JESÚS DAVID CURBELO | Aleyda Quevedo Rojas, el amor constante más allá de la muerte
Mi principal temor, antes de leer el poemario, consistía en lo riesgoso que
encuentro el abordaje de figuras históricas, por lo general víctimas del demasiado
respeto, que las convierte en muñecos acartonados cuyos pensamientos, acciones y
diálogos, en el terreno literario, apenas logran sobrepasar con éxito la caricatura;
o en su antípoda: el resultado, a veces esperpéntico, de un ejercicio de desacralización
en el cual se intenta bajar de sus altares a los héroes y próceres y dotarlos de
una estatura “humana”. Por desgracia, algo de eso había ya en la antedicha tradición
literaria que centró su atención en Manuela y Simón Bolívar, desde la hagiográfica
visión de Demetrio Aguilera Malta en La Caballeresa del Sol, hasta la delirante
erotización de la historia en La esposa del doctor Thorne de Denzil Romero;
con estaciones en territorios intermedios signados por el interés biográfico y documental
(Jonatás y Manuela de Argentina Chiriboga y Manuela de Luis Zúñiga),
el vínculo político entre ambos personajes (El general en su laberinto de
Gabriel García Márquez), la imprecisión histórico-lingüística (La gloria eres
tú de Silvia Miguens), el rigor compositivo de un experimento narrativo posmoderno
(La dama de los perros de María Eugenia Leefmans) y la impronta poética,
por lo general más próxima a la épica que a la lírica (“La insepulta de Paita” de
Pablo Neruda y “Bolívar y Manuela” de Humberto Vinueza).
No obstante, la lectura de Dos encendidos disipó mis angustias. Aleyda
Quevedo Rojas acomete la osadía de revisitar un argumento espinoso y manejado por
algunos ilustres colegas y compatriotas, mas sale ilesa, a mi juicio, de los peligros
de la reiteración y la desmesura, porque esquiva los siempre sinuosos enfoques hijos
de la política y la sociología y se decanta por el mucho más antiguo, y eficaz,
del amor. De cierta manera, la mayoría de sus antecedentes literarios se escudan
en el pretexto de recrear una leyenda amorosa, aunque a la postre terminen mostrándonos
las orejas peludas del compromiso ideo-político, los estudios de género, el nacionalismo,
y otros añadidos que parcializan sus aproximaciones y los alejan de ese sentimiento
que ha sido el motor de muchas revoluciones en la literatura universal desde Arquíloco
de Paros hasta Paul Celan, pasando por Catulo, Propercio, Dante, Petrarca, Boccaccio,
Chaucer, Shakespeare, Donne, Baudelaire, Whitman, Bécquer, Proust, Darío, Pessoa,
Masters, Kavafis, Joyce, Yourcenar y Mishima. Y lo ha sido, supongo, porque estos
autores han sabido mirar, revolver, inquirir en las cimas y simas del amor en sus
más disímiles matices para que desde estas emerjan las preguntas sin respuestas
que suelen preocupar al individuo en todas las épocas y bajo todos los regímenes:
¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? O dicho de otro modo: porque
del amor y sus mutaciones nacen buena parte de los grandes temas como el diálogo
con Dios, la posibilidad de perdurar tras la muerte, la soberbia, la envidia, la
ira, los celos, la lujuria y el deseo de (re)conquistar los posibles paraísos humanos
y divinos.
Tal vez sería pertinente incluir aquí, antes de adentrarnos en un somero
análisis del poema y en aras de su mejor comprensión, una breve semblanza de la
relación entre Manuela y Bolívar, a pesar de que el lector cómplice pueda hallarla
en cualquier enciclopedia. Manuela, hija ilegítima de un regidor español del Cabildo
de Quito y de una dama criolla, conoció a Bolívar en junio de 1822, cuando el Libertador
entrara victorioso en su ciudad luego de la batalla de Pichincha. Por ese entonces
estaba casada con el comerciante inglés James Thorne, con quien se había comprometido
algunos años atrás, gracias a los manejos de su padre para intentar correr un velo
piadoso, al unirla a este señor que le aventajaba generosamente la edad, sobre la
fuga de la muchacha del Monasterio de Santa Catalina con el oficial realista español
Fausto D’Elhuyar. La pasión amorosa y la necesidad de compartir un destino común
de Manuela y Bolívar se extendió, a despecho de las enormes dificultades morales,
religiosas y políticas, hasta la muerte de este en 1830. En ese período ella lo
acompañó en numerosas batallas a lo largo del continente y convivió con él en varias
ciudades, le salvó la vida en más de una ocasión y fue su mano derecha en delicados
asuntos de estado, lo cual le granjeó la hostilidad de enconados enemigos de Bolívar
como Francisco de Paula Santander. Con posterioridad al fallecimiento del Libertador,
Manuela permaneció en Bogotá hasta 1834, cuando fue desterrada por Santander a Jamaica;
desde allí consiguió, con Juan José Flores, un salvoconducto para regresar a Quito,
pero Vicente Rocafuerte, sucesor del vencedor de Miñarica, la deportó una vez más.
Manuela se dirige entonces al puerto ballenero de Paita, en el Perú, sitio en el
cual sobrevive a duras penas gracias al comercio de dulces y tabaco, donde cuenta
con el dudoso regocijo de bautizar a sus perros con los nombres de sus contrincantes
(Santander, Páez, Padilla, Lamar), y recibe las visitas esporádicas de amigos y
admiradores. Allí murió, presumiblemente de difteria, en 1856.
Como ya enuncié, el poema de Aleyda Quevedo Rojas evade las peripecias historicistas
propias de la novela y la biografía, y se concentra en recrear algunos momentos
de la relación Manuela-Bolívar, desde el encuentro en Quito hasta los instantes
finales de la ecuatoriana en Paita. Para ello se auxilia de tres voces fundamentales
(y aquí podemos entrever un guiño cómplice a su compatriota Humberto Vinueza, que
articula su texto “Bolívar y Manuela” alrededor de las voces de sus protagonistas):
la de una suerte de narrador que, en el primer canto (“Miradas”) nos relata el episodio
de la corona de flores lanzada por la muchacha al pecho del prócer, con el cual
da inicio el conocimiento de ambos; la voz de Bolívar, presente en el segundo canto
(“Bolívar enamorado”) y en el quinto (“Fuerte como el amor la muerte”), en el que
se imbrica con la voz de Manuela Sáenz en un dueto que es, posiblemente, el pasaje
lírico más alto del poema; y, por supuesto, la propia voz de Manuela en solitario
en los cantos tres, cuatro y seis (“Manuela orquídea”, “Los celos” y “Desde Paita”).
Sin embargo, a pesar del visible dialogismo, de cierta narratividad y del
tema en apariencia heroico que trata, más vecino de la épica que de la lírica, no
vacilaría en afirmar que estamos en presencia de un texto lírico, porque en él priman
la subjetividad, el arrebato emocional y erótico, las ansias de posesión absoluta,
la ingobernabilidad de los sentimientos del prójimo, el desafío de convenciones
y moralinas y la inmutable dicotomía entre Eros y Tánatos que han signado a este
género desde Catulo hasta hoy. El diálogo entre los amantes, reforzado intertextualmente
con el empleo de citas de su correspondencia personal y de apuntes del quizá apócrifo
“Diario de Paita” de Manuela, nos lo evidencia desde otro ángulo: el amor, por grande
e intenso que sea, no es un espacio de concilio; está siempre marcado por la precariedad,
por la incomunicación, por la efímera satisfacción de la carne que conduce a una
perenne insatisfacción del espíritu, paradoja que sólo alcanza a resolverse cuando
la putilla del rubor helado dirima la querella entre agua y fuego, entre
cuerpo y alma, e iguale a los amantes en una resurrección donde “serán ceniza, más
tendrán sentido”, ese que tiene el “polvo enamorado” de hacer que los muertos permanezcan
constantes en el deseo, en el amor.
Antes de concluir, me gustaría apuntar un pequeño detalle: la coherencia
de este poema con el resto de la obra de Aleyda Quevedo Rojas. Es cierto que al
principio me sorprendió el tono cuasi épico, el aparente abandono por parte
de la autora de los textos breves, epigramáticos en ocasiones, que pueblan cuadernos
como La actitud del fuego, Espacio vacío y Soy mi cuerpo. Pero
la confusión fue transitoria, porque siempre he creído que la forma no es otra cosa
que la expresión última del contenido, y el presente ejercicio poético necesitaba
el aliento largo, sostenido, dialógico, que encarnara, en los personajes de Manuela
y Simón, las obsesiones de Aleyda con los intríngulis del amor, del deseo y con
los artificios de la sexualidad que se evidenciaban desde su primer libro. En La
actitud del fuego el sujeto lírico -una mujer amante, deseosa- reflexiona sobre
el poder corrosivo del amor, que permite descubrir nuevos modos de existir y comportarse,
de crear mundos inexplorados que perfeccionen la ambigüedad del mundo conocido y
nos ayuden a vivir mejor. Espacio vacío, por su parte, disecciona la pasión
erótica, su influencia sobre la siquis y la moral del individuo, y se recrea en
la incomunicación, en la compartida soledad del erotismo que marca la necesidad
del amor como escalón supremo del ser. Soy mi cuerpo, a su vez, escudriña
en los dominios de la enfermedad, de la muerte, del goce que encierra trascender
el padecimiento gracias al impulso genesíaco del amor. Dos encendidos, por
último, es la consumación de ese camino; la mujer que hablaba en los libros anteriores
se enmascara ahora en Manuela Sáenz sin dejar de ser La Mujer que sigue anhelando
descubrir los mundos palpables tras el sueño y la muerte, destino que comparte con
Simón, El Hombre, su complemento dialéctico en esa aventura donde se pierde el respeto
a toda ley severa y se retorna, por encima de la historia, la política, la ideología
y los prejuicios sociales, al polvo-enamorado-
de los orígenes.
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