Cuando recuerda Miguel Márquez
(Caracas, 1955) la extraordinaria década de los 80 para las letras venezolanas,
nombra entrañablemente a sus “compañeros de aventuras” (Rafael Castillo Zapata,
Alberto Márquez, Igor Barreto, Yolanda Pantin, Armando Rojas Guardia) en la época
del taller Calicanto en casa de Antonia Palacios.
En
un tiempo tan ajeno al pensamiento ideológico –continúa Márquez–, resulta interesante
preguntarse por la aparición del manifiesto de Tráfico en 1981, que surge por los lazos de amistad y la participación
común en un proceso literario que arranca de los talleres del Centro de Estudios
Latinoamericanos Rómulo Gallegos, pasa por Calicanto y concluye en una estética
grupal que se formuló en “Sí, Manifiesto”. Bajo la consigna “Venimos de la noche
y hacia la calle vamos”, construida paródicamente sobre el primer verso de Mi
padre el inmigrante (1945) de Vicente Gerbasi (“Venimos de la noche, y hacia
la noche vamos”), el manifiesto es, en opinión del poeta y crítico Javier Lasarte,
la expresión de un “impulso renovador”, “de apertura” y “abordaje de los precarios
espacios culturales públicos”, más que “una ruptura propiamente dicha”. Se da entonces,
siguiendo a Lasarte, un “espectro politonal, vario y suelto en el manejo de modos,
registros y temas” que cuajó en diversas búsquedas personales.
Por
otro lado, como ha señalado Lázaro Álvarez al trazar los perfiles de la poesía venezolana actual bajo el título
“De la exaltación a la desilusión”, “el grupo Tráfico intentó remover todo un cuerpo de convenciones entronizadas
sobre la práctica mayoritaria de nuestra poesía, principalmente, a través de un
manifiesto, y de algunos artículos firmados en su mayoría por Armando Rojas Guardia.
Se trataba, entonces, de la contestación a un precedente literario asfixiante, reiterativo
y disperso”.
En ese contexto, el nombre de Miguel Márquez destaca por
su conciencia grupal y su capacidad para marcar un hito
en la historia de la poesía venezolana de las últimas décadas, que se ve señalada
en numerosas tareas públicas. Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica
Andrés Bello, realizó una maestría de Filosofía Latinoamericana en la Universidad
Simón Bolívar. Investigador en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos,
colaborador de la Biblioteca Nacional, la librería Ateneo de Caracas, Monte Ávila
Ediciones y la Fundación Kuai-Mare del Libro venezolano, consejero de redacción
de la revista Actual y de la editorial
Angria, ha sido Director General de Literatura del CONAC, con lo que su tarea al
frente de diversos empeños literarios y culturales venezolanos resulta notable.
Y naturalmente, de forma no menor,
destaca por sus varios libros de poesía: Cosas
por decir (Premio Fernando Paz Castillo, Celarg-Arte 1982), donde trabaja el
poema breve, próximo a la poética del silencio; Soneto al aire libre (Fundarte, 1986), su libro más “traficante” en
opinión de Arráiz Lucca; Poemas de Berna
(Pequeña Venecia, 1991); La casa, el paso,
que publicó la editorial caraqueña Monte Ávila en 1991; A salvo en la penumbra
(Mucuglifo, 1999) –en el que resalta la economía verbal y la densidad escéptica
que lo atraviesa– y Linaje de ofrenda,
publicado en la Colección Vitrales de Alejandría del Grupo Editorial Eclepsidra,
Asociación de Escritores del Estado Barinas en 2001 y ampliado en la edición realizada
para el fondo editorial Arturo Cardozo en combinación con la Coordinación de Cultura
del Estado Trujillo, en el año 2004 (así los poemas en verso “El jardín de los aprendices”
y “Reina de corazones”, y los textos en prosa “Carta de amor a Berta Antonieta Mason”
y “La memoria y el anzuelo”). Para el conjunto de su
obra, y especialmente para Soneto al aire libre, se ha señalado la importancia
de la reflexión metapoética junto a un bagaje filosófico y cultural muy amplio y
certero sobre el que gravita la “vigilia de lo incierto”, la desmitificación tanto
de las potencias mágicas del discurso poético como de la certidumbre de sus aspiraciones.
La casa, el paso ofrece un espacio verbal en el que la intimidad se apoya en lo cotidiano
y en la memoria, y tantea caminos diferentes: cierto culturalismo inicial (“De los
viajes”) que deja paso a la vocación de ligereza y de evanescencia, y el uso destacado
del poema en prosa que alterna con poemas en verso de gran contención expresiva,
dominados por el empleo del verso de arte menor y anisosilábico, como los modos
de visibilidad que adoptan las irresolubles tensiones del texto, gravitando sobre
la tensión principal, la que se mide entre el sueño y la vigilia, lo incierto que
arrastran palabras inútiles arrancadas de la boca del propio yo como “una afirmación
que estorba” y la aspiración a la disolución en lo esencial, el orden viviente como
hibernación o dormir profundo del hombre en su latido:
VIII
Qué agotamiento, viento,
me consume.
Sin reflejarlo, un pesado
silencio,
grueso, hinchado, me hace
abandonar
la calle ciega, el pensamiento,
y el cuerpo deseado.
Hablar es una cosa inútil
que en el mejor de los
casos
hace daño.
Quiero dormir tan sólo.
Dormir.
Dormir largo, dormir profundo.
Esa tensión procede del empeño del libro expresado en su introducción como
un “acoplamiento de segmentos que se llevan mal” y que conforman, en la reseña que
Lázaro Álvarez escribió sobre el libro, “una serie irregular cuya diversidad formal
se determina también por una diversidad temática”. Desde ella será posible el esfuerzo
de expresar
la completud, vaciarnos de lo pleno, (que) ya no es tarea del hombre, sino de lo
que lo antecede o sobrepasa, de la arena o del viento; nunca palabra o reflexión.
Somos lo que se dice, apenas. En este apenas se juega nuestra vida, y la dicha,
quizás, lograr que se concrete y se diga.
La tensión es también entre la casa y el paso o el naufragio y el habla,
y esta última a su vez en sus muy diversos tonos: lo íntimo, el argot grupal, la
tradición de la cultura recibida. Pero si la obra parece hija de la lucidez y manifiesta
su escepticismo como el “lomo aborrecible” del animal que aspira a su engaste en
el todo silencioso y ensordecido del largo sueño del frío, evita la hiperlucidez
como una floración maligna en el poema, aquello que señalaba en Salamanca el extraordinario
poeta chileno Gonzalo Rojas como el riesgo central que corre la poesía en manos
de quienes advierten su peso exacto. Cuando concluye el poemario, la casa arde.
En cierto sentido, el tenso equilibrio del libro venía ya de antes, de
Cosas por decir (1982), para el que Alfredo
Chacón destacó en La voz y la palabra (Lecturas
de poesía venezolana: 1986 / 1998) la existencia de “dos pulsiones poéticas
considerablemente diferentes entre sí”, que se resuelven entre los poemas mínimos
y los poemas desplegados, o, como dice más adelante, entre los textos “dispuestos
en líneas cortadas que se dan en la verticalidad de la lectura y otros compuestos
por líneas alargadas en la horizontalidad de la prosa”. Puede señalarse, en relación
con su producción anterior, especialmente con Poemas de Berna, cómo la propuesta
de Márquez se ha ido haciendo más compleja. En aquel temprano libro de 1991, que
se abría con unos versos de Piedra de sol (1957) de Octavio Paz y se había
ido construyendo en torno a la descripción y la reflexión, el mundo poético era
todavía diáfano, en la tradición de la poesía objetivista anglosajona:
una manzana
precisa
en la línea
de sus bordes
un jarrón
inevitable
justo al centro
el mantel
a cuadros
como una cita
olvidada
cuatro
o cinco pétalos
la flor
ha perdido
el roce
ligero de la luz
cuando pienso
el poema
y soy feliz
así
entre tanta
abundancia
Escondido
en algún pabellón del alma,
su gemido me despierta.
No logro encontrarlo
entre estos largos pasillos
de inútil desvelo. El poema
que se encarama en las
paredes,
calcula el ir y venir del
reflector,
los tupidos alambres, la
cerca
de púas, los espías, los
perros.
A estos años
me he convertido en carcelero.
No entiendo nada.
Vigilo por oficio.
Como él, apenas salgo
de este estrecho cuarto
contemplando los húmedos
corredores
donde los bombillos
resplandecen y se apagan.
Estoy seco, alejado del
mundo,
frente al televisor.
[“Inútil
desvelo”]
La poesía de Miguel Márquez
asume así los riesgos de los territorios sin hollar, se muestra abiertamente frágil,
según nos hizo ver en su aguzada lectura Lázaro Álvarez, y parece participar también
de aquella propuesta de José Ángel Valente: “el
poeta debe ser más útil/ que ningún ciudadano de su tribu” porque conoce “diversas
leyes implacables”, entre otras, cómo no, “la ley de la confrontación con lo visible”.
En ella escribe Miguel Márquez.
Página ilustrada com obras de Benito
Mieses (Venezuela, 1958), artista
convidado desta edição.
*****
Agulha
Revista de Cultura
Número
110 | Abril de 2018
editor
geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo
& design | FLORIANO MARTINS
revisão
de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
equipe
de tradução
ALLAN
VIDIGAL | ECLAIR ANTONIO ALMEIDA FILHO | FEDERICO RIVERO SCARANI | MILENE MORAES
os
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todos os direitos reservados © triunfo produções ltda.
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