría por fuera el crítico literario,
que pese al odio que supura y que informa su prosa tiene un certero criterio para
juzgar a los demás poetas. Como poeta, lean de él estos versos: «Los tiempos han
dispuesto buenas y malas tardes». Se trata, sí, de la habitual obviedad poética.
Pero es que en fin de cuentas la poesía se reduce a la obviedad. Y Alvarado Tenorio
tiene, dentro de esa obviedad, los dones de la concisión, del ritmo y de la armonía:
eso que dice está bien dicho, y no se necesita decir más. Y, como lector crítico
de poesía, vean este juicio suyo, tomado de verdad al azar, sobre Aurelio Arturo:
«Sus melodías son mejor recordadas que sus asuntos».
Tampoco pretendo aquí
definir o resumir este libro mamotrético. Le basta con su título: Ajuste de cuentas.
Un ajuste de cuentas de Harold Alvarado Tenorio (¡qué buen nombre paródico para
un poeta! Parece inventado por él mismo. Harold, como el Childe de Byron; Alvarado,
como el Pedro feroz de la conquista de México, ese «sol» terrible que acompañó a
Hernán Cortés en su destrucción del imperio azteca; Tenorio, como el Don Juan de
Tirso y de Zorrilla... Y al escribirlo, el computador subraya en rojo, como palabras
inexistentes, la palabra «Harold» y la palabra «Alvarado». Puede ser que eso le
dé más leña a su persecutoria paranoia; o puede ser también el juicio de la historia),
un ajuste de cuentas con toda la poesía colombiana del siglo XX, que odia minuciosamente
y cuya misma existencia pone en duda desde el epígrafe. Desde uno de los varios
epígrafes despectivos con que encabeza el libro, y que de entrada sacan de juego
y anulan todo lo que viene después. Uno que toma de Jaime Jaramillo Escobar, que
en opinión de Alvarado (y también en la mía) es, en lengua castellana, uno de los
mejores poetas del siglo: «Tierra de copleros y de serenateros, Colombia es un país
cerrado para la poesía moderna». A todos los poetas colombianos que escoge para
esta antología, vivos o muertos, Alvarado Tenorio los detesta. A unos por sus versos,
a otros por sus personas, a otros por las intenciones que les atribuye, a otros
por su cara o por su culo, a otros por haber ganado un premio literario completamente
inmerecido y en general desconocido por alguien que no sea él mismo. A unos pocos
los admira, a su pesar. Este es un libro arbitrario, rabioso, rencoroso, y en muchas
de sus páginas escrito (con bastante descuido, por otra parte) con la intención
maligna de hacer daño. Y debo yo advertir aquí, en estos primeros pasos que doy
en el pantano de un prólogo, que creo ser uno de los muy pocos amigos que le quedan
en la vida a Harold Alvarado Tenorio, poeta desaforado y paranoico, crítico errático
y contradictorio y paranoico, persona habitada por muchos demonios. Tan amigo suyo
soy que me incluye a mí en su breve lista de poetas buenos. Aunque no me incluye
exactamente a mí, el Antonio Caballero que firma este prólogo: incluye a Ignacio
Escobar, el protagonista de una novela escrita por mí, personaje ficticio que a
su vez, y por su cuenta, escribía versos. Y debo decir también que, a pesar mío,
esa inclusión me halaga. Aunque sea tan arbitrario como los premios literarios que
censura Alvarado, me parece también un merecido, aunque tardío, reconocimiento.
Por fin alguien se da
cuenta de que esos versos que inventé para mi personaje inventado no eran versos
de relleno: eran versos. (El lector que esté interesado puede leerlos aquí hacia
el final del capítulo sobre la generación desencantada.) Alvarado los interpreta
mal, por supuesto. Ese es el destino de toda poesía. Y sin embargo, por encima de
sus odios obsesivos y de sus caprichosos enamoriscamientos, más allá de sus prejuicios
sociales y políticos y de sus deliberadas cegueras, Alvarado se inclina ante el
talento. El de Guillermo Valencia, por ejemplo, por encima de su calidad de señor
feudal de horca y cuchillo y de parlamentario reaccionario del partido conservador:
«Ritos —dice Alvarado— es uno de los más bellos libros de nuestras literaturas».
Incluso a su predilecta bestia negra, el vacío y vociferante Gonzalo Arango, nadaísta
de los primeros años sesenta, le concede un chispazo de lucidez citando una carta
suya en la que reconoce que en vez de dedicarse a tomar trago y a fumar marihuana
hubiera debido más bien ponerse a terminar el bachillerato. Como casi todos los
de ese grupo. Y hasta al estremecido piedracielista Eduardo Carranza, a quien abomina
por franquista, por falangista, por piedracielista, le reconoce un par de sonetos.
Algo parecido le sucede con Álvaro Mutis, a quien desprecia hasta el punto de que
cuando habla de su poesía pone la palabra «poesía» entre comillas: pero le dedica
diez páginas y le publica cinco largos poemas. Si habla del falangismo de Carranza,
del conservatismo de Valencia, y así sucesivamente, es porque para Alvarado la poesía
no va sola en el vacío, encerrada en una mallarmeana torre de marfil, sino que va
con la historia. El poeta es siempre, como dice Lukaks, «reflejo estético» de su
momento histórico, económico y social, lo quiera o no. Les hacía Salvador Dalí una
recomendación a los artistas jóvenes: «No traten de ser contemporáneos: es lo único
que no podrán dejar de ser». Porque el tópico del poeta —o el artista, o incluso
el periodista— «testigo de su tiempo», témoin
de son temps, es una de esas fáciles tautologías que se les ocurren a los editores
y a los académicos franceses. Así, juiciosamente, este libro sitúa a los
Antonio Caballero poetas
colombianos en su lugar y en su momento. No solo en sus grupos, o en sus movimientos:
Los Nuevos, el grupo de la revista Mito, el nadaísmo, etcétera. Sino también en
su hora exacta y en su provincia respectiva (toda Colombia ha sido siempre provinciana).
A José Asunción Silva, por ejemplo, lo arranca del siglo XIX en que vivió para ponerlo
en el XX, que es cuando fue leído, en una Bogotá que seguía siendo una gran aldea
pacata y terriblemente triste. A Julio Flórez lo muestra sobre el paisaje de la
guerra de los Mil Días —de la cual Alvarado dice, con su habitual gusto por la exageración
desalada, que fue «la más atroz de las guerras de la historia del hombre»: se nota
que no ha leído la Ilíada, con sus destripamientos. A Jorge Gaitán Durán lo planta
en pleno espanto burocrático de la milimetría bipartidista del Frente Nacional.
A María
Mercedes Carranza, en el desencantado descampado de los años setenta, con un prosaico trasfondo de Belisario Betancur y Casa de Poesía Silva. A Olga Isabel Chams Eljach, en los calores sin respiro de la Barranquilla de antes del aire acondicionado. ¿Y quién es Olga Isabel Chams Eljach? se preguntará el lector (mon semblable, mon frêre). Pues es Meira del Mar. Entre las coqueterías de Alvarado figura en buen lugar la de mostrar que conoce todos los nombres y los segundos apellidos de todos los personajes que menciona. A Napoleón lo hubiera llamado Nabulione Buonaparte Ramolino. Al pintor Balthus lo llama Balthasar Kłossowski de Rola en alguna página de este libro. Esto de insertar a cada poeta en su momento de la historia y de la geografía está muy bien, claro. Pero a mi parecer Alvarado lo hace de una manera caricaturesca: reduciendo a los poetas de su antología a su circunstancia más inmediata y estrecha, más local y pasajera. Reduciéndolos y limitándolos a la politiquería y la lambonería colombianas. Y, de paso, situándolos también en una caricatura de la historia. La frase sobre la guerra de los Mil Días es característica del tono de historiador de Alvarado, quien no vacila en convertir al solemne locutor de radio Alberto Lleras Camargo en un genio del mal que hundió al país en la ignorancia a través de un tonto ministro de Educación, o a ese casi inofensivo y algo ridículo generalote que fue Rojas Pinilla en un monstruo comparable a Nerón: lo pinta «asesinando estudiantes, volando barrios enteros con dinamita y masacrando opositores durante corridas de toros». Y esta Antología Crítica de la Poesía Colombiana del Siglo XX, de tan ambicioso título, queda así convertida en una mezquina historia de godos y cachiporros, y de poetas venales o serviles. Sí, la historia puede contarse así, como farsa sangrienta. Y no solo la de estas «tierras de horror», porque todas las tierras lo son por igual, y todas sus historias respectivas. Dice Borges que a no sé cuál de sus bisabuelos le tocó vivir —como a todo el mundo— tiempos infames. Y los poetas han sido siempre, en todas partes, cortesanos, cortesanas: Virgilio frente al emperador Augusto, o debajo, más bien; Quevedo ante el duque de Osuna; y basta con recordar cómo el gran Rubén Darío, habiendo sido nombrado cónsul de Colombia por el presidente Rafael Núñez, le dio las gracias con un adulador soneto: «Colombia es una tierra de leones...» etc. Pero no son solo eso. Ni la historia, ni los poetas. Harold Alvarado sabe, porque lo conoce en su abundante carne propia, que por la experiencia y por el alma de un poeta pasan más cosas que las bastante mezquinas de su vida cotidiana y prosaica de empleado público, como Luis Vidales, o de ejecutivo de una empresa multinacional, como Álvaro Mutis, o de «creativo» publicitario, como la mitad de sus odiados nadaístas, o, para irnos a otros mundos y a otras lenguas, de funcionario de riegos de un ministerio, como Kavafis. Pero, por lo que se ve en este libro, no es capaz de saberlo en carne ajena, como crítico. A los poetas escogidos (y no quiero ni siquiera pensar en los que lanzó a la oscuridad de su desdén) les encuentra siempre un motivo miserable para que hayan escrito lo que sea que hayan escrito. La envidia. La codicia. El servilismo. El arribismo. El odio. Por otra parte, estoy bastante de acuerdo con él cuando da a entender, en sus diatribas sulfurosas, que Colombia no es una tierra de leones. ¿De chacales? ¿De hienas? Ninguna de esas tres especies animales existe en este nuevo mundo que descubrió Colón, de cuyo apellido viene el nombre de esta tierra.
Mercedes Carranza, en el desencantado descampado de los años setenta, con un prosaico trasfondo de Belisario Betancur y Casa de Poesía Silva. A Olga Isabel Chams Eljach, en los calores sin respiro de la Barranquilla de antes del aire acondicionado. ¿Y quién es Olga Isabel Chams Eljach? se preguntará el lector (mon semblable, mon frêre). Pues es Meira del Mar. Entre las coqueterías de Alvarado figura en buen lugar la de mostrar que conoce todos los nombres y los segundos apellidos de todos los personajes que menciona. A Napoleón lo hubiera llamado Nabulione Buonaparte Ramolino. Al pintor Balthus lo llama Balthasar Kłossowski de Rola en alguna página de este libro. Esto de insertar a cada poeta en su momento de la historia y de la geografía está muy bien, claro. Pero a mi parecer Alvarado lo hace de una manera caricaturesca: reduciendo a los poetas de su antología a su circunstancia más inmediata y estrecha, más local y pasajera. Reduciéndolos y limitándolos a la politiquería y la lambonería colombianas. Y, de paso, situándolos también en una caricatura de la historia. La frase sobre la guerra de los Mil Días es característica del tono de historiador de Alvarado, quien no vacila en convertir al solemne locutor de radio Alberto Lleras Camargo en un genio del mal que hundió al país en la ignorancia a través de un tonto ministro de Educación, o a ese casi inofensivo y algo ridículo generalote que fue Rojas Pinilla en un monstruo comparable a Nerón: lo pinta «asesinando estudiantes, volando barrios enteros con dinamita y masacrando opositores durante corridas de toros». Y esta Antología Crítica de la Poesía Colombiana del Siglo XX, de tan ambicioso título, queda así convertida en una mezquina historia de godos y cachiporros, y de poetas venales o serviles. Sí, la historia puede contarse así, como farsa sangrienta. Y no solo la de estas «tierras de horror», porque todas las tierras lo son por igual, y todas sus historias respectivas. Dice Borges que a no sé cuál de sus bisabuelos le tocó vivir —como a todo el mundo— tiempos infames. Y los poetas han sido siempre, en todas partes, cortesanos, cortesanas: Virgilio frente al emperador Augusto, o debajo, más bien; Quevedo ante el duque de Osuna; y basta con recordar cómo el gran Rubén Darío, habiendo sido nombrado cónsul de Colombia por el presidente Rafael Núñez, le dio las gracias con un adulador soneto: «Colombia es una tierra de leones...» etc. Pero no son solo eso. Ni la historia, ni los poetas. Harold Alvarado sabe, porque lo conoce en su abundante carne propia, que por la experiencia y por el alma de un poeta pasan más cosas que las bastante mezquinas de su vida cotidiana y prosaica de empleado público, como Luis Vidales, o de ejecutivo de una empresa multinacional, como Álvaro Mutis, o de «creativo» publicitario, como la mitad de sus odiados nadaístas, o, para irnos a otros mundos y a otras lenguas, de funcionario de riegos de un ministerio, como Kavafis. Pero, por lo que se ve en este libro, no es capaz de saberlo en carne ajena, como crítico. A los poetas escogidos (y no quiero ni siquiera pensar en los que lanzó a la oscuridad de su desdén) les encuentra siempre un motivo miserable para que hayan escrito lo que sea que hayan escrito. La envidia. La codicia. El servilismo. El arribismo. El odio. Por otra parte, estoy bastante de acuerdo con él cuando da a entender, en sus diatribas sulfurosas, que Colombia no es una tierra de leones. ¿De chacales? ¿De hienas? Ninguna de esas tres especies animales existe en este nuevo mundo que descubrió Colón, de cuyo apellido viene el nombre de esta tierra.
Por otra parte más, debo
decir que este libro es muy divertido, a su malévola manera. Descuidado, como dije
atrás. Irregular: párrafos espléndidos alternan con otros de prosa desaliñada. Enredado,
caótico, escrito como por erupciones venenosas de palabras y de imágenes, y que
casi en cada página cede a la tentación de dar absurdas explicaciones ideológicas
a los caprichos del autor. Salpicado de obsesivas y repetitivas y fatigantes enumeraciones
de nombres de las personas que el autor aborrece, que son todas, y de incursiones
no muy felices en el género de la economía política. Alvarado Tenorio, como todos
los poetas colombianos —Cote Lamus, Valencia, Silva, Caro, Julio Arboleda, la madre
Josefa del Castillo, Juan de Castellanos—, lo que quiere en el fondo es ser presidente
de la república. Ahora bien: ¿ha habido tantos poetas en el siglo XX en Colombia?
Entiendo que Alvarado Tenorio trataba de llenar un libro entero hasta los topes.
Pero ¿treinta y ocho? Sin contar a los muchos más que no merecen capítulo propio
pero van siendo mencionados al pasar, ni a todos los que se salta. Y bastantes se
quedan por fuera: el engolado José Umaña Bernal de los años treinta, el laborioso
Andrés Holguín de los cincuenta, el pomposo William Ospina de los noventa, el ilusionado
Fernando Denis de después del año dos mil. En un momento escribe el antologista
que en el siglo XX solo ha habido cinco libros de poesía importantes en Colombia,
y a escala de Colombia (y a veces de la lengua): «Ritos» de Guillermo Valencia,
«Crónicas» de Luis Tejada (un periodista), «Tergiversaciones» de León de Greiff,
«Si mañana despierto» de Jorge Gaitán Durán, «Morada al sur» de Aurelio Arturo,
y «Poemas de la ofensa» de Jaime Jaramillo Escobar. Solo cinco. Pero después sigue
y sigue acumulando poetas, como se apilan los muertos en las fosas comunes de nuestras
guerras. Y no creo yo que haya tantos. No voy a referirme siquiera a los ciento
cuarenta que —dice él— han nacido después de 1950, y de los cuales en su antología
incluye generosamente a unos cuantos, de los cuales, en mi opinión, sobran varios:
los cada vez más repetitivos —o, para usar la palabra que define esta época, clónicos—
muchachos que se quejan. Aunque reconozco que la queja es, como lo señala con pertinencia
Alvarado, una constante en la poesía colombiana: la queja, el desamor, el desencanto,
el desasosiego pessoano y el quevediano recuerdo de la
Ajuste de Cuentas - Un
libro a cuchilladas muerte. Falta además aquí, por supuesto, por una modestia de
autor que no creo muy sincera, el propio compilador de la antología, Harold Alvarado
Tenorio. Aunque no, no está faltando: va en el prólogo. Pero bueno: ¿treinta y ocho
poetas? No creo yo que haya habido treinta y ocho poetas, sumados todos desde el
rey Salomón hasta Harold Alvarado Tenorio, pasando por Horacio y por san Juan de
la Cruz, por Hölderlin y por Rimbaud y por T. S. Eliot, en todo el vasto ámbito
de la literatura de Occidente. ¿Treinta y ocho solo aquí en Colombia? Sí, ya sé
que nos han dicho siempre que esta tierra de ladrones y asesinos es también tierra
de poetas. Pero, ¿ciento cuarenta? ¿Cuántos ajedrecistas había en la Unión Soviética
de Karpov y Kasparov? ¿Cuántos polistas caben en la Argentina de Adolfo Cambiaso?
Como preguntaba Enrique Jardiel Poncela: ¿pero hubo alguna vez once mil vírgenes?
Pues nada menos que treinta y ocho poetas tenemos aquí, asegura Alvarado. Y la selección
que él hace, con pesado cuchillo de carnicero (oficio que reclama por herencia),
va a disgustar a muchos más. Lo cual es buena cosa en esto de la literatura.
ANTONIO CABALLERO (Colombia, 1945). Novelista y periodista. Página ilustrada com obras
de Felícia Leirner (Brasil), artista convidada desta edição.
***
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● ÍNDICE # 100
EDITORIAL | 100
números e a dinâmica imóvel do cotidiano
http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2017/08/agulha-revista-de-cultura-100-julho-de.html
AGACÍ DIMITRUCA |
Tiempos griego-españoles
ALFONSO PEÑA | Conversa con Claudio Willer
ANDREA
OBERHUBER | O livro surrealista como espaço transfronteiriço: Lise Deharme e
Gisèle Prassinos
ANTONIO CABALLERO | Harold Alvarado Tenorio y un libro a cuchilladas
DANIEL
VERGINELLI GALANTIN | Eliane Robert Moraes: perversos, amantes e outros
trágicos
ELVA PENICHE MONTFORT | Fotografía y surrealismo: fetiches de Kati Horna
ESTELLE IRIZARRY | Eugene Granell: correspondencias entre creación
pictórica y literaria
ESTER
FRIDMAN | A linguagem simbólica
no Zaratustra de Nietzsche
FLORIANO
MARTINS | Enquete sobre Erotismo e Sexualidade – Parte 1
FLORIANO
MARTINS | Enquete sobre Erotismo e Sexualidade – Parte 2
FLORIANO
MARTINS | Enquete sobre Erotismo e Sexualidade – Parte 3
HAROLD ALVARADO TENORIO | 100 años de poesía en Colombia
ISABEL BARRAGÁN DE TURNER | La isla mágica de Rogelio Sinán
JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Víctor Gaviria: El poeta y el cine
LUIS FERNANDO CUARTAS | La ilusión siniestra de los cuerpos y los
engaños de la metamorfosis
MARIA LÚCIA
DAL FARRA | Herberto Helder, sigilosamente Herberto
NICOLAU
SAIÃO | Recordando uma comunicação de Mário Cesariny
RICARDO ECHÁVARRI | El poeta Arthur Cravan em México
SUSANA WALD | En el espejo retrovisor
ULISES VARSOVIA | Esencia y excedencia de la poesía contemporánea
ARTISTA
CONVIDADA | FELÍCIA LEIRNER | GISELDA LEIRNER | Felícia Leirner, minha mãe
Agulha Revista de Cultura
Número 100 | Julho de 2017
editor geral | FLORIANO
MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO
SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO
MARTINS
revisão de textos &
difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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