segunda-feira, 10 de setembro de 2018

JOSÉ ÁNGEL LEYVA | Juan Manuel Roca: la extrañeza y la lucidez


La poesía de Juan Manuel Roca responde a una preocupación esencial: la poesía. Cada verso suyo emerge de la extrañeza y de la lucidez ante la realidad que habita y lo contiene, nombra, expresa, descifra. Lo suyo es la imagen, la palabra que alumbra e ilumina, que mueve agua y viento para revelarnos lo que está detrás del sonido, de las vibraciones de la lengua y la escritura. Un pase mágico y allí está el sortilegio, la idea, el sentimiento, la contraparte del sentido. No es una poesía del yo lírico, del tú dramático, sino del nosotros íntimo. Sus versos brotan del espectador, del viajero, del cronista que es a la vez creador, paisaje, suceso. Un yo colectivo se desnuda en su  discurso en el que la parte agarra al todo por los cuernos para deconstruirlo y ensamblarlo en el foro de los perplejos.
El poeta reúne dos libros en uno para los lectores mexicanos: Temporada de estatuas y Biblia de pobres (Biblia pauperum), obras distintas con temas diferentes; no obstante, ambas van al nervio de la historia, de la conducta humana. Los poemarios intercambian más señales y asuntos de los que anuncian sus títulos. Los une el aliento de sus versos, la voz que ensambla cada pieza, cada sentido, ideas y chispazos de ingenio en toda la extensión de sus dominios conceptuales y emotivos. Un surrealismo del sur realista, un juego en el que ciertamente el sueño y la libertad creativa tienen lugar, donde monsieur Breton conversa en su mesa parlante, donde sin duda Lewis Carroll también demanda mención honorífica; el fantasmario de Rulfo dialoga con la obra de Juan Manuel Roca en ese afortunado arte de aparecer y desaparecer significados, como lo hace Magritte en la pintura, o la inexplicable imposibilidad de salir de la negación de El ángel exterminador de Luis Buñuel.
  Lo suyo, del poeta, es lo visual. Sinestesias recurrentes y metonimias a flor de piel. Nos hacer ver lo que el oído fotografía, el color del tacto, la imaginación del olfato, la revelación del gusto y, por supuesto, la vista palpa, huele, toca, gusta, descubre. Es absurdo lo que no vemos, lo que pasa de largo en nuestras narices, en nuestras capacidades perceptivas, no lo que el poeta extrae de la profundidad del lenguaje, de su experiencia intelectual y perceptiva, de las emociones, de la razón. Roca exhibe destreza verbal, pero también un talento genuino para armar sus textos poéticos con una delicada trama y una resolución impecables. Quizás en parte ello aclare su particular inteligencia cultivada en y con humor.

Muchos de sus poemas dan a primera vista la impresión de relatos sin línea de tiempo, sin espacio específico, construcciones verbales que pueden encontrar su sitio en diversas situaciones, circunstancias, predicciones. Estructuras con trazos sintéticos y sintácticos que mantienen bajo control el tono y el equilibrio de los adjetivos, de las referencias culturales y bibliográficas, de los nombres, del sarcasmo, de la emotividad. Versos bien temperados que no se desgañitan, no gritan, no caen en el exabrupto o la denuncia, no se dejan llevar por la euforia ni la cursilería, sujetos a una elaboración retórica apasionada pero no vehemente, en un despliegue generoso de recursos literarios y líricos que amplían las posibilidades de su necesidad expresiva y comunicativa.
En Temporada de estatuas, Roca pone sobre la mesa de trabajo las herramientas básicas de su juego discursivo: la paradoja y la antítesis. Dos instrumentos muy apreciados por él a la hora de mover las piezas del poema, de enhebrar las líneas de su composición verbal. Aquello que parece no es, y aquello que es pasa inadvertido para quien transcurre la vida haciendo cálculos y razonamientos lógicos. «El arte del desdibujo/ y los tratos cotidianos con la mudez/ […] porque ella aprendió en la escuela de la niebla/ el arte del desdibujo», nos advierte en «Novísima parábola de las manos». Para luego insistir: «Qué clase de poeta soy/ un pobre centinela del lenguaje,/ un lento estafeta que no llega,/ un soldado oculto en un caballo de madera/ que se queda dormido,/ qué clase de sujeto soy/ que se conmueve al ver las fotos de los/ mutilados mientras vuelves a la mesa de trabajo/ con un maltrecho silencio/ y una bandera de papel como mortaja» («Batallas de papel»).
 Sí, el humor ironizante es una de sus constantes, uno de sus ingredientes básicos. Recurre a una alquimia de los significados y aplica dosis precisas de satirización, de burla, de caricaturización, de farsa, de sarcasmo, de retruécano, de parodia para descomponer en distintos resultados lo que podría parecer de inicio un cuento fantástico, como es el caso del poema: «Del amor y los bienes raíces» en el que emplea esta solución para trasgredir y transfigurar el significado y la forma, para desolemnizar y sorprender.
Roca ensaya a descubrir estatuas públicas, ejércitos ocultos —como los guerreros de terracota de Xian, de la dinastía del emperador Qin Shi Huang, en China—, estatuas bíblicas como la mujer de Lot, convertida en sal en la historia de Sodoma y Gomorra, gestos perpetuados en personajes por las cenizas del Vesubio en Pompeya, Italia, o en Acrotiri, Grecia. Formas que pretenden perpetuar una identidad extinta, un gesto sin significado, una anatomía de nadie en un porvenir vacío. Una especie de antropología de lo inútil. Un mundo de seres encantados. Escenarios, ámbitos de fantasmas y difuntos, desaparecidos, seres que suelen aparecer como objetos del pasado, moldes de la enajenación y el pasmo: «Dicen que están muertos./ Irremediable y porfiadamente muertos./ Sin embargo/ Me tropiezo entre los transeúntes/ Con el más sedentario de ellos». («Balada de los amigos muertos») Recuerdos y cifras que nos pueblan hablan con nosotros de su soledad. Atmósferas vivas para objetos animados, como si fueran recuerdos de personas ausentes pero dentro de cada uno, de la comunidad.
En su poesía vive la revelación de lo transitorio: la existencia y su aferrada operación de embalsamamiento de las cosas, de los pulsos inaudibles, de los afectos, los mitos, las ilusiones y las falsas esperanzas de posteridad y permanencia, una poesía que deja correr imágenes y figuras, momentos, situaciones entre murmullos, alusiones, referencias, cuchicheos de presencias pasadas en un mismo espacio y un tiempo indefinido pero actual, claramente vigente.
  «Todos sabemos/ que hay una ciudad escondida en la ciudad,/ en las voces anónimas que cruzan la calle,/ en los campos de fútbol de barriada,/ en un hipódromo/ abandonado al abuso de la hierba./ Por las dos ciudades/ corre el persistente rumor/ de que hay vida en otra parte» («Repertorio de sombras»).
El paisaje es parte indisoluble de esta poética, en la que no sólo abre las cortinas al verde múltiple de su país, sino a otros cromatismos geográficos e históricos. La naturaleza reclama su sitio en una poesía que es de suyo urbana. Como en el poema «Palabras en la niebla», que me sugiere algunos cuadros de su compatriota Mario Londoño: «Estoy sentado en medio de la niebla,/ En una silla sin forma ni color,/ En la desdibujada sala/ De un pequeño hotel/ Del Valle de Cocora. En verdad,/ Estoy sentado en un mueble de niebla,/ Bajo un techo de niebla/ Y en un mundo ciego/ Que borra en su andadura las orillas/ [...] / Saboreo el café y su voz/ al mismo tiempo,/ envuelto en una ceguera/suave y transitoria». Por otro lado, no es extraña la imagen de barcos fantasmas surcando los libros y los versos de Roca.
 En Biblia de pobres (Biblia pauperum), el autor aborda uno de los temas cruciales de la poesía y de la historia de la civilización: la pobreza. Un asunto que nos hace pensar de inmediato en poetas que no sólo han escrito sino vivido en carne propia este flagelo. El dolor habla desde la carencia y la marginación, la impotencia y el olvido, el hambre y la enfermedad. César Vallejo, Miguel Hernández, Víctor Hugo, Antonio Gamoneda, por mencionar algunos nombres que vienen a la cabeza. Una llaga que revela la injusticia, la insolidaridad, la guerra, el infortunio. O desde perspectivas también del sarcamo como el poema «Los pobres en la estación de autobuses» del brasileño Lêdo Ivo. Juan Manuel Roca aporta también su mirada y su compendio de revelaciones de la pobreza.
Una vez más, la ironía y las paradojas vuelven a ser instrumentos precisos en el arte de desocultar y descifrar los otros filos de la realidad. «Por carecer de flechas,/ Los mendigos/ Arrojaban/ A los nobles/ Sus propias heridas./ Una raza de pordioseros/ Más mísera aún:/ Robaba heridas ajenas/ Y las vendía/ En la plaza de mercado» («Mester de servidumbre»).
Un libro por donde desfila no sólo la cauda de miserables y mendigos con sus mutilaciones, sus cuerpos lacerados y famélicos, sus ventrudas sombras, sus dolientes reverberaciones en los zapatos del transeúnte, del avaro y el capitalista, sino además una serie de apariencias e ilusiones de bienes materiales, de posesión de la memoria. Poemas que ponen en relieve el espejismo existencial, la urgencia de ser propietarios de algo, de alguien, cuando en realidad somos instantes de la nada, extensiones de nadie. Roca nos conduce hacia el oráculo de la muerte para mostrarnos la desnudez del llanto, del estertor, la luz y la oscuridad biológica que sólo puede revelar la palabra, la sustancia musical del pensamiento, el ojo insumiso del que duerme: «La poesía es un sueño provocado,/ un ruido de pasos en las catedrales de la noche» («Memorial del provocador de sueños»).
Si la ironía puede tener un propósito o un efecto moralizante, un rastro de enseñanza, en los poemas de Juan Manuel Roca hay una clara vocación transgresora, una liberación de maniobras para extraer significados impredecibles de sistemas morales rígidos, de inercias sentimentales, de historias y promesas sin fin, de falsas esperanzas. Poemas que despojan al lector de vestiduras invisibles, de olvidos confortables, de bienes y tesoros, de eufemismos que esconden la gravedad de la tierra, la ingravidez de la inexistencia. No es un ejercicio pesimista, escéptico del profeta de la nada, sino la elaboración estética de quien descubre en su propia fortuna la silueta de los desposeídos, el corazón de los ausentes, las preguntas de los sin voz, la soledad de la muchedumbre, el ruido de la necesidad, el hambre de los no nacidos, la gratuidad de la poesía.
En Biblia de pobres no se encuentra lo sagrado, lo divino, la fe, la institución, sino los sacramentos de la conciencia y de la terrenalidad, no para buscar la salvación del alma, sino para liberar a la belleza de sus convencionalismos, para abrirle paso al deseo, a la imaginación, a las cuestiones: «Mi lujuria/ ve en los cordeles de la ropa/ las formas ausentes de la amada» («Canción del iracundo»). Para el poeta son pobres todos aquellos carentes de sí mismos, los cautivos del rencor y de la insidia, la ignorancia, los que no saben hallar un país y un fragmento de cielo entre los afectos, el amor; los que no se tienen en el otro, los que son incapaces de agradecer lo inútil «La deseada mujer del puerto de toronjas/ se desnuda y baila la danza del vientre/ en torno a mi mesa empapelada [] en este poema regresan al país los desterrados».
Estas dos obras, Temporada de estatuas y Biblia de pobres, de factura reciente en su trayectoria, son una prueba de por qué Juan Manuel Roca es hoy una de las voces principales en Colombia y un autor imprescindible en la poesía escrita en español.


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Agulha Revista de Cultura
Número 118 | Setembro de 2018
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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