En la hermosa primavera de 1952 cumplirás
dieciséis años y tal vez te sentirás tentada de hojear este libro, del que me gusta
pensar que eufónicamente el título te será traído por el viento que inclina los
espinos blancos... Todos los sueños, todas las esperanzas, todas las ilusiones bailarán,
espero, día y noche, a la luz de tu cabellera, y yo sin duda ya no estaré allí,
yo que sólo desearía estar para verte. Los caballeros misteriosos y espléndidos
pasarán raudos, en la hora del crepúsculo, a lo largo de los cambiantes riachuelos.
Bajo ligeros velos verdes de agua, con un peso de sonámbula, una doncella se deslizará
bajo las altas bóvedas, donde parpadeará una sola lámpara votiva. Pero los espíritus
de los juncos, pero los gatos minúsculos que fingen dormir en las sortijas, pero
el elegante revólver de juguete perforado por la palabra “Baile” evitarán que tomes
estas escenas por el lado trágico. Sea cual fuere la parte nunca bastante hermosa,
u otra cualquiera, que te sea dada, no pudo saberlo, te agradará vivir, esperarlo
todo del amor. Ocurra lo que ocurra hasta que puedas leer esta carta —parece que
lo que debe ocurrir es lo imprevisible—, déjame pensar que tú entonces estarás dispuesta
a encamar esta potencia eterna de la mujer, la única ante la cual me he inclinado.
Que tú acabes de cerrar un pupitre sobre un mundo de fantasía color azul cuervo,
o que te destaques, con la excepción de un ramillete que llevas en el talle, como
una silueta solar en el muro de una fábrica —me hallo lejos de está seguro acerca
de tu porvenir—, déjame creer que estas palabras: “El amor loco” serán las únicas
que tendrán relación con tu vértigo.
Estas palabras no cumplirán
su promesa porque sólo te esclarecerán el misterio de tu nacimiento. Hace mucho
tiempo pensé que la peor locura era dar la vida. En todo caso, estaba resentido
contra los que me la habían dado. Es posible que tú me detestes ciertos días. Por
esto he escogido contemplarte a los dieciséis años, edad en que no puedes detestarme.
¿Contemplarte, he dicho? ¡Oh, no! Sólo tratar de ver con tus ojos, de mirarme con
tus ojos.
Niña mía que sólo tienes
ocho meses, que sonríes siempre, que estás hecha a la vez como el coral y la perla,
entonces sabrás que todo azar ha sido rigurosamente excluido de tu llegada, que
ésta ha ocurrido a la misma hora en que debía ocurrir, ni más tarde ni más temprano,
y que ninguna sombra te esperaba encima de tu cuna de mimbre. Hasta la gran miseria
que era y es la mía, se calmaba durante algunos días. Por otra parte, no estaba
enojado contra esta miseria: aceptaba tener que pagar el rescate de mi no esclavitud
perpetua, del derecho que yo mismo me había otorgado una vez por todas de no expresar
más ideas que las mías. No estábamos tan... Ella pasaba a lo lejos, muy embellecida,
casi justificada, un poco como en esto que se ha llamado, referido a un pintor que
fue uno de tus primeros amigos, la época azul. Ella aparecía como la consecuencia
casi inevitable de mi rechazo a pasar por donde casi todos los demás pasaban, fuesen
de un bando o de otro. Esta miseria, hayas o no hayas tenido tiempo de detestar,
piensa que sólo era el reverso de la milagrosa medalla de tu existencia: menos brillante,
sin ella, hubiese sido la Noche del Tornasol.
Menos brillante porque
el amor no hubiese tenido que desafiar todo lo que desafiaba, porque no habría tenido,
para vencer, que contar en todo y para todo en sí mismo. Tal vez esto era una terrible
imprudencia, pero era justamente esta imprudencia más bella joya del escriño. Más
allá de esta imprudencia lo único que quedaba era cometer otra mayor: la de hacerte
nacer, aquélla de la cual eres el aliento perfumado. Era necesario que a lo menos,
entre una y otra, fuese tendida una cuerda mágica, tendida hasta romperse sobre
el precipicio para que la belleza fuese a arrancarte como una imposible flor aérea,
ayudándose con su único contrapeso de volatinero. ¡Ojalá llegue el día en que te
complazca pensar que eres esta flor, que has nacido sin ningún contacto con el suelo
desgraciadamente no estéril de lo que se ha convencido en llamar “los intereses
humanos”! Surgiste del sólo centelleo de lo que fue bastante tarde para mí el resultado
de la poesía a la que me había entregado en mi juventud, de la poesía a cuyo servicio
he continuado, con desprecio por todo lo que no fuese ella. Te has encontrado allá
como por encanto, y si alguna vez descubres una huella de tristeza en estas palabras
que por primera vez dirijo sólo a ti, puedes decirte que este encanto prosigue y
proseguirá formando uno contigo, que está obligado a soportaren mí todos los desgarramientos
del corazón. Siempre y mucho tiempo, las dos grandes palabras enemigas que se enfrentan
desde que se trata del amor, no han cambiado nunca más ciegas estocadas que hoy
por encima de mí, en un cielo todo entero igual que tus ojos, cuyo blanco es todavía
tan azul. De estas palabras, la que lleva mis pabellones, incluso si su estrella
palidece en esta hora, incluso si debe perder, es siempre. Siempre, como sobre la
arena blanca del tiempo y por la gracia de este instrumento que sirve para contarlo,
pero sólo hasta aquí te fascina y te sitia de hambre, reducido a un hilillo de leche
sin fin fluyendo de un seno de cristal. Hacia todo y contra todo, yo habría mantenido
que este siempre es la gran llave. Lo que yo he amado, lo haya conservado o no,
lo amaré siempre. Como tú estás llamada a sufrirlo también, yo quisiera, al terminar
este libro, explicarte. He hablado de cierto “punto sublime” en la montaña. Nunca
se trató de establecerme allí. A partir de aquel momento, por otra parte, hubiera
dejado de ser sublime y yo de ser hombre. A falta de poder razonablemente fijarme
allí, por lo menos nunca me he alejado hasta perderlo de vista, hasta no poderlo
mostrar. Yo había escogido ser este guía, me había obligado, por consiguiente, a
no enajenarme ese poder que, en la dirección del amor eterno, me había hecho ver
y concedido el privilegio más raro de hacer ver. Nunca me lo he enajenado, nunca
he cesado de estar unido a la carne del ser que amo y de la nieve de las cumbres
cuando sale el sol. Del amor sólo he querido conocer las horas de triunfo, cuyo
collar te coloco y cierro. Estoy seguro de que comprenderás qué debilidad me ata
a la perla negra, la última, qué suprema esperanza de conjuro he puesto en ella.
No niego que el amor tenga que trenzarse con la vida. Digo que debe vencer y para
esto haberse elevado a una tal conciencia poética de él mismo que todo lo que encuentre
necesariamente hostil se funda en la hoguera de su propia gloria.
Por lo menos esto hubiera
sido permanentemente mi gran esperanza, a la cual nada arrebata mi incapacidad,
a veces, de estar a su altura. Si alguna vez se ha comprometido con otro, me aseguro
de que éste no te toque de menos cerca. Como he querido que tu existencia conociera
esta razón de ser que yo había pedido a lo que era para mí, en toda la extensión
de la palabra, la belleza, en toda la extensión de la palabra, el amor —el nombre
que te doy al principio de esta carta no da sólo cuenta encantadoramente, bajo la
forma anagramática, de tu aspecto actual, ya que, mucho después de haberlo inventado
para ti, advertí que las palabras que lo componen me habían servido para caracterizar
el aspecto mismo que había tomado para mí el amor: esto debe ser la semejanza—,
he querido aún que todo lo que yo esperaba del acontecer humano, todo lo que según
creo hace que valga la pena luchar para todos y no para uno, dejó de ser una manera
formal de pensar, cuando sería la más noble, para compararse con esta realidad en
acontecer viviente que eres tú. Quiero decir que temí, en una época de mi vida,
verme privado del contacto necesario, del contacto humano con lo que existiría después
de mí. Después de mí... Esta idea continúa extraviándose, pero se vuelve a encontrar
maravillosamente en un cierto ademán que tú tienes como (y para mí sin cómo) tienen
todos los niños pequeños. He admirado tanto, desde el primer día, tu mano. Revoloteaba,
dejándolo casi inane, alrededor de todo lo que yo había tratado de edificar intelectualmente.
¡Esta mano es cosa insensata, y me apiado de los que no han tenido ocasión de adornar
con ella la más hermosa página de un libro! Súbita indigencia de la flor. Basta
examinar esta mano para pensar que el hombre vuelve irrisorio lo que cree saber.
Todo lo que comprende ella es que está verdaderamente hecha, en todos los sentidos,
para lo mejor. Esta ciega aspiración hacia lo mejor bastaría para justificar el
amor tal como yo lo concibo, el amor absoluto, como único principio de selección
física y moral que puede responder de la no vanidad del testimonio, de la jornada
humana.
Soñaba con esto, no sin
fiebre, en septiembre de 1936, solo contigo en mi famosa casa inhabitable de sal
grema. Soñaba con esto en el intervalo de los periódicos que relataban, más o menos
hipócritamente, los episodios de la guerra civil española, de los periódicos detrás
de los cuales tú creías que yo desaparecería para jugar contigo al escondite. Y
esto era también verdad, porque en tales minutos el inconsciente y el consciente,
bajo tu forma y la mía, existían en plena dualidad uno cerca del otro, se mantenían
en una ignorancia total uno del otro, y sin embargo, se comunicaban por medio de
un solo hilo todopoderoso que era entre nosotros las miradas que cambiábamos. Ciertamente,
mi vida pendía de un hilo. Grande era la tentación de ir a ofrecerla a los que,
sin error posible y sin distinción de tendencias, querían, costase lo que costase,
acabar con el viejo “orden” fundado en el culto de esta trinidad abyecta: la familia,
la patria y la religión. Y sin
embargo, me retenías con este hilo que es el de la felicidad, tal como se transparenta en la trama de la desgracia misma. Yo amaba en ti a todos los niños de los milicianos de España, semejantes a los que vi correr desnudos en los barrios de pimienta de Santa Cruz de Tenerife. ¡Que al sacrificio de tantas vidas humanas pueda hacer de ellos, un día, seres felices! Y sin embargo, no me sentía con valor de exponerte conmigo para contribuir a que esto fuese.
embargo, me retenías con este hilo que es el de la felicidad, tal como se transparenta en la trama de la desgracia misma. Yo amaba en ti a todos los niños de los milicianos de España, semejantes a los que vi correr desnudos en los barrios de pimienta de Santa Cruz de Tenerife. ¡Que al sacrificio de tantas vidas humanas pueda hacer de ellos, un día, seres felices! Y sin embargo, no me sentía con valor de exponerte conmigo para contribuir a que esto fuese.
¡Ante todo, que la idea
de familia sea enterrada! Si he amado en ti la realización de la necesidad natural,
es en la medida exacta en que en tu persona ha sido por completo semejante a lo
que era para mí la necesidad humana, la necesidad lógica, y en que la conciliación
de estas dos necesidades siempre se me ha ofrecido como la única maravilla al alcance
del hombre, como la única oportunidad que tiene de escapar de vez en cuando de la
maldad de su condición. Has pasado del no ser al ser en virtud de uno de estos acordes
realizados que son los únicos para los cuales me ha complacido tener una oreja.
Eres dada como posible, como cierta en el momento mismo en que, en el amor más seguro
de sí mismo, un hombre y una mujer te querían. ¡Alejarme de ti! Me importaba demasiado,
por ejemplo, oírte un día contestar con toda inocencia a esas preguntas insidiosas
que los mayores hacen a los niños: “¿Con qué se piensa, se sufre? ¿Cómo se ha sabido
su nombre, a la luz del día? ¿De dónde viene la noche?” ¡Como si pudieran decirlo
ellas mismas! Siendo la criatura humana, para mí, perfecta en su autenticidad, tú
debías, contra toda verosimilitud, enseñármelo...
Deseo que seas locamente
amada.
Breton, André, El amor loco, México, ed. Joaquín Mortiz, 1975.
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EDIÇÃO COMEMORATIVA |
CENTENÁRIO DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidada: Dorothea
Tanning (Estados Unidos, 1910-2012)
Agulha Revista de Cultura
20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 135 | Junho de 2019
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