quinta-feira, 5 de abril de 2018

Mª ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ | Miguel Márquez: vigilia de lo incierto



Cuando recuerda Miguel Márquez (Caracas, 1955) la extraordinaria década de los 80 para las letras venezolanas, nombra entrañablemente a sus “compañeros de aventuras” (Rafael Castillo Zapata, Alberto Márquez, Igor Barreto, Yolanda Pantin, Armando Rojas Guardia) en la época del taller Calicanto en casa de Antonia Palacios.
En un tiempo tan ajeno al pensamiento ideológico –continúa Márquez–, resulta interesante preguntarse por la aparición del manifiesto de Tráfico en 1981, que surge por los lazos de amistad y la participación común en un proceso literario que arranca de los talleres del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, pasa por Calicanto y concluye en una estética grupal que se formuló en “Sí, Manifiesto”. Bajo la consigna “Venimos de la noche y hacia la calle vamos”, construida paródicamente sobre el primer verso de Mi padre el inmigrante (1945) de Vicente Gerbasi (“Venimos de la noche, y hacia la noche vamos”), el manifiesto es, en opinión del poeta y crítico Javier Lasarte, la expresión de un “impulso renovador”, “de apertura” y “abordaje de los precarios espacios culturales públicos”, más que “una ruptura propiamente dicha”. Se da entonces, siguiendo a Lasarte, un “espectro politonal, vario y suelto en el manejo de modos, registros y temas” que cuajó en diversas búsquedas personales.
Por otro lado, como ha señalado Lázaro Álvarez al trazar los perfiles de la poesía venezolana actual bajo el título “De la exaltación a la desilusión”, “el grupo Tráfico intentó remover todo un cuerpo de convenciones entronizadas sobre la práctica mayoritaria de nuestra poesía, principalmente, a través de un manifiesto, y de algunos artículos firmados en su mayoría por Armando Rojas Guardia. Se trataba, entonces, de la contestación a un precedente literario asfixiante, reiterativo y disperso”.
En ese contexto, el nombre de Miguel Márquez destaca por su conciencia grupal y su capacidad para marcar un hito en la historia de la poesía venezolana de las últimas décadas, que se ve señalada en numerosas tareas públicas. Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica Andrés Bello, realizó una maestría de Filosofía Latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar. Investigador en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, colaborador de la Biblioteca Nacional, la librería Ateneo de Caracas, Monte Ávila Ediciones y la Fundación Kuai-Mare del Libro venezolano, consejero de redacción de la revista Actual y de la editorial Angria, ha sido Director General de Literatura del CONAC, con lo que su tarea al frente de diversos empeños literarios y culturales venezolanos resulta notable.
Y naturalmente, de forma no menor, destaca por sus varios libros de poesía: Cosas por decir (Premio Fernando Paz Castillo, Celarg-Arte 1982), donde trabaja el poema breve, próximo a la poética del silencio; Soneto al aire libre (Fundarte, 1986), su libro más “traficante” en opinión de Arráiz Lucca; Poemas de Berna (Pequeña Venecia, 1991); La casa, el paso, que publicó la editorial caraqueña Monte Ávila en 1991; A salvo en la penumbra (Mucuglifo, 1999) –en el que resalta la economía verbal y la densidad escéptica que lo atraviesa– y Linaje de ofrenda, publicado en la Colección Vitrales de Alejandría del Grupo Editorial Eclepsidra, Asociación de Escritores del Estado Barinas en 2001 y ampliado en la edición realizada para el fondo editorial Arturo Cardozo en combinación con la Coordinación de Cultura del Estado Trujillo, en el año 2004 (así los poemas en verso “El jardín de los aprendices” y “Reina de corazones”, y los textos en prosa “Carta de amor a Berta Antonieta Mason” y “La memoria y el anzuelo”). Para el conjunto de su obra, y especialmente para Soneto al aire libre, se ha señalado la importancia de la reflexión metapoética junto a un bagaje filosófico y cultural muy amplio y certero sobre el que gravita la “vigilia de lo incierto”, la desmitificación tanto de las potencias mágicas del discurso poético como de la certidumbre de sus aspiraciones.
La casa, el paso ofrece un espacio verbal en el que la intimidad se apoya en lo cotidiano y en la memoria, y tantea caminos diferentes: cierto culturalismo inicial (“De los viajes”) que deja paso a la vocación de ligereza y de evanescencia, y el uso destacado del poema en prosa que alterna con poemas en verso de gran contención expresiva, dominados por el empleo del verso de arte menor y anisosilábico, como los modos de visibilidad que adoptan las irresolubles tensiones del texto, gravitando sobre la tensión principal, la que se mide entre el sueño y la vigilia, lo incierto que arrastran palabras inútiles arrancadas de la boca del propio yo como “una afirmación que estorba” y la aspiración a la disolución en lo esencial, el orden viviente como hibernación o dormir profundo del hombre en su latido:

VIII


Qué agotamiento, viento, me consume.
Sin reflejarlo, un pesado silencio,
grueso, hinchado, me hace abandonar
la calle ciega, el pensamiento,
y el cuerpo deseado.

Hablar es una cosa inútil
que en el mejor de los casos
hace daño.

Quiero dormir tan sólo. Dormir.
Dormir largo, dormir profundo.

Esa tensión procede del empeño del libro expresado en su introducción como un “acoplamiento de segmentos que se llevan mal” y que conforman, en la reseña que Lázaro Álvarez escribió sobre el libro, “una serie irregular cuya diversidad formal se determina también por una diversidad temática”. Desde ella será posible el esfuerzo de expresar la completud, vaciarnos de lo pleno, (que) ya no es tarea del hombre, sino de lo que lo antecede o sobrepasa, de la arena o del viento; nunca palabra o reflexión. Somos lo que se dice, apenas. En este apenas se juega nuestra vida, y la dicha, quizás, lograr que se concrete y se diga.
La tensión es también entre la casa y el paso o el naufragio y el habla, y esta última a su vez en sus muy diversos tonos: lo íntimo, el argot grupal, la tradición de la cultura recibida. Pero si la obra parece hija de la lucidez y manifiesta su escepticismo como el “lomo aborrecible” del animal que aspira a su engaste en el todo silencioso y ensordecido del largo sueño del frío, evita la hiperlucidez como una floración maligna en el poema, aquello que señalaba en Salamanca el extraordinario poeta chileno Gonzalo Rojas como el riesgo central que corre la poesía en manos de quienes advierten su peso exacto. Cuando concluye el poemario, la casa arde.
En cierto sentido, el tenso equilibrio del libro venía ya de antes, de Cosas por decir (1982), para el que Alfredo Chacón destacó en La voz y la palabra (Lecturas de poesía venezolana: 1986 / 1998) la existencia de “dos pulsiones poéticas considerablemente diferentes entre sí”, que se resuelven entre los poemas mínimos y los poemas desplegados, o, como dice más adelante, entre los textos “dispuestos en líneas cortadas que se dan en la verticalidad de la lectura y otros compuestos por líneas alargadas en la horizontalidad de la prosa”. Puede señalarse, en relación con su producción anterior, especialmente con Poemas de Berna, cómo la propuesta de Márquez se ha ido haciendo más compleja. En aquel temprano libro de 1991, que se abría con unos versos de Piedra de sol (1957) de Octavio Paz y se había ido construyendo en torno a la descripción y la reflexión, el mundo poético era todavía diáfano, en la tradición de la poesía objetivista anglosajona:

II

una manzana
precisa
en la línea
de sus bordes

un jarrón
inevitable
justo al centro

el mantel
a cuadros
como una cita
olvidada

cuatro
o cinco pétalos
la flor
ha perdido

el roce
ligero de la luz
cuando pienso
el poema

y soy feliz
así
entre tanta
abundancia

Lo que en su poesía anterior era diafanidad se ha complejizado en los últimos libros. El tenso equilibrio de La casa, el paso se mantiene a su vez en Linaje de ofrenda (2001, 2004), ahora nombrado como bajamar y pleamar, como vigilia y trasnocho frente al sueño que es deseo “de no ser en la contemplación/ ensimismada y absoluta”. También el verso corto crece y se desborda, asume otras voces y llega y se retira como el mar que tan alto espacio ocupa en el poemario: la humedad, los peces, los líquenes, las escamas mojan la página blanca y la disuelven, al tiempo escorian la piel y el verso que sobre ella escribe, en un libro en el que se ha hecho palpable el gusto por las palabras (“La «P»”). De esa forma, el nuevo libro ahonda en aquello que proponía en su final La casa, el paso y que entonces se nombró como sintaxis del cuerpo, afianzando ahora su contenido metapoético:

El poema me evade como un preso.
Escondido
en algún pabellón del alma,
su gemido me despierta.
No logro encontrarlo
entre estos largos pasillos
de inútil desvelo. El poema
que se encarama en las paredes,
calcula el ir y venir del reflector,
los tupidos alambres, la cerca
de púas, los espías, los perros.
A estos años
me he convertido en carcelero.
No entiendo nada.
Vigilo por oficio.
Como él, apenas salgo
de este estrecho cuarto
contemplando los húmedos corredores
donde los bombillos
resplandecen y se apagan.
Estoy seco, alejado del mundo,
frente al televisor.

 

[“Inútil desvelo”]


La poesía de Miguel Márquez asume así los riesgos de los territorios sin hollar, se muestra abiertamente frágil, según nos hizo ver en su aguzada lectura Lázaro Álvarez, y parece participar también de aquella propuesta de José Ángel Valente: “el poeta debe ser más útil/ que ningún ciudadano de su tribu” porque conoce “diversas leyes implacables”, entre otras, cómo no, “la ley de la confrontación con lo visible”. En ella escribe Miguel Márquez.


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Página ilustrada com obras de Benito Mieses (Venezuela, 1958), artista convidado desta edição.
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Agulha Revista de Cultura
Número 110 | Abril de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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