segunda-feira, 10 de setembro de 2018

ALBERTO RODRÍGUEZ TOSCA | Juan Manuel Roca, el claro de luna contra la ceguera verbal



el entrecomillado de la realidad

Cuando afirma el Eclesiastés, entre soberbio y patético, que «nada hay nuevo bajo el sol, pues lo que fue es lo que será y lo que ha sido hecho lo mismo que se hará», no acierta uno menos que a sentirse embargado de un sentimiento de desamparo y confusión hacia la exuberante plataforma de lo que «está siendo». De tomar a pie juntillas la salomónica frase, de seguro que confusión y desamparo terminarían alistando al pobre lector en las filas del más recalcitrante escepticismo. Porque, entre otras cosas, «está siendo» el libro que el buen hombre acaba de leer y, si en verdad nada hay nuevo bajo el sol y lo que será ya fue y lo que ha sido hecho… ¿quién le devuelve el precioso tiempo ahora mismo desperdiciado en la lectura de un libro ya leído?
A la vista de semejante danza virtual donde fuente matriz y devenir inútil sortean a ciegas el destino de sus acreedores, no queda espacio sino para barajar el resto de las cartas sobre una irremplazable, sagrada, única alternativa de excepción: un libro desmiente la sentencia del Eclesiastés, o no debió escribirse jamás. Luna de ciegos (obra poética 1973-1994), dedica sus más de 200 páginas a reconciliarnos con la idea de que, a estas alturas de los tiempos, el mundo es un proyecto inacabado y por tanto todavía es posible provocar alegres desórdenes en el flujo cardiaco por el descubrimiento de nuevas realidades bajo el sol. He aquí el primer gesto que, a manera de adusto sobresalto, pone en vilo la paz del lector que creía a salvo su paseo por la obra del poeta Juan Manuel Roca. Lo que sigue es una puerta que se abre, un torso que se inclina y una mano que señala un umbral e invita a continuar hacia un salón de cumplidos espejos donde los bordes filosos del poema le arrancan las piadosas comillas a la palabra Realidad.

en la casa de los ciegos

Acaso sea la ceguera uno de los temas más y mejor atendidos por la poesía de Juan Manuel Roca. Muchos han sido los comentarios que esta recurrencia ha suscitado, incluyendo los suyos, que agregan nuevas pautas a las exposiciones compartidas dentro del ámbito de la invidencia natural, en tanto vinculan la pérdida de la vista a una ceguera «de tipo histórico», impuesta, a una «mala memoria» con base en la vida social que supera con creces la fatalidad contenida en los órdenes de la naturaleza. Pero Juan Manuel Roca dice: «las manos del ciego están habitadas,» y enseguida se organiza en la mente despierta una escena donde las figuras habitantes de esas manos, («luna de oro, paisajes del olor, dedos memoriosos») transgreden los límites preestablecidos por la puntualidad matemática de la sana visión. Y dice: «Los niños ciegos remplazaban el balón por una caja de lata y jugaban con el ruido...» y otra escena desliza sobre la geografía del papel un nuevo trazo donde germina la posibilidad de jugar con el ruido, sólo que este nuevo posible no es comunicado a los niños ciegos, que ya lo conocen y juegan, sino a los que «miran» jugar e, incrédulos,
se enfrentan por primera vez a un recién estrenado intercambio de signos donde el cuerpo de la caja de lata consiente ser sustituido por el ruido corporizado. Antes había hablado de «noche táctil», extendiendo una certificación de nacimiento para una nueva cualidad de la noche hasta entonces desterrada de los cultos de la lógica. En la secuencia del juego el que subvierte sus leyes es el ruido: lo que fue música, aire, energía inasible, ahora es cuerpo, extensión física, materia verificada en la firmeza de la persecución.
La mayoría de estas transgresiones, y no por azar, se cumplen en esa misma noche distinguida por la gracia del tacto. Y no por azar a la experiencia de las sensaciones y el color se le suman las opciones del golpe y la caricia. La noche —emboscada, pero emboscando—  es la provocada disolución de los contornos en busca de túneles de acceso a los imprevistos esplendores de los contornos nuevos, y en virtud de ese providente sentido, tribuna de sombras encargada de confirmar en su rigor las epidemias de alexia letal que desde siempre ha señoreado sobre la Noche de los siglos. (Alexia: del griego habla o dicción. Imposibilidad de leer causada por una lesión en el cerebro. Llamada también «ceguera verbal». De modo que: ni ceguera natural ni desmemoria histórica, sino vista enferma, mente lesionada, involucrando en sus escarceos a todos por igual: ciegos, videntes y desmemoriados. De estos conocidos personajes nos previene la poesía de Juan Manuel Roca: los que van por la vida sin mirar, los que miran sin ver, mutilados de espíritu, ciegos de corazón, sumergidos en el coro ritual que reactualiza con renovados aderezos de comedia la prehistoria del gran sueño.

es hora de despertar, dulces idiotas

Despertemos ahora y entremos al mundo como a una casa de ciegos (los nuevos ciegos), donde gobiernan por parejo la fábula y el intelecto, los prejuicios y la incredulidad. Acopiaremos razones suficientes para otorgarle una misión al poeta: crear, a través de la imagen, la realidad del mundo invisible (Lezama), pero sobre todo —y este parece ser el punto de partida de la poesía de Juan Manuel Roca—  fijar la atención sobre la realidad del mundo visible oculta tras la mala hierba del condicionamiento (confinamiento) psicológico y social, esto es: familia, escuela, instituciones, religión, tecnología, «progreso», literaturas, medios de comunicación y un largo etcétera que haría las delicias de los laboriosos cancerberos del castillo de If.
Karl Jaspers decía que nada mejor que los símbolos y las metáforas para aproximarse al misterio del ser, entendido el ser como ese conjunto de elementos del cual también participa, y muy directamente, el mundo exterior, y su misterio como los fragmentos disimulados bajo las camisas de fuerza del sentido común. La poesía de Juan Manuel Roca, consolidado su señorío en las jurisdicciones de la metáfora y el símbolo, es el testimonio de un descarnado enfrentamiento entre el hábito fútil que alberga y estimula la percepción ordinaria, y un conocimiento reactivo de otra realidad que únicamente se deja interrogar por la constancia alquímica de una mirada diferente. La tiranía de la razón — «la pálida razón», como la llamaba Rimbaud—  encuentra en la poesía de Roca un reducto de sucesivas contracciones instruidas en el oficio de corregir la débil gramática del mundo y en su lugar extender un inventario de suscitantes hendiduras a través de las cuales el lector, previamente tentado por una vocación de libertad, pueda reconocer su propio rostro en el estanque, su otro rostro, irreconocible, ahora reconocido en el cuenco de su mano, y comprobar en la creciente iluminación de la imagen cuántas vidas imaginarias permanecían del otro lado del espejo.
Voyerismo a prueba de dictaduras y manuales de instrucción. Intersticios de luz animados contra todo tipo de ceguera verbal. Verbo como pila de fundación, fuente de bautismo, acción o arte de crear desde la nada, forma interior de un paisaje delineado por las radiaciones del entendimiento... Pero Roca comprende que la primera realidad susceptible de ser sometida a ese descalabro del orden que a manera de reconvención le aplica a las demás realidades, es él mismo, de ahí que a toda hora se sienta comprometido a ofrecerse como blanco para que caigan sobre «el que fue» y «el que será» los más implacables interrogantes del que «está siendo».

¿Ni más ni menos,
el que soy y los que fui
están tocados de viento?

Lo primero que llama la atención en este nuevo trayecto de la búsqueda, donde el poeta se asume como realidad cuestionable, es el reconocimiento de la fugacidad como la cátedra de mando desde la cual habrán de interpretarse las demás cualidades del ser. «¿De manera que soy/ un trazo pintado con ceniza/ en el mapa del agua?».  El poeta sustituye el mito de la duración y sus forcejeos para asegurarse un asiento en el Olimpo de la eternidad, por el enigma de lo efímero como la única cancha digna de acoger el libre juego de su interrogación. «¿Y mi cuerpo?», y enseguida el cuerpo comienza a ser interrogado. «Mi cuerpo es mi paje», y las respuestas a desfilar como un pelotón de guerreros suicidas tras el rastro de un enemigo inexistente, sin posibilidades de existencia real, pero en todo momento vigorizando la intensidad de la marcha e impulsando hacia nuevos frentes las estrategias aprendidas en las muertes y las resurrecciones de los sueños por venir. «¿No muero y nazco cada día/ cada vez que mi cuerpo entra y sale de los sueños?». La asunción del cuerpo como objeto de contienda inaugural inicia un ciclo de sucesos paradojales donde lo físico se lanza a exhibir, por un lado, el carácter diabólico de su cosmogonía («Los tratos con mi cuerpo siempre fueron lejanos (...) porque queriéndolo llevar de paseo por los parques, siempre me arrastraba hacia los bares») y por otro, su naturaleza filantrópica (pero ocurre que a veces me desarma: hay que verlo cuando se acerca a su muchacha...), dando lugar en ambos casos a una decisiva ceremonia de irreverentes erotismos concentrados en subrayar el predominio de lo litigante múltiple sobre la relajación lobotómica de la uniformidad. Así, dentro de tan insigne junta de contrarios, «volver a festejar los cuerpos» resulta la aventura elegida por el poeta para reconciliarse con su primitiva condición de criatura erética llamada a penetrar en las recónditas estancias de un eros donde cualquier manifestación de hedonismo pueril corre el riesgo de ser remplazada por entrañables ademanes de resistencia y conflagración. «Mi cuerpo es Mefisto y mi deseo es Fausto. / Yo soy su secreto campo de batalla».
El poeta se acepta como «habitante de un cuerpo en litigio», y «al tiempo que actor, que director», su «amotinado público». Penetra y el camino no es romería, es lucha; no es siesta de concordia, es peregrinación solitaria hacia una tierra de nadie en cuyos predios comienza a intervenir, a manera de provocación, «un hombre en todo igual a mí,/ con el mismo rostro y las mismas manos», pero distinto; «mi otro, que es decir mi máscara», revestida de una ajenidad oficiante dispuesta a devolverle su afluente sanguíneo a los jirones de vida disminuidos en la excesiva familiaridad a la que convocan las introspecciones y requisitoria de sí mismo. Así, «soy uno que fue» es un proceso de oportuno extrañamiento ofreciéndose como la vida más rápida para arribar a la identidad revelada del otro que será.

no sé escribir

Pero no sólo consigo y con los otros que es, el poeta disiente, se quiebra, duda («una guerra civil se declara en mi cabeza»), sino también con las precarias herramientas de trabajo que le fueron concedidas. Se resiste a repetir «esos libros (...) que todo lo explican y pasa noches en vela buscando una palabra, pequeña aguja en el pajar del lenguaje». A veces la encuentra, la aguja, la palabra, y la entierra con dolorosa ternura en la piel de lo que gira en torno: hombres, agua, caballos, miedos, sangre, naufragios, música, alcoholes, amigos, tiempo... Cada queja del mundo es el germen renacido de una vieja interrogación: «Me pregunto qué trozo soy del paisaje». Porque un trozo del paisaje es y sale a averiguarlo, el poeta: «Yo recuerdo ese año,/ el más feliz de mi vida./ El más feliz,/ por la más feliz de las razones:/ tenía opción para el silencio./ No había nacido todavía». No necesita engolar el acento de la voz para ejercitar el don de profecía y acechanzas de la aguja encontrada. «Si con sólo doblar el mapa del país/ se guardaran en el bolso/ parajes que la memoria no visita,/ se podría dibujar un atlas del olvido». No necesita violentar la sencillez de sus formas para plagar de contenidas violencias su lectura de la ciudad. «Y es frecuente escuchar en las calles y en los bares/ a las gentes que hablan de abandonar un país como un barco que naufraga». No necesita recurrir a estudiados raptos melodramáticos para relatar episodios de miedo y frustración. El paisaje le dicta secretos al poeta. Lo alecciona. Le sugiere qué debe contar. Le indica con los ojos «los ríos de poesía que nacen en la calle y desembocan en el libro». Naufragan en el libro los ríos y el poeta, pero sobrevive el paisaje... «Y tú crees que inventaste la escritura».

De no ser por los muros
¿quién evitaría la fiesta?

Un libro desmiente la sentencia del Eclesiastés (nihil nobus sub sole), o no debió escribirse jamás. Los muros son los folios de catequesis confinados a la heroica vigilancia del inconsciente colectivo y la fiesta, el claro de luna donde se sanciona con profundos silencios cualquier variante de ceguera verbal. De modo que algo nuevo hay bajo el sol: la certeza de que todavía es posible derribar los muros para entrar en la fiesta.
Luna de ciegos, de Juan Manuel Roca, recién salido de los hornos de la prestigiosa casa editorial mexicana Joaquín Mortiz, con un esclarecedor prólogo del propio Juan Manuel y en la portada un hermoso e inquietante grabado de Fabián Rendón, es ese firmamento devenido campo de Marte donde alegres tribunales se apresuran a repartir las consabidas trompetas para que concurran a una hora en punto la llegada a las puertas de Jericó y las luces del alba.


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Originalmente publicada en el Magazín dominical (El Espectador, Bogotá 1994).

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Agulha Revista de Cultura
Número 118 | Setembro de 2018
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