domingo, 20 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Aleyda Quevedo Rojas

JESÚS DAVID CURBELO | Aleyda Quevedo Rojas, el amor constante más allá de la muerte

 


La ecuatoriana Aleyda Quevedo Rojas, en Dos encendidos, nos da su interpretación contemporánea de uno de los amores más célebres y escandalosos de la historia americana, el de Manuela Sáenz de Thorne y Simón Bolívar. Ante la petición de Aleyda, a quien conocí en Granada, Nicaragua, y me sorprendió por la crudeza y excelencia de su cuaderno Soy mi cuerpo, me fue difícil negarme, porque esta insistente quiteña se ocupó luego de irme convenciendo, en sus breves días de estancia en La Habana, de tomar en serio una obra que contaba ya varios cuadernos, entre los que destacan, para mi gusto, La actitud del fuego y Espacio vacío, que hube de leerme apenas los puso en mis manos, engolosinado con las bondades del antes mencionado Soy mi cuerpo.

Mi principal temor, antes de leer el poemario, consistía en lo riesgoso que encuentro el abordaje de figuras históricas, por lo general víctimas del demasiado respeto, que las convierte en muñecos acartonados cuyos pensamientos, acciones y diálogos, en el terreno literario, apenas logran sobrepasar con éxito la caricatura; o en su antípoda: el resultado, a veces esperpéntico, de un ejercicio de desacralización en el cual se intenta bajar de sus altares a los héroes y próceres y dotarlos de una estatura “humana”. Por desgracia, algo de eso había ya en la antedicha tradición literaria que centró su atención en Manuela y Simón Bolívar, desde la hagiográfica visión de Demetrio Aguilera Malta en La Caballeresa del Sol, hasta la delirante erotización de la historia en La esposa del doctor Thorne de Denzil Romero; con estaciones en territorios intermedios signados por el interés biográfico y documental (Jonatás y Manuela de Argentina Chiriboga y Manuela de Luis Zúñiga), el vínculo político entre ambos personajes (El general en su laberinto de Gabriel García Márquez), la imprecisión histórico-lingüística (La gloria eres tú de Silvia Miguens), el rigor compositivo de un experimento narrativo posmoderno (La dama de los perros de María Eugenia Leefmans) y la impronta poética, por lo general más próxima a la épica que a la lírica (“La insepulta de Paita” de Pablo Neruda y “Bolívar y Manuela” de Humberto Vinueza).

No obstante, la lectura de Dos encendidos disipó mis angustias. Aleyda Quevedo Rojas acomete la osadía de revisitar un argumento espinoso y manejado por algunos ilustres colegas y compatriotas, mas sale ilesa, a mi juicio, de los peligros de la reiteración y la desmesura, porque esquiva los siempre sinuosos enfoques hijos de la política y la sociología y se decanta por el mucho más antiguo, y eficaz, del amor. De cierta manera, la mayoría de sus antecedentes literarios se escudan en el pretexto de recrear una leyenda amorosa, aunque a la postre terminen mostrándonos las orejas peludas del compromiso ideo-político, los estudios de género, el nacionalismo, y otros añadidos que parcializan sus aproximaciones y los alejan de ese sentimiento que ha sido el motor de muchas revoluciones en la literatura universal desde Arquíloco de Paros hasta Paul Celan, pasando por Catulo, Propercio, Dante, Petrarca, Boccaccio, Chaucer, Shakespeare, Donne, Baudelaire, Whitman, Bécquer, Proust, Darío, Pessoa, Masters, Kavafis, Joyce, Yourcenar y Mishima. Y lo ha sido, supongo, porque estos autores han sabido mirar, revolver, inquirir en las cimas y simas del amor en sus más disímiles matices para que desde estas emerjan las preguntas sin respuestas que suelen preocupar al individuo en todas las épocas y bajo todos los regímenes: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? O dicho de otro modo: porque del amor y sus mutaciones nacen buena parte de los grandes temas como el diálogo con Dios, la posibilidad de perdurar tras la muerte, la soberbia, la envidia, la ira, los celos, la lujuria y el deseo de (re)conquistar los posibles paraísos humanos y divinos.

Tal vez sería pertinente incluir aquí, antes de adentrarnos en un somero análisis del poema y en aras de su mejor comprensión, una breve semblanza de la relación entre Manuela y Bolívar, a pesar de que el lector cómplice pueda hallarla en cualquier enciclopedia. Manuela, hija ilegítima de un regidor español del Cabildo de Quito y de una dama criolla, conoció a Bolívar en junio de 1822, cuando el Libertador entrara victorioso en su ciudad luego de la batalla de Pichincha. Por ese entonces estaba casada con el comerciante inglés James Thorne, con quien se había comprometido algunos años atrás, gracias a los manejos de su padre para intentar correr un velo piadoso, al unirla a este señor que le aventajaba generosamente la edad, sobre la fuga de la muchacha del Monasterio de Santa Catalina con el oficial realista español Fausto D’Elhuyar. La pasión amorosa y la necesidad de compartir un destino común de Manuela y Bolívar se extendió, a despecho de las enormes dificultades morales, religiosas y políticas, hasta la muerte de este en 1830. En ese período ella lo acompañó en numerosas batallas a lo largo del continente y convivió con él en varias ciudades, le salvó la vida en más de una ocasión y fue su mano derecha en delicados asuntos de estado, lo cual le granjeó la hostilidad de enconados enemigos de Bolívar como Francisco de Paula Santander. Con posterioridad al fallecimiento del Libertador, Manuela permaneció en Bogotá hasta 1834, cuando fue desterrada por Santander a Jamaica; desde allí consiguió, con Juan José Flores, un salvoconducto para regresar a Quito, pero Vicente Rocafuerte, sucesor del vencedor de Miñarica, la deportó una vez más. Manuela se dirige entonces al puerto ballenero de Paita, en el Perú, sitio en el cual sobrevive a duras penas gracias al comercio de dulces y tabaco, donde cuenta con el dudoso regocijo de bautizar a sus perros con los nombres de sus contrincantes (Santander, Páez, Padilla, Lamar), y recibe las visitas esporádicas de amigos y admiradores. Allí murió, presumiblemente de difteria, en 1856.

Como ya enuncié, el poema de Aleyda Quevedo Rojas evade las peripecias historicistas propias de la novela y la biografía, y se concentra en recrear algunos momentos de la relación Manuela-Bolívar, desde el encuentro en Quito hasta los instantes finales de la ecuatoriana en Paita. Para ello se auxilia de tres voces fundamentales (y aquí podemos entrever un guiño cómplice a su compatriota Humberto Vinueza, que articula su texto “Bolívar y Manuela” alrededor de las voces de sus protagonistas): la de una suerte de narrador que, en el primer canto (“Miradas”) nos relata el episodio de la corona de flores lanzada por la muchacha al pecho del prócer, con el cual da inicio el conocimiento de ambos; la voz de Bolívar, presente en el segundo canto (“Bolívar enamorado”) y en el quinto (“Fuerte como el amor la muerte”), en el que se imbrica con la voz de Manuela Sáenz en un dueto que es, posiblemente, el pasaje lírico más alto del poema; y, por supuesto, la propia voz de Manuela en solitario en los cantos tres, cuatro y seis (“Manuela orquídea”, “Los celos” y “Desde Paita”).

Sin embargo, a pesar del visible dialogismo, de cierta narratividad y del tema en apariencia heroico que trata, más vecino de la épica que de la lírica, no vacilaría en afirmar que estamos en presencia de un texto lírico, porque en él priman la subjetividad, el arrebato emocional y erótico, las ansias de posesión absoluta, la ingobernabilidad de los sentimientos del prójimo, el desafío de convenciones y moralinas y la inmutable dicotomía entre Eros y Tánatos que han signado a este género desde Catulo hasta hoy. El diálogo entre los amantes, reforzado intertextualmente con el empleo de citas de su correspondencia personal y de apuntes del quizá apócrifo “Diario de Paita” de Manuela, nos lo evidencia desde otro ángulo: el amor, por grande e intenso que sea, no es un espacio de concilio; está siempre marcado por la precariedad, por la incomunicación, por la efímera satisfacción de la carne que conduce a una perenne insatisfacción del espíritu, paradoja que sólo alcanza a resolverse cuando la putilla del rubor helado dirima la querella entre agua y fuego, entre cuerpo y alma, e iguale a los amantes en una resurrección donde “serán ceniza, más tendrán sentido”, ese que tiene el “polvo enamorado” de hacer que los muertos permanezcan constantes en el deseo, en el amor.

Antes de concluir, me gustaría apuntar un pequeño detalle: la coherencia de este poema con el resto de la obra de Aleyda Quevedo Rojas. Es cierto que al principio me sorprendió el tono cuasi épico, el aparente abandono por parte de la autora de los textos breves, epigramáticos en ocasiones, que pueblan cuadernos como La actitud del fuego, Espacio vacío y Soy mi cuerpo. Pero la confusión fue transitoria, porque siempre he creído que la forma no es otra cosa que la expresión última del contenido, y el presente ejercicio poético necesitaba el aliento largo, sostenido, dialógico, que encarnara, en los personajes de Manuela y Simón, las obsesiones de Aleyda con los intríngulis del amor, del deseo y con los artificios de la sexualidad que se evidenciaban desde su primer libro. En La actitud del fuego el sujeto lírico -una mujer amante, deseosa- reflexiona sobre el poder corrosivo del amor, que permite descubrir nuevos modos de existir y comportarse, de crear mundos inexplorados que perfeccionen la ambigüedad del mundo conocido y nos ayuden a vivir mejor. Espacio vacío, por su parte, disecciona la pasión erótica, su influencia sobre la siquis y la moral del individuo, y se recrea en la incomunicación, en la compartida soledad del erotismo que marca la necesidad del amor como escalón supremo del ser. Soy mi cuerpo, a su vez, escudriña en los dominios de la enfermedad, de la muerte, del goce que encierra trascender el padecimiento gracias al impulso genesíaco del amor. Dos encendidos, por último, es la consumación de ese camino; la mujer que hablaba en los libros anteriores se enmascara ahora en Manuela Sáenz sin dejar de ser La Mujer que sigue anhelando descubrir los mundos palpables tras el sueño y la muerte, destino que comparte con Simón, El Hombre, su complemento dialéctico en esa aventura donde se pierde el respeto a toda ley severa y se retorna, por encima de la historia, la política, la ideología y los prejuicios sociales, al polvo-enamorado-  de los orígenes.

 


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§ Conexão Hispânica §

Curadoria & design: Floriano Martins

ARC Edições | Agulha Revista de Cultura

Fortaleza CE Brasil 2021



 

 

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